Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


martes, 29 de diciembre de 2009

SOLIDARIDAD


El sonido del viento no entendía de banderas, silbaba sobre los cadáveres sin hacer distinciones del color de su piel, y convertía aquellas ruinas de ciudad en un cementerio sin lápidas ni oraciones.

–Aquí ya no queda nada que hacer, señor. La resistencia ha sido neutralizada.

Pero mantenía su fusil de asalto sin seguro, apoyado contra su hombro, como si temiera que algún muerto se levantara para sacudirse el polvo y la sangre seca de sus ropas.

–No dejaremos que nadie muera solo, M.A. –replicó el sargento Vázquez–. Si alguno de nuestros chicos ha caído lo rescataremos.

–Me alegro de estar con usted, señor –aduló Wilson, un chicano imberbe que se había alistado a las fuerzas especiales para acelerar la regularización de su permanencia en los Estados Unidos.

–¿Por qué?

–Porque usted vendría a por mí, no dejaría huérfanos a mis hijos.

–Por favor –protestó M.A. agitando sus manos delante de la cara– y también a por mí, para que mis amantes pudieran rendir el culto debido a mis cenizas. ¡Ya sabes, en ropa interior! –añadió pelando una tableta de chicle.

El sol y el polvo del desierto reducían a nada los miles de kilómetros que los separaba de su hogar; la rutina y la desidia sólo a unos pocos metros de donde habían aparcado el “jeep”. Siempre era lo mismo, los informes terminaron por ser iguales. El sargento Vázquez cambiaba tan solo la fecha y el nombre de la población: “Número indeterminado de bajas civiles, sin bajas americanas”.

Henry Moravia, el más joven de los cuatro, avanzó entre las ruinas de la calle mayor, olvidando la protección del grupo, admirando con gozo pervertido los impactos de las ametralladoras de los “Apache” sobre esas paredes de adobe. Una detonación lo sacó de su ensimismamiento, observó un nuevo color en su uniforme de camuflaje por encima de un tobillo, y perdió el equilibrio.

–¡Ah, me han herido!

M.A., Wilson y el sargento Vázquez se ocultaron automáticamente, su adiestramiento militar les facilitó protección en unos segundos. Henry Moravia gritaba con más rabia que dolor, intentaba ponerse de pie, no era consciente de que su pie derecho colgaba de la pierna. Estaba en estado de shock.

–¡Ven a por mí, cabrón!

Y vació el cargador de su M16 indiscriminadamente mientras daba saltitos con la pierna sana.

–¡Alto el fuego, Moravia! –ordenó el sargento Vázquez.

Sabía que no era un nuevo ataque chiita, se trataba de otra cosa. Los helicópteros no habían acabado con toda la resistencia fundamentalista, y ahora uno se había atrincherado en algún recoveco entre los escombros. ¡Un francotirador! “Cuerpo a tierra, soldado” pensó el sargento Vázquez, como si el pensamiento fuera un medio más rápido y eficaz para transmitir sus órdenes. Pero un nuevo disparo, que reverberó entre los dinteles de las casas que permanecían en pie, llegó antes al soldado Henry Moravia.

–¡Ese cabrón lo está matando con saña! –protestó Wilson asqueado.

No intervenir, no ayudar al soldado caído, era como dar beneplácito a la tortura que asistían en directo. Henry se sujetaba la rodilla izquierda con las manos, tratando de contener la sangre y el dolor. Y Wilson olvidó que tenía hijos. Dio dos pasos al frente con la mano extendida, al tercero cayó muerto con una bala en la cabeza.

M.A. escupió el chicle, los gritos de su compañero mortificaban su instinto de conservación. No era peor persona por proteger su vida, sin embargo no soportaba estar a salvo mientras Henry se desangraba lentamente. Wilson no lo había logrado porque era un estúpido, y él, el líder de media docena de canchas de baloncesto del Bronx, no. El sargento Vázquez vio el chicle escupido y comprendió lo que pasaría. “¡No, no lo hagas!” Y M.A. asomó la cabeza por encima del paramento que lo protegía. Un proyectil le atravesó la cabeza por la boca, cayó al suelo en silencio. Nunca más masticaría chicle.

–¡Hijo de puta, da la cara! –gritó Henry Moravia arrastrándose hacia el cuerpo inerte de M.A.

Como respuesta recibió un impacto en su codo derecho. El francotirador parecía recrearse de manera inútil en el sufrimiento, podía matarle allí mismo, ahora. ¿Sabría el sargento Vázquez que el soldado Moravia era el cebo para matarles a todos? Aún quedaban muchas articulaciones a las que disparar antes de ejecutarle, ¿podría vivir el sargento Vázquez con eso?

–¡Ah, ah! –el dolor no sólo le contracturaba el cuerpo, además le trituraba el cerebro. Henry Moravia fue incapaz de sentir un pensamiento coherente– ¡Da la cara! –gritó en un arrebato de lucidez.

El sargento Vázquez se arrastró hacia el soldado Moravia. Él mejor que nadie comprendía el objetivo de su misión, inspeccionaban el terreno para recuperar a los suyos, muertos, vivos o heridos; porque la consigna era que “nadie moriría sólo”. Ahora estaban muriendo soldados que conocía, hombres con historia, cara y apellidos. Otra detonación trepidó por las paredes de barro. No quiso mirar, instantes después supo que Henry Moravia seguía vivo porque lo oyó llorar. Al fin estableció contacto visual con el soldado herido: estaba en el suelo boca arriba, no podía moverse porque tenía reventada una articulación en cada extremidad. Era una crueldad miserable. ¿Qué podía hacer? ¿Morir por aquel que ya estaba condenado?

–¡Da la cara, por favor! –gimió Henry.

Y finalmente, el sargento Vázquez la dio. No se incorporó con granada en mano para sacarle de ese poblucho, ni trató de llegar a la radio del jeep para pedir refuerzos, no. Se limitó a fijar el punto de mira de su fusil y disparó. Henry Moravia ya no sufriría más.



- fin -


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lunes, 28 de diciembre de 2009

Angus Paparazzi


Fui escolta durante muchos años, porque me habían expulsado de las fuerzas especiales. Y hastiado de una vida de violencia implícita, profesionalicé una afición que siempre me había atraído por su creatividad: la fotografía. Sí, parece extraño. A un tipo como yo se le debería negar cualquier muestra de sensibilidad, pero es que no soy como otros monstruos; tengo honor, un código moral tan duro como mis propios puños.

Desde que la única “arma” que utilizo es una Canon, mi vida ha cambiado. Soy más perceptivo, capto detalles que antes no apreciaba y soy capaz de recrear una escena; en sus condiciones ideales de luz y de formas, aún antes de que se me presente. Me siento como un poeta que define el mundo con imágenes, y si puedo maquillar la realidad para provocar emociones, ¿por qué no sacar un provecho de ello?

Sí, ciertamente son fotografías muy hermosas, observaba una señorita veinte años más joven que yo. Me costó descubrir una placa que confirmara su capacitación entre las pilas de expedientes en el escritorio. Pero no valen nada, añadió la redactora de la revista. Lo siento, pero hay mucho material de este tipo por internet.

Normalmente en estas circunstancias se me habrían ocurrido al menos cinco maneras diferentes de neutralizar al sujeto perturbador. Ahora sólo veía encuadres en los que resaltar algunos rasgos de su rostro, para subrayar su personalidad, o su belleza; o la delicadeza con la que se desembarazaba de mí. No deje de probar suerte en concursos fotográficos, añadió mientras me acompañaba a la puerta. Me estoy haciendo viejo.

Seguí, no obstante, su recomendación, y aunque aguardaba la remota posibilidad de que ningún jurado fallara a favor de mis creaciones, nunca tuve resultados tan poco alentadores como aquellos. Fue frustrante, un golpe de humildad a un pensamiento entrenado para valorar riesgos aceptables y calculados.

 Necesitaba los premios, además, porque mis recursos económicos se habían agotado. Cuando valoré los trabajos premiados, y descubrí, íntimamente, que mis fotografías transmitían más, que desprendían una magia que las demás no tenían, capté el olor a podrido: el sistema estaba corrupto.

Lejos de experimentar enojo, sentí liberación. La sociedad todavía ignoraba la criatura que había creado, y yo, la repercusión que tendría mi proceder en el periodismo moderno. Mi objetivo, el más fácil por su obviedad, era desenmascarar la doble moral de los poderosos. Haría pagar sus trampas con meticulosa pulcritud, uno tras otro, sin descanso. Y viviría bien, sin remordimientos.

Pero a diferencia de esa legión de insectos que imitaron mis formas, siempre he sido honesto con todas las partes implicadas.

—Buenas noches, señora —comunicaba desde un teléfono público, llamo para advertirle que está siendo vigilada y que debería evitar, en lo sucesivo, cualquier conducta que pueda ser reprobable.
—¿Pero quién es usted, le conozco?
—No importa, señora.
Bebí un trago de mi petaca. Podía ver la silueta de una mujer recortada en los visillos de una ventana, no diré de qué palacete.
—¿Le ha contratado mi marido? Y sin esperar respuesta añadía: ¡le pago el doble!
Demasiado tarde, ya no podrían sobornar mi dignidad.

Unas semanas después se publicaban en la prensa rosa unas fotografías del amante de una señora de la alta sociedad de Parma. Airear un adulterio de esta forma provocó un gran escándalo que, naturalmente, beneficiaba a la revista que compró mis fotografías.

Revuelo de abogados, papeleo y citaciones: todo quedó en una divorciada sin indemnización. Soy meticuloso en todo lo que hago. Desde entonces mi nombre circulaba en los foros periodísticos como pólvora encendida, y no sin razón, pues tener unas “fotografías paparazzi” era garantía de agotar la edición en los kioscos sin repercusiones legales.

Era repugnante.

Nadie era capaz de apreciar mi arte a pesar de las dificultades técnicas. Todos somos capaces de retratar un primer plano de alguien que está posando, y de entre metros de negativos tal vez pueda encontrarse una foto tolerable. Yo hacía lo mismo, pero de incognito, muy lejos de mi objetivo y en condiciones de luz adversas; y siempre he captado el gesto que humaniza a mis víctimas, que las redime del pecado que esconden.

¿Pero es que no lo apreciaban cuando se destapaba un escándalo? No puedo comprender que los lectores se llenaran de morbosidad, que pidieran sangre como fantasmas invisibles de los antiguos coliseos, con mayor frecuencia, con más abundancia, para encontrar regocijo en sus vidas vacías.

¿De verdad que no perciben poesía en mis fotografías? ¿Sois incapaces de sentir la precisión del momento, del mimo escondido, el celo con el que presiento la expresión adecuada? Solo tenéis que abrir cualquier revista de prensa sensacionalista y comparar las fotografías actuales con las hice en su momento.

Las de ahora invaden la intimidad, pisotean todo honor y pervierten cualquier gesto inocente o amable. Los periodistas de nueva generación han aprendido lo más burdo de mi proceder. Se llaman a sí mismos reporteros, y lo peor, es que la gente de la calle los conoce con el nombre de… paparazzi.

Mi apellido, mi identidad, se ha pervertido. De nuevo me toca perder...



fin


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sábado, 26 de diciembre de 2009

Hombre malo


Edwin tenía una marca en la cara, una gruesa cicatriz que le cruzaba la cara de izquierda a derecha. Tal vez por esa razón se había dejado crecer el pelo, y vivía en poblaciones rurales donde un golpe de viento no le despeinara demasiado.

 A pesar del estigma del rostro, Edwin era un hombre atractivo, esto tenía mucho que ver con que normalmente caminara con la cabeza inclinada hacia delante y tratara de pasar inadvertido. Los hombres de pueblo confundían su actitud con timidez, y los predisponía a una situación de superioridad. Con las mujeres era distinto, tenía una voz suave, susurrante, y sin embargo llena de una fuerza que las embriagaba. Pero lo que todos en el pueblo ignoraban es que Edwin necesitaba matar. Hoy alguien moriría.

—¿Se va a quedar mucho en el pueblo? —se interesó un tendero delgado que trataba de ocultar la calva con el pelo que crecía por encima de las orejas.

No era una pregunta amable, en función de su respuesta recomendaría unos u otros productos que los forasteros normalmente olvidaban apuntar en la lista de la compra. Se quedó sin respuesta.

—Bueno, tal vez necesite también un sombrero de ala ancha. El sol es muy severo en esta región y no está bien visto pasearse sin él.

El tendero sonrió, mostrando unos dientes largos y separados. Creía haber dado con un buen cliente, los cohibidos eran los que más compraban, y éste no iba a ser la excepción: ¡le vendería hasta la vieja caña de pescar que guardaba bajo el cristal del mostrador!

—No —susurró Edwin acercándose al tendero. Un billete de cien dólares estaba en el mostrador sujeto por el dedo anular—. Pero si tiene munición para “esto” se la compro.

Era un rifle de doble cañón, culata de madera de fresno y cuerpo labrado en plata. Lo había mantenido oculto bajo su guardapolvo negro. Era en sí misma una obra de arte de las que no se fabricaban desde principios del siglo pasado. Su cliente parecía no estar familiarizado con las armas, porque de lo contrario no la mostraría con tanta ligereza.

—Parece de un calibre cuarenta y cinco, tal vez cincuenta —examinó el arma sin tocarla, y se volvió hacia un estante hecho de cajoncitos de madera— ¿Me permite la pregunta de qué es lo que va a cazar, señor?

—No —susurró Edwin—, no se lo permito —y mantuvo la mirada firme, a través del flequillo, sobre los ojos del tendero que se volvió de nuevo sobre los cajoncitos.

El tendero supo instintivamente que algo no iba bien, que era mejor permanecer callado.

—Ratas.

—¿Ratas, señor? ¡Deben ser muy gordas! —y calló repentinamente, percibiendo que sus nervios le habían traicionado de nuevo.

—Éstas no tanto, pero son muy voraces.

El tendero sacó una bala de cada uno de los dos paquetes que dejó en el mostrador.

—Habrá que montarla en el tambor, para saber cuál es la que vale.

Y Edwin tomó la de mayor calibre, con suavidad introdujo el proyectil y retiró el seguro.

—Cuidado con eso, señor. Así puede dispararse por accidente —su voz todavía era firme, pero el sudor de su frente delataba una profunda inquietud.

—Tendré que probar, ¿no? ...Para saber si son las balas adecuadas —añadió Edwin girando el cartelito del cristal de la puerta.

Decía con letra preciosista: “ lo sentimos, vuelva usted mañana”.

Aun antes de que su cliente pasara el pestillo en la puerta el tendero sabía que estaba en peligro, buscó el revólver que guardaba un estante más abajo de la caña de pescar. Su pulso temblaba, trató de no hacer ruido y cuando levantó el arma…

—Tírala —recomendó Edwin con los cañones de su rifle a dos centímetros de su frente sudada.

Obedeció.

—No me mate, señor. El pecado más gordo que cometí en mi...

Edwin llevó su índice a los labios, el sonido de un escape de gas brotó de ellos.

—Yo no le juzgo, eso es tarea de Dios —y amartilló el arma, ahora, con una presión suave en el gatillo reventaría la cabeza de ese hombre.

El tendero cerró los ojos, iba a morir en manos de un demente. No tenía salida, ninguna oportunidad de misericordia; y sin embargo, en los últimos instantes de una vida mediocre, no fue capaz de experimentar sentimientos nobles, tal vez sintió un atisbo de un pensamiento más elaborado que el del horror primitivo a la muerte. Edwin concedió unos momentos de gracia: retiró los cañones para que su víctima pudiera reconciliarse con Dios.

—No sabes quién soy ni por qué te voy a matar, ¿verdad?

El tendero asintió con la cabeza. Recordó que hoy era martes, que vendría Bob con su furgoneta frigorífica para terminar con el reparto del hielo. De todos los establecimientos siempre dejaba el suyo el último por ser el más próximo a su casa. Debería estar a punto de llegar, y sospecharía algo al ver el cartel de cerrado: Bob sabía que abría todos los días, incluso los domingos y festivos, lloviera o tronara, estuviera enfermo o se abrieran las mismísimas puertas del infierno. Miraría a través de los cristales y descubriría la situación, el sheriff acabaría por llegar. Sólo tenía que esperar, entretener al loco que le apuntaba con un rifle de plata.

—No señor, no tengo ni idea de por qué me quiere matar —esta vez habló despacio, alargando las palabras. Edwin sonrió satisfecho— Nunca le vi antes de hoy, sé por lo tanto que no nos conocemos —añadió con rapidez, sudando nuevamente.

No era buena señal que el loco sonriera.

—En realidad eso tampoco tiene importancia —confesó Edwin.

¿Por qué narices tardaba tanto Bob en llegar? Las agujas del reloj que colgaba sobre la puerta de entrada indicaban que pasaba un cuarto de hora de las dos de la tarde. Bob sabía que cerraba a las dos en punto, y que se quedaría sin un bote de cerveza si llegaba tarde; una tontería, porque su vivienda estaba en la parte de atrás de la tienda. Y a Bob le gustaba mucho la cerveza, sobre todo cuando se la regalaban.

—¿Pero qué le he hecho yo para que me quiera matar?

Edwin acercó su rostro al de su víctima, para que no pudiera perder detalle. Apartó el pelo que ocultaba la cicatriz.

—¿Ve la marca? Hace muchos años que ha cicatrizado, sin embargo a veces palpita como el día en el que un malvado me rajó la cara. Pero solo palpita en presencia de gente perversa, y me duele. Me duele tanto que me arrancaría la cabeza con tal de no sentir el dolor… ¡Oh, ya sé! No se atreve a sugerirme que tal vez unas aspirinas puedan ser la solución a mi problema... O que usted no es un ser malvado.

Bob no era la respuesta, la situación se estaba desarrollando y concluía sin su intervención. Necesitaba ayuda y con urgencia, porque una bala que había vendido a ese loco, y todavía no había cobrado, estaba a punto de dispararse sobre su cabeza.

—Yo diría que usted es un malvado de tipo medio alto, a juzgar por las pulsaciones que su maldad provoca en mi cicatriz —aclaró Edwin.

El revólver que tiró al suelo tampoco era una buena opción, había quedado debajo del mostrador. Resultaría imposible tirarse al suelo, buscar a tientas el arma, ubicar el dedo en el gatillo y disparar.

—Cuando vivía en ciudades, me volvía loco. No podía salir de casa sin que me palpitara la cicatriz. Comprendí que debía buscar pueblecitos apartados de la demencia de nuestra sociedad, para convivir con gente amable de verdad.

Tal vez pudiera hacerse con algún objeto contundente, un martillo o algo así, para arrojar sobre su agresor en el momento que bajara la guardia. Sus ojillos corretearon por los objetos más cercanos y susceptibles de convertirse en algo que pudiera aturdir, aunque sólo fuera unos instantes. Tal vez consiguiera desarmarlo.

—Pero ni siquiera en estos apacibles pueblecitos, como el suyo, estoy a salvo. El corazón corrupto del hombre se esconde tras la sonrisa más amable, la persona más atractiva o el personaje con más carisma.

¡El cenicero! Estaba medio oculto entre albaranes en un extremo del mostrador y al alcance de su mano. Edwin estaba emocionalmente implicado en lo que relataba. Era el momento. En las películas es cuando el bueno invierte las circunstancias en un despiste del malo. El tendero estiró la mano lentamente y… un disparo sonó en la tienda.

 ¿Acaso queda todavía alguien que piensa que la ficción supera la realidad? Edwin sabía que la vida no es como se refleja en los cines, el tendero no; pero ahora que está muerto tampoco tiene demasiada importancia.

La cicatriz dejó de palpitar, y los niños que entraban solos a comprar golosinas ya no tendrían más remedio que comprarlas en otra tienda de la ciudad, más alejada, y tal vez unos céntimos más caras, pero saldrían con su inocencia intacta.


fin


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viernes, 25 de diciembre de 2009

“En los suburbios de las estrellas”


“Estando a tu lado, Susana, me haces sentir la bondad que se recibe cuando se es un niño pequeño. Cada día que amanece descubro un mundo nuevo, lleno de cosas buenas por revelar. Haces que los buenos tiempos del pasado, no sean nada, que compartir cada día contigo sea una aventura de felicidad, una maravilla no superada por nada cuanto existe en el universo. Haces que desee llevarte a las estrellas, para escuchar desde allí tu voz, escuchar las palabras que hacen conmover a media humanidad, y desde allí gritar a todos que te amo...

Para que nadie, ni siquiera tú, pueda ignorar cuánto te quiero.”





Ricardo abrió los ojos, y sus pupilas se constriñeron en dos puntitos negros. Había demasiada luz, incluso para él, que agradecía despertar cada mañana con la luz del sol en la cara.

Normalmente se levantaba despejado, y aunque esta mañana se hallaba completamente descansado, tenía la impresión de no haber despertado del todo de los sueños que lo habían acompañado en su viaje nocturno. El entorno en el que se hallaba no le resultaba familiar y, sin embargo, ¡parecía tan real el sueño del que despertaba!

Había soñado que venía de un mundo lejano, disminuido y en penumbras; que provenía de un planeta azul, que podía haber sido muy hermoso si la mezquindad de sus moradores no hubiera hipotecado su futuro a una discutible comodidad presente.

Recordaba que en su sueño vestía cada mañana con ropa limpia y perfumada la cama que compartía con la mujer, con la que también compartía piso y corazón, para ablandar con mimos un amor que se endurecía con demasiada facilidad. Sólo él era capaz de adivinar que tras la frialdad de su acero y la dureza de su hormigón escondía la fragilidad de una dulzura cristalizada, como el azúcar rancio que no se usa.

Sus manos derrochaban caricias sobre las sábanas, eliminando todo rastro de arruga sobre la cama, con la secreta esperanza de que cuando ella se acostara las recibiera todas juntas. Y perfumaba las almohadas con agua de azahar, para que su mujer conciliara mejor el sueño y así descansada, al día siguiente, pudiera descubrir en su rostro la sonrisa que nunca encontraba.

Completaba la limpieza de la habitación principal, la única que en realidad tenía uso habitual, cuando regresaba de la compra diaria con una flor, siempre distinta, que colocaba sobre el lado de la cama que usaba su mujer.

A pesar de que se podían permitir pagar los servicios de limpieza de una empleada de hogar, Ricardo prefería encargarse personalmente de esas tareas porque nadie iba a poner tanta dedicación y respeto en cada detalle, que sublimaba casi a la categoría de culto y reverencia.

¿Quién podría convertir algo ordinario e ingrato en algo vivo y bello, si no es por la grandeza del amor? Nadie, no era exigible, ni aún pagando dinero por ello. Sólo podía ser él, sus manos limpias no mancillarían el cristal de los portarretratos de una Susana, diez años más joven, sonriendo dulcemente desde el salón. Ni profanarían cajón alguno de su cómoda, donde su ropa interior estaba perfectamente ordenada.

Ricardo recordó con nostalgia el eco de su voz, de su risa, cuando Susana todavía era universitaria, y la habitación era muy pequeña, y las braguitas descansaban sin pudor desde cualquier rincón. ¡Qué importancia tenía tanto desorden cuando sentían urgencia por amarse!

Los dos estudiaban Ciencias de la Información, no les quedaba demasiado tiempo para otras ocupaciones.

—Se nos va a gastar el amor —decía Ricardo entre bromas.

—No —Susana ponía voz de niña pequeña desvelando el mayor secreto del Universo—. Cuanto más más, y cuanto menos menos —concluyó con un suspiro.

—No entiendo nada.

No hacía falta que Ricardo dijera nada, su rostro hablaba por él.
Susana liberó una risita.

—Cuanto más haces una cosa, más te apetece hacerla. Y cuanto menos la hagas, menos te gustará hacerla —concluyó Susana sonriendo.

Habían sido buenos tiempos… que sólo Ricardo parecía recordar, como si Susana no hubiera participado de ellos. Regresar a su rutina diaria le hizo sentirse muy solo, muy triste.

En general, todo el sueño de aquella noche había sido amargo, menos el final. Había sido un extraño viaje por el espacio, donde el azul del cielo se oscurecía progresivamente en la negrura de la infinitud interestelar. Veía las estrellas como pequeños puntitos de luz que se movían fugazmente hacia su espalda, dando paso a nuevos soles y sistemas planetarios que desaparecían con la misma rapidez, provocando un efecto de túnel misterioso iluminado con la luz de constelaciones y galaxias enteras a su paso. No sentía ni vértigo ni asfixia, ni presión alguna sobre su cuerpo. No sentía vibración o ruido, sólo un vientecillo que arremolinaba sus ropas y despeinaba con suavidad su flequillo.

Despertó repentinamente, y la melancolía de su sueño enturbió con la confusión una realidad desconocida: Ricardo no se encontraba en la habitación de su casa, no estaba en su casa.

Lo último que recordó haber hecho antes de quedarse dormido era haber puesto una flor, una margarita de una variedad que no conocía, sobre la cama recién hecha. Quizá en ese momento decidió descansar un momento, Susana no vendría hasta por la noche, no tenía que rendir cuentas a nadie. Pero, ¿dónde estaba ahora?

Encontró a los pies de la cama un diván sin respaldo ni brazos, allí aguardaba una ropa bien doblada. Al posar los pies en el suelo, sintió la sensación agradable de la lana de una alfombra, pero allí no había otra cosa que las losetas blanquecinas del suelo.

La estancia era muy amplia, donde la cama se situaba sobre una plataforma elevada que se accedía a través de tres o cuatro peldaños que la bordeaban. A su derecha, una ventana sin cortinaje alguno se extendía prácticamente sobre toda la pared: unos doce metros de ancho por cuatro de alto. A través de sus cristales se percibía un cielo azul turquesa muy bello, seguramente un efecto producido por el vidrio tintado.

Como estaba desnudo, el pudor fue más fuerte que su curiosidad. Decidió cubrirse con esas ropas que encontró sobre el diván. No había otras en la habitación, y no halló armario o mobiliario alguno donde pudiera encontrar una alternativa más familiar, como su pantalón de franela y su camisa.

Esas ropas no eran muy diferentes de las suyas, se componían de dos piezas sin costuras ni remates de ningún tipo, y la que correspondía a la parte inferior cubría desde los pies hasta la cintura. La superior, resguardaba la cabeza, brazos y torso hasta las rodillas. Era de un tejido suave, agradable al tacto y tibio, como si emanara de él una temperatura constante desde el interior de sus fibras.

—Es cien por cien transpirable, no se ensucia ni se arruga nunca y es prácticamente incorruptible. Te protegerá de quemaduras y de cualquier corte. ¡Ah, y es auto ajustable! —la voz de una chica le sobresaltó desde el marco de una puerta que antes no existía.

Ricardo tenía tantas preguntas por hacer que no llegó a formular ninguna.

—Lo sé, lo sé. En este mundo descubrirás que muchas cosas son iguales que en el tuyo, y otras que no. Estás en el tercer sistema planetario, más allá de lo que vosotros llamáis Orión. Vuestros sistemas de exploración del universo todavía son algo primitivos y es probable que ni siquiera conozcáis la existencia de nuestro mundo.

Ricardo abrió mucho los ojos, conteniendo la respiración.

—Ahora estás pensando que eres víctima de una broma cruel, aunque en el fondo sabes que no. Y sí, nuestro cielo es de color azul turquesa. Nada tiene que ver con los cristales de la ventana, si no de la combinación de los gases de nuestra atmósfera con la luz que recibe de nuestros soles gemelos.

—¡Quieres dejar de leer mi mente, por favor! No estoy acostumbrado… me siento intimidado.

—Discúlpame, Ricardo, he tenido que hacerlo desde que llegaste hace unas horas. Tenía que familiarizarme con muchos aspectos de tu cultura y educación recibida, pero no lo haré más que cuando sea necesario. Entre nosotros es una manera habitual de comunicación, más sencilla, honesta y...

—¿Expresiva?

La chica sonrió.

—Vas aprendiendo muy rápido. Ricardo.

—No lo entiendo, ¿cómo es que te expresas en mi lengua?

—No lo hago, los sentidos de percepción en seres inteligentes, medianamente evolucionados, cuyo córtex cerebral sea lo suficientemente desarrollado, admiten la comprensión del pensamiento aunque esté basado en un soporte oral más o menos elaborado. Tú crees que estoy hablando realmente, mientras que lo único que hago es emitir una serie de sonidos y gruñidos que fonéticamente en poco se parece a tu idioma. Pero tu cerebro necesita recibir todavía ondas auditivas para comprender mi pensamiento, y yo estoy reforzando la “emisión” para que no oigas los gruñidos, sino mi voz.

—Tú conoces mi nombre, ¿cómo debo nombrarte yo?

—Llámame Susan.

Ricardo pareció disgustarse.

—No puede ser que te llames así, ese nombre es demasiado parecido al de mi mujer.

—Lo sé. Y lo he escogido a propósito para crear un vínculo afectivo contigo. Mi auténtico nombre te resultaría incomprensible, demasiado raro.

—¿Y por qué sois tan... como nosotros?

—Lo que me estás preguntando es por qué no somos unos monstruos siniestros con tentáculos o miembros extraños, ¿verdad?

Ahora fue Ricardo el que sonrió.

—Te puedo dar dos explicaciones, la narcisista o la real. ¿Cuál prefieres? ¡Oh, ya veo! Es una mente inquieta ese cerebrito tuyo...

—¡Me estás leyendo otra vez!

—Tratas de ocultar tus sentimientos con emociones estandarizadas. Créeme, Ricardo, la ira no es buena consejera.

—No estoy iracundo.

—Aquí, en mi mundo la única emoción tolerada es el amor. Y yo sé que tienes mucho de eso guardado aquí dentro —confesó Susan tocándole la frente.

—Pero yo no estoy enfadado.

—Lo sé. Pero a vuestra especie todavía le queda mucho camino por recorrer, y en vuestra mente no se reconoce como falso aquello que es fingido. Ni siquiera para uno mismo, y aquello que no se experimenta acaba por admitirse como real por efecto de la repetición. De hecho, sois terriblemente sensibles a cualquier tipo de sugestión, hasta la más burda... ¡Tenéis que aprender a ser más honestos!

Ricardo suspiró.

—La explicación es muy sencilla: hubo una civilización muy antigua cuyo planeta estaba a punto de la extinción, y antes de que se aniquilara mandó al espacio material genético propio en unas cápsulas para que, una vez que sus sensores hubieran detectado vida en cualquier confín del universo, se mezclara con la especie que les fuera más compatible y resurgir en unas condiciones de vida aceptables. Esa es la explicación de por qué nuestras diferencias son mínimas, procedemos de una misma base genética común.

—Vale, seguramente esa es la explicación narcisista. ¿Verdad? —Interrogó Ricardo molesto. En nuestro mundo hace mucho que dejamos de pensar que la tierra era plana o que el universo giraba alrededor de la tierra. ¿Cuál es la auténtica respuesta?

—Vaya, creo que te estoy subestimando. La respuesta real es otra, y tiene más que ver con la capacidad de registrar el pensamiento que los sentidos físicos de la percepción de la realidad. Si lo que realmente importa es lo que se tiene dentro, resulta que la imagen física y la imagen real no siempre son coincidentes, y la mayoría de las veces se retoca o se complementa del mismo modo que tú lo haces con tu vestuario. Sí, somos diferentes, pero ninguno somos monstruos. Y de momento prefiero que me percibas como una semejante, los involucionados admiten mal la existencia de vida inteligente que no sea la de su propio mundo... Y menos si su aspecto no les es familiar.

—Susan, me falta una respuesta a una pregunta. ¿Por qué estoy aquí?

Ella volvió el rostro hacia la ventana, Ricardo, sin saber cómo, sintió una profunda tristeza que no le era propia. Él, desde hacía mucho, experimentaba otra similar, pero la suya era agridulce, la de Susan era amarga.

—¿Tiene nombre aquel que te produce tanto dolor? —insistió Ricardo.

—Entre nosotros, digamos, que se llama Richard.

—¡Oh, por favor! —protestó Ricardo—. Las comparaciones siempre son odiosas.

—Sé que eres una persona instruida, culta. No trates de buscar relaciones donde no las hay. Lo llamaremos Richard por la misma razón que me llamas Susan.

—¿Tratas de decirme que estoy a trillones de kilómetros de mi hogar porque tienes problemas amorosos?

Ricardo se paseaba impaciente a lo largo de toda la ventana, como un tigre enjaulado. Susan no contestó.

—¡Es injusto! ¡Yo tampoco soy feliz y no voy raptando a la gente! No he pedido que me lleven.

—Soy muy infeliz, pero yo no deseaba traerte... Ha sido un accidente, una casualidad. Sólo los miembros más capacitados del Gran Consejo tienen la habilidad de traer seres de otros planetas... y yo no soy más que una simple, como decirlo, modista. Mi tristeza debió sintonizar con la tuya, y te trajo hasta mí. Me llevé un susto enorme cuando te descubrí inconsciente en el suelo de mi dormitorio.

—¿Modista?

—Sí, modista. Y no me digas que en tu planeta no existen porque entonces me reiré en tus narices.

—¿No decías que la ira no era buena consejera?

—No, desde luego. Y deberías ser más amable: gracias a mí dispones de un atuendo de última generación que no todos los de mi planeta pueden disfrutar.

—No era mi intención ofenderte.

Susan trató de no dar importancia al asunto con un movimiento de su mano en el aire.

—¿Qué te parece si te sientas a mi lado y nos lo contamos todo? —propuso Ricardo en tono conciliador—. ¿Y empezamos a eliminar expresiones del tipo “mi planeta”, “tu planeta”, “mi especie”, “tu especie”?

Ricardo comprendió que la desdicha por amor era algo que sobrepasaba el espacio y el tiempo, que alcanzaba a todo aquello que fuera susceptible de ser feliz por su disposición al amor.

Susan era incapaz de refrenar una pasión por un sujeto que no podía amarla, un individuo amable y siempre atento que solo ofrecía amistad. Estaba casado y tenía familia, varios niños. Nunca había pretendido seducirla, y de haber sospechado que ella le correspondía de una manera diferente, tal vez, y aún a costa de su propio perjuicio hubiera renunciado a su trabajo. Era una buena persona, demasiado buena como para no amarla.

—Bueno, imagino que vosotros experimentaréis algo parecido a la atracción sexual... siempre que no seáis asexuados, claro —opinó Ricardo.

—Sí, es una constante universal. Varían las costumbres y los modos, pero no la necesidad del apareamiento.

—¿Y no será posible que de algún modo inconsciente te haya visto apetecible, y durante un tiempo te haya “bombardeado” con mensajes subliminales del tipo “te deseo” que tú hayas registrado sin darte cuenta, y haya provocado que te fijes en él de un modo exagerado?

—Tal vez.

—Entonces no era tan buen tipo.

—Si permaneces un tiempo aquí, descubrirás que la gente es encantadora. Demasiado agradable a veces —manifestó Susan.

Ricardo no daba crédito a lo que escuchaba.

—¿Pretendes decirme que la vida con gente amable y encantadora puede ser muy dura y triste? ¡Ja, tendrías que venirte unos días a mi ciudad! No sé si sabrías apreciar la agresividad, ingratitud y descortesía de sus gentes.

—No estoy acostumbrada a verbalizar mis pensamientos. Perdóname por lo que te voy a hacer —explicó Susan sujetando las sienes entre sus dedos pulgares— pero no sé explicarme mejor.

Un instante después sintió un crujido en su cráneo, y sus músculos dejaron de sujetarle. Cayó derribado al suelo, ninguna de sus funciones corporales funcionó de manera habitual.

Entre contracciones musculares, algunas muy dolorosas, el corazón fibrilando, con deficiencia respiratoria, alteraciones metabólicas diversas; Ricardo experimentó el recuerdo vivido de Susan.

¡Ni sus propios recuerdos los revivía así! Era de una intensidad que parecía revivirlos desde la perspectiva de Susan, sin posibilidad de acción y sin perder su propia identidad, como si la vida pudiera reproducirse como una película en tres dimensiones.

De este modo, Ricardo descubrió que la vida de Susan en el paraíso, en una sociedad amable y perfecta, se veía disminuida, empequeñecida e ignorada dónde todos sus individuos eran felices o parecían serlo, menos ella.

Un hilillo de sangre asomó por uno de los orificios de la nariz de Ricardo, Susan apartó inmediatamente los pulgares de las sienes, alarmada cesó en la proyección de recuerdos. Estaba matando a Ricardo, su sistema nervioso estaba al borde del shock anafiláctico.

—Por todos los dioses, ¡ya entiendo por qué no soy más que una modista! Me he pasado, ¡me he pasado! —Susan sollozaba tratando de reanimar a su huésped.

Lo llevó de vuelta a la cama, y allí inició el rastreo de daños. La cama tenía funciones médicas avanzadas. El escáner sólo detectó algunos daños neuronales leves, los demás órganos funcionaban correctamente y sus funciones se equilibraban por sí mismos sin necesidad de ayuda exterior.

—Te sanaré, te dejaré mejor de cómo has llegado. Palabra —prometió Susan programando la actividad médica a un modo de regeneración orgánica completa.

El proceso regenerativo duraría varias horas, tiempo que aprovechó para investigar; debía saber a que atenerse, qué consecuencias provocaría la permanencia de un “incivilizado” en su mundo. No sabía cómo poner en conocimiento de las autoridades el incidente.

Después de lo sucedido se sentía responsable de su invitado. De hecho, no deseaba ocuparse de él, sentía demasiada pena por sí misma como para compadecerse de la suerte de otro. Pero no podía abandonarle, había sido ella quien lo había llamado, quien de alguna manera lo había traído. ¿Existían precedentes de casos similares? Debía consultarlo en la biblioteca, en Documentación Histórica.

A su regreso a casa, contenta porque había sido una jornada muy fructífera en la documentación de casos de “incivilizados” llegados a su mundo, descubrió, con desasosiego, a Ricardo manipulando una “piedra de poder” en la sala de estar de su casa. ¡Las consecuencias podían ser terribles!

Ricardo estaba fascinado: la piedra, en realidad una pequeña escultura esculpida con finura, parecía flotar en la palma de su mano. Creyó reconocer un par de alas entre sus formas, e instantáneamente revoloteó a su alrededor, dejando brillantes estelas doradas en el aire.

—¡No, todavía necesita descansar! —protestó Susan, pero reconoció la ambigüedad de sus palabras. ¡No debes tocar nada! —añadió.

Estaba aún más irritada por cuanto comprendía que su “piedra de poder” necesitaba descansar, porque quizá, no reconocía que abusaba demasiado de la bondad de sus beneficios. O tal vez por ver como se desperdiciaban los dones en una criatura que no sabía apreciarlos.

Era como tener un orangután jugando con la vajilla familiar, la que se hereda, como un don del pasado, tras incontables generaciones; para ver como en sus manos torpes y peludas se estremece una de esas bellas porcelanas.

Repentinamente, no le pareció tan buena idea sacarlo de casa. Aunque no había muchos casos, no llegaban al cinco por ciento según las estadísticas del centro de Documentación Histórica, de los “incivilizados” que no se adaptaban a su nuevo entorno y reaccionaban con tristeza y deseos de morir. Sin embargo, la gran mayoría de ellos se integraban bien, experimentaban una evolución espiritual inusitada y un crecimiento mental espectaculares. ¿Pero cómo pasear a su “orangután” por las calles y no pasar inadvertidos? Comprendió que era demasiado engorroso, llamaría demasiado la atención. Se distraería demasiado en aspectos triviales que evidenciaban su cultura inferior y la comprometería. Iba a necesitar ayuda.

—No lo entiendo, Susan —Ricardo depositó la “piedra de poder” en su sitio—. He vivido tus recuerdos y sé que sientes una profunda tristeza, ¡pero en nada de este mundo y de tus recuerdos hay algo que lo justifique! Si hasta me siento mejor que nunca, mírame... ¡Parece que he rejuvenecido por lo menos diez años!

Ella se lo explicó, con la mayor amabilidad y sensibilidad que pudo:

—Sé que conoces el pensamiento de Rousseau, un pensador de tu civilización. No te será difícil entender entonces que tu sensación de maravilla es semejante a la que experimentó el buen salvaje cuando es integrado en sociedad. Pero eso no significa, y aquí está el quid de la cuestión, que el mundo que lo deslumbra sea perfecto, o mejor del que viene. Querido —una caricia en el rostro de su buen salvaje acompañó a sus palabras—, esto es lo mismo, pero yo no voy a recompensarte con un vaso de agua pura.

De hecho, no deseaba recompensarle de ninguna manera. No deseaba ocuparse más de él. Estaba firmemente decidida, ya no había marcha atrás.

—¿En qué estás tan decidida? –se interesó Ricardo, la regeneración neuronal había sido más que un éxito.

—Lo siento, te he metido en un lío del que no soy capaz de sacarte. He solicitado ayuda competente.

—¿Me has denunciado? Creía que éramos amigos.

—Es lo mejor para todos, créeme —confesó Susan mientras abría la puerta de acceso a la vivienda.

Al otro lado de la puerta, dos hombres esperaban con una sonrisa amable.

—Gracias por llamarnos —dijo uno de ellos inclinando el rostro, era el saludo unificado desde el último concilio intercultural.

—Suponemos lo que esto significa para ti. Pero, sin ningún tipo de dudas, has hecho lo mejor —aseguró el otro.

—Bienvenido a nuestro mundo, Ricardo —saludó uno de los hombres.

—Sí, sé bienvenido y permítenos que te acompañemos hasta el centro de Evaluación Espiritual —manifestó el otro.

—Gracias —Ricardo se inclinó como había visto hacer—, y gracias también por venir con un aspecto familiar.

Uno de los hombres sonrió.

—Yo soy de Sicilia, pero el otro es demasiado feo para que lo veas al natural —explicó sin dejar de sonreír.

—¡Anda que tú andas sobrado de belleza interespacial!

—El centro no está demasiado lejos, tal vez podáis ir andando. Ricardo lo agradecerá —observó Susan tratando de dar a su voz un tono convincente, de ocultar sus dudas.

—Has hecho lo correcto, Susan. Todos los “incivilizados” deben pasar por su evaluación, es parte del protocolo. Y tú, mejor que nadie, lo deberías saber.

El siciliano acabó por abrazarla, presentía una gran tristeza en ella. Su compañero fijó unas coordenadas en un aparatito que llevaba en la mano, y tras pulsar el último botón los tres desaparecieron de la entrada de la casa de Susan, dejándola con su tristeza y sus dudas.

Reaparecieron en una sala de un metal blanco, de forma elipsoide en su centro con iluminación artificial que surgía de las propias paredes y natural en lo más alto de su cúpula central. Debajo de un haz de luz turquesa, en el centro de la sala, un venerable anciano esperaba de pie.

—Las nubes son ligeramente sonrosadas —advirtió Ricardo mirando por el cristal del techo.

—¿Sabes por qué estás aquí, hijo? –—interrogó un anciano apoyando una mano en el hombro de Ricardo.

—Creo que sí, no soy de este planeta y eso trae inconvenientes.

—No necesariamente —respondió el anciano fijando la vista en sus ojos. No pestañeó ni un momento.

Sabía que la evaluación estaba empezando.

—Estoy viendo tu potencial, quien eres y lo que puedes llegar a ser, muchacho. Veo mucha tristeza, y eso es una carga difícil de llevar. Sin duda, podrías ser un ciudadano de provecho en nuestra sociedad... ¡Harías mucho bien! Tu fondo espiritual es grande y noble... Pero...

—Lo sé, no encajo bien. Es una constante en mi vida… Por un momento creí que hoy habría una excepción.

Anochecía, Ricardo lo apreció por la claraboya del techo, la luz turquesa que los iluminaba se iba matizando a tonos malvas gradualmente. Los mismos malvas que en esos momentos atormentaban a Susan en el jardín de entrada de su hogar.

Estaba haciendo balance de las últimas horas vividas con su “buen salvaje”, y comprendió que Ricardo no había sido ningún orangután patoso que surgió en su casa para fastidiar su existencia. No, pobrecito, sólo trataba de aprender, de adaptarse, ¡ni siquiera protestó por su grosería de soltarle el lastre de sus recuerdos! Aunque no pudo llegar a los más importantes, a esos en que ella llegaba a este mundo, invitada por el Consejo, y tras asegurarle que disfrutaría de una vida de paz y amor, descubriría que su existencia sólo es más cómoda, pero no más feliz.

Gracias a su “incivilizado” se descubrió entre ese cinco por ciento de los fracasados, gracias a su “buen salvaje” conoció el origen de su tristeza. Susan estaba segura que Ricardo sería deportado, apenas ofrecía garantías para adaptarse a un nuevo orden, era demasiado “incivilizado”. Había otros casos, evidentemente, que habían superado la prueba, pero eran excepciones.

—¿Y si tal vez Ricardo le agradara vivir en este bello planeta? –se dijo Susan, sorprendida de sentir su hogar como bello por primera vez.

Estaba aprendiendo a ver las cosas como lo había hecho Ricardo. Repentinamente necesitó que Ricardo no se marchara, pues al cuestionar cosas que daba por sentado provocó en ella una búsqueda genuina de la felicidad y recuperaba, de alguna manera, el espíritu primitivo de las leyes de sus ancestros. ¡Iba a ser juzgado, y probablemente deportado!

No, todavía no podían llevárselo... ¡Todavía tenía que enseñarla a ser feliz! Seguramente podría conseguir que se quedara, ella podría optimizar su acondicionamiento espiritual. Sí, se ayudarían mutuamente y serían felices.

Susan se presentó en la Sala de Evaluación Espiritual, con la convicción de los que se creen en derecho de enmendar un error.

—¿Cuál es tu veredicto, anciano?

—Se marcha, Susan. Este no es su sitio.

—Yo tengo algo que decir —objetó Susan—. Fue por mi culpa que este “incivilizado” llegó a nosotros, y será por mí que logrará vivir en armonía con nosotros. Me presento como garante de su crecimiento espiritual.

El anciano exclamó mentalmente, hasta Ricardo lo percibió sin necesidad de ondas auditivas.

—¿Estás seguro de ello, Susan? Es mucha la responsabilidad la que llevarás sobre tus espaldas.

—Y mucha felicidad.

El anciano observó la determinación de la mujer en su mirada, titubeó un poco y carraspeó varias veces.

—Sea, entonces como dices —sentenció el anciano sonriendo.

Susan radiaba felicidad por cada poro de su piel.

—¡Lo hemos conseguido, Ricardo, ya eres legal!

Ricardo suspiró profundamente.

—No te veo feliz. ¿No es lo que deseabas?

Le interrogaba más con los ojos que con los labios.

—Sí, desde luego. Me encantaría quedarme aquí para siempre, pero mi corazón está en otra parte.

Sus manos habían tomado los de ella, apenas sin darse cuenta.

—Entiendo —la sombra de la tristeza revoloteó por su cara sólo unos instantes, acababa de aprender una nueva lección de amor—. ¡Por favor, no se vayan! —espetó a los magistrados que abandonaban la sala.

—Gracias —susurró el buen salvaje entre la confusión de los presentes.

Momentos después ya no estaba con ellos. Había sido repatriado.

Había llegado y marchado en el momento oportuno, Susan era otra. Era libre para ser feliz.

Ricardo, reintegrado en su mundo, se descubrió en la cocina de su casa. Empuñaba una espumadera, y mientras descubría que un delantal colgaba de su cuello y se ceñía a su cintura, unos caracoles se cocinaban entre el hervor de millones de burbujas de agua caliente.

Parecía el escenario de una de las salas del infierno, donde las almas se retorcían cocinadas a fuego lento, amontonados unos sobre otros, en medio de los jugos de sus lamentos.

—Te estoy preguntando que si están listos —la voz de su mujer denotaba cierta impaciencia.

—Ah, ya estás aquí. No te esperaba tan pronto —abandonó la espumadera y se despojó del delantal. Estaba aturdido—. ¿Hace mucho que has llegado?

Se acercó para darle un beso.

Ella se apartó. Le encantaba comer caracoles, pero la repugnancia que le provocaba el olor y su elaboración, sus babas, impedían un beso. Durante cinco minutos había estado observando a su marido, el modo en el que escrutaba embelesado los caracoles en la cacerola.

No la había oído llegar, ni su saludo, ni como se acercaba hasta él y, hastiada, decidió que su marido recobrara la consciencia sentada en el banco de la cocina. No podía evitar imaginárselo como una gran babosa, papá babosa cocinando cariñosamente a sus hijitos en la olla. Obviamente no le había perdonado su esterilidad, que no pudiera fecundarla y realizarla como madre.

—No, sólo unos minutos.

—¿Cómo es que has llegado tan pronto? —miró su reloj, marcaba las dos y cuarto de la tarde, no la esperaba hasta por la noche. No tengo nada listo para comer todavía.

Apagó los fuegos de la placa de inducción y se lavó las manos en el fregadero.

—No te preocupes. Me ha dado un no sé qué cuando estaba en la reunión y me he escapado. Te echo de menos...

—Yo también. Desde hace mucho —se acercó a ella, y la cogió de la mano.

La sintió cálida, como la suya. Y los dos cerraron los párpados para sentir mejor el roce de sus labios. Ninguno vio como una extraña criatura, algo parecido a un ave, volaba en círculos en torno a ellos, dejando en el aire brillantes estelas de polvo de estrellas.

—¿Estás más joven, verdad?




- Fin -


Epílogo:

Nueve meses después nació un niño.

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Dedicado a mi mujer, sin ella no soy yo.

Pie de foto: extraído de florencialadelaspatatas.blogspot.com
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lunes, 21 de diciembre de 2009

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (parte final)


—La Santa Compaña —susurré decepcionado cuando confirmé de un vistazo que eran más de seis, que no era una broma de vivos.

Experimenté el impulso de suplicar ayuda al único que no estaba muerto de la procesión, entonces percibí un gemido entrecortado que provenía de cada capucha. Se reían, y lo peor era saber que se reían de mí.

Uno de los muertos levantó el brazo apuntando al hombre del estandarte, y al instante, como un muñeco de ventrílocuo, habló con voz espectral:

—Tú no te irás a ninguna parte, chaval. Toma, coge esta cruz y este cubo.

Sentía una fuerza extraordinaria que me empujaba hacia el vivo de la comitiva, una necesidad inexplicable de tomar esos objetos sagrados, como si en ellos encontrara una salvación. Y me dejé llevar.

En cuanto estuve a su lado levanté la mano para agarrar el crucifijo pero descubrí a un ciempiés enorme que serpenteaba por el cuello del infeliz. Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo y recuperé la lucidez.

Sin pensar corrí como un loco que persigue su cordura, como un preso tras una libertad muy tímida y huidiza. Pero una niebla extraña cayó sobre el bosque, como si los muertos, en una pataleta ante mi inesperada fuga, se desahogaran con fenómenos atmosféricos.

“No me cogerán, carallo. No me cogerán”. No veía nada, la neblina era tan densa que no podía correr sin chocar contra a un árbol. De modo que troté entre la maleza con las manos extendidas, zigzagueando sin pensar.

De un modo inconsciente sospechaba que tenían el poder de leer las mentes, por eso era tan importante correr como no pensar. Traté de acompasar la respiración a la carrera para evitar el flato y cuando estaba muy cansado, en lugar de sentarme, andaba hasta que reunía fuerzas para correr de nuevo.

Pasado un tiempo corría en línea recta, convencido que había mucha distancia entre la Santa Compaña y yo. De hecho, no eran precisamente veloces en su marcha, y aunque no ignoraba que la orientación no era mi punto fuerte, sabía que me había librado de su maldición.

En cuanto el cielo clareó y veía mejor el terreno por el que pisaba corrí con más alegría, sin preocuparme de los muertos, sin buscar luces o indicios de civilización. Corría sencilla y llanamente por el placer de estar vivo y libre, algo que no había experimentado nunca antes en mi vida. Pero tanta dicha se vio truncada con demasiada rapidez contra un árbol, amanecía pero la niebla todavía no se había levantado. Caí inconsciente al suelo.

El sol está muy alto en el cielo, sé que he dormido muchas horas. “¿Qué coño hago yo en un carromato de hierba?” Intenté moverme, pero no pude. “Joder cómo me duele la cabeza”. El balanceo del carro por la marcha lenta de dos bueyes resultaba agradable.

—¿Despertaste filliño?

Era uno de esos gallegos de pueblo que tanto detestaba, ¿qué hacía en Madrid con un carro?

—Chocaste contra un árbol, suerte que estabas al lado del camino y te vi.

Indudablemente era una buena persona.

—Perdone, pero qué está haciendo aquí.

El aldeano rió de buena gana, pero su risa era sana, agradable al oído.

—Vivir, filliño, vivir. Que es lo único que sé hacer bien. Ya sabes, levantarse y acostarse pronto, comer bien, ir a las tierras a cortar las hierbas… y todas esas cosas de pueblo.

—¿De qué pueblo, abuelo?

—Aún te dura el golpe en la cabeza, ¿verdad? Pues de Rivadavia, ¿cuál si no?

Rivadavia, un bonito pueblo de Orense, Galicia. Muy lejos de Madrid. ¡Uf! Encendí el mp3 y escuché la primera canción de reproducción aleatoria que surgió. Dj Shadow parecía lamentarse en su canción “Six days”. Busqué mi móvil con la intención de llamar a mi padre, ¿o tal vez mejor a mi madre? Pero no lo encontré.

Hasta que no hable con alguno de ellos no podré saber qué ha pasado en realidad. Si realmente estoy con mi padre en Madrid, entonces nadie creerá mi historia; pero si todavía vivo con mi madre en Ourense, entonces ayer me cogí el mayor colocón de todos los tiempos.




—Fin—
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domingo, 20 de diciembre de 2009

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (segunda parte)


Me había despejado de la borrachera, sentía sed y a la resaca todavía le faltaba algo para llegar. Era el momento ideal de fumarse un porrete, para animarse. “¿Qué hora será? Por favor que sean las cinco o las seis” Miré el reloj de muñeca, un casio de chino.

La esfera se iluminó de un verde fosforescente apagado, la una y treinta y siete.“Mierda” Faltaba muchísimo para el amanecer y ya estaba cansado. “Me congelaré si me siento bajo un árbol a esperar a que se haga de día” Busqué con ansiedad el hachís.

Poco después me lo fumaba mientras “Los héroes del silencio” cantaban “Maldito duende” desde un mp3 que guardaba en un bolsillo. Una canción muy apropiada a ese momento. Y me reí.

Aún permanecía sentado cuando surgieron unas lucecitas que los troncos y ramas de los árboles, volvían intermitentes. Iluminaban muy poco, y de no ser porque guardaban una distancia regular y mantenían la misma trayectoria y dirección, pensaría que se trataba de luciérnagas.

 Podían ser mecheros. “¡Joder! Si llego a saber que tienen tan buen olfato me hago el porro antes. ¡Estoy aquí, capullos!”, grité. Y las lucecitas cambiaron de rumbo, pero no avanzaron más deprisa. “¡Serán cabrones! ¿Es tan raro que me haya podido torcer un tobillo o algo así?”

Y maquiné al instante una broma que los asustara y desquitarme, entre otras cosas, de sus burlas. Me agazapé en una ondulación del terreno, tras unas jaras resinosas: mis amigos no me encontrarían tan fácilmente. El secreto de un buen escondite está en ocultarse varias veces, y preferiblemente dónde te hayan buscado con más ahínco.

No les podía ver pero escuchaba su marcha por el campo, andaban con desgana, arrastrando los pies, y extrañamente en silencio. Era demasiado fácil dirigirlos por el sotobosque de jaras.

—¡Ah, Dios Santo! —grité como si el mismo demonio me llamara con su índice—. Y me escabullí entre los matorrales, teniendo en cuenta dónde había gritado y por dónde me buscaban.

Y ellos, como borregos, se presentaban en pocos momentos. Reconozco que trataban de moverse con mayor rapidez, pero nada comparable a la destreza de un gallego cabreado. Ya me costaba dominar la risa.

—¡Qué horror! —me desgañité a placer, como si un cadáver descompuesto tratara de besarme—. Y desanduve mis pasos, acechando sus pasos para situarme a sus espaldas.

Poco después, desconcertados, se reagrupaban dónde esperaban encontrarme. Siempre sin decir palabra. Así no era tan gracioso jalearlos de un lado a otro. Lo divertido de hacer cosquillas es que se rían, de lo contrario se hace aburrido. Iba a concluir la broma.

—¡La Santa Compaña! —chillé horrorizado—. Sabía que mis amigos no se creerían eso, al fin y al cabo no es más que un mito rural y ellos chicos de ciudad. Además, no eran gallegos.

Pero se presentaron, esta vez inquietos, y obstinadamente silenciosos. Con sigilo me abalancé sobre uno de ellos por la espalda, deseaba que sintiera al menos un escalofrío.

—¡Estos madrileños son la hos…!

Sólo cuando agarré el hombro me di cuenta, sin el estremecimiento de la espina dorsal, que me había confiado: ninguno de mis amigos vestían túnicas con capucha. “Ya comprendo: el cazador cazado. ¡Pretenden darme otro susto!”

La irritación provocó una mayor tensión en los dedos que se cerraban sobre los pliegues del hombro, entonces supe que bajo el sudario no había más que huesos. ¿Qué es lo que estaba pasando? Descubrí la respuesta cuando volvió la cabeza hacia mí y la luna, inmisericorde, arrojó su luz hacia el interior de la capucha. En las cuencas descarnadas, la ausencia de ojos era sustituida por una negrura insondable, parecía un tobogán que invitaba a un viaje al infierno. Y yo sentía marearme en su mirada…

—¡Dios Santo! —grité, esta vez con todo el sentimiento que fingí con el primer grito.

Pero fui incapaz de mover un músculo, estaba petrificado por el horror, fascinado con la esperanza de oír las carcajadas de mis amigos en cualquier momento. El encapuchado me sujetó el brazo y acercó aún más su cara a la mía. Fue imposible no ver su sonrisa de muerto, estática, inexpresiva, formada por una dentadura alargada en unas mandíbulas sin labios ni mejillas.

—¡No, qué horror! —cabeceé aterrado ante la idea de que deseara darme un beso.

Sólo pretendían averiguar quién era ese que molestaba a la Santa Compaña, qué tenía de especial para interrumpir su procesión y sus oraciones. Sentí su curiosidad, después su decepción y por último su ira.

Un olor a cera fundida impregnaba el lugar, las demás ánimas se habían congregado a nuestro alrededor en silencio, algunos portaban campanitas y todos, un cirio encendido en su mano. Excepto uno que no estaba encapuchado. Llevaba un caldero con agua bendita y a modo de estandarte enarbolaba un crucifijo sin Cristo. ¡Ese no estaba muerto!
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sábado, 19 de diciembre de 2009

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (primera parte)


Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce como ésta que tiraba del carromato. Me hallaba recostado boca arriba, entre la paja, y apreciaba el lento transcurrir de las ramas de los árboles en el cielo. El crujido de las ruedas sobre las piedras del camino me acunaba como una nana… todo parecía tener sentido ahora.

Unas horas antes celebraba mi mayoría de edad con los desarrapados del barrio.”Llévatelo, yo no puedo con él” El acento gallego, cuando el que habla está triste, es más lánguido que el de cualquier otro idioma. Y a mi madre no le faltaban razones para ignorar la melancolía.

“Sí, claro… no es un buen momento para mí, por mi trabajo… pero vale. Llámame para saber dónde y qué hora tengo que recogerlo” Mi padre vive en Madrid, Majadahonda, una zona de pijos. Muy lejos de los barrios obreros de Ourense, donde las malas compañías echaban a perder mi vida entre botellones y canutos.

¡Qué grande estás, Juan!, decía mi padre en la estación de Príncipe Pío. Con estas palabras lo único que manifestaba era lo poco que sabía de mí. De hecho éramos extraños que se conocían por fotografías anticuadas.

“Y tú que viejo y gordo” Pensé, pero la sensatez me cerró la boca. “Ya no eres un niño, Juan. Conmigo tendrás una vida fácil pero tienes que poner de tu parte para que esto funcione. Por mi trabajo no siempre estaré en casa, pero esto no significa que no espero resultados. Con el primer suspenso que me traigas te mando de vuelta con tu madre. Lo puedo hacer, y créeme que lo haré” Se me atragantó la hamburguesa que cenaba, el viejo ya imponía sus condiciones. Me desafiaba.

Sonreí con naturalidad. “Por supuesto” Y en la primera ocasión que se me presentó compré unas litronas para compartirlas en un parque, no hay nada como la cerveza gratis para hacer amigos.

Tío, molas un huevo. ¿Sabes dónde está el palacio del monte del Pilar? Ni idea, tronco. Es una casa en ruinas pasada las vallas del parque, tú pregunta a cualquiera que llegarás. Vale, vale. Pásate a eso de las diez, que nos montaremos una fiestecilla. Vale, tú traes a las chorbas y yo algo de beber. ¡Cojonudo!

A la hora convenida me presenté a mis nuevos colegas madrileños. Habían encendido una fogata a pesar de que estaba prohibido, y las chicas sonreían traviesas. ¡Tenía tema seguro!

Una de ellas me preguntó de dónde era, a qué me dedicaba y esas cosas. Eran de ésas facilonas que debías respetar sus reglas. Me cortó todo el rollo.

—Soy de la tierra de la Santa Compaña —dije para hacerme el interesante.

—¿Y eso qué es?

—Son los espíritus de los muertos, que por las noches salen en procesión para expiar sus pecados. Dicen que si los ves no debes acercarte, porque si uno de ellos te sorprende quedas atrapado, para siempre, hasta que otro pobre infeliz ocupe tu lugar —estábamos muy borrachos, bebíamos convulsivamente, como si tuviéramos la certeza de que el mundo desaparecería con el amanecer; y yo no aguantaría hasta ese momento sin mear—. Me vais a perdonar, pero tengo que hacer algo que vosotras no podéis hacer de pie.

—Ten cuidado con la Santa Compaña —advirtió uno de los chicos—, ¡no te vayan a ver la pirola y vuelvas con algo que no sea tuyo!

Abandoné la protección de la fogata con el sonido de las risas como fondo. Me sentía incómodo, respuesta justificada aún antes de oír un “estos gallegos son la ostia”. Me había retirado lo suficiente para preservar mi intimidad, pero sin perder de vista las llamas de la hoguera. Y oriné, el alivio fue instantáneo.

Sólo unos segundos después percibí un escalofrío en la espalda, síntoma inequívoco de que algo no andaba bien. Inquieto busqué la hoguera, las sombras de la pandilla no se arrojaban en ninguna dirección. Agucé el oído, sólo percibía el ruido pastoso de la meada en la hierba. ¡Mis amigos habían desaparecido!

De pronto seis lucecitas, como de velas tintineantes en la oscuridad, se proyectaron ante mí. ¡Dios me asista, la Santa Compaña! Y caí hacia atrás de culo.

Un coro de risas estallaron entre la sombra de los árboles, me resultaron fastidiosamente familiares.

—Os lo dije… ¡Los gallegos son la ostia!

—¡Estáis locos o que, casi me da un infarto! ¿Cómo habéis hecho lo de las lucecitas?

—Todos fumamos, machote.

—Sí, y algunos tabaco.

Me habían cortado la meada, y ahora sentía un escozor en la uretra. Podía dejarlo pasar. Se habían reído de mí. No tenía importancia. Pero tenía los pantalones meados, cuando regresáramos a la fogata las chicas notarían los chorretones en los vaqueros. Intolerable.

—¡Iros a la mierda! —protesté enfadado, me habían jorobado la noche.

Traté de orientarme para buscar la senda que me llevara fuera del bosque. Sí, traté de mostrar una dignidad que en realidad el alcohol ya me había quitado.

—Venga, tío. No te enfades.

No respondí, eché a correr entre la maleza, lejos de ellos.

Mentalmente corría en semicírculo para no encontrarme con los colegas y regresar a casa; en la práctica, creo que tracé un trapecio excesivamente irregular. No encontré la verja, me perdí. La ventaja de perderse de noche y no haber ni una farola en kilómetros es que los ojos, una vez acostumbrados a la escasa luz de la luna, están hambrientos de luz. Y cualquier chispa, por pequeña que sea, se aprecia con mayor facilidad. “Donde haya luz habrá casas, calles… ¡Civilización! Entonces me será fácil llegar a casa” Pero por más que andaba ninguna luz asomaba ni por encima de la arboleda ni entre la vegetación, me sentía perdido en tierras de nadie, castigado en la inmensidad del cuarto oscuro de un dios que no conozco. En esos momentos, no me hubiera importado encontrarme con los amigos que habían provocado que vagabundeara, durante horas, por este parque; un parque que en la noche se hacía infinito.

(continuará...)

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Pie de foto: extraído de mi cámara fotográfica en un precipitado paseo por el monte del Pilar.
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Un signo de poder (parte final)


Bayan Temür no trajo nuevas esposas a su yurta. Las mujeres decían que había perdido la virilidad cuando su dedo de ordenar quedó mutilado, pero yo conocía la verdad. Los ojos de mi esposo revelaban otra condición, nunca dejaron de espiar mis pasos, y su nariz se dilataba cuando le pedía permiso para retirarme, como si tratara de retener mi presencia unos instantes más.

Trabajé muy duro durante ese tiempo, poco a poco conquisté el amparo de la comuna, todos me debían favores. Y en ausencia del Khan, me llamaban por mi nombre.

—Ya tengo el anillo que me pediste, Marat. Me ha sobrado plata para otro.

—Guárdalo para ti, Qaban, por tu trabajo… ¡Oh, es realmente hermoso! Pero esto no bastará, necesito algo más.

Expliqué lo que deseaba al viejo herrero, mientras observaba sus muecas de asombro. Esa misma tarde, antes de que los jinetes regresaran al poblado, el viejo Qaban tenía mi encargo terminado.

—Toma, si con esto no consigues cambios… ¡te pediré en matrimonio para mi hijo Subotai!

Reí, sin embargo el herrero no bromeaba.

—Me halagas, pero no necesito tu protección. Gracias.

—Subotai es un gran jinete, sé que llegará lejos... Necesitará una gran mujer.

—Hablaremos, Qaban, hablaremos —me despedí con un abrazo.

Preparé para la cena un cabrito asado, porque sabía que era la carne que más agradaba a mi señor. Y vigilé para que todo en su yurta estuviera en perfecto orden. De pronto apareció. Y temblé, si cada vez que entra en la tienda no puedo evitar el temblor.

—Sumiya guai —le serví aguardiente en una copa— permitid a esta esclava que os lave los pies con agua caliente antes de cenar.

Bayan Temür consintió con un gesto de barbilla.

—Sé cuando tramas algo, la última vez perdí un dedo.

—Esta vez, mi Khan, no perderás nada.

Le entregué una cajita de madera, en su interior un dedo de plata lucía un anillo soberbio, un sello con una inscripción en el que se leía “un signo de poder”.

—Volverás a ordenar como un verdadero Khan.

Me abofeteó.

—Puedes retirarte, tu insulto no ha manchado mi honor.

No entendió, sólo necesitaba un poco de tiempo para comprender. Y no precisó demasiado, Bayan Temür entraba en mi tienda. Nunca había pasado, esta vez no temblaba. En su mano mutilada brillaba un dedo de plata.

—Siempre he tomado lo que he querido, pero jamás encontré tanto gozo como en tu regalo. Veo en este gesto mucho más amor, que el odio que me arrancó el dedo.

Las aletas de la nariz temblaron, intuí que deseaba quedarse, que deseaba estar más cerca de mí, y yo le hice hueco en mi lecho de pieles. La luz de la luna creaba sombras bajo mis senos, y sé que mis antepasados bailaron dichosos bajo ellas.

Mi khan agotó sus fuerzas en caricias que aún perduran en mi alma. Tuvimos una noche eterna hasta que despuntó el alba, cuando nos rendimos al sueño. Los caballos relinchaban impacientes a media mañana, los jinetes murmuraban con prudencia la ausencia del rey.

—Esta noche dormirás en mi lecho, porque ese es tu lugar, esposa mía.

Bayan Temür se despidió con una mirada inquieta. Un presentimiento nubló su rostro, ahora que había conocido el amor temía perderlo.

Regresó por la tarde, antes de lo habitual; y furioso, porque no hallaba a nadie que supiera de mí.

—Estará buscando leña —decía una de sus mujeres.

—No, no. Eso pasó antes de que fuera por agua —replicó otra.

El peor temor de un mongol tomaba forma; el cumplimiento de una premonición. Bayan Temür clavó las botas en el costillar del caballo.

—¡Marat! ¿Dónde estás? —gritaba el Khan por la vereda del río.

El color rojo de las aguas detuvo el tiempo, su caballo galopó tan veloz que parecía flotar sobre la corriente.

—¡Marat, no! ¡Marat!

Y me halló temblando, como siempre que le veo, sentada contra un árbol. Un lobo gris yacía con la lengua entre los dientes, muerto en la orilla. Avanzó despacio, como si temiera que con cada paso los espíritus me llevaran a su reino.

—¿Cómo la esposa del Khan tiene cadenas todavía? —la sangre que observaba en mis ropas brotaba de rasguños sin importancia.

—Gracias a ellas todavía sigo viva.

—Aprenderás a vivir sin cadenas, Marat.

Me ofreció un anillo, unas palabras embellecían la superficie plateada, me resultaban familiares.

—¿Qué dice?

—“Otro signo de poder”, el tuyo es un poder que no nace de las armas, más fuerte que la autoridad de un Khan. Más fuerte incluso que la superstición de un mongol.

Aquel día nos liberamos de nuestras cadenas. Aún después de tantos años mantenemos en nuestros dedos un “eslabón” como recordatorio de nuestra bien hallada libertad, porque ¿qué son una pareja de anillos si no los eslabones del principio y final de una misma cadena?




— FIN —

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martes, 15 de diciembre de 2009

Un signo de poder (segunda parte)


—El diente que muerde carne está en la boca, el diente que muerde hombre está en el alma —sentenció el Khan conteniendo la cólera.

Escupí su dedo. No lo quería.

—Aunque te cubras de sedas tu sombra será negra; aunque comas grasa, tu mierda será apestosa —repliqué con rabia, y ofrecí mi cuello desnudo a su espada. Deseaba morir, había fingido tanta sumisión para lograr tan poco… Pero su espada no me cortó la cabeza, mi Khan fue más perverso.

—Hoy no encontrarás la muerte, ni mañana. Pero la desearás.

Y reclamó a gritos al herrero. Exigió para mis tobillos nuevas cadenas, y para mi cuello, un grillete.

— Estas cadenas, Marat, las arrastrarás de por vida y todos te conocerán por “perra que muerde”. No servirán de excusa para no cumplir con tus obligaciones. Día que faltes en alguna labor, día que no comerás. Y comerás sólo por las noches, de los restos de mi cena.

Por orden del Khan levanté una tienda al lado de su yurta, pequeña y humilde, con una abertura en el techo por donde sale el humo de mi hogar. Tres días han pasado, tres días en los que he permanecido aquí. Veo las mismas estrellas en el cielo oscuro, y de día, un rayo de claridad me ilumina la cara. No necesito más. ¡Ojalá hubiera servido de alimento al lobo!

—Marat, come. Si mueres tú, ya nadie más quedará de nuestro clan —susurra una voz de niña triste, su mano deja un cuenco de comida a mi lado. Y canta para mí, en susurros que acarician el alma.



Oh niña, qué importan las cadenas

si no pueden sujetar tu corazón.

Oh niña, qué más da como te llamen

si tú ya eres una leyenda viva.



—Come, Marat —dice la voz mientras sus manos me untan de grasa los cabellos—, porque si mueres, ya no tendré a nadie a quien amar.

Sus manos desenredan mi cabeza con suavidad, y se marcha. Una lágrima resbala por mi mejilla, no estoy sola. Y comí.

Busqué en el poblado a alguna superviviente de mi clan, quería regalar una sonrisa a la persona que había ganado mi vida. Pero no reconocí a nadie. Pregunté a una de las esposas del Khan, la menos hostil, qué había sido de las otras niñas.


—Al menos una debía quedar —repuse.

—Ninguna sobrevivió, vuestro clan es débil. Me alegro de que nuestros hombres no hayan tenido hijos con vosotras, ¡sin duda tendríamos que sacrificarlos!

—¿Ninguna? No es posible.

—Basta, baja al arroyo por leña. Allí las ramas no están congeladas.

Apenas podía andar con las cadenas. Era una temeridad aproximarse al lecho helado del torrente, pero obedecí. En cuanto mi pie holló la ribera resbalé en su hielo y rodé hasta el agua, donde mi cabeza detuvo la caída contra una piedra. No sentí dolor, ni frío; sólo un vértigo que no desaparecía tras el golpe.

—¿Crees que ahí encontrarás leña? —se burló la mujer— ¡Aunque seas la perra favorita del khan, no tardarás mucho en morir!

Y desapareció de mi vista nublada. Todo oscureció... Por fin muero. Pero desperté en mi tienda, una cataplasma de hierbas curativas cubría mi sien herida. Un fuego ardía en el interior del círculo de piedras.

—Yo cuidaré de ti, Marat —susurró la voz de una niña desde la oscuridad.

—¿Por qué escondes tu cara? ¿Por qué no te encuentro durante el día?

—Porque no puedes verme, porque desapareceré para siempre si tu mirada me sorprende. ¿Eso es lo que quieres?

—No, pero creía que eras como yo.

—Soy como tú, Marat —concluyó la voz ofreciendo sus manos, para que las tocara.

Y yo se las tomé entre las mías, y la atraje hacia mí. Y allí, donde la luz cenital de la tienda hacía brillar mi pelo la vi. Era como ver mi reflejo en aguas mansas, su sonrisa era la mía y su tristeza también. Cuando comprendí quien era, la niña desapareció; mis manos sólo estrechaban vacíos en el aire. Sin embargo mi ánimo estaba doblemente fortalecido. En mi pecho latía un corazón maduro y fuerte.




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lunes, 14 de diciembre de 2009

Un signo de poder (primera parte)


Hacía mucho frío, tanto, que la tierra misma parecía gemir con el viento. El polvo de nieve perfilaba un desierto blanco en una planicie sin huellas. Sólo el galope de unos caballos contenía la omnipresente voz de los vientos en la estepa .Ya entonces le amaba, no sé por qué. Si cada vez que entra en la tienda me echo a temblar.

En la aldea nadie advirtió lo que se les venía encima, los sabios de mi clan aseguran que cuando vas a morir la muerte se anuncia de alguna manera. Un hecho cotidiano, de repente, se percibe de manera extraña, y sabes que tu hora ha llegado. El crujido de una rama quebrada, el vuelo solitario de un ave, hasta el modo en que caen los carámbanos al suelo son señales que mi pueblo nunca antes había ignorado. Pero es que todavía era invierno, como ahora.

Éramos un pueblo nómada que huía de la primavera, porque el deshielo atraía a los jinetes. Pero aquel año se presentaron antes que los primeros rayos de sol, y con ellos, la sangre y el dolor. De aquella tarde sólo me llega el eco apagado de las herraduras de los caballos, y el repique lejano de las espadas. Hace mucho que los muertos dejaron de gritar, y los rostros de aquellos que nunca veré sonríen en la oscuridad.

—Tú serás mía —el dedo del Khan me señalaba desde lo alto de su caballo.

Otras niñas corrieron la misma suerte que yo, y, con un lazo en el cuello y las manos atadas, marchamos detrás de los caballos hasta que anocheció. Las que no pudieron mantener el paso murieron por el camino, la nieve las cubrió pero no lo suficiente para que el espíritu del lobo no las hallara. Y aún antes de que encendieran las fogatas, contra el hielo del suelo, descubrí que un hombre también puede herir sin espada.

Sin fuerzas, apenas pude oponer resistencia a sus acometidas. Pobre Khan, creía que me dominaba pero sólo había ensuciado mi cuerpo… y su alma.

—Ya eres mía, Fu —Bayan Temür llamaba así a todas las jóvenes que traía a su yurta—. Me servirás como esposa, primero lo harás por temor y con el tiempo, por amor —añadió mientras rasgaba mis ropas con una daga.

—¡Cúbrete! —me arrojó unas vestiduras hermosas en cuanto terminó. Con ellas limpié la sangre que manchaba mis piernas y se las tiré a la cara.

Sus compañeros celebraron mi ocurrencia con unas carcajadas.

—Aprenderás a respetarme —recogió el vestido y lo arrojó a una hoguera. Las llamas abortaron cientos de chipas rojas que crepitaban antes de extinguirse, sus ojos ardían más.

Me dejó desnuda a la intemperie, sola, con los harapos en el suelo. Bayan Temür gritaba furioso a otras mujeres en la tienda. Según sus costumbres me había tomado públicamente para que ningún otro varón me reclamara, y yo no le acepté. Mi consorte decidía si repudiarme o no.

—¡Ya no serás mi esposa! —gritó saliendo de la tienda como un vendaval—. Serás el perro del Khan. Y ordenó al herrero que dispusiera unas argollas en tobillos y muñecas con las que encadenarme.

—Hasta a un perro se le ofrece comida y calor —replicó una de sus esposas.

Y aceptó que me vistieran con ropa de abrigo, que comiera su pescado seco y bebiera su alcohol. Pero no admitió que entrara en la yurta. Clavó una estaca en la entrada de la tienda, y me encadenó a ella.

El sol despuntó por algún lugar indeterminado de la niebla, no veía su cara pero su luz hacía más blanca la nieve. Me arrodillé sumisa en cuanto Bayan Temür salió de la tienda.

—Suplico tu perdón, sumiya guai. Te pido que me liberes de estas cadenas para servirte mejor.

El Khan estaba confundido, no esperaba un sometimiento tan repentino. Recelaba.

—No podré buscar leña, ni agua fresca, ni comida.

Liberó mis pies. Y yo se lo agradecí. El tiempo transcurría lentamente, y aunque me permitía dormir en la tienda, no soltó las argollas de mis muñecas. Un día no aguanté más y lloré a escondidas entre los árboles. Descubrí las voces de mi clan, se escondían en el viento.

—No pierdas la calma, Marat —me aconsejaba una ráfaga de viento.

Y los dioses fueron testigos de mi paciencia, hasta que se secó. Había aprendido a no llorar.

—Señor, han pasado muchas lunas desde que mis pies están libres. Mil veces habría podido escapar si hubiera sido mi deseo, y como veis, sigo suplicando vuestro perdón. ¿Qué sentido tienen estas cadenas? —mostré los eslabones que dejaban el espacio de una palma entre mis manos.

—Durante este tiempo, ¿cuántas veces te he buscado?

—Ninguna, sumiya guai. Pero tampoco a tus otras esposas…

—No te debo nada, mujer. —Y se marchó.

Oculté la sonrisa que nacía de mis labios. Ya no era su perro, me miraba con deseo. Podía tomarme cuando quisiera, pero nunca me buscó. Por la noche, después de cenar, Bayan Temür me señaló con su dedo. Complaciente, acudí a su lado.

—¿Cuál es tu nombre? —su mano derecha rozaba mi mejilla, sus dedos mi pelo.

—Marat.

La mano que me acariciaba era la misma que había exterminado a mi clan. La tomé con dulzura, pues debía mostrar gratitud. Mordí su dedo de ordenar, con tanta fuerza, que la mitad quedó en mi boca.

(Continuará...)

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Pie de foto: extraído de www.todosfondos.net

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domingo, 13 de diciembre de 2009

Secreto a voces (parte final)


¿Quién necesita a los hombres? Son egoístas, mezquinos… ¡Todo gira en torno al pequeño apéndice que les cuelga entre las piernas! “Es cierto”, se dijo Samantha apartando el Cosmopolitan de la leche con cacao del desayuno.

No había resentimiento en sus palabras a pesar de ser la descendiente directa de una larga estirpe de mujeres abandonadas. Su madre, su abuela, su bisabuela, y hasta su tatarabuela, habían sido mujeres hermosas objeto del capricho de un hombre poderoso. Cambiaba el rostro y los apellidos, pero la historia era siempre la misma: un hombre encantador prometía días de vino y miel, y, a cambio de su saliva y sudor, apenas obtenían la calderilla de su afecto. Cuando su bisabuela comprendió que con la rabia no se comía, consintió en ser la querida de un rico hacendado; y sin quererlo, inició la maldición de parir niñas bonitas.

“Tú no vivirás bajo la sombra de un hombre rico”, coreaban las madres a las hijas, pero una tras otra fueron repitiendo los mismos pasos. Porque no se prostituían, no vendían su amor; porque no había nada malo en adaptarse a las circunstancias. Samantha, tras un proceso depurativo de varias generaciones, fue la más hábil. Debía exhibir su belleza en círculos selectos, y tras la debida formación como modelo, no le fue difícil lograr su meta. Descubrió para su asombro que, en ocasiones, ganaba más dinero que alguno de sus pretendientes. ¡Je! ¿Quién necesita, entonces, a los hombres? Samantha no, desde luego. Pensó retomando el Cosmopolitan.

—Pichulín, ¿dónde está mi masajeador? Debo tener una contractura en el cuello.

De las interminables sesiones fotográficas, a parte de un magnífico “book”, lo único que conservó era un pequeño aparato eléctrico que terminaba con tres bolas de dos centímetros de diámetro. La virtud del aparatejo es que vibraba a distintas intensidades, adecuándose a cada parte del cuerpo sin problemas, sin ruidos. “Lady 2000” era algo más que un masajeador, y no sólo por los dolores que había sido capaz de librar. De ser persona sería algo así como su mejor gran amigo. De ser persona sería su amante.

Roger se lo acercó y Samantha recordó el día en que se conocieron. El desfile de primavera de Yves Sant Laurent se celebraba en Nueva York, a las cinco de la tarde. Unas horas antes desfilaba en París y la noche anterior había dormido en una suite del hotel Majestic, en Milán.

“Estoy reventada”, protestó a su asistente. “Cielo, te voy a regalar algo que hará que veas a los hombres con otros ojos”, el asistente, además de peluquero, maquillador, costurera y psicólogo, era maricón. “Te dejaré un rato a solas, para que te relajes”.

En cuanto las bolas del masajeador tomaron contacto en el cuello notó que la tensión se disipaba, sintió que el dolor dejaba un enorme hueco en su percepción corporal, era alivio. No, era placer. Las bolas bordearon el cuello hasta la clavícula. No solamente era placer lo que experimentaba, las aureolas de sus senos se contrajeron: era placer sexual. Era como sentir el beso de un ángel, suave y delicadamente succionador.

De mantener el aparato en cada seno, alternándolos convenientemente, descubriría su primer orgasmo sin estimulación genital directa. Samantha se sentía húmeda, ¿qué pasaría si bajaba un poco más? En cuanto las bolas abandonaron las costillas, allí donde nace el vientre bajo el esternón, Samantha descubrió un punto que estimulaba la base del cráneo y el coxis. Provocaba un profundo placer, pero éste era de un tipo más místico. Se prometió explorarlo en otra ocasión.

Las bolas llegaron al ombligo, y no bajaron más. No era necesario, la vibración estimulaba su clítoris y todos los puntos de placer vaginales. Sintió el orgasmo como fuegos artificiales en el cielo, cuando parecía que se acababa otra explosión de luces brillaba en sus ojos, y otra, y otra, y otra más…

“¡Querida! Creo que te has relajado demasiado, ¡qué coloretes!” El asistente había entrado en el preciso instante que el Lady 2000 reposaba en la mesa del camerino. Minutos después Samantha desfilaba entre los flases de la pasarela, y Roger descubriría en sus ojos un brillo muy especial. ¡El brillo del amor!

—Eres un tesoro —dijo agradecida por la solicitud de su marido.

“No los necesitamos para nada”, reiteró mentalmente.

—Querida, me gustaría que no te depilaras en la ventana. Ya sé que es improbable que algún vecino te pueda ver, pero yo me sentiría más cómodo. Es como si me advirtieras, sin querer, que necesitas más amor del que te doy, y que lo buscas.

—¡Oh, Pichulín! Créeme que yo no necesito el amor de los hombres. Me basta con el que tú me das. Parece que está sonando el timbre, ¿puedes abrir que me voy a vestir? —Y cogió la pinza depilatoria en cuanto el anciano se marchó.

A través del hueco de la puerta Roger la vio contornearse en los cristales, prácticamente desnuda. Mejor hubiera sido si la puerta se quedara cerrada. Samantha percibió un cuchicheo de voces que provenía de la cocina, dejó la pinza y buscó una blusa en el vestidor, pero la puerta del dormitorio se abría, y Roger hablaba. Le salió al encuentro.

—Querida, este joven es nuestro vecino de abajo. Está realmente preocupado de que mi gatita se pierda en su jardín.

¡Todavía no estaba vestida! Los hombres son egoístas y mezquinos, Samantha no lo ignoraba.



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El beso de gracia (segunda parte)


Roger apuró el último trago de bourbon, miró a través del culo del vaso la gigantesca cama de matrimonio. No, no vio ningún resplandor mágico. “Es casi imposible que nos encontremos bajo las sábanas”, comprendió que debía haber comprado una cama de un tamaño más razonable.

“No, Pichulín, me gusta esa. La redonda”. Roger sonreía de satisfacción cuando autorizó el pago. Sentía como cierto el adagio de “la erótica del poder”, sin comprender entonces que esas palabras puestas en línea, una detrás de otra, formaban un camino de doble sentido. Ahora Roger trataba ver las cosas como las veía Samantha, claro que el vidrio que utilizaba no era diamante. Y por añadidura, tampoco tenía su juventud, ni vitalidad, pero la amaba de verdad. Debería bastar.

Sabía que compraba su tiempo, y eso era lo único que a él le faltaba para tener una oportunidad. Cuando los ojos de la joven se acostumbraran a sus arrugas ya no percibiría a un anciano, descubriría a un amable caballero, una vida fascinante y un amor sereno de los que disfrutar. Satisfaría todas sus expectativas con creces, estaba seguro de ello.

Pero Samantha era una joven brasileña demasiado atractiva para no resultar un elemento perturbador en la vejez que se había preparado. No encajaba bien ni con la familia, ni en su círculo de amistades, ni tampoco en la urbanización de lujo donde vivían. “Es mentira eso de que un caballero de mi posición, un hombre de mi edad, se pueda permitir ciertas licencias. Envidian lo que ellos sienten como una “extravaganza" ¡No perdonan mi felicidad!”

Roger recordó el día en que su viejo corazón despertó. Había sorprendido el brillo de su mirada entre los flases del pase de modelos; ese cartel de “no estoy en venta”, colgado con elegancia de sus ojos, enamoró al anciano. Después de varios meses su amor no había variado ni un ápice, incluso sin ver los fogonazos de las cámaras en cuanto ella le decía…

—Buenos días, cariño. ¿Has dormido bien?

Cómo responder a esa pregunta sin parecer soez. “No, joder. Me tienes atacado… Saltaría sobre ti, frotaría mi miembro en tu pubis y… no, no podría”.

—Sí, mi amor. Muy bien.

Samantha se levantó de la cama, únicamente un reducido tanga la cubría. Roger se abrigó con un batín de seda, prestó atención al ruidito de la taza del wáter.

—¿Has terminado, puedo pasar?

—Claro, Pichulín.

En cuanto retornó al dormitorio, la encontró otra vez contra los cristales, con su minúsculo tanga tan ceñido y ondulante como una tarjeta de visita al aire. ¿Qué desaprensivo la tomaría al vuelo, sin dudar?

—¿Ya estás otra vez, Samantha? ¿Por qué no puedes depilarte en otro sitio o con más ropa? ¿No te das cuenta que te pueden ver los vecinos?

—Pero si no hay nadie, cariño. ¿Pero sabes una cosa? ¡Me encantan tus celos de perrito ñoño!

Y zanjó la discusión, si es que se puede llamar así a su diferencia de opiniones, con un beso; un enorme y sonoro beso en la frente.

Un timbre de trompetas advirtió la presencia de un extraño. Roger acudió irritado a la puerta, no tenía a nadie de servicio esa mañana. Un joven se identificó como el vecino de abajo, tartamudeaba y trató de evitar su mirada, como si de esa manera creyera ocultar con éxito su exceso de líbido. “¿Porque te la puedas machacar doce veces al día te crees con permiso para rondar a mi esposa?”

—¡Qué chorrada! —estaba a punto de despacharlo pero reconsideró sus opciones—. Pero pasa, por favor. “¿Cuántas veces he recomendado un poco de recato, cúantas? ¿Me hizo caso alguna vez? No, sólo he conseguido un beso; como el que se da a un niño para que se calle.”

—¿Con quién hablas, Pichulín? —se interesó desde su rincón depilatorio. Intrigada buscó una blusa.

—Querida, este joven es nuestro vecino de abajo… ¡Está realmente preocupado de que mi gatita se pierda en su jardín!



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