Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


domingo, 29 de noviembre de 2009

Gastronomía y superstición


Álvaro pasa de los treinta y cinco años, cuando se le pregunta a ese respecto siempre responde esa edad, pero tiene más. Vive en un apartamento libre de hipoteca pero a menudo pernocta en casa de su madre, sobre todo cuando la chica de turno dice “no” en los postres de la cena. Y su madre, que vive sola, sabe que no la visita por amor; es más una cuestión de orgullo, de no dar el brazo a torcer a la soledad.

—Cariño, ¿otra vez aquí? Ya me iba a la cama, siempre me quedo dormida en los anuncios y me pierdo el final de la peli –y arruga los labios esperando un beso.

Pero Paloma sabe disimular y, para no herir susceptibilidades, poco a poco fue llenando de libros de autoayuda la estantería del salón. Sabía que las noches se le hacían largas, que la oferta televisiva era demasiado pobre para la sensibilidad de su hijo.

“Cómo adelgazar sin privaciones”, “Vencer la timidez en dos semanas” o “Enamore a la mujer de su vida” eran títulos de libros sin estrenar, de lomo sin estrías, de páginas sin marcar. Álvaro bufó con desgana, ¿tan evidente era su pena que hasta su madre la olía en su vanidad? Abatido, cambia el canal de la tele desde el sofá.

—¿Cuántas veces te he dicho que no te quiero? –protesta una chica preciosa desde las 38 pulgadas de pantalla, en primer plano.

El pulgar tembloroso pulsa al azar una tecla del mando a distancia.

—¡Solo, más de la mitad de mi vida la he pasado solo! –clama un hombre a las estrellas en una isla desierta.

Álvaro bota entre los cojines y apaga el aparato. Misteriosamente, la estantería de libros se hace más atractiva que el televisor. Coge uno al azar y lo abre por la mitad, cualquier idea es buena si consigue neutralizar el ácido emocional que le corroe el alma.

“(…) al margen de las antiguas y oscuras fórmulas de los brujos del pasado, se necesitarán algunos fluidos personales: sudor, lágrimas, saliva, sangre y fluidos genitales, entre otros.” En este punto de lectura Álvaro busca la portada del libro, ¿qué clase de libro había comprado su madre? “Sortilegios de amor”, y en la contraportada su autor aseguraba una alquimia amorosa irresistible.

Sigue leyendo, qué podía perder. “Con un litro de agua que haya recibido la luz de una luna creciente durante una noche al menos…” ¡Mi madre guarda el agua mineral en la terraza, seguro que habrá recibido más de una noche de luz de luna! La excitación de Álvaro se traduce en palpitaciones cuando confirma la existencia del agua en dicho lugar.

 “(…) se cocerán dos manzanas amarillas que habrán sido partidas por su mitad en sentido horizontal por un cuchillo sin estrenar” Piensa, Alvarito, piensa. ¿Dónde puede haber un cuchillo sin estrenar en esta cocina? Imposible, nada parecido a un cuchillo estaba sin estrenar. Entonces abre un armario y revuelve unas conservas hasta que al fin encuentra lo que busca. Del cajón de los cubiertos toma un abrelatas de tenaza y lo usa en una lata de piña. En pocos segundos separa la tapa sin rebabas del bote, y con ella corta las manzanas.

—Mecachis –Álvaro se había cortado un dedo en la última manzana.

Tres gotitas de sangre cayeron sobre la carne jugosa de la fruta.

Poco después las manzanas se cocían en el agua mineral. “Añadir dos cucharas soperas de miel de abejas, mejorana, clavo, y albahaca”. Encontró clavo y albahaca como especias, la mejorana como ingrediente principal de una infusión y la miel en un frasco de cristal sin etiqueta comprada a un vecino que se la traía de su pueblo. ¡Perfecto!

“(...) Como ya mencionamos en el capítulo anterior, si nuestro filtro de amor está dirigido a una persona particular será necesario algún resto orgánico de esa persona. Un cabello, incluso una legaña será igualmente válido, pero nada mejor que un resto orgánico líquido” Álvaro detiene la lectura, no tenía a nadie concreto con el que probar su filtro de amor; sin embargo, eso no le desanimó.

“(...) Los fluidos líquidos son muy poderosos, especialmente la sangre o el semen, porque encierran el principio vital de esa persona en unas pocas gotas” ¿De verdad? ¡Pues ahora mismo voy a reforzar el filtro! Se desabotona la bragueta del pantalón y sorprende tras el calzoncillo un pene adormilado que se resiste a sus furiosas caricias.

Cierra los ojos y ante él desfila atropelladamente un sinfín de mujeres de labios brillantes, entreabiertos, que suspiran para que las penetre. Nota como crece su miembro en la mano a medida que obtiene placer, y cuando su gozo es mayor se aproxima, con paso torpe, a la cacerola donde se cuecen las manzanas. No debía desperdiciar ni una gota.

—Yo no he visto nada, hijo –anuncia su madre cerrando la nevera en el silencio de la noche.

—¡Ah! –exclama Álvaro encogiéndose del susto, pero el orgasmo ya estaba allí, en ese punto de no retorno.

Miró por encima del hombro y comprobó que Paloma no estaba en la cocina, había cerrado la puerta para que terminara, con total discreción, lo que se traía entre manos. Y eyacula apuntando en el interior de la cacerola, sin placer, sin gusto, de un modo mecánico.

 Había experimentado todo lo contrario a un orgasmo tántrico. Ya está hecho, me ha pillado, pero ya está. Álvaro temblaba como un niño pequeño al que hubieran sorprendido en plena travesura. Ya está hecho, y apagó el fuego.

 “(...) Cuando el agua esté fría retirar las manzanas y colar en un trapo blanco que nunca haya sido usado” No creo que el sortilegio se eche a perder si cojo un filtro de café, sin estrenar, en lugar del trapo. Y obtuvo finalmente un vaso del preciado elixir de amor.

—Cariño, espero que no te comas esas manzanas –sugiere su madre preocupada desde la cama.

—No mamá —tranquilizó sin saber que hacer con su vaso.

Según el autor del libro debía ingerir el bebedizo inmediatamente, pues con el paso del tiempo perdería propiedades, pero Álvaro concluyó que cómo no tenía destinatario no se lo bebería y para que no se desperdiciara el magnetismo se asearía con el elixir, para impregnarse él mismo de esa magia.

Repasó cada centímetro de cara, manos y genitales con discos desmaquilladores de algodón, bien impregnados del bebedizo que había preparado. Todas las mujeres quedarán rendidas ante mis encantos, no habrá nadie que se resista. Nunca más me dirán que soy un cielo pero que prefieren no atarse, o que no soy su tipo, o que todavía no han olvidado a su gran amor, o que no son el tipo de mujer que espero o necesito, o que soy el amigo ideal… ¡Nunca más haré el idiota! Y con este tipo de pensamientos Álvaro se durmió en el salón.

A la mañana siguiente Paloma lo encuentra descamisado en el sofá, con varios discos desmaquilladores pegados en la cara y en los pezones.

— ¿Te encuentras bien, cariño? ¿Quieres que llame a tu jefe para que no vayas a trabajar?
Su madre no podía comprender como un hombre tan hermoso como el que contemplaba tenía dificultades para encontrar pareja estable.

— ¿Qué, cómo? Ah, no. No es necesario, mamá —todavía estaba dormido—. Estoy bien, gracias.

Le había traído un café con leche, cuatro madalenas y un tarro de mermelada de fresa en una bandeja.

—Y tú, mamá, ¿no desayunas?

—No, últimamente no tengo mucha hambre.

Omitió el detalle de que a pesar de haber estado más de media hora frotando la cacerola con lejía y nanas no llegó a ver con buenos ojos aquel cacharro nunca más. No la tiró a la basura, por si su hijo le apetecía prepararse algo más en otra ocasión, pero ella se compró una cacerola nueva ese mismo día que supo mantener lejos de los extraños ataques culinarios de su hijo.

Debidamente acicalado y desayunado, Álvaro sale a la calle como “Joselito” de Kiko Veneno, con los ojos brillantitos. En el ascensor una señora de más de sesenta años parpadea con coquetería. Pero si es doña Felisa, la gruñona. ¿Por qué me mira así? Intimidado se arrellana en una esquina, metiendo tripa para no rozarla.

—Disculpe, señora. No hacen ascensores para gordos.

—¡Ji, ji, ji! ¡Pero que saleroso es usted! —y le aprieta una nalga.

Álvaro se ruboriza y abandona con muchas prisas el ascensor en cuanto se abre la puerta. ¡Vaya circunstancias! No sabía reaccionar ante el acoso, frente al desprecio o la indiferencia no tenía problemas, poseía un amplio abanico de recursos mentales aprendidos, desde el blindaje emocional hasta el humor desenfadado.

 En el metro, en plena hora punta, cuando estudiantes, trabajadores diversos y jubilados abarrotan los andenes subterráneos, Álvaro busca el cartel que indica los minutos que restan para la llegada del próximo tren. Una mujer sudamericana lo mira con descaro desde el andén de enfrente.

Era una mujer bajita, de una rechonchez que no ocultaba con prendas de lycra, y de rasgos faciales poco agraciados. Masticaba chicle con la boca abierta, a veces se veía una bolita blanca en esos labios enormes, exageradamente rojos y entreabiertos.

¡Uff! Un escalofrío le recorrió la espalda. ¡No la mires! Qué horror, que no me vea. ¡Blindaje mental! Y disimuló mirando el techo, pero sus ojos gravitaron sobre esa mujer inevitablemente, como por una rara atracción fatal. Ahora tenía la boca totalmente abierta, y entre sus labios aleteaba una lengua sonrosada con rapidez.

¡Aggg! ¿Cuántos minutos faltan para que llegue el tren? Pero su situación no mejoró en el vagón, descubrió que sus encantos no sólo ofuscaban escandalosamente a las mujeres. Un obrero entrado en años mantenía una sonrisa extraña sin pudor.

—¡Ay quien fuera tu calzoncillo, pa sujetarte t’ol día lo huevecillo!

—Ole, ole —vitoreaban otras veces en distintos puntos del vagón.

Álvaro sonreía, a veces se le escapaba un “je”, alardeando de un estupendo humor desenfadado, pero la situación no le hacía maldita gracia. ¡Tantos años deseando ser un hombre avasallador, un magnánimo penetrador de hembras guapas siempre dispuestas, para descubrir que él era el avasallado!; y lo peor de todo, siempre por personas que no deseaba.

¡Je, tiene guasa la cosa! Sí, je, je. ¿Cuánto durarán los efectos del elixir? Piensa, Alvarito, piensa, ¿las tías buenas como se defienden de la chusma? ¡Ah, sí, ya me acuerdo!

–Caballero, usted no es mi tipo; ni yo el tipo de hombre que usted espera o necesita.


-fin-

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Pie de foto: extraído defondosdeescritorio10.com
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sábado, 28 de noviembre de 2009

La bestia


El espejo me devolvió la mirada y supe al instante que, en realidad, yo era inocente. No era uno más de esos que salen en las noticias en las que la violencia y la sangre se mezclan a partes iguales, no. Yo no.

Siempre he sido consciente de mi corpulencia, de mi aspecto feroz a mi pesar. Por eso, desde pequeño quise compensar mi apariencia con un buen talante.

Pero después de estar en dos casas de acogida, descubrí que buscar la aprobación me alejaba de aquellos en quienes buscaba afecto. Me catalogaron de problemático, no eran conscientes de la cobardía de sus actos; y yo dejé de creer en la buena fe de las personas.

No hallé a nadie con el valor de mirarme a los ojos, con el deseo de averiguar qué guardaba en mi corazón, hasta que llegó Consuelo. Ella me devolvió el interés por el ser humano. Me miró en silencio, y el tiempo se detuvo.

–Tiene que ser ese –dijo, y yo contuve la respiración. Sabía, no sé cómo, que no podría encontrar a nadie mejor.

–¿Estás segura? –protestó su acompañante.

Y ella asintió con la cabeza sin dejar de mirarme. Mi corazón latía deprisa.

–Sí, es como yo –y tendió su mano para cogerme.

Se la besé, no supe expresar mi gratitud de otra manera.

Me acogió en su casa, con toda la bondad de una madre sin hijos a quienes amar. Pero su pareja no, me miraba mal, como un intruso feo que usurpaba sin derecho las caricias de su mujer. En cuanto se volvió me dio una patada, comprendí que mi llegada amenazaba su posición en la familia. La verdad es que no esperaba ocupar su puesto, y me callé. Pasaron los días pero los malos tratos de ese señor no cesaron, disimulaba en presencia de Consuelo y fingía accidentes fortuitos en los que siempre yo salía perjudicado.

Aprendí a mantener las distancias, pero cuando me hallaba a solas con él no había espacio suficiente en toda la casa donde esconderme. Y para evitar sus patadas me recluía voluntariamente en la terraza, y él, con gran satisfacción, cerraba las puertas; y para no verme, corría las cortinas. No me importaba, sentía el olor de Consuelo en el aire, su perfume... Sólo con eso me reconfortaba. Sabía que la volvería a ver, que me dedicaría una de sus sonrisas que sacaban de mí lo mejor.

Aquel día, cuando ella regresó a casa, yo todavía estaba encerrado en la terraza. Oí gritos pero no pude ver nada por las cortinas, ella no replicaba. Después escuché golpes de sillas contra el suelo y portazos, se me encogió el corazón: Consuelo lloraba.

–Basta –imploraba.

Y el sonido de una bofetada acalló su voz.

De pronto el espacio de la terraza se me hizo muy pequeño, asfixiante.

–¡Por favor, no! –gimió Consuelo y reconocí el sonido de unas botas mancillando una carne que no era la mía.

Un relámpago de rabia atravesó mi cabeza y me empujó al salón. Una lluvia de cristales rotos me precedió, después no recuerdo nada, únicamente unos ojos muy abiertos y la necesidad de morder su cuello.

–Por favor, no le hagan daño –suplicó Consuelo poniéndome un bozal… y mi correa.


- fin -

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Pie de foto: extraído de dejamequetecuente68.blogspot.com
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sábado, 21 de noviembre de 2009

Una batalla perdida


Es una batalla perdida, me dicen, pero no desespero. Me conformo con una parte pequeña del mundo, y ellos, asombrados por mi tenacidad, ceden. Te daremos los rincones sombríos, negociaban los grandes señores de la tierra. Allí podrás crear tus obras sin que la luz del sol las corrompa. Y yo accedí, engañado, porque ignoraba que la humanidad entera se pondría de su lado.

No había marcha atrás después del gran pacto, y yo, como represalia pinté mi verde en sus almacenes de trigo, corrompí su pan, y todo aquello que para el hombre era importante. Los grandes señores de la tierra regalaron el fuego al hombre, y el oro: una fuerza y un material incorruptible, los dos de un desagradable color amarillo. Como compensación.

No me di por vencido, reclamaba mi legítimo espacio natural, y rencoroso, posé mi pincel en la piel del hombre. No logré teñirlo de los hermosos verdes que tenía en la paleta, pero el hombre conoció la enfermedad.

 ¿Por qué nos pasa esto? Gritaban los hombres cuando sus hijos morían. Y los grandes señores de la tierra, enternecidos por su dolor, les enviaron la serpiente. Una gran cobra. Y los hombres aprendieron los misterios de la vida y la muerte, supieron como sanar sus cuerpos y sus almas.

Era injusto, siempre recibían más de lo que les perjudicaba; así no podía reprender a la humanidad. Y renuncié al mundo, sabía que el hombre lo había ganado. Me recluí en un pequeño valle, prácticamente inaccesible al hombre. Y allí viví en paz durante más tiempo del que recuerdo.

En mi pequeño reino, en el que brillaban los verdes más hermosos, los árboles y las rocas fueron los únicos que soportaron mi obsesión. Las demás criaturas enfermaban si pretendían vivir en esas tierras.

Como el lienzo que utilizaba estaba sobresaturado de verdes, aprendí otras formas de expresar mi arte. Me lancé de lleno a la tridimensionalidad, algo más que el tímido bajorrelieve que hasta entonces utilizaba en algunos casos. De pintor de mundos evolucioné a escultor, y poco después a arquitecto de realidades.

Para entonces, el hombre había evolucionado mucho también. Supe que era respetuoso con la naturaleza, sensible a su orden natural y que incluso protegía y cuidaba a especies que había perjudicado.

Déjate conocer, decían los grandes señores de la tierra. El hombre, como esperábamos, ha cambiado mucho; pero nunca cumplirá sus expectativas si huyes del él.

—No me escondo del hombre, simplemente he renunciado al mundo que se me había prometido —argumenté, algo de rencor latía en mi respuesta—. ¿Qué me habéis dado, si desde que habéis creado al hombre sólo tenéis ojos para él?

—La vida, no olvides que también eres una creación nuestra. Y eres tan importante que sin ti nada hubiera existido después. Debes tolerar toda creación, vivir en armonía.

—El hombre me ha expulsado del mundo, no tolera mi presencia, destruye mi arte. Como a un niño consentido permitís que pisotee mis rincones sombríos.

—Tenemos que confesar que también nos ha expulsado a nosotros…

Imposible contener una carcajada.

—Ha olvidado sus raíces, y se ha hecho tan poderoso que apenas nos oye. Solo podemos observar o acabar con todo, con todo lo que existe. Y no queremos tener que elegir más entre esas alternativas.

Y abrí las puertas de mi reino, permití el paso al hombre y yo me extendí por un mundo que no
reconocía. Apenas existía vegetación, y la poca que crecía lo hacía donde el hombre quería. Habían recubierto la tierra de asfalto y cemento, y la única jungla que observaba era una de acero y cristal, que ensombrecía la tierra a pesar de su fulgor.

“¿Qué ha pasado con la tierra?” El impulso de regresar a mi valle era muy grande, qué visión tan horrenda se extendía por la línea del horizonte.

Me infiltré en su mundo, y descubrí que tras los reflejos brillantes de su civilización había vacíos sombríos y húmedos. Toda una extensa red de alcantarillado la hice mía en pocos días, también bajo tierra habían construido una importante vía de comunicación, de personas y cosas.

En la misma semana el hombre la perdió. Y su orden se resintió. “¿Dónde está el temible poder del hombre?” Pensaba mientras los observaba como hormigas asustadas. Saltaban las alarmas de sus centrales de energía, al mismo ritmo que infectaba sus sistemas eléctricos y los fallos informáticos se generalizaban.

Seis días necesité para destruir la civilización del hombre. Ahora ellos deben convivir con mi musgo. ¡Qué dulce es la venganza!


- fin -
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Pie de foto: extraido de www.skyscrapercity.com


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