Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


martes, 23 de febrero de 2010

Una cuestión de perspectiva (un cuento de 1.270 palabras)


El viento arremolina las ropas de un modo ensordecedor, pero todo resulta hermoso. ¿Quién no ha sacado alguna vez la cabeza por la ventanilla de un coche en marcha, y ha sentido el viento en la cara? Es como notar la naturaleza en movimiento, aunque uno sabe que está quieto y no hace ningún esfuerzo para merecer tal caricia.

Miro mi reloj de pulsera, aun sabiendo que yo llegaré antes de que se ponga el sol… Un sol que siempre luce tan especial en este mes de octubre. Diréis que es una tontería, pero desde estas altitudes los rayos parecen acariciar la tierra. Es una impresión casi mística… ¡Lástima que el viaje sea tan corto! Lástima que no estés tú.

Siempre hemos compartido los grandes acontecimientos de la vida, como aquel crepúsculo en las montañas sagradas del Tíbet, cuando en un momento mágico el sol se escondía y la tierra parecía llorar; o cuando comíamos un helado después de hacer el amor. “Un poquito de frío para tanto calor”, decías, ignorando que con cada caricia te daba el alma.

Te limitabas a contar los billetes, porque tú eras mi puta. Mi puta favorita, y no podía haber nada entre nosotros, nada que no fuera sexo y dinero… ¿verdad? Pero fingías, lo sé.

—Nada de besos en la cara… Es más “limpio”.

Y yo acepté con naturalidad.

—Dejemos los besos para los enamorados.

Pero notaba en tus labios un ardor que disipabas sobre mi piel, imprimiendo en ella un rastro de ternura cuando la saliva se secaba. Dejabas huellas de amor, pistas reconocibles en el recuerdo… como miguitas de pan que siempre me llevaban a ti.

Otras putas fingen placer para agradar al cliente que las monta, para acabar pronto con la gimnasia pélvica que tanto cansa cuando no hay pasión. Tú fingías esconder un amor, que realmente no sentías… ¡Qué gran profesional!, conseguiste “correrme” espiritualmente, que te eyaculara mi amor a la cara cuando el preservativo cumplía con su propósito.

Y poco a poco permitías el cortejo. Aceptabas acompañarme en viajes de negocios. Viajes que inventaba para ti, para mostrarte que existía más vida que la que conocías y hombres distintos de los que te compraban.

—Tú eres diferente —me susurrabas.

Unos dedos acompañaban su voz por mi cara. Mientras, yo caía por las espirales doradas que bordean tus pupilas.

—…

—No debes enamorarte de mí, algún día esto se acabará —me advirtió.

Y yo no le creí, no me permití ver la honestidad tras una sonrisa herida.

—Comprendo, hay alguien más…

—No es lo que tú crees.

—No eres libre, ¿verdad?

Todo el mundo conoce historias de ese tipo: mujeres que son llevadas al viejo continente, engañadas con promesas de trabajo fácil y grandes ingresos. Sueñan con lo que todos desean. Y les sobran razones para trabajar en una sociedad envejecida, porque en sus venas palpita con fuerza una sangre valiente… que claudica ante la lascivia que provocan y las amenazas a los familiares que dejaron atrás.

—¿Cuánto necesitas para recuperar tu libertad?

—Mucho, siempre es mucho lo que ellos quieren; y tú no tienes tanto.

—Puedo vender mi casa: ¿te molestaría vivir en un pisito alquilado conmigo? …Creo que nadie sale perdiendo.

—¿Tanto me amas? ¿Incluso sabiendo que me llamarán puta cuando menos te lo esperes; y sientas, cuando me conozcas mejor, que no valgo tanto? No soy tan difícil de olvidar.

No respondí, las palabras no eran necesarias… Como en estos momentos, en los que sólo puedo pensar lo mucho que te amo todavía. Y no dejo de mirar hacia arriba, esperando verte llegar como un ángel arrepentido, envuelta en la luz de los que descienden de los cielos con una mano conciliadora. “Todavía no es tarde”, pienso, “sólo recordaría tu mano, y tu cabello alborotado por el viento”.

Malvendí la casa que había pertenecido a mis padres, la situación era urgente y no me detuve en detalles mercantiles. Los agentes inmobiliarios sonreían satisfechos: mi firma cerraba un contrato de compra-venta. “El más rápido de los últimos quince años”, aseguraba uno sin saber dónde ocultar la impaciencia de sus manos. “Sí, además, puedo asegurar que a pesar del apremio de la venta, lo hemos vendido en unas condiciones óptimas. ¡Enhorabuena!”, explicaba el otro.

Hacía oídos sordos a una palabrería puramente formal, porque lo único que importaban eran los 180.000 euros que habían transferido a una cuenta bancaria de la que no era titular. “Tendría que bastar”, pensaba mientras me dirigía al aeródromo de Aluche.

Una avioneta esperaba mi llegada con el motor encendido. En la cabina un piloto fumaba un cigarrillo. Afuera, un señor vestido de traje blanco levantaba una mano a modo de visera.

—Eres puntual… —dijo con acento sudamericano.

En sus labios, este comentario, más que un halago, parecía un insulto.

—Ella, ¿está dentro?

—Sí, henchida de amor… Sube.

¿Por qué ignoré el cinismo y desprecio con el que me trataba? “Es mala gente, mi amor, habla lo justo y nunca repliques”, recordaba mientras subía al aparato. Desde la puerta la vi, allí estaba, sentadita con las rodillas juntas, ennobleciendo a esos bellacos con su presencia. Temblé con el golpe del portón, supe que despegaríamos en unos momentos.

—Póngase cómodo, señor.

En el interior sólo había cuatro plazas, aparte de la del piloto. El único sitio que quedaba libre era el que estaba junto a la puerta. Me senté con reservas, como temiendo que en pleno vuelo se pudiera abrir.

—Si no la tocas no pasa nada —se burló el hombre del traje blanco.

La avioneta empezó a ganar velocidad en la pista.

—Las puertas son como las mujeres, ¿sabe? Sólo se abren con la llave adecuada, si no tienes la llave sólo conseguirás forzarlas.

Al fin el aparato levantó el morro y despegamos del suelo. Me sentía incómodo.

—Sí, algunas no se cierran ni dándoles patadas… —añadió otro que no dejaba de mirarme tras unas gafas de sol.

—Espero que estén hablando de puertas —repliqué tratando de ocultar mi ansiedad.

Los sudamericanos rieron a carcajadas.

—¿Oiste al “pendejo”? —interpeló a la chica el hombre del traje blanco.

—Sí, es una buena persona.

—¿Es mejor que yo?

—No, amor. Con ellos finjo… Tú sí que sabes dar placer a una mujer.

En estos momentos, todavía creo que disimulaba… ¡Necesito creer que me amas!, sentir que la atracción de la tierra, sobre mi cuerpo, es algo mayor que lo que has sentido por mí. Me conformo con un instante de amor verdadero, un momento que todavía sorprendo en mi memoria, que recreo antes del impacto final, y hace que todo haya valido la pena.

—Viste. No te quiere… Es porque yo tengo muchos dólares, muchos más que tus 180.000 euros de mierda. ¿Sabes cuánto vale mi tiempo?

Señaló la portezuela del aeroplano, con las cejas, a uno de los secuaces.

—Yo te lo diré… Ni un minuto de mi vida iguala tu vida entera —añadió sopesando sus manos en una balanza imaginaria.

—No comprendo… —dije agarrándome a la silla, mientras la puerta se abría y un viento atronador me azotaba la cara.

—¡No importa! —gritó el hombre del traje blanco—. ¡Ahora demuestra que tienes cojones!

Miré el hueco que dejó la puerta abierta en el fuselaje. Anochecía, apenas faltaban unos minutos para que el sol se ocultara en la línea del horizonte, y miré tus ojos por última vez. En ellos vi reflejada la tristeza del crepúsculo… ¡Sé que hubo algo!

Y me empujaron hacia el vacío. ¿Ves, amor, cómo no es tan fácil olvidarte? Apenas siento vértigo, pero esto se acaba… ya.



— fin —
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miércoles, 17 de febrero de 2010

Por una cabeza (parte final)


Pero no hablemos más de ellos. Yo supe, desde muy pequeño, que no era normal. Crecí aprendiendo a disimular mi disposición natural, y acepté complaciente las largas peroratas de mi padre sobre el respeto y la integridad de los demás; el derecho a la vida; a ser tolerantes con los que no piensan igual; al deber de auxilio con los más desfavorecidos… y un largo etcétera.

Charlas, insisto, que mi padre utilizó como agua bendita a lo largo de mi juventud y adolescencia. ¿Pretendía exorcizar su alma o la mía? Yo asentía, con sonrisa de niño bueno, pero recelaba. Sabía que algo no encajaba bien, sobre todo cuando me relacionaba con mis amiguitos.

—Hola —dijo Pedrito, un niño pelirrojo muy gordo—. ¡Mira lo que tengo!

Se chuleaba, en sus manos tenía un taco de cromos que apenas podía sujetar. Me llevé las manos a los bolsillos en busca de los que yo pudiera tener. Saqué cuatro o cinco, no tenía más.

—¡Ja, ja, ja! Eres un “pringao” —se burló Pedrito.

—¿No quieres cambiar?

Pedrito no dejaba de reírse de mi fabulosa colección de cromos. Ahí tuve mi primera revelación.

Las cabezas de cuatro o cinco jugadores de futbol, en mis manos se volvieron inútiles, sin valor. Sólo eran cartoncitos con las esquinas arrugadas. Sin embargo, la mofletuda cabeza de Pedrito, paralizada en un rictus de carcajada, resultó increíblemente atractiva imaginármela en mi habitación, entre un viejo osito de peluche y un coche a pilas.

—No, sólo me apetecía reírme un rato.

—¿De qué te ríes? —se interesó Pablete.

—¿Qué pasa? —exigió Fidel, de la misma edad que los demás pero más grandote.

Habían acudido al sonido de las risas como abejas a la miel, ávidos por tragar de un bocado aquello que hacía tanta gracia. Apretaban sus cabezas unas contra otras, para no perder detalle… Y yo no perdí ninguno, mientras Pedrito verbalizaba con gruñidos nuestra pequeña diferencia en la colección, y los demás se reían.

Sólo era un pequeño cambio de perspectiva, ellos admiraban los cromos, y yo las cabecitas que veía apiñadas: Pedro y sus mofletes daba el tono rojizo a la colección; Pablo y sus pecas, con su largo flequillo rubio pajizo; Fidel y su barbilla cuadrada y el pelo moreno a media melena… ¡Cuántos detalles, cuántas diferencias! Y me reí con ellos; por motivos diferentes, claro está. Supe que yo también me haría coleccionista.

—Tomad, os los regalo.

Y tiré mis cromos, que revolotearon en el aire. Los niños se tiraron al suelo sin ocultar su avaricia. Eran como animales de rapiña, absolutamente predecibles… Y sonreí.

“Los auténticos valores, Alejandro, están en la cabeza” replicaba Antonio cuando le conté lo sucedido. Y yo, como siempre, le di la razón; pero en esta ocasión estaba completamente convencido. “Los cromos se rompen, se pierden…” insistía al ver mi sonrisa. Se quedó callado, como si hubiera visto un fantasma. “Eres demasiado joven todavía, no puede ser” dijo suspirando, como si me hubiera sorprendido masturbándome en el cuarto de baño. Y se marchó, haciéndome sentir que él conocía mis pensamientos más secretos, y que no los condenaba, a pesar de tanta salmodia beatificante.

Mi segunda revelación la tuve un veintidós de diciembre, ayudando a mi madre con la compra de Navidad.

—Ese, el más gordo —especificó Carmen.

Había dejado la huella de un dedo en la mampara de cristal de la pollería. Había escogido casi ocho kilos de pavo en un solo ejemplar.

—Tome —ofreció el pavo debidamente envuelto en una bolsa de plástico.

—No, mamá. Lo llevo yo.

No pude, mis brazos no soportaron el peso del animal por demasiado tiempo. Comprendí que si pretendía realizarme plenamente, satisfacer mis necesidades más íntimas, necesitaba estar en buena forma física.

Me apunté a todas las prácticas deportivas del pabellón municipal del barrio, siempre con el beneplácito de mis padres. Antonio no andaba muy desencaminado con respecto al equilibrio que proporciona el deporte, fueron años en los que mis necesidades “especiales” quedaron prácticamente latentes.

En mi adolescencia, en la plenitud de un físico desarrollado, practiqué halterofilia. Disciplina que abandoné tras terminar la carrera universitaria. Sus valores me han sido sumamente útiles después: concentración, fuerza, determinación. Pero en el último curso de “químicas”, supe que no bastaba ser fuerte… tenías que parecerlo, si pretendías atraer la admiración de las mujeres.

Nunca confesarán abiertamente la atracción que ejerce sobre ellas un torso perfecto, te dirán que eso es secundario; que más importante es una afinidad intelectual y emocional que unos pectorales amplios, y que unos brazos capaces de soportar su peso, tanto tiempo como sea necesario, para llegar al orgasmo. Sí, te lo dirán mientras sus ojos siguen a los “cachas” del campus, y presientes que ya están levitando a su lado.

—Margarita, ¿te has dado cuenta como se está poniendo Alejandro? —cuchicheaba Isabela en la cafetería de la universidad.

—¿Estás hablando de Alejandro, del pesado que te mira como si quisiera regalarte una flor?

—Pues sí, no sé por qué antes nunca me había fijado en él… Pero reconozco que es guapo.

—Shhh, calla. Que aquí viene.

—Hola chicas… ¿interrumpo algo?

Las mujeres no son las únicas beneficiarias de advertir las sutilezas del lenguaje corporal; hay tipos, como mi abuelo don Ambrosio y yo, que también las comprendemos. Margarita experimentaba extrañeza, Isabela irradiaba sexo en cada gesto. Me sentí halagado pero era Margarita de quien estaba enamorado, llevaba cuatro años rondándola sin éxito. Y sabía que mis horas de gimnasio al fin empezaban a dar sus frutos.

—Nada importante, ¿tienes plan para este viernes? —contestó Isabela.

Margarita abrió muchos los ojos, hasta sofocó un pensamiento que se le escapaba por la boca con una mano. “¿Cómo te atreves? Alejandro es mío”, protestaron sus ojos. “Ni puñetero caso le has hecho en estos años”, replicaron los de Isabela.

—Bueno, todo depende… de ella —lucí mi mejor sonrisa en el rostro.

Por fin llegaba el instante más esperado, ¡qué glorioso momento éste de sentirse por encima de las circunstancias! La rivalidad de las chicas quedó resuelta con el orgullo de Margarita restablecido. “¿Qué te habías creído? ¡Es mío y ahora no te lo doy!”, bramaban los ojos de mi chica…

—Creo que no va a poder, Isabela —confesó Margarita.

“Zorra”, serpentearon víboras de los ojos de su amiga.

—Bueno, pues quedamos a las cinco ¿aquí mismo? ¿Te viene bien?

Su mano se posó sobre la mía, fue el contacto más íntimo que tuvimos en cuatro años. Significaba mucho, era como cerrar un trato, como afirmar que desde ese momento no se avergonzaba de mí, que gozaba de mi presencia tanto que no deseaba compartirme con ninguna, y me tomaba la mano para que sólo la mirara a ella… Ella, que ignoraba que era innecesario cualquier formalidad, que me tenía ganado hiciera lo que hiciera.

—Sí —sus ojos me parpadeaban con auténtico amor.

Pasaron dos días de puro paroxismo, removí el armario entero en busca de la ropa adecuada, acudí a la peluquería, compré un detalle que fuera bonito pero que no comprometiera. ¡Hasta compuse un poema!, para demostrar que tenía un alma sensible. Excesos todos, que resultaron inútiles cuando, tras contar muchos minutos, llegaron las cinco de la tarde de ese viernes, y Margarita no apareció.

“Habrá tenido un examen sorpresa”, disculpaba yo mirando el reloj de pulsera. Eran las seis de la tarde cuando decidí aflojarme la corbata. Las siete cuando tiré el ramo de margaritas a una papelera. Las ocho cuando regresaba cabizbajo a casa.

El traqueteo del autobús anunciaba que llegaba a una parada. Estaba a mitad de su recorrido, en un barrio donde se concentraban algunas discotecas y garitos de marcha. Casi todo el autobús quedó vacío. Suspiré. Yo debía bajarme en esta parada, agarrado de la mano de mi chica.

El conductor cerró las puertas, y a través de los cristales, los descubrí en la calle. Los tres iban abrazados, cantando, con una copa de más. “¡No puede ser!” Me puse de pie pegando las narices a la ventana. Isabela me señaló de inmediato con la mano.

Margarita y el “cachas” reían, se reían del espantapájaros sin cerebro y sin corazón que se empequeñecía en el autobús por la distancia. “¿Buscas al mago de oz, Dorothy?”, pensaba recordando las tres cabezas juntas, riendo, descojonándose de mi caballerosidad. Y no sé por qué, aparecieron en mi imaginación, en el mismo estante, al lado de Pedrito, el gordito pelirrojo y sus amigos Pablete y Fidel. Ya no había ositos y coches.

El lunes siguiente Isabela y Margarita no acudieron a la facultad, tampoco un “musculitos” que nunca supe cómo se llamaba. No terminaron la carrera; yo, sin embargo, sí. Razón por la que superé una vez más a mis predecesores, aprendí a preservar mi colección.

No me atrevo a imaginar qué clase de cabezas escondería don Ambrosio, ¿descompuestas y mal olientes? Además, cuando ya no queda más que huesos todas son muy similares. No tiene gracia. ¿Y mi padre? Pobrecito, con su afición a la taxidermia, en el mejor de los casos sólo conseguiría “momificar” sus trofeos. Con el paso del tiempo, esos rostros acartonados se desbaratan… Ahora comprendo por qué cada cinco o seis años nos mudábamos de ciudad.

Yo, sin embargo, por mi condición de químico doctorado, trabajo para una multinacional que me permite viajar con frecuencia. Circunstancia que favorece la estabilidad de una residencia fija en Madrid, en un maravilloso loft construido en las afueras de un pueblo próximo al aeropuerto, en el que he mandado construir una cámara frigorífica.

¿Te apetece ver mi colección? Disculpa la música, se acciona automáticamente con la apertura de la puerta… Es un pequeño tributo a la memoria de los músicos de la familia.



— Fin —




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domingo, 14 de febrero de 2010

Por una cabeza (segunda parte)


Antonio conoció su talante más perverso por accidente; hasta entonces había negado todo el pasado tenebroso de mi abuelo, como si la simple negación exonerara a mi padre de tan terribles preferencias.


Sucedió en un día gris sin lluvia, cuando de la vivienda de un séptimo piso salía humo por las ventanas, y un olor a quemado, acre y sintético, descendía por las escaleras. Nosotros vivíamos en el primer piso, por lo que de un modo natural recibimos la advertencia del peligro cuando el incendio estaba muy avanzado.

—¡Antonio! —gritaba mi madre sin contener la histeria—. ¡Coge lo más importante y corre hacia la calle!

Carmen me apretaba contra el pecho, y es que, muy a su pesar, sólo tenía dos manos. De buena gana hubiera vaciado los cajones en busca de las joyas, las pocas reliquias heredadas de la familia; el dinero para llegar a final de mes, y las fotos.

—¡Espabílate! —chilló sin esperar respuesta.

El instinto maternal le empujó escaleras abajo en busca de espacios abiertos en los que mis pulmoncitos no se llenaran de las toxinas que flotaban en el aire.

“Lo más importante…” se decía Antonio. Menuda cuestión tenía que solventar. “¿Qué es lo más importante? ¡La tele!, todavía quedan seis meses para terminar de pagarla”. Y es que a principios de los setenta, un televisor a todo color, amén de tener un tamaño exuberante, era de un precio prohibitivo.

Un relámpago de intuición alumbró su pensamiento, en el preciso instante en que trataba de izarla con las manos, y aquello no se movía. “No, Carmen se enfadará… Que si sólo pienso en mí, que si sólo tengo el futbol en la cabeza… Además la lavadora tiene ruedas, creo”. Y Antonio corrió hacia la cocina.

Allí la vio, impasible en el incesante trabajo de remover la ropa en el tambor, ignorante de que sus circuitos eléctricos se quemarían igual de bien que una persona en el incendio. Trató de sacarla del hueco en el que estaba encastrada, pero la dichosa máquina no se movió ni un centímetro.

Y es que no había heredado la corpulencia de Ambrosio, su padre… “y que está llena de agua y ropa”, se excusó sintiéndose estúpido.

Un gemido le llegó de sus zapatos. “Coco”, un york shire terrier enano, le miraba con ojos tristes sentado a sus pies. “Cógeme, yo no peso nada” suplicaba el animal, muy consciente del peligro que acechaba.

—Está bien.

Se agachó para coger al perrito, pero de un salto se arrojó a sus brazos. Los lametazos de una lengua diminuta agradecían el rescate con impaciencia.

Salió de casa cerrando la puerta con llave, una costumbre que ni en circunstancias peligrosas podía dejar de cumplir. “Ya está, tengo lo más importante” y corrió hacia el portal. En el primer recodo de las escaleras detuvo la carrera. Recordó que había dejado algo verdaderamente importante en casa. “Coco” protestó con un ladrido el cambio de dirección.

Antonio tuvo que introducir tres llaves en cerraduras de tres vueltas; en penumbras, porque los bomberos habían cortado la electricidad de todo el bloque, y escuchando los golpes que daban los últimos vecinos que trataban de no rodar escaleras abajo.

Al fin la puerta se abrió. Corrió hacia el dormitorio, y sin soltar a “Coco” rebuscó en el interior del altillo del armario ropero. Sus dedos tropezaron con una caja de madera oculta entre sábanas y fundas de almohadas. Antonio suspiró. En su interior un acolchado protegía el violín que había pertenecido a su padre, y antes que él, a su abuelo.

—¿Por qué has tardado tanto ?—acusó Carmen en cuanto le vio salir a la calle—.¿Esto es lo más importante, Antonio? —añadió despegándose del abrazo.

—Bueno, intenté llevarme la tele, y después la lavadora… pero es que no tenían ojos, y “Coco” no dejaba de mirarme.

—Ah —reprochó—. Y el violín es para ponerte a pedir en una esquina, ¿verdad? Porque dudo mucho que en la academia autoricen un anticipo, si perdemos el dinero y las joyas.

Antonio torció los labios, reconoció que su mujer tenía razón, como siempre. ¿Cómo permitiría a esa gran mujer, su esposa, que sobrellevara miserias y penurias? La amaba incondicionalmente, tal vez porque tenía la habilidad de sacar lo mejor que llevaba dentro, haciéndole creer en la bondad de la naturaleza humana. Bondades que no se reflejaron en sus efectos, digamos, más mundanos, porque a pesar de que llevaba más de quince años trabajando, como profesor de música en una academia privada de renombre, apenas había acumulado beneficios laborales.

Era el más brillante de todos, la pasión por la música la llevaba en la sangre; una vocación relegada a la enseñanza porque, a pesar de que participó en todas las convocatorias para optar al cargo de director de orquesta, nunca logró su objetivo. Siempre había candidatos más cualificados, de lustrosos apellidos que abrían puertas. Las mismas que sistemáticamente a él se le cerraban.

Antonio desoyó las advertencias de los bomberos de no entrar en el edificio, de hecho, una persona en su sano juicio, al observar las fumarolas que salían de la séptima planta, hubiera hecho innecesario cualquier exhorto. Pero es que no todos tenían un salario tan ajustado a las comodidades modernas; y ni siquiera las horas extra, como profesor particular, equilibraban la delicada balanza familiar.

¡Puñetero dinero! Protestó mientras corría escaleras arriba. Tener que prostituir su arte para subsistir era una condena demasiado pesada para un alma sensible como la suya, pero tener que arriesgar la vida por unos papelitos de colores… era excesivo.

Las llaves temblaban en la mano, le picaban los ojos y la garganta. Debía darse prisa. Las tres vueltas de llave en cada una de las tres cerraduras se le hicieron insufribles. En cuanto la puerta se abrió corrió de nuevo hacia el armario ropero de su habitación, tomó la primera funda de almohada que encontró y la empapó bajo el grifo del cuarto de baño. Se le anudó en la cara, tapando nariz y boca.

Ahora podía buscar con algo más de tranquilidad el dichoso dinero. Porque el sobre del dinero era algo que nunca se guardaba siempre en el mismo sitio. A veces se ocultaba entre los libros de la estantería del salón, a veces bajo el colchón conyugal. Una vez Carmen ocultó tan bien el dinero que tuvieron que remover toda la casa, al final apareció en el interior de un viejo zapato que Carmen no usaba. Es más, en una ocasión, Antonio abrió la nevera con la intención de coger un tomate, y rebuscando en el cajón de las verduras, sus dedos tocaron una extraña hortaliza enrollada y sujeta con una goma…

Postergó la búsqueda del dinero, era más fácil localizar las joyas. En cuanto abrió una caja de zapatos el rostro se iluminó. Allí estaba todo, dos cadenas de oro, unos pocos anillos de pedrería auténtica, unos pendientes de perlas y el dinero. Había tardado menos de lo esperado, de modo que cuando salió de casa, aún tuvo tiempo de satisfacer la vieja manía de cerrar la puerta con los tres cerrojos.

—Ya está, lo tengo todo —anunció Antonio con el pelo alborotado y la funda de almohada colgando del cuello.

—¡Qué miedo me has hecho pasar! —respondió Carmen cubriéndole de besos la cara.

Se lo merecía, era su héroe, hasta que reparó que en las manos no llevaban ningún álbum de fotos.

—¿Y las fotos, Antonio? ¡Ay, dios mío, se te han olvidado! Todos los recuerdos se quemarán, nuestro hijo crecerá sin conocer a sus abuelos… No hay dinero que pueda comprar el vacío de una familia sin pasado…

Antonio, suspirando, se colocó de nuevo la funda de almohada.

Unos agentes de policía estaban acordonando la calle, tratando de despejar la zona de curiosos que observaban las fumarolas y a los bomberos trabajar. Se abrió paso con sorprendente soltura hacia el hueco oscuro que formaban las puertas abiertas del portal.

Nadie lo detuvo. Sólo la dichosa puerta de su casa, y sus tres puñeteras cerraduras, frenaron la carrera. El humo cubría el rellano de las escaleras como una niebla venenosa, Antonio oyó como los bomberos rompían con sus hachas los cristales de las ventanas de las escaleras. “¡Espabílate, coño!”, oyó decir a Carmen en su cabeza.

Las llaves cayeron al suelo, las buscó a tientas, a cuatro patas. No se daba cuenta, pero sus manos recorrían una y otra vez las mismas baldosas exploradas. “Es un llavero pesado… no puede haber caído muy lejos”, razonaba tratando de sosegar la ansiedad.

Un bombero, que descendía las escaleras en saltos de cuatro o cinco peldaños, tropezó con él. El casco no evitó el aparatoso golpe que se dio contra una viga. Antonio veía su rostro retorcerse con muecas de dolor, cómo la frente se le empapaba de un fluido viscoso. Vio el hacha al alcance de su mano… Perdió el dominio de sí mismo.

De pronto observó que el hacha estaba en su mano, que la estaba utilizando contra la puerta de su casa… Ya casi había terminado, cuando una mano se posó sobre su hombro. “¡Ahh!”, gimió en su delirio.

—Devuélvamela —exigía el bombero, apoyando una mano en la pared para no caer al suelo.

—¡No! Lo necesito para pasar.

—Necesito ayuda urgente, y no puedo volver sin el equipo… ¡Démela! —forcejeó el bombero tratando de arrebatar el hacha de las manos de ese hombrecillo.

—Pero si ya casi he terminado… —se resistió Antonio.

—¡Dámela!

—¡Tómala, joder!

El bombero cayó al suelo sin una protesta más. Antonio creyó que el golpe anterior había provocado un desmayo, se agachó para suministrarle los primeros auxilios que el bombero necesitaba.

—¡Oh!

Un cuerpo sin cabeza yacía en el suelo. Qué visión, ¡qué visión tan hermosa! Las notas del fagot de su padre, acompañadas de las del violín de su abuelo, revoloteaban en torno a la cabeza seccionada. Había sido un accidente muy revelador… un “accidente” que se repetiría a lo largo de su vida. Aquella hacha cortó algo más que una cabeza.

—¿Qué llevas en esa bolsa?

Era evidente que no eran fotos.

—Nada importante, una cabeza de bombero.

Carmen le abrazó, había pasado mucho miedo.

—No pienso subir de nuevo —advirtió Antonio—. Ahora sí que tenemos lo más importante —añadió ofreciendo los álbumes familiares.

Si alguien hubiera observado la bolsa con más detenimiento habría notado que goteaba un líquido sonrosado.

Así era mi padre, apasionado y metódico; habilidades que heredé pero sin sus remilgos sobre la bondad natural, y sin el gusto obsesivo de mi abuelo por el bello sexo.

(Continuará...)
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jueves, 11 de febrero de 2010

POR UNA CABEZA


La culpa la tuvo mi abuelo; sí, él y sus genes. Pues ya en el viejo Madrid de finales de los años cuarenta, aires turbulentos castigaban la moral de las jovencitas, salidos todos del fagot de don Ambrosio y su fantástica media sonrisa, cuando interpretaba un tango. No en vano podía afirmar que pertenecía a la mejor orquesta filarmónica del momento, y condes, y demás personajes de postín, no celebraban ningún festejo sin la participación de dicha orquesta. Circunstancia que don Ambrosio, mi abuelo, no desaprovechaba para seducir a una joven incauta.

—¿Le conozco, caballero?

La desconfianza se columpiaba en sus palabras, entre la curiosidad y las buenas formas.

—No tenemos ese placer, señorita.

Y don Ambrosio, haciendo gala de una exquisita ironía, le ofreció un canapé.

—Pero si gusta, ya nunca se olvidará de mí.

—Oh…

“Engreído, impertinente…”. No tuvo tiempo para formular una respuesta razonable.

—Es ambrosía, alimento de los dioses… Y yo, Ambrosio, para servirla a usted.

—Un poco de confitura de calabaza no va a hacerme perder la cabeza, caballero.

“Ya está, ya la tengo en el bote”. Don Ambrosio rara vez se equivocaba y notaba hasta los más sutiles cambios de tono y expresión corporal. La jovencita coqueteaba.

—Pruebe a ver, nunca se sabe.

La joven mantuvo un silencio airado, que repentinamente rompió.

—Usted no me conoce, no sabe nada de mí. ¿Con qué derecho se dirige…?

Un canapé detuvo el final de la pregunta. Circunstancia decididamente grosera, y atrevida, que provocó una explosión de dulzor en el paladar en contra de su voluntad, que festejó como fuegos artificiales que sonrojaron las mejillas por fuera.

—No lo escupo por educación, pero sepa usted que…

—Yo también —interrumpió, provocando nuevos fuegos pirotécnicos en el rostro de la joven.

“¡Qué se ha creído usted!”, pensó la joven. Sin embargo, sólo pudo pronunciar un estrangulado “oh” que don Ambrosio no supo interpretar adecuadamente.

—La boca que besa, borra la amargura y deja impresa la huella…

Una bofetada abortó el beso inminente que se formaba en el rostro del desconocido.

—Ve, no he perdido la cabeza.

Don Ambrosio quedó desconcertado, ¿qué había fallado? Su belleza física, su porte atlético, y su cultura siempre habían avalado las ignominiosas deshonras de las que solía presumir. Tal vez había ido muy deprisa en esta ocasión. Se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar, sintiendo el peso de cientos de ojos posados sobre él, viendo a la joven escapar entre los invitados, con la cabeza bien erguida.

“Demasiado carácter para una bonita cabeza... Pero todo tiene solución”, pensó calentado las palmas de las manos, frotando una con la otra. Un gesto truculento que no quedó en eso.

La fiesta concluía y los invitados se retiraban discretamente. Cuatro preguntas se formularon al mismo tiempo.

—¿Dónde está Pepitiña? Hace horas que no la veo por ningún sitio —se lamentaba su madre en el salón de té.

En el mismo instante, pero desde la sala de música, Alejo Pimentera formulaba una pregunta parecida.

—¿Dónde está mi maletín? —curioseaba bajo las sillas, desconcertado, con el chelo en la mano.

Un poco más lejos un mayordomo regañaba en voz alta a unos camareros contratados para la ocasión. Blandía el índice derecho con la habilidad de un maestro de esgrima.

—¿Quién ha entrado en los jardines, y ha dejado huellas de barro en las alfombras? ¡Todos a frotar! —exigió sin esperar respuesta.

Al mismo tiempo, el señor embajador, en el despacho privado, enarbolaba unas cejas muy pobladas :

—¿Quién ha curioseado mi colección de alfanjes? —protestó, notando que una de esas armas se exponía con una inquietante mella en el filo.

Cuatro preguntas, como decía, cuya única respuesta descansaba sobre don Ambrosio, que abandonaba la residencia portando el estuche del fagot, además del maletín de un chelo. El que su amigo Alejo Pimentera no encontraba. Y curiosamente, repasaba los zapatos en la alfombrilla de entrada, al salir…

Sí, así era mi abuelo, impetuoso y discreto en lo que quería. Cualidades que se repitieron en la generación siguiente.

(Continuará...)


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lunes, 8 de febrero de 2010

Aquel tranquilo hotel (un cuento de 5870 palabras, para los que quieran leer un poquito más)








“Cada uno arrastra sus propios fantasmas... ¿o somos nosotros quiénes estamos arrastrados por ellos?”


—Necesita mucho reposo, mucha paz  —sugirió el psicólogo.            

 Y Julen interpretó que debía eliminar al máximo todo tipo de emociones y estímulos. Era esencial para su adecuada recuperación; por eso se compró unas gafas de sol.

“Debe evitar los espacios cerrados y si es posible el contacto con las multitudes”, por eso Julen se tomó unas vacaciones pagadas por cortesía del museo de cera. ¡Y qué mejor manera de seguir el consejo médico que circulando a gran velocidad por las carreteras de la meseta española!

La soledad dorada entre campos de trigo, tan inmensos, parecía mecerlo al compás de las ondulaciones que la brisa provocaba en ese mar de espigas. Y él sintió algo de esa libertad que perseguía a ciento veinte kilómetros por hora en su "escarabajo" descapotable, era como si la madre naturaleza acariciara la cabeza, alborotando el cabello de su hijo Julen en un gesto de maternal aprobación.

Llevaba horas conduciendo, y apenas se había cruzado con alguien. Probablemente circulaba por la región más deshabitada de toda España... y le agradó.

—Pero hijo, ¿cómo se te ocurre hacer esa locura? ¿Cuándo sentarás la cabeza? —recriminaba su madre.

—Mamá, no soy un niño, tengo veinte y cuatro años y vivo por mi cuenta. Tengo derecho a vivir como mejor me parezca.

—No te das cuenta, pero es que todavía eres un niño.

—¡Por eso, mamá, me tienes que dejar vivir! Tardé en andar más que cualquier otro niño porque tú no querías que me hiciera daño...

—Cielito, deja que te aconseje. Escucha a tu mami que sabe más de la vida...

—¡No! Escúchame tú a mí, lo haré te parezca mal o bien... Tengo derecho a equivocarme.


Julen recordó el disgusto que provocó a su madre, siempre se afligía mucho si la contrariaba en lo más mínimo. Pero no era una madre de las que gritan y rompen platos, no; ella se retiraba en silencio a su habitación, y allí rasgaba el alma de su hijo con sus lágrimas. ¡Cuántas veces deseó encontrar una razón para odiarla! Nunca la encontró, Julen se culpaba por hacerla sufrir, se culpaba por rechazarla en cada asfixiante abrazo de una intimidad que necesitaba crecer hacia otros horizontes que los maternos.

Su padre no debió morirse tan joven. Sí, debió enfrentarse antes a su madre. Lo supo cuando cientos de anónimos girasoles parecían devolverle la sonrisa. Era una buena señal, pese a ser todavía muy reciente lo del museo.

—¡He conseguido un trabajo fabuloso! —dijo Julen a Sofía, su novia, con una sonrisa estirada desde el alma.

—¿Y qué opina tu madre? —se interesó ella.

Había trampa en sus palabras.

—Bueno, lo de siempre, ya sabes...

—¡Por Dios, Julen! —explotó Sofía volcando el café de la taza al levantarse—. ¡Otra vez tu madre!

—¿No quieres saber dónde y cuándo empiezo? —las arrugas de la frente suplicaban tregua a una larga batalla.

—¡Me tienes harta! —gritó llevándose las manos a la cabeza, sin darse cuenta que era el centro de todos las miradas del bar—. ¡Tu madre esto, tu madre lo otro! Te tiene controlado...

—Sofía, por favor, tranquilízate.

—¡No me da la gana! Mira, me caes bien, eres un buen chico, pero no soporto tener que rivalizar con su fantasma. ¿No la ves? ¡Está sentadita a tu lado... y eso que no la conozco!

—Ya hemos hablado que eso era lo mejor.

—Sí, pero  lo has decidido tú todo. Mira, creo que es mejor que no nos veamos en una temporada.

—¿Pero que dices? —exclamó atónito.

Sabía lo que eso significaba.

—Ya sabes dónde encontrarme... ¡Pero no vengas hasta que tu madre no viva contigo! —gritó dando un portazo, dejando con la respiración cortada a Julen, a los camareros y a más de uno que allí estaban.

—Empiezo esta noche —susurró Julen con ojos llorosos.

—Te invito a una cerveza —rompió el silencio un cuarentón con un palillo en la boca—. No la hagas caso, mi mujer también es así  y cuando se pone estupenda me meto aquí, y entre copa y copa, espero a que se le pase...

¡Maldita la hora en que la conoció! Julen no percibió la mala pasada que le hizo su corazón al enamorarse de una chica... como su madre.

Quizá la culpa no la tuviese él, ni ella, ni nadie. Tal vez la responsabilidad recaía sobre la naturaleza, sobre un mismo y común Universo, en el que los más pequeños quedan eclipsados ante los grandes; donde los débiles dejan devorar su libertad  para que los grandes, vacíos de esa cualidad, decidan por ellos.

—La sociedad es cruel, ¡injusta! –observó Julen reduciendo la velocidad a la máxima permitida.

Las charlas con su psiquiatra le habían proporcionado el material suficiente con el que reeducar su pensamiento, aprender a explorar la realidad de una manera positiva, para reintegrarse en ella de un modo no traumático.

No obstante, creyó sorprender los rasgos de Sofía, de su rostro engrandecido por el deseo, finos, translúcidos, como si la mujer que tanto amaba se hubiera maquillado de irrealidad y lo esperara al final de la carretera, en la línea inalcanzable del horizonte. Una lágrima rodó por su mejilla.

-¡Ve... vete! No necesitas recordarme cuánto te necesito.

Julen soltó una mano del volante y con ella trató de borrar la imagen que se superponía, como una transparencia, en su campo de visión.

El "escarabajo" se salió de su carril, invadiendo la calzada reservada para el sentido contrario. A pesar de que no venía nadie, Julen trató de corregir la dirección, con violencia, asustado por haber perdido el control.

Con el volantazo consiguió el efecto contrario al deseado, el coche derrapó y la inercia lo llevó hasta el arcén de su carril a 90 kilómetros por hora.

“Se acabó, es el fin”, pensó. Pero el coche se detuvo sin dificultad tras una larga frenada. Al mirar atrás descubrió las sinuosas marcas que habían dejado los neumáticos.

Estaba extenuado, parecía que los nervios jugaban a mover unos dedos agarrotados sobre un volante, sin su control. No debía conducir más. Si no encontraba algún hostal o albergue descansaría en una tienda de campaña que llevaba en el maletero.


—Tu labor es bastante simple —informaba el director de personal en las oficinas del museo—, estarás en la cabina de control velando por el perfecto funcionamiento de todos los sistemas de seguridad, y puntualmente, cada hora, realizarás una ronda de inspección por las distintas dependencias del museo.

—Perfecto, ¿y cuál será mi jornada de trabajo?

—Pues la que habíamos acordado por teléfono, por las noches. ¿Supone algún problema?

No habían acordado nada por teléfono, pero Julen no replicó por temor a que eso pudiera comprometer su puesto de trabajo.

—No, no; por supuesto. ¿Y cuántas horas?

—Ya sabes, las estipuladas según convenio: doce horas, con los descansos establecidos por la ley y todo lo demás...

Julen ya no escuchaba, la alegría de haber encontrado un trabajo compatible con sus estudios le había secuestrado de la realidad. Ese mismo día, pocas horas antes de estrenar el uniforme de vigilante había discutido con Sofía, desde entonces no volvió a verla.

Su primera noche conoció la lenta destilación del desamor, y allí, entre vampiros y hombres lobos, ofrendó por la magia de la alquimia emocional el mayor tributo de dolor... sus lágrimas.

Bastaron dos días para decidir que no deseaba convivir con su madre, que no la necesitaba.

Con el primer sueldo alquiló un pequeño apartamento en el barrio de Huertas, de Madrid, haciéndose hueco rápidamente en una comunidad cuyos miembros más sociables eran las cucarachas, las ratas y la humedad omnipresente, cuyo verdor renegrido se extendía por las paredes desde el primer piso hasta el tejado.

No importaba, era el principio, ya encontraría algo mejor, un lugar donde compartir tantos momentos de amor no entregados.

¡Dios, cuánto dolor y soledad! Julen aprendió a compartir el triunfo de su estrenada independencia con una mujer de cera que se desangraba en una cama.

Antes de que firmara el contrato de trabajo tuvo que someterse a numerosas pruebas psicológicas y psicotécnicas, ¡ay de él si lo vieran ahora, hablando con figuras de cera! ¡Cuánta tristeza perder el mundo por un sueño, una promesa de amor que hacía oídos sordos a sus ruegos!

—Sofía, mi amada Sofía —acariciaba con ternura a la mujer de cera, atusando su cabello postizo.

Su parecido con la auténtica Sofía era extraordinario, no en vano la había elegido como confidente.

—Yo pondré rayos de sol en tu mirada, se los robaré al día para despertar tus ojos del sueño que te aletarga… Sofía, mi amada Sofía, ¿por qué nunca respondes a mis llamadas? ¿Por qué tus labios amorosos nunca me han rozado, si tanto lo deseamos?

Una lágrima cayó en uno de los ojos de la mujer yacente. Y el brillo que adquirió el ojo animado por el dolor se trasladó al otro, parecía estar más viva que nunca, como si contuviese la respiración para no delatarse.

—Sin ti yo no existiría, eres la razón de mi existencia... ¡Dime que me amas! Di, mi amada Sofía, que volverás.

—Mi amado Julen, tú eres mi más obstinado y valiente pretendiente. Noche tras noche esperaba con impaciencia que regresaras a verme, para decirme cuánto me amas, que yo sea para ti el aliento que necesitas...

—... para respirar —completó el vigilante en un susurro, admirando la voluptuosa humedad de sus labios carmesí.

Se estremeció, gozoso, al sentir caliente y palpitante el cuerpo de la mujer que le miraba con ojos soñadores, que jadeaba de anhelo por el beso que nunca se dieron. Fascinado, se levantó de la cama, y la ofreció su mano, para que pudiera admirarla de pie, fuera de la horrible almohada ensangrentada.

—Si esto es un sueño, Sofía, no permitas que nunca despierte. Por que no soportaría perderte por segunda vez —observó Julen tomando sus manos entre las suyas, deseaba abrazarla, aunque temía que se partiera en sus brazos.

—No, mi amor, esto no es un sueño. ¿Acaso esto —posó un besito en sus labios— no es real? ¿Acaso mi aliento que te estremece es de mentira? —añadió en su oído con suavidad.

¡La tenía, estaba con ella! No quiso plantearse cómo era posible, ¿qué importancia tenía si a partir de ese instante la vería toda las noches?

Julen se había distraído en el coche, recordando. Una mano todavía permanecía en el volante tras el repentino frenazo. No tenía intención de hacer nada. Su psiquiatra, el de la empresa, había insistido en la idea de no reprimir los recuerdos por ingratos que éstos fueran. Era bueno recordar.

El “cri-cri” de los grillos suavizó la vuelta a la realidad, con una canción que Julen  consideró de amor. Se hallaba plenamente recuperado del susto anterior, y decidió andar unos kilómetros más por si encontraba un hotel de carretera. Creyó recordar una señal de un área de reposo.

El sol se guarecía por la línea de un horizonte raso y sin mácula, casi con desgana, en un estallido de violetas y rosados como si tratara de conmover al firmamento para permanecer un ratito más.

Con esa luz especial que un día quiso para unos ojos que nunca debieron ver, percibió una vivienda en un camino lateral de la carretera, no muy lejana a ésta. Podría tratarse de un hotel, aunque no estaba seguro: muchas de esas casas eran en realidad construcciones muy rudimentarias de piedra, en las que se guardaban los aperos agrícolas y los jornaleros descansaban a la sombra de las horas más duras de sol. Se dirigió hacia allá.

No tenía ningún rótulo de neón, sólo una triste bombilla alumbraba débilmente la fachada y un descolorido cartel, que en tiempos mejores debió poner “Hotel”, a secas. Sin nombre ni categoría.

Esa bombilla despertó el recuerdo de otra...

—Ven, busquemos un lugar más bello –sugirió Julen, cansado de la almohada ensangrentada de Sofía.

—Por allí creo que hay un paraje tropical, a no ser que te molesten los bichos —sugirió Sofía.

—¡Qué va! —rió ante la idea de que un gorila de cera pudiera importunarlos.

La incertidumbre nubló por unos segundos su rostro. ¿Qué impedía esa posibilidad, si “La mujer desangrada” le tomaba una mano y le sonreía?

—¿Estás bien? Te veo con mala cara, menos mal que tenemos médico en la sala.

“¡¿Médico?!”

—Mira aquí está –presentó Sofía.

La molesta luz de una bombillita le irritó los ojos, procedía de la arrugada frente de un anciano con bata blanca. ¡Le conocía!, pero no lograba recordar con exactitud por qué razón. Sentía la desagradable presencia de su familiaridad, insultante por su prepotencia.

—Sus pupilas reaccionan correctamente a la luz, pero aún es pronto para aventurar un diagnóstico. Lo más sensato es que vaya por mis cosas.

Su sonrisa fue terrible.

Julen lo siguió con la vista. Cuando el doctor se detuvo en sus dependencias, los ojos del vigilante tropezaron con el cartel ensangrentado del “Trepanador”, en su habitáculo se veía la figura de un señor atado a una silla con el cerebro a la vista.

—¡Por favor, doctor! ¿Cuándo va a terminar mi operación? —suplicó el paciente, quizás sin saber que por su condición jamás llegaría a peinarse el pelo como todos los demás.

—¡Qué te calles, pesado, siempre estás igual! —regañó tomando una sierra descomunal que exhibía junto con otras de menor tamaño en una pared—. ¡Tengo un importante caso de palidez facial!

Julen se quedó paralizado por el horror.

—¡No se acerque a mí con eso! —profirió el vigilante señalando la sierra.

Ciertamente su aspecto imponía, entre sus dientes parecían quedar atrapadas astillas blancas de hueso, y el filo estaba recubierto por un fluido oscuro, como de sangre coagulada, que ocultaba el óxido que recubría el resto de la sierra.

—¡Oh, vamos! No sea niño, que no duele —recriminó el anciano palpando el cráneo con las manos—. Todos nos asustamos la primera vez un poco, pero luego nada, ¿verdad?

Había dirigido la pregunta al desdichado que tenía el cerebro a la vista.

—Cierto, no duele —respondió desde una silla, de esas de mimbre sin brazos. Estaba atado de pies y manos a ella.

Si tuvo una posibilidad de recobrar la coloración de su rostro, desde aquel momento la perdió. Se desembarazó del viejo doctor con un grito de terror tan intenso que apenas se le escapó sonido alguno de sus labios.

—¡Pero si me necesitas! Seguro que tu cerebro es está quedando sin sangre —protestó el anciano.

Julen fue retrocediendo hasta que su espalda encontró el tope de un obstáculo aterciopelado, como el de unas cortinas. Había llegado hasta otro departamento atravesando el pasillo de espaldas, cuando se volvió se encontró con una sonrisa sanguinolenta, de colmillos lujuriosos.

—¡Bienvenido al club, muchacho! —saludo un majestuoso y fornido vampiro de ojos agrietados, izándolo como un pelele por el aire hasta el interior de su habitáculo.

—Lo estáis asustando —rió Sofía.

—¡Oh, no es nuestra intención! –exclamó, el vampiro hurgando entre sus colmillos con un palillo, tratando de imprimir un gusto aristocrático con el meñique levantado—. ¡Tienes que sobreponerte, muchacho! Te invito a un trago.

—Gracias... gracias —Julen respondió taciturno ante la hospitalidad del vampiro.

El anfitrión abrió un ataúd que se mantenía de pie y de frente a los visitantes. En su interior, oculto de miradas indiscretas había un completo minibar, sin espejo, desde luego, y en la que los estantes atravesaban el ancho, unos encima de otros. Estaba repleto de botellas de cristal elegantemente talladas.

El vampiro pareció vacilar unos instantes en su elección.

—¡Ésta! El 1812 fue una cosecha excelente —añadió vertiendo un líquido viscoso y parduzco en unas copas.

Julen tomó la suya, y torció los labios en un gesto de repulsión al observar el “trago”.

—No te preocupes por el color, es sangre auténtica... ¡Sin conservantes ni colorantes! Apenas se aprecia el sabor de los anticoagulantes. Sí, está algo fermentada… Los años no pasan en balde —sonrió amistosamente el vampiro—. Te vendrá bien, ya verás como recuperas las ganas de vivir.

La copa ofrecía una superficie grumosa en la que lentamente eclosionaban unas burbujas de aire que se habían formado al escanciarse en la copa.

Julen miró al vampiro, sintiendo que en sus pulmones no entraba aire, como si un invisible torturador se deleitara dando una vuelta más a la rueda que accionaba el cierre de un corsé metálico en sus costillas. Trató de reunir el valor para excusarse, para retirarse sin ofender su cortesía.

—¡Vente para acá, colega, que ese es un finolis! —bramó el hombre-lobo entre colmillos e incisivos desgarradores, arrebatando al vigilante del vampiro.

Eran vecinos de la galería del terror, en el departamento de clásicos.

—¡Ah! —Julen por fin dio vida al pánico que experimentaba, protegiéndose con los brazos.

—¡Venga ya! —protestó con su voz ronca de animal—. No voy a cometer la imprudencia de devorar a un amigo —guiñó un ojo a Julen—. La última vez que devoré a uno luego me aburrí mucho.

Sus ojos de animal salvaje parecían burlarse de él.

—Vamos chaval, acicálate un poco que te veo muy alicaído —palmeó el hombre-lobo en la espalda midiendo sus fuerzas para no derribarle— ¡La vida nos espera ahí fuera, demuestra el animal que llevas dentro! ¡Corramos por los tejados, sonrojemos a la luna con aullidos de amor! Hagamos el payaso, ¿qué más da? Besa a esa chica que te gusta, ¡tócala el culo!

Julen sentía su corazón a punto de reventar en su pecho, incapaz de comprender la tragedia que su sensibilidad no digería.

—¡Y muerde! —chasqueó varias veces sus dientes para reforzar su consejo.

—No... él aquí con nosotros... Fuera, hombres malos —aclaró un "Frankenstein" de dos metro y medio cerrando una mano, como un grillete, en el brazo de Julen.

—Le estáis asustando —reiteró divertida Sofía.

La lucidez mental se disipó por completo, sintió haber rebasado todos los límites de horror conocidos, perdiendo la capacidad de reacción. Su cuerpo se movió dirigido por una voluntad inconsciente de no querer comprender.

—¡No! ¡No! –Julen trató de zafarse de la mano gigantesca que lo retenía contra su voluntad, que lo sujetaba como un muñeco.

Desenfundó su arma reglamentaria y vació el cargador en la enorme cabezota del monstruo. La sorpresa y horror se reflejaron ahora en los ojos de todos ellos, como si hubiera presenciado el más repugnante acto de trasgresión de las reglas. Julen sintió que el gigante aflojaba los dedos y que su brazo recuperaba la circulación. Tironeó y al fin recobró la libertad que su locura demandaba.

—Cabeza... me duele –dijo "Frankenstein" con torpeza, llevándose las manos a la cabeza.

Los impactos de bala, a distancia tan corta, le había despedazado la mitad de la cabeza, desmigando los restos de cera por el suelo. Mantenía intacto un ojo y la nariz, el resto había desaparecido.

Las alarmas del museo saltaron como consecuencia de los disparos, Julen aprovechó la estupefacción general de los monstruos para recargar el arma. No tenía intención de dañar a nadie, pero dispararía nuevamente para defenderse.

—¡Biennnn! —susurró el hombre-lobo con el brillo de una luna salvaje en los ojos.

—¡No te acerques! —advirtió Julen con el arma.

—¡Bffff, no podrás con todos! —bufó el vampiro enseñando sus colmillos.

—Dejádmelo a mí –reclamó el hombre-lobo con naturalidad —. ¡Yo soy su amigo! Yo le haré entrar en razón.

—¡No te acerques! —gritó Julen sintiendo la culata del revólver húmeda por el sudor.

—Julen, ¿realmente quieres ser devorado? —preguntó el hombre-lobo.

—¿O vampirizado? –añadió el vampiro levantando su copa.

—¿O ser un descerebrado? —el viejo doctor se unió a la conspiración.

—O ser como yo,…retales de otros –aclaró un "Frankenstein" desfigurado.

—O como yo, durmiendo eternamente en una cama que nunca aceptará como suficiente la sangre que puedas dar, soñando realidades imposibles que ni todo el dolor del que eres capaz de soportar hará que se cumplan —concluyó Sofía con tristeza.

De pronto, en un estruendo se hizo la luz, y dentro del marco luminoso que dejaron las puertas al ser abiertas, se recortaron las figuras de dos agentes de policía.

—¡Tire el arma! —advirtió uno de ellos.

—¡Me atacarán! —replicó Julen manteniendo el arma entre él y el peligro acechante de los monstruos—. ¡Ayudadme, por favor! –Gritó en un quiebro de voz, sin perder de vista a las figuras de cera que lo rodeaban, de manera estática.

—Está bien, chico. No pasa nada –añadió uno acercándose hasta el vigilante.

—¿Quiénes te atacarán? —inquirió el otro.

—¡Ellos! ¿No los veis? —Julen volvió el rostro a sus agresores, pero sólo halló cinco figuras de cera fuera de su lugar de exposición.

—No... no lo entiendo.

Dejó caer el revólver al suelo.

—¿”Ellos” son las figuras, chico?

—Sí, me querían atacar. Ya sé que parece una locura, pero es la verdad —Julen trató de justificarse—. No sé que decir... No… no lo en… no lo en… no lo en… entiendo.

Alrededor de la bombilla chisporroteaban una multitud de insectos, las estrellas de la noche brillaban demasiado alto para que alguno de ellos deseara acercase a su calor. Julen se había quedado ensimismado mirando la bombilla, se preguntó si los mosquitos sentirían algo parecido cuando la mirasen fijamente.

Se hallaba en la entrada de un hotel, aunque por su aspecto parecía estar abandonado. Si el interior estaba tan descuidado y sucio como lo estaba el exterior se plantearía que dormir en la tienda de campaña sería una alternativa más que aceptable.

-¿Hay… hay alguien en ca…casa? —tartamudeó Julen antes de decidirse a entrar.

El tartamudeo lo conservó desde el día del incidente, el mismo en que causó baja por incapacidad laboral transitoria, según informes psiquiátricos de la propia empresa. Ni siquiera pudo dominar su lengua cuando, una vez más, trató de ver a su novia.

—So…so…soy yo, Sofía, Julen.

—Déjate de chorradas que no estoy de humor.

—He te…tenido problemas, esto…toy de baja —explicó Julen tratando de discriminar algunos sonidos que captaba del auricular— ¿Estás sola?

—¿Y a ti que te importa? Estoy haciendo una fiesta con unos amigos.

—Te echo…cho ta…ta…tanto de menos. Por favor, vu…vu… vuelve co…conmigo. ¡Sé que me amas! To…todavía.

—¡Ja, ja, ja! —rió Sofía nerviosamente.

—¿Qué…qué…qué pu…puedo hacer para que me pe…pe…perdones?

—Nada, es un pesado que conocí hace un tiempo.

—¿Có… cómo?

—Mira tío, nos estás cortando el rollo, ya sabes ¿no? ¡Deja de molestar, capullo! —gritó un desconocido por el auricular cortando la comunicación.

¡Dios, que cruel es la traición! Tardó unos minutos en asimilar la noticia, después colgó el teléfono. Sofía, su amada Sofía, entregaba su amor a otro, despreciando el collar de estrellas engarzadas una a una en sus noches de soledad; repudiandole, a él, que había prometido poner rayos de sol en su mirar, que había jurado no despertar de un sueño de felicidad compartida aunque su realidad fuese de soledad y sacrificio...

Julen sintió un desagradable pinzamiento en su mejilla izquierda, dos huesudos dedos eran la causa.

—¡Oh, qué hombre más simpático! —pronunció una enjuta anciana, doblada por el peso de los años, meneándole el moflete.

—¿Pe… pe… pero que hace, se…señora? —protestó Julen ante las libertades que se tomaba la anciana.

Sintió pavor mirar esos ojitos brillantes, acolchados en unas ojeras tan oscuras que no podía tratarse más que de maquillaje, que la anciana, en su senectud, se había pintado exageradamente mal. Le soltó la mejilla, pero no dejó de radiografiar su alma con su impertinente mirada.

—¿Viene a comer, cenar, dormir, quedarse unos días? —Acribilló la vieja sin pestañear.

—Bueno, yo... en realidad... —contestó con el moflete enrojecido.

—¡Oh, pero que hombre más simpático! —exclamó la vieja volviendo a menearle la cara por el moflete acalorado.

—Se...se… ¡Señora!

—¿Tiene equipaje? ¿Muy pesado? ¿Viaja sin destino? ¿Huye de alguien? ¿Un viejo amor? —indagó la vieja con dulzura sólo en la última pregunta.

Aturdido, Julen contestó que sí a la primera pregunta, sin ser consciente que en realidad había respondido a todas con el mismo y único monosílabo. En ese mismo instante decidió que buscaría alojamiento en otro hotel de carretera. Y a pesar de que trató de evitar que la anciana cargara con sus cosas, al final se vio en el interior de ese hotel.

—Permítame que lo acompañe hasta su habitación.

—Gracias —respondió Julen subiendo las escaleras detrás de la señora. Ahora era él quien cargaba con sus cosas, le hacía sentirse mejor.

La viejecita abrió una puerta y accedió a una estancia grande y mal iluminada. Allí, entre paredes sucias y telas de araña, ella le miró fijamente, como si deseara un beso de buenas noches.

—¿Qué? —preguntó Julen incomodado por la mirada.

—¡Oh, qué hombre más simpático! —exclamó agitando de nuevo un moflete.

—¡Cómo no deje de tocarme, pronto me volveré muy desagradable! ¡Se lo advierto! —gritó Julen dejando caer sus cosas al suelo.

—¿Sabe que no tartamudea? —observó la anciana con la inocencia de un niño.

—¡Sí, sí ta…ta…ta…tar…tamudeo!

—Bueno, qué le parece la suite presidencial. Le han cambiado el heno esta misma mañana.

—Bien, bien, gracias.

“¿Heno? ¿Qué hará esta gente con el heno?”

—Bueno, pues si no desea nada más me voy.

—No, espere. ¿Es tranqui…tranqui…quilo el lugar?

—Tranquilísimo.

—Mi doctor me ha recetado mu… mu… mu… mucha tranqui… tranqui…li…lidad, ¿entiende?

—Claro, claro, ya no se vende en farmacias.

“Está como una cabra. Mañana me marcho temprano”.

En cuanto la señora abandonó la habitación, Julen atrancó la puerta con una silla en el picaporte; tras cerciorarse, con una oreja pegada a la pared, que se alejaba.

Ciertamente el lugar era silencioso y tranquilo. Se tumbó en la cama, oliendo con escrupulosidad las sábanas.

“Sofía”, sólo tenía pensamientos para ella.

—Sofía —acarició lentamente la sábana bajera, casi con voluptuosidad— si supieras cuánto te amo, lo enfermo que estoy sin tu amor. Cada día me obligo mil veces a olvidarte, y sólo consigo recordar que no vivo, de que cada día muero un poquito más sin ti…

Sintió deseo de llamarla, tenía un teléfono móvil siempre a mano, por si ella deseaba hablar con él. Últimamente no soportaba la tentación de marcar los nueve dígitos hilvanados con suspiros, grabados en sus yemas por un fuego que emergía del pecho; por eso la llamaba cuando estaba seguro de que nadie respondería, para hablar con su contestador telefónico...

“Sofía, escúchame, quiero que sepas que daré hasta la última gota de mi sangre si es mi olvido lo que deseas. Quizás así pueda alcanzar mi parcela de cielo y encontrarme allí a la Sofía que un día conocí; aunque sea sólo por unos segundos y luego arda en los infiernos para siempre.”

“Sofía, ¡estoy sufriendo tanto! Estoy tan solo sin ti, que el universo entero me acusa de mi imperfección… ¿Cuándo vendrás a completarme? ¡Gritaremos a los vientos que es mentira, que nuestro amor no nos hace invulnerables, pero que rozamos los cielos por las alas que nos faltan!”

“Mi tormento es mirarte, descubrirte en cada lugar... Por más que huyo de ti, de tu recuerdo, tu imagen me persigue, me sonríe y yo... deseo no sentir, sólo morir en las lágrimas que tu ausencia me provoca. Sólo acabar con este sufrimiento que me persigue hasta en sueños”.

“Por favor, Sofía, si tienes un mínimo de caridad... ¡cambia de número de teléfono! Te suplico que me ayudes a acabar con esto!”

No, hoy no llamaría; postergó su deseo hasta el día siguiente, ahora trataría de descansar. Se metió en la cama.

“Cada día la he dejado un mensaje, ¿echará de menos el de hoy?”

Se acurrucó bajo las mantas, buscando el calor que no hallaba en su corazón.

—¡Ay! —se quejó una voz cuando acolchaba la almohada para dormir mejor.

Julen brincó en la cama, el interruptor de la luz estaba a unos tres o cuatro metros.

—¿Qui…qui…quien está ahí?

La habitación no tenía ventanas, y el interruptor estaba al otro lado de la puerta. Sin luz era imposible ver nada. Se precipitó hacia la débil rendija de luz bajo la puerta del dormitorio, pero un bulto lo derribó aparatosamente. ¡Maldita mochila! Nunca se acordaba de ella. Se levantó y al fin llegó al interruptor.

¡Clic!

—¡Aaaaah!

Julen retrocedió horrorizado ante “eso” que tenía en la cama.

—¿Ya has acabado? ¿Crees que podremos dormir sin más escándalos o apaleamientos? —regañó la almohada.

Tenía forma de mujer, y su rostro era el de Sofía.

—¡Tú no debes estar aquí! ¡Tú no quieres estar aquí! —negó cerrando los ojos.

Cuando los abrió lo que quedaba de Sofía en la almohada era únicamente su rostro.

—¿Te parece bonito lo que está haciendo?

—¡Vete o te degüello! —amenazó Julen— ¡Tú no me amas! –añadió cerrando los ojos.

Cuando los abrió descubrió una realidad restaurada, y transcurrido un tiempo prudencial, decidió volver a acostarse. Pero renunció a la almohada por temor a que volviera a animarse.

Cubierto por la sábana y arropado de luz eléctrica para exorcizar los fantasmas, Julen se adormeció. Tenía por costumbre frotar una mano contra la sábana, para favorecer la llegada del sueño. Costumbre que sólo afloraba cuando no podía dormir.

Estaba en el primer sueño, y su mano permanecía quieta. Sin embargo, seguía sintiendo el movimiento suave de la sábana, como la caricia tierna de una mujer enamorada.

Julen abrió los ojos. Tardó un poco en interpretar lo que vio.

—¡Ah!

La sábana que lo cubría se había transformado en el delgado cuerpo de un fantasma que se deleitaba en caricias.

—¡No es posible! –gritó Julen reculando en el suelo hacia la puerta.

El fantasma tenía los rasgos de aquella que laceraba con su recuerdo el corazón.

—¿Me deseas, pimpollo? Ven aquí, que me tienes empapada.

—No. ¡No!

Le aterraba la idea de un encuentro amoroso con eso que se parecía a Sofía.

—Ven, que no tenga que ir a por ti —amenazó dulcemente, adquiriendo formas y volúmenes exageradamente grandes, más de lo que sería normal en una mujer.

¡Dios, era acosado sexualmente por un fantasma-sábana!

—¡Mi último amante no me duró nada, que en paz descanse! Yo necesito hombres como tú, cariñosos y salvajes —advirtió girando su etérea cadera en círculos.

—¡No, no! —repitió Julen revolviendo desesperadamente en su mochila.

¡Al fin lo encontró! La botella de camping-gas, una vez encendida, podría ser una excelente medida disuasoria contra fantasmas recalcitrantes.

—Quieres guerra, ¿eh, tigre? Muy bien, jugaremos a la “insaciable violadora del más allá y el pimpollo llorica” —rió Sofía.

Julen buscó desesperadamente las piedras de pedernal que guardaba en la mochila, que utilizaba para encender el gas.

“¿Piedras de pedernal?”

—¡Yo no uso piedras de pedernal! –protestó Julen revolviéndose en la cama empapada por el sudor.

Todavía no se había despertado.

—¡Ja, ja, ja! —rió Sofía bajándole los calzones.

Julen quedó inmovilizado con el culo al aire.

—¡Piedad! ¡Déjame en paz! —suplicó Julen.

Una punta de la sábana se enrolló velozmente sobre sí misma, convirtiéndose en un efectivo látigo castigador de culos.

—¿Con que yo soy la responsable de tu dolor, eh? ¡Ahora verás de lo que soy verdaderamente culpable! —exclamó agitando la fusta ominosamente.

Al primer impacto Julen despertó, pero el tormento de su trasero azotado no desapareció.

—¡No vale escaparse de los sueños, mon amour! —ronroneó Sofía sujetándole poderosamente contra la cama.

—¿Pero qué te he hecho yo? —imploró Julen.

—¿Que qué es lo que has hecho? ¡Querrás decir qué es lo que “no” has hecho! –dijo Sofía adoptando su voz.

—Por favor, déjame en paz.

—¡Déjame en paz a mí primero! —replicó con una voz que no le era propia—. Primero me acusas de cosas terribles, luego me encadenas a su imagen, ensuciando su nombre y finalmente te regodeas... ¡conque te deje en paz! ¡Iluso! Nunca podrás escapar de mí; disparas a figuras de cera, amenazas a sábanas y almohadas, ¡estás destruyendo cada intento de recobrar la cordura! Mientras no sepas lo que es real, no podrás escapar de mi ira. Te perseguiré día tras día para recordarte que no fui yo el culpable de tu dolor... ¡sino tú!

—Está bien, comprendo —reveló Julen—. No deseo ser más la víctima de nadie, ni siquiera de mí mismo.

Sintió de pronto que sus músculos se relajaban, y que adquiría la libertad de moverse. Cuando se volvió, no encontró a nadie, sólo una sábana empapada en sudor cubría su espalda.

Sintió paz, tanta que pudo pronunciar un nombre de mujer en alto,  temido y amado, sin arrastrase por infiernos lacerantes de odio, celos, tristeza y amarguras.

—Sofía, no me puedes oír pero mi voz ya no flaquea. Hoy por fin, en este tranquilo hotel, he descubierto la luz, he dado paz a mi espíritu. Buenas noches, y ésta será la despedida definitiva, una etapa de mi vida murió contigo, y con el recuerdo purificado inicio otra; pero es ahí donde debes estar, en el recuerdo.

Y durmió, y por primera vez, en mucho tiempo descansó verdaderamente, tanto que cuanto se despertó al día siguiente se halló radiante y lleno de una dicha que necesitaba compartir. La siniestra señora de las grandes ojeras sería la beneficiaria de su alegría, le pagaría el doble o el triple de lo que habían acordado por la habitación.

Una vez vestido, más tranquilo, reparó en que la habitación de hotel, en la que había pasado la noche, no seguía ciertas reglas lógicas para obtener dicha categoría: excepto la bombilla, el colchón y la almohada, todo lo demás tenía aspecto de cobertizo... ¡Si hasta estaba lleno de fardos de heno a un lado!

—¡Señora! —llamó bajando las escaleras.

La planta de abajo tampoco tenía aspecto de hotel, parecía una vieja casa de campo abandonada, quizás resucitada en cada verano si la cosecha era buena... Julen comprendió que había sido víctima de sus propias alucinaciones.

El día se descubría radiante al otro lado de la puerta, lleno de una luz bienhechora que incitaba a ser respirada por cada poro de su piel.

Dejó la mochila en el interior del "escarabajo"... ¡Qué lejos parecían estar sus fantasmas!

Julen no los vio porque se hallaba enfrascado en la lectura de un mapa de carreteras, pero en las ventanas de la vieja casa se despedían, con aire compungido, un anciano vestido de blanco con una bombillita en la frente y un elegante vampiro moviendo tristemente las manos. En la puerta, un "Frankenstein"desfigurado se enjugaba con la mano el único ojo que le quedaba, y abrazado a él lloraba desconsolada una pálida Sofía. El hombre-lobo era consolado por una sábana, mientras que una almohada gimoteaba en los brazos de una ojerosa anciana.

De pronto su teléfono móvil sonó, todos contuvieron la respiración.

—¡Sofía! ¿Eres tú? ¡No, no me molesta que me llames! Mira, prefiero que no me cuentes lo que has hecho ... ¿Qué si todavía te quiero?

Los monstruos permanecían quietos, como si la vida dependiera de la  inmovilidad.

—¡...Pues claro que sí!

Todos palmearon a la vez como jugadores de baloncesto ante el lanzamiento de tres puntos que, en el último segundo, les daba la victoria.

—Aunque tengo algunas dudas, Sofía, que es mejor aclarar —explicó Julen girando la llave de contacto del motor.

"Franki" silbó a sus compañeros, haciendo gestos con el brazo señalaba nerviosamente hacia el "escarabajo".
Cuando el coche inició el regreso a Madrid, a los orígenes, cargaba con ocho apelotonados y sonrientes fantasmas.





- FIN -



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