Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


domingo, 18 de diciembre de 2011

Un deseo "genial" (un relato de 3.238 palabras)



Las voces destempladas de un español despechado son reconocibles en cualquier parte del mundo, incluso en medio del bullicio de un mercadillo árabe que se desmantela rápidamente.

—¿Cómo que no tengo trabajo?—Gritó Antonio mirando el auricular con incredulidad—. ¿Me puedes decir, entonces, qué coño hago en Alejandría?

Sujetaba uno de esos teléfonos que se pueden ver en las películas de los años ochenta, pero no estaba en una cabina, aunque el espacio que delimitaba un rótulo con caracteres musulmanes afirmara lo contrario. Eso sí, en el cartel acompañaba un logotipo muy sencillo de un teléfono moderno.

—Te doy una pista —añadió Antonio más tranquilo—, tiene que ver con subirse a una escalera para colgar cortinas, muchas cortinas.

—Siempre tienes una respuesta oportuna, ¿verdad? —Replicó Isabel—. Pero yo hace mucho que he dejado de creer en tus genialidades… Puede que estés allí, como dices, pero eso no cambia nada: trabajas un día, descansas veinte. Yo necesito sentir que tengo un hombre que se preocupa por mí y por mis hijos… todos los días.

—Y me preocupo.

—No, tú sólo te preocupas por ti mismo, por tus proyectos…

—No podemos sacrificar nuestros sueños, Isabel. No deberíamos envejecer sintiendo que no hemos hecho nada, que no queda más que el recuerdo desaborido de muchas tardes frente al televisor.

—Nadie te ha apoyado tanto como yo… para que pudieras realizarte… Pero estoy harta de estar sola, harta de no poder comprarme unos zapatos… ¡Harta de pedir dinero prestado a mis padres!

Una grabación, primero en árabe y después en inglés, advertía sólo a Antonio que, de no introducir más monedas, la comunicación se suspendería en unos pocos segundos.

—¡No será necesario! No digo que vuelva rico, pero sí con un montón de pasta —dijo Antonio rebuscando una moneda en el bolsillo—. Y te compraré no un par, sino dos pares de zapatos… ¡Tres si quieres!

La moneda pareció encasquillarse entre los tacos y tornillos que solía llevar en los bolsillos del pantalón.

—No quiero sobornos para que todo siga igual…

—No te estoy comprando, sólo te estoy diciendo que te quiero.

La mano derecha de Antonio estaba blanca por la presión que las estrecheces de un pantalón ajustado provocaban, pero tras forcejear con insistencia la sacó con una moneda entre los dedos.

—Entonces me quieres muy poco, Antonio…

El teléfono emitió unos pitidos intermitentes, que Isabel no oyó a pesar del silencio que guardó deliberadamente. Pretendía dar profundidad a sus palabras, y, al mismo tiempo, ofrecer una oportunidad, tal vez la última, de una réplica que nunca llegó. La moneda no encajó bien en la ranura y salió rebotada hacia la acera, hacia el interior de una alcantarilla.

— ¡Nooo! —gritó Antonio.

La moneda cayó hacia un fondo oscuro, entre los barrotes de la boca del sumidero, girando sobre sí misma, reflejando los rayos de una luna llena inmensa en un cielo oscuro y estrellado.

A miles de kilómetros de esa calle del centro de Alejandría, ignorante de lo que se desarrollaba en el delta del Nilo, Isabel suspiró; terminó por colgar el auricular que parecía quemarle en las manos. Casi al mismo tiempo, Antonio dejó el teléfono en su lugar. El “click” que escuchó resultaba un sonido demasiado insignificante en comparación a lo que el maldito teléfono había sentenciado.

Sintió un escozor en los ojos… que poco tenía que ver con la arenisca que los vientos del sur traían del desierto; y una presión en la laringe, como si los músculos internos del cuello decidieran estrangular, por su cuenta y riesgo, todo deseo de vivir. Se olvidó de respirar, y, consciente de que las rodillas no le sostendría por más tiempo, se dejó caer hacia el suelo, apoyado contra la pared, para que el rozamiento frenara la brusquedad de la caída.

Una paradoja atormentaba el cerebro torturado de Antonio: regresaría a España con dinero, con el suficiente para superar los problemas que atravesaba su matrimonio, pero no retuvo ni una moneda en la mano que le permitiera abrir el corazón de su esposa.

—Maldita moneda… —protestó, como si creyera que unos pocos gramos de metal eran los responsables del fracaso de su matrimonio.

Experimentó el deseo de recuperarla, no por lo que pudiera comprar, ni por tratar de realizar algún trabajo de magia negra con ella, que negó con un movimiento brusco de la cabeza; ni siquiera para llevarla a una fragua y fundirla, y así evitar la mala suerte a otros pobres hombres: Antonio quiso rescatar la moneda, porque representaba metafóricamente la llave que abría o cerraba la felicidad con Isabel. Entonces acercó la mano hacia el sumidero.

Paseó la mirada por el interior de la alcantarilla, y contra todo pronóstico, descubrió un fulgor metálico en el fondo. Sólo tenía que superar el obstáculo de la rejilla, para introducir el brazo y recuperar lo que legítimamente le pertenecía… aunque hubiera salido despedido de su mano.

Separó los barrotes de su emplazamiento y hundió la mano en un fango en el que se descomponía papeles de publicidad junto con otros desechos urbanos. Tanteó sin éxito el fondo con la punta de los dedos, sintiendo cosas viscosas que se movían… “¡Buf, aguanta macho!”, se dijo mientras retiraba la mano para reubicar el brillo y acotar la zona de búsqueda.

Tras varias tentativas finalmente los dedos tropezaron con algo duro y pulido. “¡Ya está, que difícil ha sido cogerte!”. Pero enseguida se percató que lo había encontrado en la alcantarilla no podía ser una moneda… era un objeto mucho más grande, y estaba prácticamente enterrado en ese fango. Antonio olvidó la moneda por un momento, necesitaba alimentar la curiosidad para no sentir otras emociones deprimentes.

Extrajo una pequeña lámpara de aceite, era un hecho extraño pero razonable, debido a que ese tipo de lámparas todavía se seguían vendiendo en los mercadillos. La que tenía en las manos podría haberse caído en una de esas desbandadas que se repetía día tras día, cuando los mercaderes recogen el género sin cuidado pero con celeridad; demostrando a los occidentales, y al mundo entero en general, su merecida fama de aparecer y desaparecer de la nada.

La lámpara estaba sucia, y limpiarla resultó un gesto mecánico. “Sólo faltaría que tuviera un genio”, pensó Antonio mientras frotaba el cobre viejo de las superficies redondeadas.

Se dirigió hacia el hotel, para cuando llegó a su habitación la lámpara se presentaba sin mácula. Por más que había frotado, primero en una dirección, luego en otra, en círculos, en intervalos de dos o tres pasadas cortas, largas, mixtas… no consiguió nada extraordinario. No surgieron tormentas eléctricas a su alrededor, ni cortinas de humo que anunciaran la aparición espontánea de un genio.

“Si en esta lámpara hubo una vez un genio, se ha mudado a otra mayor hace mucho tiempo… o con mejores prestaciones”. Antonio se rió ante su ocurrencia.

—Hay un gran desconocimiento sobre los genios… ¡Tal vez sean como los cangrejos ermitaños!

Sólo entonces se le ocurrió mirar en su interior: estaba lleno de tierra, arena prensada con diferentes desechos de origen industrial. “Si se me apareciera el genio, con toda probabilidad me concedería tres deseos”, reflexionó Antonio con los ojos vidriosos, mientras introducía un bolígrafo en la lámpara. “Aunque fuera un genio poco tradicional y sólo me concediera uno ya sería bastante”, consideró mientras removía el bolígrafo para aflojar los sedimentos. Se limpió un ojo, que amenazaba con manchar de tristeza su rostro.

¿Quién no se ha planteado alguna vez esa hipotética situación? A lo largo de la vida de cualquier persona se podría observar una evolución de las respuestas, que todas se asimilan sorprendentemente a unas pocas.

Los niños hubieran respondido según sus necesidades más inmediatas, pero de un modo exagerado: una piscina de caramelos, árboles en los que en lugar de hojas crecieran billetes, tener unas botas mágicas que siempre marcaran gol…

Con los adolescentes la cosa cambia: desean ese atractivo insoportable para el sexo contrario, que con su sola presencia tuviera el poder para desquiciar el pensamiento; o el desarrollo portentoso de algunas capacidades, físicas o mentales, en función de las aptitudes del afortunado en cuestión.

Pero cuando se es adulto las necesidades son otras. Y aunque es muy grato una vida colmada de amor y sexo, con eso no bastaría para pagar la hipoteca, o las pensiones alimenticias de los sucesivos niños que el amor obsequiaría con cada nuevo matrimonio. Un adulto no desea amor eterno o súper poderes como un adolescente, y mucho menos tomar un baño de espaguetis con tomate. Un adulto necesita estabilidad, y el único modo que Antonio conocía para obtenerla era a través del dinero, de inmensas cantidades de dinero.

“Pero incluso pidiendo un millón de euros, o cien, da igual, siempre podrían perderse”.

Es cierto, cuántos casos se han conocido de personas normales, más o menos cultivadas, que tras ser agraciados con un premio extraordinario han visto perder sus vidas, sin saber cómo remediar la soledad y la envidia que tanto dinero provoca. “Y si sólo fuera eso —pensó Antonio—, se pierden valores como los del trabajo y el esfuerzo…”, y descubren, tras muchos desengaños, que no encontrarán la felicidad bajo sábanas de seda, “ni en el fondo de una botella”, concluyó Antonio.

¿Cómo evitar esta situación? ¿Cuál sería la mejor solución? “Genio, mi deseo es que me concedas infinitos deseos”, concluyó Antonio, preparándose por adelantado a una situación que su parte irracional se esforzaba en recrear. Al menos dispondría de un guardaespaldas mágico de por vida, soluciones a la carta las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.

“¿De verdad que no pediría una segunda oportunidad con Isabel?”. Pocos serían los que no sucumbirían a la tentación de “retocar” la relación con sus antiguas parejas, para que fueran incapaces de comprender el origen de su repentina e inagotable capacidad para disculpar toda falta, para que no fueran conscientes de su complacencia hacia nuestros deseos, por absurdos que resultaran. Antonio dejó de remover la arena del interior de la lámpara. Suspiró. Contuvo la tentación de encender su ordenador portátil y escribir un correo electrónico a su mujer.

Vació el contenido de la lámpara en una papelera, y con mayor determinación se dedicó a sacarle lustre con una toalla. Antonio acabó dormido en la cama, con la lámpara en una mano y la toalla en otra. En realidad había conseguido su propósito, se había distraído de un gran sufrimiento… Hoy había engañado a la tristeza, mañana sería otro día. Tal vez algo menos doloroso.

—Me has llamado… después de tanto tiempo, alguien me ha llamado —anunció un musulmán de mirada franca, parecía un camarero de habitación que esperaba un encargo con timidez.

Antonio se acomodó en la cama sin abrir los ojos.

—No he llamado a nadie… puedes irte…

Estaba adormecido, esa era la razón por la que aceptaba con naturalidad la presencia extraña de ese árabe en la habitación.

—Mejor así… amo —contestó—. Siempre recordaré este día con alegría.

¿Amo? ¿Es que estaban amenizando el sueño de los turistas con “cuentos de las mil y una noches”? Tal vez el actor no se había dado cuenta de que él también trabajaba en el hotel, de que era un simple obrero que dormía en las habitaciones más sencillas por convenio. Pero incluso en esos dormitorios se podía disfrutar de cualquier servicio de habitaciones, como el regalo de bienvenida que tanto éxito tenía entre los turistas occidentales.

Antonio se despertó, pero mantuvo los ojos cerrados para no romper el encanto del momento.

—No, espera… dime qué puedes hacer por mí.

Ya que el actor se había confundido de habitación, podía disfrutar de su noche mágica sin problemas. Éste que hacía de genio interpretaba realmente bien, suspiró denotando cansancio, reflejando que el premio de una vida eterna condicionada a la servidumbre no compensaba.

—Lo que sea, soy un peón del universo, una mano olvidada de Dios…

—Te comprendo bien, colega. Yo también soy un “currito”,… un “machaca” que viaja por medio mundo por una miseria. Bueno, ¿y cuántos deseos me corresponden?

— ¿Cuántos? —el genio pareció ofendido—. ¿Por qué cuando se os regala algo siempre queréis más? Sois como bestias insaciables… todavía no habéis terminado de masticar el primer bocado cuando buscáis nuevos platos que devorar.

El actor se estaba tomando demasiadas licencias. Suele suceder que los empleados que tienen un mal día se desahogan con los demuestran amabilidad o condescendencia. Ya le bajaría los humos después, ahora debía continuar con el protocolo.

En realidad ya había escogido su deseo, pero ahora dudaba si endurecer el rol que le tocaba y pedir algo atípico y extraordinario, algo para lo que ese mentecato no tuviera una respuesta preparada.

—Tengo problemas de pareja, creo que me ama… pero no lo bastante como para aceptar como soy. ¿Se podría hacer algo al respecto?

—Las mujeres no se enamoran del hombre que ven, sino del hombre que pueden llegar a ser… con su ayuda. Eso no lo puedo cambiar, pero sería fácil hacer que ella viera el hombre que quiere en ti, siendo como eres ahora.

“Vaya con el genio… ¡encima me alecciona!”.

—Tal vez no merezca la pena gastar tu ayuda en ella… ¡Hay tantas mujeres en el mundo!

—Pero sólo una es especial, una que haría que subieras al cielo con un cubo y una bayeta y limpiaras de nubes el firmamento, para que ella pudiera ver las estrellas. Por ella, yo renunciaría hasta mi propia vida…

Antonio estaba cada vez más incómodo.

—Bueno, tal vez no quiera una mujer especial… Tal vez las mujeres especiales me hayan agotado con sus exigencias, y una buena alternativa sea disfrutar de la compañía de miles de mujeres hermosas… ¿Podrías hacerlo?

—Espero que no sean todas al mismo tiempo… ¡Eso sí que podría ser agotador!

Antonio rió con desgana, cada vez estaba más harto del genio y de su presunta magia.

—Si ese es tu deseo, convertirte en un objeto sexual irresistible para las mujeres… Podría potenciar tus feromonas como nadie ha tenido desde el principio de los tiempos. Sería fácil, y para ti muy satisfactorio. Pero… ¿por cuánto tiempo?

El genio mantuvo una media sonrisa en los labios.

¿Es que siempre tenía que cuestionar los deseos, minimizarlos hasta reducir a polvo cualquier expectativa?

—Vale, vale. Me doy cuenta del poder que tienes sobre asuntos amorosos… ¿Y sobre dinero? ¿También tienes que tocarme los cojones para hacerme inmensamente rico?

—No es necesario, puedo hacer que sueñes con los números de una lotería… Y si ese fuera un modo aburrido de ganar una fortuna; podría hacer de ti un rey Midas, que todo lo que toques se convierta en oro…

—No te caigo bien, ¿verdad? —Interrumpió Antonio—. No te importaría que muriera de hambre.

—No me dejaste terminar. Me refería a un rey Midas moderno, que todo negocio que emprendas fuera exitoso, muy exitoso…

— ¿Sería de los que cotizan en bolsa internacional?

—Si quieres, serías de los pocos que deciden las directrices de la economía mundial.

—Comprendo, pero como al rey Midas acabaría muerto, ¿verdad?

—Me caes bien, eres un tipo listo. Piensa que en el Universo todo está perfectamente equilibrado, y que un gran movimiento en una dirección va a provocar una gran fuerza en sentido contrario… es como la resaca del mar. Puede suceder de mil maneras, un atentado a lo Kennedy, un avión que explota, un ataque al corazón…

— ¿Y sobre la salud? ¿Podrías evitar la enfermedad en mi vida?

—Por supuesto, ¿pero estarías dispuesto a pagar el precio de que todas las enfermedades que deberías padecer tú las sufriera alguien cercano a ti, como por ejemplo un hijo?

—Comprendo lo del equilibrio, y que la enfermedad no pueda desaparecer y que esa es la razón por la que otro deba sufrir por mí… ¿pero no podrías hacer que la sufriera alguien que no conozca?

—Es una cuestión de justicia, amigo. Los sentimientos de las personas son los brazos invisibles del pensamiento. Lo que a ti te corresponda se desviará a alguien que asuma la enfermedad, por afecto. Porque si me exigieras que enfermen otros acumularías sobre tus espaldas fuerzas más negativas de las que pretendes librarte.

— ¿Y la vida eterna? ¿Podrías detener el envejecimiento de mi cuerpo?

—Desde luego, pero piensa que la idea de eternidad está asociada a la juventud… ¿querrías vivir eternamente con esos pequeños achaques en la espalda o en la rodilla, con un estómago que ya no puede con todo lo que tú comas?

— ¿Y hacerme joven? ¿Vivir en una eterna juventud?

—Podría, pera sabes que atraería desgracias, y en este caso las vivirías eternamente.

—Eres un genio muy amable, al molestarte en explicarme las implicaciones de cada deseo. Para ti sería más fácil limitarte a cumplir los deseos.

—Durante mucho tiempo así lo hacía, tal vez por envidia de la libertad que gozáis…

— ¿Libertad? Lo que tenemos se puede llamar de muchas maneras, pero créeme… libertad sólo es una palabra que utilizan los poderosos para encubrir la esclavitud a la que nos someten. Somos libres para comprar una casa, pero nos condenan a pagarla de por vida. Somos libres de trabajar en lo que queramos, pero en realidad acabas siendo mano de obra barata en algo que ni te gusta ni te realiza. Somos libres de viajar a donde quieras, pero en el mejor de los casos podrás ir al pueblo, a la casa de tu suegra… Y la lista podría hacerse interminable. Porque para que la sociedad se mantenga, nos provocan miles de deseos para hacernos felices, cosas que muchas veces ni necesitamos. Y así, a través de cualquier medio de comunicación, nos obligan a comprar cosas para ayudarnos a superar la tristeza, el aburrimiento, la soledad o la presión que la propia sociedad nos impone.

—Comprendo —asintió el genio—. Pero dime… ¿Qué puedo hacer por ti?

Antonio suspiró, antes de responder le miró directamente a los ojos.

—Deseo, genio, que me concedas infinitos deseos. Así podré remediar sobre la marcha cada una de esas desgracias de las que me hablabas.

El genio miró abatido al suelo, en las próximas décadas iba a tener mucho trabajo, o al menos parecía ese el motivo de su desánimo. Pero cuando Antonio escuchó una risa, cada vez más gutural y nerviosa, sospechó que había algo que ignoraba.

—Infinitos deseos es lo que tendrás…

Y volvió a reír el genio.

Antonio notó un extraño cosquilleo por todo el cuerpo, una repentina comprensión del Universo y la necesidad imperiosa de obedecer los designios de los hombres libres.

— ¿Qué me está pasando? —gritó Antonio con una voz cavernosa, que provenía de los espacios siderales de la materia a escala molecular.

—Has deseado tener infinitos deseos, te has convertido en genio, amigo mío —aclaró el genio—. Tendrás infinitos deseos, sí… ¡Infinitos deseos que escuchar y cumplir!

—No comprendo nada —mintió Antonio, ya que desde su nueva forma de existencia no había secreto que desconociera, pero todavía se resistía en aceptar su condición—. ¡No podemos ser genios los dos!

—Amigo, gracias a ti vuelvo a ser humano… ¡Ley del equilibrio!

—¡Noooo! —gritó Antonio mientras desaparecía por la pantalla de su ordenador portátil.

Las lámparas de aceite estaban bien para un pasado en que la humanidad vivía en penumbras, pero en plena era de las comunicaciones, un ordenador es mucho más útil: siempre tendría más oportunidades de encontrar a alguien… con muchos deseos que satisfacer.

¡Cuidado con lo que se desea frente al ordenador!



Fin

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viernes, 9 de diciembre de 2011

Algo personal



Hola amigos, en esta entrada explicaré las razones de mi ausencia y los motivos por los que retomo  mi amado blog.

Sólo unos pocos saben que tenía una tienda de cortinas. Pero nadie sospecha lo difícil que es llevar un negocio familiar en estos tiempos... El equilibrio entre lo que se cobra y lo que se paga no siempre es fácil; y esa fue la razón por la que también trabajaba para otras tiendas (no diré nombres, porque algunas son muy reputadas). Pero cuando la  crisis hace mella y el trabajo no sólo escasea en mi tienda, sino en todas; la cosa se complica bastante.

Para resumir diré que perdí la tienda, y como las fichas de dominó cuando caen, mi casa, y con ella mi familia...Mi mujer cumplió bien la parte que decía "en la riqueza", pero cuando la pobreza amenazó con quedarse, descubrió que ya no me amaba... Casi 20 años, casi la mitad de mi vida con ella, para descubrir que el "contigo pan y cebolla" sólo sirve cuando se es joven.

Mis hijos son adolescentes, y eso significa (para quienes no los tengan) que cumple a regañadientes con sus obligaciones para luego salir escopetados con sus amigos o encerrarse en sus habitaciones. De modo que ya casi ni los veo, no tengo el roce del día a día, y mis días de visita son "cutres" porque no se me caen los billetes de las manos... y es un "rollo" pasear.

En fin, no creo que sea muy difícil comprender que cuando pierdes tu vida estás a un paso de no querer lo que te queda de ella. Estos meses han sido muy duros para mi, y no sólo a nivel emocional, sino también en lo económico... ¡Si hasta la señora que me alquila la habitación me deja en la nevera, en mi parte (en la que sólo tengo un par de huevos y unas mandarinas) un sobre de jamón serrano!

Bueno, me queda el consuelo de que cuando las cosas  no pueden estar peor  sólo pueden mejorar. He llegado a mi punto de inflexión. Y aunque todos los días salgo a buscar trabajo, también escribo. La literatura me ha devuelto la cordura. Bueno, la literatura y un sobrecito de azúcar de un café que invité a un tipo, para ganar unos minutos en los que pudiera venderme como trabajador.

El sobrecito, que conservo en la cartera, tiene dos frases muy cortas. Dice textualmente: "Si luchas puedes perder. Si no luchas estas perdido". Próximamente publicaré esos relatos.



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miércoles, 10 de agosto de 2011

El pianista (un relato de 680 palabras)


François Bacculard era un tipo refinado, culto a pesar de su origen humilde. Con mucho esfuerzo había conseguido completar los estudios de piano, y ahora que la prestigiosa Real Academia de música de París acreditaba su condición de maestro, suponía que encontraría trabajo sin dificultad.

Tal vez podría conseguir sustento bajo la protección de un rico burgués, en una de esas familias repentinamente favorecidas. Porque no dejan de ser plebeyos que esconden, tras gruesos muros, a jovencitas que necesitan con urgencia formación en habilidades sociales, para que puedan permanecer con éxito en sociedad y, por añadidura, disfrutar de sus ventajas.

—Dime que me amas… —susurró una bella señorita de pelo castaño, más con los ojos entornados que con los labios.

El pianista forzó una sonrisa tímida a modo de respuesta, y se sentó en el escabel del piano con evidente incomodidad. Carecía del atractivo que podría provocar tales reacciones en las damas, y el virtuosismo de su arte todavía no era del dominio público.

—Dime… que no puedes dejar de pensar en mí… —insistió una joven de cabello anaranjado, entre risitas irregulares.

François Bacculard, sin despegar los labios, respondió frunciendo el ceño. Había escuchado rumores de que Antoine “Le rouge”, un pobre desgraciado que abandonó la academia, había conseguido encandilar a la baronesa de Vichy y que a pesar de tener los estudios incompletos, ejercía como profesor privado de música; que dormía en los cuartos de servicio, y hasta disfrutaba de los favores de alguna descocada sirvienta.

¿Por qué razón no habría de conseguirlo él, que estaba mejor capacitado, que sus modales y conversación eran exquisitos?

—Acaso… ¿no somos hermosas, apetecibles a la vista, y que no dejarías, por lo tanto, de mordisquearnos con los ojos? —se interesó un ángel de cabellos dorados, mientras apoyaba un pie diminuto sobre el teclado, mostrando intencionadamente un tobillo y un poco más.

Tal vez quien necesitaba ejercitar habilidades sociales era el propio François Bacculard: apenas había tenido tiempo para vivir de tanto trabajar, estudiar y practicar con el piano. Le resultaba tan difícil responder a la muchacha, sin que pudiera ofenderla con adulaciones improvisadas o todo lo contrario, con frías palabras que menospreciaran a tan encantadoras jovencitas; que prefería permanecer en silencio, con el objeto de no comprometer su puesto de trabajo.

—Dicen… —aseguró una joven que mostraba en un escote cuan generosa había sido la naturaleza con ella— que las manos de un pianista son capaces de acariciar de tal modo, que escriben poesía a través de los gemidos de su amada —añadió tomando la mano derecha de François con la clara intención de sosegar su agitado corazón con el tacto del apocado maestro.

Las demás jóvenes observaban con envidia contenida el atrevimiento de la muy dotada señorita. François Bacculard trató de serenar la respiración. Y con la mano libre que le quedaba se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.

—Ay por Dios… por Dios… —farfullaba ininteligiblemente el pianista.

—¿Quién podría conformarse con miradas inflamadas de pasión, si nuestras cinturas suspiran igualmente por caricias que sólo a ella vas a dar? —ronroneó con malicia la joven de pelo castaño, tomando la mano izquierda del pianista y dejándola petrificada en su cadera.

François Bacculard trató de averiguar si estaban solos en la sala, incapaz de retirar las manos de dónde las jóvenes tan solícitamente las habían dejado; presentía que las circunstancias habían comprometido en exceso su honor. Las muchachas parecían salidas del pincel de Herbert Draper, y permitían una experiencia de amor, todavía no sabía por la intercesión de qué antigua divinidad, que muy difícilmente se repetiría sin su influjo.

—¡Caballero! ¡Compórtese, por el amor de Dios! —gritó la madame irrumpiendo en la estancia— ¿No debería estar repasando las partituras?

Las chicas explotaron en un jolgorio de risitas y taconeos en un ir y venir por el escenario.

—¡En dos minutos abrimos las puertas del cabaret! —recordó la madame—. Hoy no quiero fallos en la coreografía, y tú, François, a ver cómo te portas en tu primer día de trabajo.



Fin



“…Ay por Dios… por Dios…”, seguía susurrando François Bacculard.



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Pie de foto: "The Gates of Dawn" (La puerta de la Aurora), de Herbert Draper







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jueves, 28 de julio de 2011

"Los peces de St. Vincent" (un relato de 1.930 palabras)


Matthew era hijo del predicador más influyente de los últimos treinta años, de la Iglesia Presbiteriana de St. Vincent, en Glasgow. No en vano George, su padre, se consideraba sino el mejor, al menos uno de los presbiterianos evangélicos calvinistas más rectos de la antigua Iglesia Reformada de Escocia. Demasiado honor para un hijo único, que apenas crecía bajo la sombra paterna.

George extendió los brazos desde el púlpito de su iglesia, a pesar de que celebraba una misa vespertina y ordinaria. Lucía una casulla verde bordada con hilo de oro y, sobre los hombros, una estola del mismo color. Para George… todos los días eran domingo.

—No te preocupes, Matthew —anunció Dios, con una sonrisa que jamás ser humano hubiera contemplado—. Yo haré de ti un gran pescador…

Normalmente, y a pesar de que el presbítero era un gran orador, capaz de mantener la atención con unos ojos que amenazaban rayos si intuía la formación de un bostezo, Matthew se perdía en pensamientos más mundanos durante la homilía. En esta ocasión, George sorprendió a su hijo inclinado en el respaldo del banco anterior, con la boca abierta y las pupilas contraídas… ¡Loado sea Dios, al fin había llegado a su corazón!

—…¡Sí¡—Se arrancó en un arrebato de pasión—. Lo primero que tenemos que saber es… hasta qué punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios… y de los hombres. Segundo; debemos conocer de cuántas maneras atentamos contra la humildad. Y por último, no olvidar actitudes y pensamientos para corregir tan desagradable defecto.

—Un pescador de almas… —insistía Dios, ignorando la palabrería de su ministro—. Por cierto, ¿sabes manejar una caña?

—¿Qué?

Fue una respuesta automática, y dicha a media voz. Para ser una revelación divina no podía ser cierto lo que había escuchado.

—Digo —gritó George desde lo alto del púlpito— que no debemos olvidar que la práctica hace la perfección…

—¡Ja, ja, ja! —rió Dios, y nadie, aparentemente, parecía percibir la reverberación de su carcajada en la iglesia—. Ríete, hombre, ¿no ves que es una broma?

—Sí, claro…

—¿Acaso alguien —tronó el presbítero mirando a su hijo— puede argumentarnos lo contrario?

—Je… je… —rió Matthew, casi con desgana. Más que una risa parecía una burla.

—Habéis perdido el sentido del humor... —dijo Dios, tras lo cual chasqueó la lengua—. Habrá que hacer algo… ¡Ya sé! A ver, mueve la cintura como si tuvieras un “hula hop”.

—¿Así está bien, Señor?

Lo que el pastor y la congregación apreciaron fue a un joven tímido con las manos en la nuca, agitando indecorosamente las caderas.

—¡No! ¡No está bien! —rugió George enrojecido por la vergüenza.

Dios desapareció, provocando que Matthew cuestionara el significado de su presunta omnipresencia; excitando con su marcha un sentimiento de soledad existencial hasta entonces desconocida.

En la intimidad del despacho parroquial, el joven no tuvo dificultad en justificar su conducta al sacerdote. No sabía mentir, y además su credo recogía la creencia de que Dios había escogido a unos pocos mortales, de manera gratuita y generosa, porque estaban predestinados a ser hijos de Dios, incluso antes de la creación del mundo. Matthew no podía ser más que uno de ellos… El problema es que George no le daba el mismo crédito.

—¿Qué dios es ese que te hace bailar como una cabaretera para su deleite?

—Padre, nos estaba dando una lección de humildad… Nos está enseñando a reír de nosotros mismos.

—Jamás he sentido tanto bochorno como el que me has hecho pasar… Si Margaret se hubiera levantado de la tumba, de buena gana habría vuelto a ella…

No solía hablar de su madre, pero cuando lo hacía era para condicionar la respuesta de su hijo. Juego sucio, incluso para un ministro de Dios.

—…Ya hablaremos con más calma en casa. Prefiero ir solo, tengo mucho en lo que pensar.

Matthew prefirió caminar, respirar un poco de ese aire frío que baja de las tierras altas del norte, que tomar un autobús y llegar a un hogar vacío quince minutos después. Andando tenía al menos una hora para encontrar un poco de sentido a lo que había sucedido.

—¿Por qué Dios, por qué no iluminaste a mi padre en mi lugar? Yo nunca he sentido su fe, ni soy capaz de trabajar como él lo hace… ¿Qué puedo aportar yo, que soy el más insignificante de entre los mediocres?

Como señal, una farola perdió la luz cuando llegó a su encuentro. Una segunda, y hasta una tercera, quedaron ciegas a su paso. Matthew, con el pulso acelerado, ralentizó el paso.

Las dos primeras farolas volvieron a brillar cuando se había distanciado lo suficiente de ellas. Sabía que el azar dejaría de tener sentido, en el caso de que se apagara una cuarta… ¡Sabría que algo le acechaba! Pero quién, ¿Dios o el diablo? Matthew tragó saliva.

“Dios no suele responder entre sustos… Quizás soy el peón olvidado de la eterna batalla entre el bien y el mal, y si antes se me apareció Dios… tal vez se me aparezca ahora Satán. ¡A lo mejor soy más importante de lo que parece”.

La cuarta farola levantaba sus brazos en una intersección con otra calle un poco más comercial, con más transeúntes. De alguna manera, intuyó que de la masa emanaba el poder de disipar los temores irracionales de un individuo. Pero acaso, cuando estaba en la iglesia, ¿los feligreses impidieron la intervención divina, con su sola presencia?

A su derecha se abría un solar adoquinado, una plazoleta cerrada al tráfico rodado en cuyo epicentro se alzaba una pequeña fuente ornamental. Sus farolas anaranjaban los forjados de los balcones y unos peces que boqueaban en la superficie de la fuente.

Era una parada obligada, una acción casi mecánica, como la de santiguarse ante la simple contemplación de una cruz. Tal vez no podía ignorar la fuente porque había olvidado que cuando era pequeño su madre solía llevarle a esa placita, para que viera nadar a los peces de colores.

Hoy no se acercaría a las carpas doradas. Tenía que llegar a la cuarta farola. Su luz o su oscuridad representaban de una manera familiar una realidad que lo asustaba. “Las mentes sencillas necesitan de buenos referentes para comprender la realidad, de lo contrario, puede suceder que cuando se les indique una estrella se pregunten por el dedo que señala”, se decía Matthew.

Eran pensamientos que emergían en momentos de zozobra, palabras repetidas por un padre severo, o por el presbítero más influyente de la iglesia de St. Vincent, o por un padre presbítero severo e influyente; palabras marcadas a fuego para iluminar el camino correcto. Porque Matthew no tenía opción a equivocarse.

Matthew llegó al cruce, y casi con alivio la farola confirmó la respuesta a sus sospechas, pero no de la manera esperada. La luz parpadeó unos instantes antes de extinguirse…

—¿Esto es todo lo que sabes decir? —gritó Matthew mirando hacia el cielo—. ¿Farolas que se apagan?

Algún transeúnte cercano volvió la cabeza hacia el joven que regañaba al alumbrado público.

—¡Farolas que se apagan! ¡Farolas que se apagan! ¡Farolas que se apagan! —cantó un coro de negros vestidos con túnicas de raso naranja fosforito, cerca, muy cerca del joven. Destacaba una joven obesa, de rostro alegre, por su increíble voz.

—¡Ahh! —no pudo reprimir un estremecimiento que lo encogió hacia el suelo.

—¿Estás bien, hijo? — se interesó una amable ancianita. El coro detuvo el baile y las palmadas, permaneciendo en un expectante silencio—. Sería mejor protestar en el ayuntamiento, aunque tampoco es muy seguro de que te vayan a escuchar…

—Sí, gracias… Estoy bien… creo…

—¡Creo! ¡Creo! ¡Creo! ¡Creo! —gritaron los negros en una sola voz, agitando las palmas hacia el cielo.

Matthew petrificó el asombro en la cara.

—¿Pero es que no los ves? —gritó Matthew señalando al coro que se retorcía entre aleluyas.

—Los porros se fuman tu cerebro en cada calada, ¿sabes?… —rompió repentinamente la ancianita, y continuó su camino. Nunca había entendido bien a los jóvenes.

Cuando George llegó a casa, encontró a su hijo inquieto, sentado en la puerta de casa. “Buen chico, algo atontado… pero buen chico”. Parecía mostrar arrepentimiento, justo el bálsamo que su viejo corazón endurecido necesitaba. De haberlo encontrado fumando, con una cerveza en la mano mirando el televisor… le hubiera excomulgado, expulsado de su casa y de la parroquia.

—O sea, que ahora Dios se comunica a través de un coro Góspel… —resumió el presbítero, sentado en el rígido sofá capitoné de su salón.

Trataba de no ser cínico, pero las circunstancias no ayudaban demasiado… ¡La palabra de Dios a través de un coro Góspel! A él precisamente, que pertenecía a la estirpe más antigua del calvinismo anglicano, aceptar de buen grado una revelación incongruente de un puñado de patanes americanos se le hacía, cuando menos, inoportuno.

George se lamentó en silencio, no dejaba de preguntarse en qué había fallado.

—Comunicarse… lo que se dice comunicarse… más bien no —corrigió el joven—. Dios parece querer que reflexione sobre determinadas palabras.

—Ese coro… ¿está ahora aquí, con nosotros?

Matthew miró a su izquierda, después a su padre, de nuevo a su izquierda… Empezó a sudar.

Veinte o treinta negros, hombres y mujeres de todas las edades, apretaban sus túnicas naranjas unas contra otras en el estrecho espacio del salón. No perdían detalle de la conversación, mirando alternativamente a uno y a otro… esperando la palabra que los hiciera saltar y palmotear con alegría.

—Sí… sí.

—¿Y qué dice ahora?

—Nada…

—¿Nada? Dios te ilumina en mi iglesia diciendo que te hará pescador de hombres… ¿y ahora se calla?

—¡Ahh! —se estremeció de nuevo Matthew.

—¿Qué, qué pasa? ¿Es Dios o el coro góspel?

—No, es mi pierna, que se me ha dormido…

George golpeó con un periódico el sofá, levantándose y dando por concluida la reunión.

—Espera papá… —retuvo suavemente con una mano—. Dice la señorita, la más… —infló los mofletes con timidez— que vayamos a la fuente de los peces. Esa que está cerca de St. Vincent. Que allí encontraremos la respuesta a todas las preguntas.

George concedió la última oportunidad, a pesar de que era tarde y que era poco amigo de las improvisaciones. Necesitaba creer en el milagro, más que por desmentir el hecho estadístico de que las apariciones y revelaciones divinas estaban claramente anticuadas, en desuso para la sociedad actual; era por la necesidad paternal de creer que su hijo estaba sano, que no era un desequilibrado más.

Subieron a un autobús que los dejaba enfrente de la fuente de los peces, sabiendo que dependiendo de lo que tardaran en encontrar las susodichas respuestas, tal vez tuvieran que regresar a pie… Un precio muy pequeño con respecto a lo que ganaban.

—Bueno —dijo George—, ya hemos llegado. Veamos esos peces de colores.

—Carpas, son carpas doradas.

Se sentaron en el borde de la fuente, escudriñando la superficie oscura del agua, tratando de sorprender los misterios del universo en las evoluciones erráticas de aquellos peces, que parecían pequeños fantasmas cuando se acercaban a la frontera de su mundo. Dos de ellos, los más grandes, permanecían estáticos frente a las personas que los observaban.

—¿Por qué nos observan tan fijamente?

—No lo sé, tal vez quieran saber algo de nosotros.

—Tal vez nos echen un poquito de pan…

—No te quepa duda, he tenido una revelación…

—¿Qué viste?

— Al ser más hermoso que pueda existir… ¡Le salía luz de entre las escamas!

—¿De verdad? ¡Cuenta, cuenta!



Fin (los caminos del señor son inescrutables… je, je, je)







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domingo, 3 de julio de 2011

"Onda vital" (un relato de 1.184 palabras)


Kiko se hacía mayor. Pero no porque le gustara por igual la cantante Britney Spears y los dibujos animados de “La bola del dragón”, una saga japonesa de los años noventa; sino porque estaba a punto de comprender que el dolor y la enfermedad, aunque no se expresaran, existen igualmente; que su latido silencioso corrompe toda alegría de vivir, incluso en los que mejor disimulan. Se iba a hacer mayor, a pesar de tener casi diez años…

—Julen, ¿qué le pasa a tu madre, por qué lleva hoy gafas de sol?

No respondió, parecía más interesado en el desarrollo de la batalla que Son Goku lidiaba contra Vegeta, su eterno rival,  en el televisor.

Kiko le golpeó con un puño en el brazo.

—Aaah… —protestó con desgana Julen— ¡Yo que sé, ha dicho que hoy se levantó con una conjuntivitis o algo así!

—Bueno tío, me voy a merendar…—dijo Kiko.

Y ejecutó una extraña pirueta en la que juntaba las manos, por delante de la cara, al tiempo que flexionaba las rodillas inclinando el cuerpo hacia el frente.

—Oooooondaaa…—añadió llevando las manos hacia atrás, juntando las muñecas en un ángulo de noventa grados.

—¡No! ¡Hoy no estoy para juegos! —advirtió Julen.

—¡Vitaaaaal! —gritó Kiko desoyendo toda súplica.

Kiko asestó un golpe certero, con ambas manos, en el pecho de su amigo, que cayó de culo en el sofá… ¡Fantástico, había ejecutado la mejor “onda vital” de su vida! No permitiría que semejante hazaña quedara en el olvido tan fácilmente.

—¿Veis por qué no me gustan esos dibujos? —dijo Yolanda, la madre de Julen, desde la puerta de la cocina.

Los cristales oscuros de las gafas ocupaban media cara. Su mirada, y por lo tanto el reproche, se perdía en tierras sin luz… que niños como Kiko necesitan ver para comprender su sentido. ¡Je! Ni uno solo de los amigos del colegio se quedaría sin conocer la increíble “onda vital” que había ejecutado; y se reirían a carcajadas, obviando detalles como que Julen sufría un ligero retraso intelectual y que padecía de enanismo.

—Adiós —se despidió Kiko con prisas, reprimiendo una risotada.

La mochila de Kiko quedó olvidada entre los cojines del sofá. De una manera literal sus libros se habían volatilizado, sólo los recordaría media hora después cuando encendiera el ordenador para chatear en “tuenti”, y su madre le exigiera el cumplimiento de los deberes, como condición previa para disfrutar de su tiempo libre.

No importaba. Kiko y Julen eran vecinos de la misma urbanización, unos pocos portales no suponían ningún esfuerzo, y menos cuando tenía urgencia por relatar la proeza de hacer volar a Julen por los aires. La carrera le provocó una respiración entrecortada, fue consciente de ello cuando oprimió el botón del timbre.

La puerta se abrió con la desgana del que no espera nada, detrás apareció una Yolanda demacrada, sin gafas, sin pelo… con una mancha negra debajo de un ojo. ¡Esa no podía ser la madre de Julen!

—¡Uy, Kiko, si no te esperaba! —se excusó avergonzada por su aspecto.

El tono pretendía ser jovial, desenfadado, como si nada de lo que hubiera visto el niño fuera verdad. Kiko se quedó sin aliento, como si repentinamente hubiera descubierto  un fantasma o un zombi, y el mero roce de ese muerto viviente pudiera contagiar el cáncer que se relamía en los restos de unos pechos extirpados.

La mujer ocultó la cabeza con un trapo, pero dejó la coronilla sin cubrir; tal vez porque no se la veía, o simplemente porque carecía de la habilidad de arroparse la cabeza.

—Se me ha olvidado la mochila…

Kiko comprendió de repente porque Julen estaba más triste y ausente que nunca, comprendió la razón de las visitas a tantos médicos, que a veces le impedían jugar con su amigo… La madre de Julen se moría lentamente. Yolanda lo sabía, Julen lo sabía… lo sabían todos menos él. Una lágrima resbaló hacia el suelo. Sin mediar palabra tomó la mochila y se marchó con la cabeza baja.

Se encerró en la habitación… Ya no quería chatear con nadie, no tenía nada de lo que vanagloriarse. Pero persistía en su cabeza la imagen de la “onda vital”. Era una idea que ahora le avergonzaba, que de tanta energía como tenía, positiva primero y negativa después, levantaba ampollas en el pensamiento.

Sin saber muy bien por qué, se orientó hacia la casa de Julen, y cerró los ojos. Reconsideró mejor la situación y los volvió a abrir. Apartó una silla, un monopatín, unos zapatos; dejando la zona central de la habitación despejada. Cerró nuevamente los ojos, y con movimientos pausados pero certeros atrajo hacia sus manos una porción de la energía del Universo.

Se imaginó a sí mismo en la habitación, con la mochila todavía sin abrir a un lado, con las rodillas flexionadas y el cuerpo hacia atrás, tratando de contener la energía que se acumulaba en sus palmas unidas por las muñecas. Una luz brillante chisporroteaba entre los dedos, creciendo cada vez más, haciendo que el resto de la estancia quedara a oscuras.

—Ooooooooondaaaaa…

Era una bola de energía pura, y como tal podría ajustarse a un fin determinado… Como destruir el cáncer que mataba a Yolanda. Sí, la bola viajaría atravesando paredes, sin impactar sobre ellas, sin gastar ni una millonésima parte de su energía, para explotar finalmente sobre esa pobre mujer. Cuando el polvo se disipara, y Julen aturdido se preguntara qué es lo que estaba pasando, descubriría a su madre de pie, sonriendo como solía hacer antes de la enfermedad.

—…¡Vitaaaaal!

Unos instantes después, unos golpecitos tímidos sonaron en la puerta de su habitación. No pedían permiso para entrar, sólo advertían la entrada inminente de un adulto.

—¿Estás bien, hijo? —se interesó su madre.

Le había oído gritar entre juegos muchas veces, incluso cuando lo hacía jugando a “La bola del dragón”. Pero siempre eran gritos alegres, guasones… En esta ocasión casi parecía un lamento, un llanto.

—Sí mamá.

Le había interrumpido, Kiko no terminó de visualizar el impacto de la “onda vital”.

—Por cierto —añadió el chaval antes de que su madre cerrara de nuevo la puerta— es posible que me oigas otra vez… Pero no es nada malo, de verdad…

Una madre sabe cuándo debe conceder un tiempo y un espacio, sin hacer preguntas, sin molestar. Y a pesar de que, en aquella tarde, se sobresaltó tres o cuatro veces más con los gritos de “onda vital”, no intervino. Cuando Kiko entró en la cocina, y la abrazó desde atrás, supo que su hijo lloraba en silencio.

Aceptó el abrazo sin preguntar, sabía que algún día Kiko contaría lo que ahora callaba.

—Sabes, cariño, que siempre puedes contar conmigo… para lo que sea.

Se apretó contra ella más fuerte; como si, abandonando el abrazo, temiera dejarla desprotegida ante cualquier enfermedad.

—Ya está, cariño. Ya pasó, mi niño.

Unos días después, encontró a su amigo Julen feliz, con una gran sonrisa en los labios.

—Aunque repitieron las pruebas varias veces, los médicos dicen que se habían equivocado… ¡Mi madre no tiene cáncer! —dijo sin dejar de sonreír.

Kiko le devolvió la sonrisa.



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Pie de foto: La foto es de MadEigner y está extraído de la página web www.gordiwanarts.com

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viernes, 24 de junio de 2011

"Cien doncellas" ( un relato de 1.080 palabras)

Recordad, señores, que hubo tiempos no muy lejanos en los que el oro andalusí brillaba al sol menos que su cultura… Recordad, nobles cristianos, que nuestra medicina ha sanado sus dolencias mejor que vuestros oscuros remedios fermentados. ¿Y qué me decís sobre la matemática, la astronomía, sobre el conocimiento profundo de las leyes del universo?

Poco podéis responder, vosotros, que todavía creéis que el cielo caerá sobre vuestras mezquinas testuces con los primeros truenos de una tormenta. Vosotros, que hacéis del sudor un aroma de seducción; que vestís con tanto cuero remachado que, de tirar de un carromato, se os confundiría con bestias de carga; que construís moradas de piedra, tan oscuras y angostas, como cuevas… ¿Creéis realmente que vuestras doncellas no apreciarán nuestro refinamiento, nuestro gusto exquisito por vivir?

Si hasta nuestras armas son diferentes, ligeras y afiladas alfanjes frente a grandes mandobles cristianos, ¿por qué no habría de serlo también el trato hacia la fragilidad de la mujer? El galanteo andalusí, señores, no fuerza el amor… A diferencia del cristiano, que tras la primera prenda ofrecida galopa por desiertos de pasión, el caballero andalusí crea oasis que explora sin prisas, en los que disfruta contemplar el reflejo de su rostro, y hasta el de las mismas estrellas del cielo, en la superficie de sus aguas. Decidme, pues, ¿quién son los bárbaros?

Contestad ahora, ¿qué os impidió cumplir con el tributo? Si nuestros antecesores confiaban en el honor mutuo, y Abderramán I ayudó a Mauregato a tomar la corona del reino de Asturias, no podéis culparnos de que sus propios vasallos acabaran con su vida cinco años después… porque la deuda permanece, pero no así vuestro honor. Nunca entregaron las cien doncellas como pago a nuestros servicios. Cien jóvenes cristianas que Bermudo I postergó pagando con oro, y después Alfonso II, que negó todo tributo…

Recordad que el califato de Córdoba es el reino más poderoso de toda la península, que las razias que asolan vuestras aldeas en cada verano son poca cosa comparadas con una conquista. Y un reino bien vale cien doncellas, que ni siquiera deben ser todas de ilustre cuna; pues nuestro Emir Abu l-Mutarraf Abd ar-Rahmán ibn al-Hakam, Abderramán II como vosotros le llamáis, se contenta con cincuenta nobles y otras cincuenta plebeyas. ¿Por qué vuestro rey Ramiro persiste en agotar la paciencia y generosidad de aquel que Alá escogió para llevarnos a la gloria?

¿Acaso no sabéis que las doncellas de Simancas satisfacen su destino? Y aunque pretendan hacernos creer que fueron atacadas por unos bandidos, y que escandalizados de que pudieran acariciar a nobles moriscos les cortaron las manos; nosotros no ignoramos la ferocidad del cristiano, que son crueles incluso con los de su sangre.

¿Dónde se perdió vuestro dios, que os abandona a la inconsciencia del instinto? Descubro, maravillado, cuánto significado tiene nuestra guerra santa contra el infiel. ¡Estas tierras necesitan tanto de nosotros! Pues, ¿qué queda de venerable en vuestras vidas? Nada, no hay pureza ni santidad. No tenéis luz ni conocimiento, ni poesía, ni ninguna otra disciplina que os guíe hacia la felicidad…

¿Pero por qué no dejáis de reír? ¿Acaso podréis mantener la burla cuando vuestras cabezas descansen ensartadas en estacas?

Sois tan predecibles, siempre embistiendo de frente, en un solo grupo, para que el ataque no pierda contundencia. Creéis que la victoria se gana por número de jinetes, sin tener en cuenta que nuestros caballos son mejores, que en todo el mundo no los hay más agiles y veloces. Y presumís que las batallas se ganan por la fuerza de los brazos, y no con un poco de astucia y estrategia.

Y ahora que estáis atacando descubrís con estupor que no somos tan pocos como os han informado. Sí, soy capaz de sentir vuestro miedo. Ahora que veis una polvareda que se levanta por cada flanco, que vuela hacia vosotros con la ira de Alá; decidme… ¿es como un frío que se enrosca en la espalda?

Sin duda, os habréis dado cuenta de que no es una opción la idea de dar media vuelta y buscar refugio en lo alto de la colina que vosotros llamáis Laturce. Por más atractivo que parezca lo contrario, es más honroso morir en combate que diezmado en retirada. Bien, bien. No esperaba menos de un séquito real.

No habrá clemencia. En el tiempo que se tomen cualquiera de vuestros valientes en alzar la espada, tres de mis mártires le habrán desmembrado de toda extremidad superior. Porque sin brazos y sin cabeza es como realmente deberíais estar, para ser justos con vuestra auténtica naturaleza.

¡Oh, pero qué es lo que veo! Un jinete solitario galopa hacia la batalla… Umh… No han comprendido todavía el significado de mártir. Únicamente les supondrá una muerte más, sin rendimiento ni beneficio. En mi tierra, la carrera de ese caballero cristiano se tacharía de estupidez. ¿De dónde habrá venido, por qué nadie le ha visto llegar?

No es del ejército, pues cabalga en un magnífico corcel blanco y no viste uniforme, y el pendón que luce en su lanza, una cruz roja, tampoco es el emblema del rey Ramiro. ¿Por qué no lleva ninguna protección? Es como si no tuviera miedo a morir, como si creyera que no puede morir. ¡Y cómo corre! Parece volar sobre una nube.

Veamos cómo acaba. Puede que sorprenda a unos pocos, pero sin duda caerá ante las armas de mis leales. No… no lo entiendo, el corcel parece encabritado, relincha sobre sus cuartos traseros, pero no veo caer al caballero. Mis hombres sucumben bajo el resplandor de esa espada maldita… Va dejando un reguero de sangre a su paso, y amenaza, él solito…, con acabar con todo el flanco izquierdo de mis tropas.

¿Pero es que no tengo lanceros? Sí, pero están combatiendo en primera línea contra las fuerzas cristianas… ¿Pero es que mis capitanes no se están dando cuenta… de que están siendo exterminados… por… ¡un solo hombre!? Si no alcanzan al caballero cristiano… ¡que ataquen al caballo! Ya desmontado no tendrá ni tanta fuerza ni tanta arrogancia… Voy a empezar a gritar en cualquier momento… Bffff.

—¡Señor, señor! ¡Noticias del campo de batalla! Al grito cristiano de “Santiago y cierra España” ha surgido un demonio de rostro muy dulce que nos bendice antes de matar… Los cristianos no dejan de gritar su nombre y nuestros hombres no paran de morir…

¿Todo esto por cien doncellas?

—¿Señor, señor?

…Por cien vírgenes, que tampoco importaba demasiado que no lo fueran…

—¿Qué hacemos, señor?


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martes, 31 de mayo de 2011

Despierta... (un relato de 850 palabras)

Al principio percibió el rumor de unos tambores, tan lejanos que confundió con el propio latido de su corazón. No quiso abrir los ojos, aunque sabía que estaba despertando; porque no ignoraba cuan dura podía ser la vida y lo dulce que era soñar. Ni siquiera los brazos de “Amanecer”, su prometida, competían en bienestar. La inconsciencia que ronroneaba en sus pensamientos, era más complaciente y no exigía proezas para ofrecer sus dones.

La mirada azul de Alejo se enturbiaba en los viajes largos, incluso cuando había descansado las horas necesarias la noche anterior. Debería considerar que conducir turismos no era tan peligroso como trasladar toneladas de sustancias químicas, porque en sus treinta y cinco años de conductor de camiones nunca se había dormido. Probablemente porque su esposa Alba siempre le preparaba un termo de café.

“Ojos azules” se removió bajo la piel maloliente de un cérvido. La fiebre estaba bajando, quizás porque los dioses no querían la compañía de un muchacho. De pronto su corazón se aceleró, tanto que parecía retumbar en la cueva entera. El muchacho se retorció, tal vez moría y su alma marchaba a ciegas. Abrió los ojos y el ritmo frenético de los tambores cesó, dejando paso a un silencio que ensordecía.

Hoy había descubierto que era prescindible para la empresa, que sus jefes habían traspasado el negocio a otros que tuvieran más ganas de defender el patrimonio que esos holgazanes que llamaban hijos… Y Alejo enfermaba sólo de recordar las veces que había suplicado por su empleo.

—¡Me quedan unos pocos años para jubilarme!

—Razón de más para dejar hueco a los jóvenes…

(Un zarpazo).

—Pero es que a mi edad nadie va a contratarme, y yo tengo gastos que pagar…

—Escribe una carta al presidente, yo no tengo la culpa…

(Otro zarpazo).

“Ojos azules” descubrió unas llamas encerradas dentro de un círculo de piedras cerca de sus pies. El crepitar de unos maderos infundió la dosis ajustada de realidad y paz a su delirio. Sin embargo, el rostro de un anciano, que abarcaba todo su campo visual, le arrebató la calma.

—Tu alma me pertenece… ¡Se la he ganado a los espíritus de la noche! —gritó el chamán agitando unos cráneos humanos por encima del muchacho, haciendo un sonido de cascabel a lo largo de su cuerpo.

¿Cómo anunciar a Alba semejante noticia, a ella, que siempre se jactaba de tener un marido tan trabajador? El único modo en el que podía pensar, después de tantos años de trabajo en la carretera, era conduciendo. Deformación profesional. Alejo viajó sin rumbo y sin tacógrafo, sintiéndose pequeño, ridículamente pequeñito, en su fiat punto.

Tras recorrer sin prisas unos cuantos pueblos de la periferia de la capital, lo único que consiguió dejar atrás fue su amor propio. Sintió que el mismo asfalto le repudiaba, que los demás conductores le miraban mal.

—No estoy llegando a ninguna parte —se dijo Alejo en voz baja.

—No… —susurró el muchacho.

Sabía que su corazón no había golpeado con fuerza el pecho, que su alma no quería abandonar el mundo de los vivos y que, por lo tanto, “Serpiente inmortal”, el hechicero, no había ganado nada.

—¡Despierta! —gritó el anciano acercando aún más las pinturas de su cara al joven.

Alejo sintió un respingo en la espalda, notó que agarraba con fuerza el volante, como si repentinamente se hubiera dormido y se aferrara inconscientemente a la realidad. Supo que tan sólo había perdido la consciencia una fracción de segundo. Se estaba adormeciendo. Bajó la ventanilla de su lado y apagó la radio, el soniquete de unos tertulianos no ayudaba demasiado a mantenerlo despierto.

—Joder con el viejo —masculló Alejo, recordando el rostro de un anciano que no había conocido en su vida.

Pudiera ser que hubiese visto una película o documental que no recordara y que luego proyectase su rostro desde la inconsciencia, porque nadie, ni siquiera en carnavales, se había disfrazado con pieles de lobo y abalorios de hueso colgados del cuello y las orejas. Y por más que lo intentó, no recordó a nadie que luciera con tanto orgullo sus arrugas.

Entre sus arrugas, se dibujaban unos círculos rojos y negros, concéntricos alrededor de cada ojo. Y de la boca salían rayos, también rojos y negros. Entre el sudor de la faz del joven, se perfilaban unos cortes profundos y negros, de los que destilaban unos hilillos rojos.

Ambos conocían la verdad.

—No vas a morir… Te perderás en las brumas de los sueños que la gente olvida… Pero yo te buscaré a través de las nieblas del tiempo, te buscaré en los sueños… y te salvaré… ¡Despierta!

“Ojos azules” no volvió abrir los párpados, pero Alejo los abrió tanto como sus cavidades oculares permitían. Se había vuelto a dormir… y le habían despertado.



Final feliz:

… con el tiempo justo para evitar un accidente.



Final realista:

Se descubrió con parte de la grasa del motor esparcida por su cara, por unas facciones que sangraban, rojo sobre negro, como el muchacho de sus sueños; y un fuego a sus pies. Comprendió cuan dulce podía ser la inconsciencia, aunque fuera para siempre.





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Foto tomada de www.portalcantabria.es
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jueves, 19 de mayo de 2011

Dejando huella (España profunda II) [Un relato de 1.270 palabras]


Sí, estoy atrapado; colorado como un tomate y sudando la gota gorda… ¿Que cómo he llegado a esta situación? Tal vez la responsabilidad última la tuvo mi madre, al dotarme de una educación por la que debía saber comportarme correctamente en cualquier circunstancia. O quizás sea la crisis, que me obliga adaptarme a una economía, digamos, más “económica”.

Sea lo que fuere, no lo sé muy bien, algo me empujó al poliderportivo de Valdemorillo (pero que mentirosillo soy, la explicación es más sencilla: en el único gimnasio del pueblo no me sentía demasiado cómodo —les invito a leer España profunda— y la voz de mi mujer se hacía eco con mayor fuerza en mi cabeza, “pagamos un poco menos por el gimnasio y además tenemos piscina,… piscina,… piscina”).

—Vale, vale. Ya te he oído —protesté por la insistencia de Eva.

—Piscina,… piscina —seguía susurrándome al oído.

Cómo me gustaría estar ahora en la piscina. Está cubierta y dividida en calles por unos cables de acero recubiertos por unas piezas de plástico amarillo, que cuando nadas con estilo “libre” como yo, descubres, en manos y pies, que no tienen nada de blanditas. No importa. En este momento me encantaría compartir calle incluso con esos que te miran condescendientes, cuando detrás de ti se forma una caravana de nadadores resignados… ¡Pero si los hay que nadan con aletas en los pies!

—Y además tiene sauna —argumentaba Eva con voz sugerente.

Sí, amigos. Lo hizo, repitió “sauna” varias veces. Y aquí estoy, encerrado en un cubículo de paredes forradas de madera, sudando y resoplando por el calor seco que despiden unas piedras de un rincón. Es un espacio en el que caben con holgura cuatro personas, seis algo apretadillos; y, como era de esperar, reservado para los de tu mismo sexo.

Debe ser muy poco estimulante ver sudar a los del sexo contrario a tu lado… O tal vez sea todo lo contrario, y que las normas traten de impedir que te descubras atractivo bajo las gotitas de sudor que resbalan hacia la barbilla, para abortar el ritual del cortejo: ¿qué, nos hacemos una duchita de agua fría juntos? Porque, afortunadamente, no es necesario ir a los vestuarios para refrescarse: hay una ducha a la entrada de cada sauna.

Sólo tienes que apretar un botón en la pared y de la alcachofa sale un torrente de agua tibia, que se enfría en la medida que se usa. Lo ideal sería repetir el proceso de frío-calor varias veces, para estimular el sistema circulatorio y eliminar toxinas; pero en la práctica no aguanto más de dos duchas. Me entran un mareo y debilidad que como advertencias fisiológicas tomo muy en serio.

Normalmente la sauna está vacía, pero cuando llegas a la entrada y descubres unas gafas y un gorro de baño en el banco de enfrente de la ducha, sabes que no estarás solo detrás de la puerta. En esta ocasión, además, había unas aletas. Debían pertenecer al tipo que se hace tres largos y saca pecho mientras espera a que yo termine el primero. Sí, un pecho depilado que parece burlarse de sus homónimos pilosos.

Como yo apunto canas, y bastantes, y para más añadidura por el resto del cuerpo, en el último corte de pelo no detuve la máquina en la cabeza: su capacidad segadora me descubrió un cuerpo nuevo. Valeee, fue por los nadadores depilados de la piscina. Uno quiere pasar desapercibido, aunque bien pensado creo que ahora llamo más la atención, porque todos me conocen de vista, y a la vista salta que a mi imagen le falta algo… Suspiro en la sauna, dándome cuenta de que tal vez el culpable de mi situación sea yo mismo.

—Hola —saludé al hombre que estaba sentado en el banco superior de la sauna.

Era el único hombre que hacía uso de la sauna, y no me agradaba la idea de sentarme en el banco inferior. Solamente podía sentarme enfrente de las piedras calientes o debajo de aquel tipo. En una opción me achicharraba demasiado la cara, y en la otra me calentaba la idea que pareciera estar insinuándome, de que él no apartara el ojo de mi culo… (Lo sé, los hombres somos un poco ridículos).

Me senté a su lado (de igual a igual, ya sabes, que no haya nadie por debajo) y no cruzamos ni una palabra. Ni siquiera la clásica conversación de ascensor sobre el tiempo o sobre los resultados del último partido de fútbol. Y lo agradezco, sin duda me haría parecer mariquita el hecho de no entender de fútbol… Cómo explicar que a mí me gustan las plantas, que me estoy haciendo un huerto con sus zanahorias y sus calabacines…

Al cabo de unos minutos el hombre de las aletas se despidió. A través del cristal de la puerta pude ver que no recogía sus cosas, y que poco después accionaba la ducha. Lógico, de poco vale una sauna si luego no te duchas con agua fría. Yo empezaba a necesitar refrescarme, de modo que en el momento que oí que no accionaba la ducha salí de la sauna.

Un culo apretado, musculoso y depiladísimo, trataba de contener en la base de la espalda los restos de jabón que bajaban de los hombros… No sé porqué se me antojó muy lubrificado. ¡Por todos los santos, que soy muy heterosexual! Regresé hacia la sauna más sofocado que antes. ¿Por qué diantres se tenía que duchar allí? ¿Y en pelotas?

Pues nada, heme aquí, sin duchar, mareado, enrojecido por el calor y la vergüenza, rezando para que no entrara de nuevo en la sauna. ¡Joder mamá, podrías haber sido más flexible! ¿Y tú, Zapatero, qué habrías hecho tú si en mi situación te encontraras a Rajoy desnudo, llevándose el índice a la boca? En fin, cuatro minutos de disparates varios se me hicieron interminables.

Y más porque cada quince segundos me asomaba al cristal para ver si me esperaba agazapado en algún lugar de la estancia. Cuando finalmente se marchó… (¡ay que ver lo que tardan algunos en quitarse el jabón!) salí escopetado hacia la ducha. Juraría que el agua fría sobre mi piel provocaba un pequeño siseo y que se levantó una ráfaga de vapor.

“Nunca más, nunca más” me decía sabiendo que me refería a que nunca más entraría sólo en una sauna. Mi hijo Alejandro también era socio del polideportivo, y a pesar de tener sólo doce años tiene una envergadura física próxima a la mía: ronda el metro ochenta. Sería, sin saberlo él, mi guardaespaldas una o dos veces por semana.

Me dirigí a los vestuarios, un intenso olor a colonia cosquilleó mi pituitaria. En el momento en que las taquillas se presentaron a mi vista el hombre del pecho (y trasero) depilado abandonaba la estancia. Vi que en uno de los armaritos descansaba un objeto verde, pensé en advertirle de un posible descuido. Pero deseché esa opción, podía ser un ardid para provocar un segundo encuentro (Lo sé, lo sé; los hombres podemos ser muy retorcidos en esto del amor).

¡Que le den por culo!, me lo quedaría yo: él me había hecho pasar un mal rato, y eso podía ser una justa compensación. ¿Qué sería? Podría ser un móvil muy pequeño, tal vez un reproductor de música o un mechero de gasolina. “Eau de oranges verts”, era un frasquito de plástico verde y estaba vacío. Vaya chasco.

¿Por qué las colonias parecen mejores si están denominadas en francés? Me respondo al tener la certeza de que yo, jamás, me acercaré a un tipo perfumado con agua de naranjas verdes… y menos en una sauna.


Fin


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