Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


miércoles, 25 de abril de 2012

"Un dia feliz" (Un cuento de 2.479 palabras)









El origen

Aquella tarde de diciembre en Madrid resultó especialmente fría; apenas paseaban individuos, y, a pesar de un esfuerzo mayor que en años anteriores, los escaparates navideños no atraían miradas. Sólo las notas tristes de un acordeón languidecían por los portales del final de la calle Doctor Esquerdo. Tomás las oyó cuando regresaba a casa, en realidad, una habitación sin ventanas de un sótano compartido.

Regresaba cabizbajo tras la entrevista en un supermercado. Había invertido la mitad del dinero que disponía en comprar un abono de diez viajes, y sólo había conseguido la promesa de que tomarían en consideración su solicitud. Tomás suspiró cuando pasó al lado de un anciano que tocaba el acordeón. "Pronto estaré como tú", pensó.

Al suspiro, el anciano le devolvió una sonrisa. Mostraba unos dientes perfectos, de un inmaculado color que sólo podía obedecer a los cuidados esmerados de una dentadura impecable. Circunstancia extraña, en todo caso, y más en una persona con un bagaje vital tan miserable. De algún modo, la música pareció sonar más fuerte a su paso pero Tomás la ignoró.

Entonces la canción dejó de sonar, y a cada zancada que daba, el acordeón le acompañó con unas notas cada vez más graves. Tomás comprendió que el anciano le estaba llamando la atención. Se paró para rebuscar alguna moneda en el bolsillo; y las notas pararon al instante. "Sólo es un pobre viejo", se dijo. Y se volvió.

Los pasos que dio para acercarse "sonaron", a través del acordeón, más rápidos y alegres.

—¡Vale, vale. Que tampoco es para tanto! —dijo Tomas avergonzado, llevando una mano a la boca.
El anciano, sin dejar de sonreír, le acercó un vaso de plástico, de esos de color blanco que se tienen que sujetar con cuidado porque enseguida se rompen. Tomás miró de reojo en su interior, no había nada. Ni rastro de vino ni de monedas. El anciano agitó el vaso con ansiedad.

Tomás suspiró de nuevo, no conseguía trabajo y en sus bolsillos no tenía ni diez euros. En unos días estaría en la calle y entonces no tendría más recursos, para acallar la voz de su ex mujer, que los tetrabricks de vino ganados por la mendicidad. "¡Te lo dije, te lo dije! ¡Sin mí acabarías en la calle!", tronaba una voz de mujer enfadada en su cabeza. ¿En algo iba a cambiar su vida si le daba unas monedas?

El tintineo de unos céntimos dentro del vaso disipó las advertencias de esa brava mujer. El anciano examinó el dinero removiendo el interior del vaso con un dedo.

—Esto te da para un deseo —soltó el mendigo ampliando la sonrisa.

Tomás observó en sus ojos honestidad y alegría, no encontró odio o locura como era de esperar. El anciano le mantenía la mirada, esperaba una respuesta. Agitó las cejas con la misma ansiedad con la que antes curioseó en el vaso.

—Yo… yo… —Tomás sentía tantas carencias, necesitaba tanto de todo, que no acertó en formular nada en concreto.

El anciano tomó las monedas y se las ofreció de nuevo a su anterior poseedor.

—Vuelve cuando sepas lo que quieres…

¡Inaudito! ¡Un mendigo devolviendo dinero!

—No, por Dios… eso es suyo. Quiero… —se esforzó Tomás en un esfuerzo imaginativo— quiero… quiero que todo el mundo a mi alrededor sea feliz, al menos por un día.

El anciano retiró la mano con el dinero en su interior. Y como si se hubiera cansado de charlar prosiguió tocando el acordeón.

—Eso que toca, es el vals de Amelie… ¿verdad?

El mendigo contestó de una manera extraña:

—Hecho. Tengo que tocar mi canción en otro sitio… Aquí ya no tengo nada más que hacer

.
Ante la mirada atónita de Tomás, el anciano recogió sus cosas, y sin dejar de tocar el acordeón, desapareció en la oscuridad de la noche.

Sospechas confirmadas



Al día siguiente Tomás tenía que acudir a la oficina del SEPE, para gestionar la prestación por desempleo que pretendía percibir. Una voz masculina, en realidad una grabación, le había informado por teléfono la dirección dónde debía presentarse, su turno y la hora aproximada: las nueve y treinta.

Antes de salir tomó un frasco de colonia, de esos de imitación que todos parecen iguales: mismo formato, mismo color, misma etiqueta. Sólo cuando el pulverizador roció la fragancia, comprendió que por error, junto con sus pertenencias de aseo se había mezclado una de las colonias de su mujer.

Era la colonia que más detestaba, de olor tan penetrante que aún manteniendo la boca cerrada se pegaba a las paredes bucales dejando un sabor desagradable en el paladar. Aunque Tomás procedió a lavarse la cara sin demora, y se frotó con abundante colonia masculina, el daño estaba hecho. Sabía que apestaría a colonia de mujer durante dos o tres horas.

Cuando llegó a la oficina descubrió la sala de espera abarrotada: un cuadrado que en dos lados presentaban tres filas de asientos ocupadas con rostros tensos o tristes. Y aún esperaban su turno algunos que estaban de pie, leyendo carteles o confirmando su turno en unas listas pegadas con papel celo en una pared.

—Buenos días —saludó una mujer de casi cincuenta años, de color, en cuanto la puerta automática se abrió para ella.

Calzaba unas botas de cuero verde sobre unas mallas rojas, y un abrigo de piel imitando los manchas de un leopardo no ocultó del todo un jersey morado de punto , que sobresalía por debajo.

—¿Dónde me compulsan estos papeles? —se interesó con un característico acento africano, y en un tono muy alto.

Por más que un vigilante de seguridad trató de explicarle que allí no compulsaban ningún documento, que debería ir al ayuntamiento para esa gestión y presentar fotocopia y original, la negra se lucía hablando más despacio, a la par que más alto. Tal vez para demostrar a la civilizada sociedad occidental que su modo de hablar se debía más a una cuestión fisiológica de su aparato fonador que a fundamentos culturales.

Una princesita de tres años, vestida con un vestido vaquero corto y unos leotardos verdes, tironeaba de la manga de su padre con gesto compungido.

—Porfa… —suplicó la niña con voz de gatito.

El padre no fue capaz de salir de la inexpugnable torre de preocupaciones que unos papeles en la mano provocaban.

Un matrimonio mayor, próximo a la edad de la jubilación, no apartaban la mirada de la niña y de sus botas de agua rosa chicle. Tal vez envidiaban la inagotable vitalidad del angelito, que hacía mover las botas en todas direcciones; o simplemente les irritaba que el padre no reprendiera a la niña por saltar con tanto brío a su lado.

Más atrás, y de pie, dos mujeres sudamericanas ceñían sus respectivas caballeras con una goma, y sendos torsos con unas mallas de licra. El frío no les impidió que lucieran tipo tan poco televisivo. Hablaban en murmullos apenas inaudibles, y sus ojos evitaban todo contacto visual.

Sentado justo enfrente de las chicas, un chico con el pelo de los parietales al uno escuchaba música con auriculares desde un teléfono móvil. Llevaba el ritmo de la música con las piernas, agitando de un modo frenético a los infelices que compartían asiento en la misma fila.

—¡Qué! …¿Qué pasa? —repetía de vez en cuando si notaba que alguien le miraba mal.

Un obrero de la construcción se paseaba en círculos con pasos muy pequeños, tampoco podría pasearse de otro modo en aquella sala. La parte entretenida era cuando llegaba a la puerta de la calle y al acceso a las mesas, porque siempre había gente que entraba o salía; y parecía buscar el bloqueo para iniciar una conversación que nunca se producía.

Como era de esperar, una señora que estaba al lado de Tomás se levantó cuando todavía no era su turno… ¡Ni ella, que era mujer, aguantó el perfume que irradiaba su cara! Se sentó a su lado un joven muy delgado, el mismo que unos minutos antes había dicho, casi gritando:

—Mira, te lo expliqué antes pero no me importa explicártelo otra vez. Estos números son tu dni o lo que tengas, éstos tu turno y esto la hora … ¿entiendes?

La negra asentía con la cabeza, pero sus ojos desmentían justo lo contrario.

Con la misma prepotencia con la que se sentó, a los diez segundos se levantó.

—¡Joder con el ambientador de los cojones! —exclamó.

Y dirigiéndose a Tomás añadió:

—¿No te molesta?

De pronto Tomás experimentó un cosquilleo que caracoleaba en el coxis, que a medida que ascendía vértebra a vertebra revelaba nuevas sensaciones de vida en un cuerpo aletargado por el desánimo y la tristeza. Cuando el cosquilleo llegó a la cabeza, sus órganos de percepción vibraron al unísono. Ojos, oídos y nariz revelaron una percepción del mundo diferente… y extraordinario. Tanta dicha acumulada en su cabeza amenazaba por estallar. Tomás suspiró, notando como emergían haces de luz en las cosas que se fijaba.

Y así, de las botas de la niña brotaron unos rayos rosa palo, vibrantes, que se extendían como fuegos artificiales por la sala pero a cámara lenta. De la señora del chaquetón de leopardo brotaron chispas moradas que parecían saltar del jersey cada vez que se movía…

Lo gracioso de la situación, es que no sólo lo percibía Tomás. Cuando la niña descubrió que los bonitos rayos rosas salían de sus botas de agua, bailó sin descanso para que la luz no se apagara. Los abuelitos enfurruñados vitoreaban ahora a la niña:

—Ole, ole, ole, ole… —decían entre rítmicos aplausos.

Tomás cayó en la cuenta que la sala de espera no tenía hilo musical, que el único instrumento para emitir canciones lo acaparaba el joven que sólo sabía decir "¡qué! …¿qué pasa?". Entonces los auriculares cayeron de las orejas del muchacho, y los berridos inconfesables, que por un instante se apreció, se transformaron en una bonita canción de moda que Tomás había oído cuando se dirigía a la oficina de empleo.

La canción parecía salir de todas partes… La negra del chaquetón empezó a mover el culo con gracia, y sus chispas moradas saltaron de nuevo por la sala. El vigilante acabó por bailar con ella.

—¡Qué más da la fotocopia o el original! —gritó en un arrebato espontáneo de alegría.

Las sudamericanas se habían soltado el pelo, y subidas a unas sillas, como espectaculares go-gos, bailaron la canción mostrando al mundo unas sonrisas encantadoras.

El obrero que andaba a pasos cortos ahora bailaba por la sala de espera, lanzando alternativamente los brazos a la izquierda y la derecha.

—¡Vamos, chicos! —gritó con voz cascada de cazallero.

Y el joven delgado y prepotente le siguió en una improvisada conga. Se le unió el antisocial del pelo cortado al uno por los parietales y el padre de la niña.

Tomás notó que su rostro emanaba transparencias que flotaban en el aire, tenían forma de flores, todas diferentes, y su olor aterciopelado y meloso acariciaban el alma de tal modo que todo aquel que estaba en su radio de influencia odorífica, acabaría por sonreír. Todos estaban contentos, inexplicablemente felices.

En la pantalla luminosa, al lado del número y la mesa, apareció una carita sonriente.

—Es mi turno —anunció Tomás.

—¡Ah no, usted no puede irse! —canturreó la señora que antes estaba sentada a su lado.

Y empezó a menear sus pechos de izquierda a derecha, reforzando la negación de sus labios al ritmo de la canción.

Tomás, con un repentino pudor, se rió por la situación tan ridícula que estaba viviendo. Una asistenta y una senegalesa reforzaron con sus pechos la incipiente barrera pectoral. Era como si presintieran que toda la felicidad que les embargaban desaparecía si Tomás se marchaba. Entre risas y ruegos logró sortear a las mujeres.

Un funcionario sonriente le recibió con los brazos extendidos.

—¡Cuánto honor! —se deshacía en elogios el hombre— ¡Seré la envidia de todos los compañeros! Por favor, tome asiento… ¿le apetece un café calentito?

Tomás estaba abrumado.

—No… no gracias —no estaba acostumbrado a tanta amabilidad de un extraño, y menos si era de un funcionario—. Yo venía para arreglar los papeles del paro…

—Veamos, se llama usted…

—Tomás, Tomás Sánchez Garrido.

Sólo tecleó unas cuantas veces sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador
.
—Hecho, ya lo tiene concedido…

—Pero no ha visto los papeles que le he traído… No sabe cuál es mi número de la seguridad social…

—No hace falta, hombre… Por cierto, he visto que tiene cotizado el mínimo exigido. Bueno, a veces surgen errores administrativos, y a usted no le importará cobrar el máximo, ¿verdad? ¡Vivimos tiempos tan difíciles! Venga venga, no me vaya a rechistar por una menudencia…

—Pe… pero…

—Y cuando se le agote la prestación, venga a verme personalmente —le ofreció una tarjeta con nombre y apellidos, teléfonos de contacto y email personal—. No hace falta que pida cita previa, ¿de acuerdo, campeón? Ya verá como todo se soluciona.

Y se levantó de su silla para acompañar a Tomás hasta la salida. En cuanto apareció en la sala descubrió a la pareja de ancianos bailando break dance en el suelo. Todos reían y silbaban… Tomás se frotó los ojos, no podía estar sucediendo todo lo que pasaba. ¡Estaba durmiendo! Pronto sonaría la alarma del despertador y se prepararía para ir a la oficina del paro… Sí, esa era la explicación más lógica.

En cuanto salió a la calle y recibió el frescor en la cara supo que no dormía, que todo era real, muy real… pero había algo extraño que retocaba el mundo por donde pasaba. Cruzó de acera, y esperó unos minutos, transcurridos los cuales corrió como una exhalación hacia la oficina del paro. La puerta se abrió, descubriendo la típica estampa gris de una sala de espera de un organismo oficial.
Nadie hablaba, todos estaban tristes, tensos o preocupados… De no ser por una niña de tres años, que le miraba con una gran sonrisa en la cara, habría creído vivir una alucinación.

—Haz otra vez lo de la luz rosa, porfa —dijo con su vocecita de gato.

—No molestes al señor —regañó su padre.

¿Pero es que no se acordaba que apenas unos momentos antes bailaba una conga con un colgado y un psicópata? Las sudamericanas se recogían el pelo en una triste coleta, sin recordar siquiera la razón por la que se habían desmelenado. Y una señora de llamativo abrigo insistía en pasar para que le compulsara una fotocopia.

—¡Qué…! ¿Qué pasa? —se oía la voz de un colgado al fondo.

—Haz otra vez lo de la luz rosa —insistía la niña.

—No seas pesada…

Sólo entonces se acordó del mendigo del acordeón, de su limosna y del deseo que le regaló a cambio. Sólo entonces comprendió lo que estaba pasando, y que si hubiera deseado otra cosa nada habría sucedido… Sólo entonces llegó a la siguiente

Conclusión
"Soy un gilipollas… ¡Soy un gilipollas!"

Fin






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