Mi nombre es José, pero todos me llaman Joselito. Que me gusten las coplas, y las cante cuando tengo un vino de más, tal vez sea la razón de mi apodo… aunque no se puede decir que tenga la voz de oro. La voz no, pero sí el corazón, decía la que sería después mi esposa. Y eso fue lo que la enamoró, creo. Y la verdad, no sé qué es lo que ella pudo ver en mí. Somos tan diferentes que hasta yo mismo dudaba que nuestra relación fuera más allá de un capricho de una niña bien… Cayetana, tan elegante y fina; y yo, marino, según ella… ¡Pescador, cojones, pescador! Y me emborracho cada noche antes de zarpar a la mar, por si fuera la última que paso en tierra firme.
—Cariño, sabes que tendrás mi apoyo —anunciaba un anciano sosteniendo una copa de brandy—. Tuviste mi comprensión cuando te enamoraste de Fabián —añadió Ernesto sin apartar la vista de una fotografía en la que un atractivo alpinista de pelo largo abrazaba a Cayetana, su hija—. No rechisté cuando un día fuiste al circo y tardaste siete meses en regresar. ¿Cómo se llamaba ese italiano? —murmuró recorriendo con la mirada los largos bigotes de un hombre, en otra foto, que levantaba con una sola mano a una mujer, a su princesita sonriente, empequeñecida entre unos bíceps inhumanos.
Sorbió un poco de la copa, quizás para reunir fuerzas para lo que a continuación iba a decir, o tal vez para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba los temas amorosos de su hija.
—Recibí con cordialidad a Ciriaco, a pesar de que nunca me agradó su manera de mirar —añadió acariciando a una Cayetana tras el cristal de un marco, que abrazaba a un tipo que abría mucho un ojo y entrecerraba el otro—, porque asegurabas que era una eminencia en el campo de las matemáticas, y respetábamos, tu madre y yo, su nula conversación y sus respuestas incoherentes a preguntas sencillas…
“—Así que matemático, ¿eh, Ciriaco? ¿Hemos descubierto en los números la existencia de Dios?
—No me gusta nada el melocotón en almíbar —respondió masticando, triturando ruidosamente una pera con la boca cerrada”, recordaron padre e hija a un tiempo.
—¡Dios mío! Si parecía una mantis religiosa —explotó Ernesto—, y no podía dejar de imaginármelo devorando tu corazón, con esa manera tan escandalosa de comer.
Cayetana sabía dónde acabaría esta conversación, pero dejó terminar a su padre. Era mejor que se sintiera desahogado, sería más fácil rebatirle.
—Pe… pero…—tartamudeó ante la nueva fotografía de la colección, en la que un hombrecillo asomaba la cabeza entre los pliegues del abrigo de Cayetana, con expresión de sorpresa— ¿me puedes decir que es lo que has visto en Joselito?
—Papá, a simple vista no parece gran cosa. No es guapo, aunque tampoco es feo; no tiene estudios, aunque no es tonto; no es alto… —y guardó un silencio significativo—; no es rico ni viene de buena familia, vale. Pero es generoso, papá, y lo es con todo el mundo; es humilde y no se avergüenza por ello… ¡Estoy tan harta de los presuntuosos, que no pierden ocasión de recitar sus virtudes! Y sobre todo, papá, es que es una buena persona, de esos que ya no quedan… y ha jurado cuidarme papá, toda la vida, en la enfermedad y en la pobreza…
En la voz paterna zozobró la congoja.
—¿No os habréis casado?
Cayetana rió.
—¿No es adorable? —Preguntó con un brillo especial en los ojos.
¡Y de qué manera resplandecían! Ernesto se resignó a que esa foto ocupara un sitio oficial en el salón de la casa, pero dejó hueco para otro portarretratos… Hombres con mejores cualidades no domaron el corazón de Cayetana, y Joselito, no tendría demasiadas oportunidades tras la rutina, cuando la pasión desaparece y se ven a las personas como son.
Unos meses después apareció una nueva foto en la mesa: Cayetana sonreía con dulce cansancio, descansaba en su pecho una criaturita pelona; y detrás de ellas, con gesto de estupor, Joselito miraba a la cámara.
El matrimonio barajó varias posibilidades para nombrar al nuevo miembro de la familia. Por un lado los nombres de Daniela, Carlota, y Dominique hacían frente común contra un solitario y poco sofisticado María del Carmen. La niña acabó por llamarse Daniela, sin embargo, en esta ocasión no hubo testimonio fotográfico que registrara extrañeza o aturdimiento paterno.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no, me niego! —dijo Joselito mostrando una determinación inusual en él.
—Pero cariño —trató de apaciguar Cayetana—, ¿qué más te da, si la niña va a estar guapísima así vestida de princesita?
—¡Pero es que es un bebé, ni siquiera es una niña pequeña! Y mi madre le ha hecho un vestidito para la ocasión.
—Después de las fotos le pondremos la ropita de tu madre —negoció sabiamente su esposa—, y así mis padres tendrán la foto que desean en el salón y tu madre podrá disfrutar de su nietecita conjuntada durante tooooda la fiesta. Venga tontín, además el vestido tapará el tacatá, y será graciosísimo ver a un bebé corretear por ahí… ¡cómo si el Espíritu Santo después del bautizo le diera alas!
Y Joselito cedió, una vez más, pero con cierto resquemor; porque sabía que la discrepancia de criterios perjudicaba a su madre en esta ocasión. Todavía no se habían asentado bien las diferencias sociales, y Joselito estaba dolido de que siempre se acomodaran por el mismo lado, por el suyo.
Pocos días después, la residencia habitual de Ernesto y Cayetana, suegros de Joselito, fue el escenario escogido para la celebración del bautizo. Poco pudo decir el marino, que estaba más a favor de las tascas del puerto, para que bebiera todo aquel que quisiera a la salud de su hija, que para eso pagaba. Se contentó con que pudiera tomar el micrófono y cantara una canción, la que más le gustara a él, y pudiera invitar a un máximo de veinte personas; “porque la casa tampoco era tan grande”, según palabras de Cayetana. “Nos ha jodido, los jardines estarán petados con las ciento ochenta personas que tu familia ha invitado”. Y no podía quejarse, puesto que era una fiesta informal, y el protocolo y la etiqueta no serían severos, si no, ni él mismo podría asistir a la fiesta de su hija.
Después de cuatro canciones interpretadas sin gracia por la orquesta contratada para la ocasión, Joselito arrebató el micrófono al cantante. No estaba previsto el descanso del cantante hasta cuatro o cinco canciones más, pero unas botellas de coca-cola de dos litros, llenas de vino de Chiclana, pasadas de manera oficiosa por los amigos de Joselito, dotaron de la audacia que normalmente le faltaba.
Y cantó, entre aplausos y vítores de una docena de impresentables, bien afeitados y apestando a colonias baratas.
—Por ahí viene Joselito, con los ojos brillantitos,… por la calle Peñón. Se ha tomado tres botellas de coca-cola llenas… —cantó Joselito.
—De vino de Chiclana —corearon sus amigos los pescadores, sin ningún pudor.
—Ya tiene las ganas y ahora sólo busca un sitio…
—Dónde le dejen cantar —acompañaron los marinos.
—Ponme otra copa, que ya sabes que mañana… voy a la mar.
Y hubo uno que le acercó una de esas botellas de coca-cola sin etiqueta, que agradeció bebiendo a morro un buen trago. Después de los ayees obligados de la canción, los dos mundos se quedaron escuchando “¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro!” con atención. Por unos momentos, la niña que correteaba en el tacatá dejó de ser la atracción.
—(…)Y esto era muchos grados de marea al sur… de Fernando Po. Ya llegó la hora de la zarzamora y sube… la atmósfera en el bar. Y en el tubo traqueado, el salitre le ha dejado… rumor de altamar. Aaaaay Joselito, y aaay, aaay, aaay y aaaay —cantó el hombrecito que se había ganado un espacio propio en el escenario.
Joselito pudo observar a su hija que le miraba con expresión de perplejidad… ¡Qué orgullo!
—¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro! —gritó con satisfacción— que de puerto en puerto voy dejando mi cuplé. Siete novias tuve, más novias que un moro. Me salieron malas, y a las siete abandoné…
Los pescadores aplaudían y silbaban como si hubieran recibido la lección más importante de sus vidas. Los encorbatados caballeros que llenaban la sala se miraron de reojo, como buscando una nueva pauta a imitar que no fueran esas efusivas muestras de embriaguez, ¿o era por sospechar que sus vidas hubieran sido más satisfactorias de no haber mantenido un matrimonio sin amor?
—Por favor, papá —susurró Cayetana—… ¡Aplaude!
—¿Más novias que un moro? —replicó Ernesto.
—Sólo es una canción…
Y aplaudió, con una sonrisa forzada, aprendida tras tantos años de sinsabores; sólo por la felicidad de su hija. Y con ese aplauso llegó la ovación, inesperada para todos. Joselito se emocionó.
—Gracias, gracias… Gracias amigos —decía mientras el vocalista del grupo trataba de recuperar el micrófono, tal vez temeroso de que parte de su salario llegara a ese paleto que no tenía ninguna educación musical.
Musical ni no musical, a juzgar por la resistencia que ofrecía en devolver el dichoso micrófono.
—¿Alguien ha visto a Daniela? —se interesó la abuela tratando de ocultar la ansiedad.
Pronto los aplausos dejaron de sonar a favor de un rumor sordo. La alarma salpicó a Joselito, que desde el escenario, tenía una visión completa del salón y los jardines de la casa… en los que una cuidada piscina iluminaba unas aguas azuladas. En medio parecía flotar algo.
—¡Nooo! —gritó Joselito, comprendiendo que podía ser su hijita.
Saltó por encima del vocal de la orquesta, y fue el primero en llegar a la piscina. De repente detuvo la carrera. Espero pacientemente a que los demás llegaran, porque sabía que nada podía hacer ya: en el fondo se apreciaba con claridad el tacatá de la niña.
—¡Dios mío! —gritó Cayetana, la madre de la niña, en cuanto llegó.
El rostro perplejo de una niñita calva destacaba entre los pliegues de un vestido de princesita. Las bolsas de aire que se habían formado al caer en la piscina la mantenían a flote, que con el otro vestido, sin can-can, ni pliegues, sin fruncidos ni encajes… se hubiera hundido irremediablemente.
Fin
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