Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 2 de junio de 2012

"Estupor" (un relato de 1723 palabras)



Mi nombre es José, pero todos me llaman Joselito. Que me gusten las coplas, y las cante cuando tengo un vino de más, tal vez sea la razón de mi apodo… aunque no se puede decir que tenga la voz de oro. La voz no, pero sí el corazón, decía la que sería después mi esposa. Y eso fue lo que la enamoró, creo. Y la verdad, no sé qué es lo que ella pudo ver en mí. Somos tan diferentes que hasta yo mismo dudaba que nuestra relación fuera más allá de un capricho de una niña bien… Cayetana, tan elegante y fina; y yo, marino, según ella… ¡Pescador, cojones, pescador! Y me emborracho cada noche antes de zarpar a la mar, por si fuera la última que paso en tierra firme.

—Cariño, sabes que tendrás mi apoyo —anunciaba un anciano sosteniendo una copa de brandy—. Tuviste mi comprensión cuando te enamoraste de Fabián —añadió Ernesto sin apartar la vista de una fotografía en la que un atractivo alpinista de pelo largo abrazaba a Cayetana, su hija—. No rechisté cuando un día fuiste al circo y tardaste siete meses en regresar. ¿Cómo se llamaba ese italiano? —murmuró recorriendo con la mirada los largos bigotes de un hombre, en otra foto, que levantaba con una sola mano a una mujer, a su princesita sonriente, empequeñecida entre unos bíceps inhumanos.

Sorbió un poco de la copa, quizás para reunir fuerzas para lo que a continuación iba a decir, o tal vez para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba los temas amorosos de su hija.

—Recibí con cordialidad a Ciriaco, a pesar de que nunca me agradó su manera de mirar —añadió acariciando a una Cayetana tras el cristal de un marco, que abrazaba a un tipo que abría mucho un ojo y entrecerraba el otro—, porque asegurabas que era una eminencia en el campo de las matemáticas, y respetábamos, tu madre y yo, su nula conversación y sus respuestas incoherentes a preguntas sencillas…

“—Así que matemático, ¿eh, Ciriaco? ¿Hemos descubierto en los números la existencia de Dios?  
—No me gusta nada el melocotón en almíbar —respondió masticando, triturando ruidosamente una pera con la boca cerrada”, recordaron padre e hija a un tiempo.

—¡Dios mío! Si parecía una mantis religiosa —explotó Ernesto—, y no podía dejar de imaginármelo devorando tu corazón, con esa manera tan escandalosa de comer.

Cayetana sabía dónde acabaría esta conversación, pero dejó terminar a su padre. Era mejor que se sintiera desahogado, sería más fácil rebatirle.

—Pe… pero…—tartamudeó ante la nueva fotografía de la colección, en la que un hombrecillo asomaba la cabeza entre los pliegues del abrigo de Cayetana, con expresión de sorpresa— ¿me puedes decir que es lo que has visto en Joselito?

—Papá, a simple vista no parece gran cosa. No es guapo, aunque tampoco es feo; no tiene estudios, aunque no es tonto; no es alto… —y guardó un silencio significativo—; no es rico ni viene de buena familia, vale. Pero es generoso, papá, y lo es con todo el mundo; es humilde y no se avergüenza por ello… ¡Estoy tan harta de los presuntuosos, que no pierden ocasión de recitar sus virtudes! Y sobre todo, papá, es que es una buena persona, de esos que ya no quedan… y ha jurado cuidarme papá, toda la vida, en la enfermedad y en la pobreza…

En la voz paterna zozobró la congoja.

—¿No os habréis casado? 

Cayetana rió.

—¿No es adorable? —Preguntó con un brillo especial en los ojos.

¡Y de qué manera resplandecían! Ernesto se resignó a que esa foto ocupara un sitio oficial en el salón de la casa, pero dejó hueco para otro portarretratos… Hombres con mejores cualidades no domaron el corazón de Cayetana, y Joselito, no tendría demasiadas oportunidades tras la rutina, cuando la pasión desaparece y se ven a las personas como son.

Unos meses después apareció una nueva foto en la mesa: Cayetana sonreía con dulce cansancio, descansaba en su pecho una criaturita pelona; y detrás de ellas, con gesto de estupor, Joselito miraba a la cámara.

El matrimonio barajó varias posibilidades para nombrar al nuevo miembro de la familia. Por un lado los nombres de Daniela, Carlota, y Dominique hacían frente común contra un solitario y poco sofisticado María del Carmen. La niña acabó por llamarse Daniela, sin embargo, en esta ocasión no hubo testimonio fotográfico que registrara extrañeza o aturdimiento paterno.

—¡Ah, no! ¡Eso sí que no, me niego! —dijo Joselito mostrando una determinación inusual en él.

—Pero cariño —trató de apaciguar Cayetana—, ¿qué más te da, si la niña va a estar guapísima así vestida de princesita?

—¡Pero es que es un bebé, ni siquiera es una niña pequeña! Y mi madre le ha hecho un vestidito para la ocasión.

—Después de las fotos le pondremos la ropita de tu madre —negoció sabiamente su esposa—, y así mis padres tendrán la foto que desean en el salón y tu madre podrá disfrutar de su nietecita conjuntada durante tooooda la fiesta. Venga tontín, además el vestido tapará el tacatá, y será graciosísimo ver a un bebé corretear por ahí… ¡cómo si el Espíritu Santo después del bautizo le diera alas!

Y Joselito cedió, una vez más, pero con cierto resquemor; porque sabía que la discrepancia de criterios perjudicaba a su madre en esta ocasión. Todavía no se habían asentado bien las diferencias sociales, y Joselito estaba dolido de que siempre se acomodaran por el mismo lado, por el suyo.

Pocos días después, la residencia habitual de Ernesto y Cayetana, suegros de Joselito, fue el escenario escogido para la celebración del bautizo. Poco pudo decir el marino, que estaba más a favor de las tascas del puerto, para que bebiera todo aquel que quisiera a la salud de su hija, que para eso pagaba. Se contentó con que pudiera tomar el micrófono y cantara una canción, la que más le gustara a él, y pudiera invitar a un máximo de veinte personas; “porque la casa tampoco era tan grande”, según palabras de Cayetana. “Nos ha jodido, los jardines estarán petados con las ciento ochenta personas que tu familia ha invitado”. Y no podía quejarse, puesto que era una fiesta informal, y el protocolo y la etiqueta no serían severos, si no, ni él mismo podría asistir a la fiesta de su hija.

Después de cuatro canciones interpretadas sin gracia por la orquesta contratada para la ocasión, Joselito arrebató el micrófono al cantante. No estaba previsto el descanso del cantante hasta cuatro o cinco canciones más, pero unas botellas de coca-cola de dos litros, llenas de vino de Chiclana, pasadas de manera oficiosa por los amigos de Joselito, dotaron de la audacia que normalmente le faltaba.

Y cantó, entre aplausos y vítores de una docena de impresentables, bien afeitados y apestando a colonias baratas.

—Por ahí viene Joselito, con los ojos brillantitos,… por la calle Peñón. Se ha tomado tres botellas de coca-cola llenas… —cantó Joselito.

—De vino de Chiclana —corearon sus amigos los pescadores, sin ningún pudor.

—Ya tiene las ganas y ahora sólo busca un sitio… 

—Dónde le dejen cantar —acompañaron los marinos.

—Ponme otra copa, que ya sabes que mañana… voy a la mar.

Y hubo uno que le acercó una de esas botellas de coca-cola sin etiqueta, que agradeció bebiendo a morro un buen trago. Después de los ayees obligados de la canción, los dos mundos se quedaron escuchando “¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro!” con atención. Por unos momentos, la niña que correteaba en el tacatá dejó de ser la atracción.

—(…)Y esto era muchos grados de marea al sur… de Fernando Po. Ya llegó la hora de la zarzamora y sube… la atmósfera en el bar. Y en el tubo traqueado, el salitre le ha dejado… rumor de altamar. Aaaaay Joselito, y aaay, aaay, aaay y aaaay —cantó el hombrecito que se había ganado un espacio propio en el escenario.

Joselito pudo observar a su hija que le miraba con expresión de perplejidad… ¡Qué orgullo!

—¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro! —gritó con satisfacción— que de puerto en puerto voy dejando mi cuplé. Siete novias tuve, más novias que un moro. Me salieron malas, y a las siete abandoné…

Los pescadores aplaudían y silbaban como si hubieran recibido la lección más importante de sus vidas. Los encorbatados caballeros que llenaban la sala se miraron de reojo, como buscando una nueva pauta a imitar que no fueran esas efusivas muestras de embriaguez, ¿o era por sospechar que sus vidas hubieran sido más satisfactorias de no haber mantenido un matrimonio sin amor?

—Por favor, papá —susurró Cayetana—… ¡Aplaude!

—¿Más novias que un moro? —replicó Ernesto.

—Sólo es una canción…

Y aplaudió, con una sonrisa forzada, aprendida tras tantos años de sinsabores; sólo por la felicidad de su hija. Y con ese aplauso llegó la ovación, inesperada para todos. Joselito se emocionó.

—Gracias, gracias… Gracias amigos —decía mientras el vocalista del grupo trataba de recuperar el micrófono, tal vez temeroso de que parte de su salario llegara a ese paleto que no tenía ninguna educación musical.

Musical ni no musical, a juzgar por la resistencia que ofrecía en devolver el dichoso micrófono.

—¿Alguien ha visto a Daniela? —se interesó la abuela tratando de ocultar la ansiedad.

Pronto los aplausos dejaron de sonar a favor de un rumor sordo. La alarma salpicó a Joselito, que desde el escenario, tenía una visión completa del salón y los jardines de la casa… en los que una cuidada piscina iluminaba unas aguas azuladas. En medio parecía flotar algo.

—¡Nooo! —gritó Joselito, comprendiendo que podía ser su hijita.

Saltó por encima del vocal de la orquesta, y fue el primero en llegar a la piscina. De repente detuvo la carrera. Espero pacientemente a que los demás llegaran, porque sabía que nada podía hacer ya: en el fondo se apreciaba con claridad el tacatá de la niña.

—¡Dios mío! —gritó Cayetana, la madre de la niña, en cuanto llegó.

El rostro perplejo de una niñita calva destacaba entre los pliegues de un vestido de princesita. Las bolsas de aire que se habían formado al caer en la piscina la mantenían a flote, que con el otro vestido, sin can-can, ni pliegues, sin fruncidos ni encajes… se hubiera hundido irremediablemente.


Fin



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"La ciudad del zorro" (un relato de 1.342 palabras)


Un grito de dolor, ahogado por la sangre que mana de una mano. El vertigo es algo más que el sabor salado; un pie resbala entre las tejas y una mano deja una huella roja en la chimenea. Surge el instinto de conservación, aún cuando no hay razones para vivir.

—¿Por qué? —gritó Antonio, ahora que no tenía una mano que morder.

Y su voz alzó el vuelo de unas palomas que se creían seguras en la cornisa del edificio de enfrente.

—¿Por qué? —tronó de nuevo un lamento, y otra bandada de palomas levantó vuelo.

El batir de alas, la fricción de las plumas en el aire, lo abarcó todo por unos instantes... Todo acabaría pronto, el aleteo y el dolor. Pero seguían apareciendo palomas y más palomas, como si todas las del barrio, incluso de la ciudad, hubieran acudido a su grito en lugar de auyentarlas.

Antonio ya no estaba en la azotea de un modesto apartamento de la sierra de Madrid. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Unos días? ¿Unas semanas? A veces el tiempo transcurre en una tridimensionalidad vital extraña, sin dejar huella de su paso en la memoria. Pero la pregunta que en realidad no podía contestar Antonio era...

—¿Qué hago en Londres? —se preguntó con la sensación de que la realidad lo estaba masticando, y que incapaz de tragárselo, lo escupiría en cualquier momento.

Un negro desafinaba aporreando las cuerdas de una guitarra a la salida de la estación del metro de Stockwell, al sur de Londres. Tal vez la falta de pudor se debiera al cabello blanco, tal vez a la miseria que habia desdentado la mayor parte de la boca. La mano derecha de Antonio acarició unas monedas en el interior del bolsillo del pantalón.

"No, necesito hacer la compra". Y la mano salió vacía del bolsillo. Poco después se hallaba frente a los expositores de alimentos de un supermercado. No conocer el idioma era algo más que la incapacidad de relacionarse con los demás, era la negación del mundo mismo.

"¿Cuál de estas harinas será integral?", trataba de adivinar Antonio leyendo una y otra vez palabras incomprensibles, tratando de deducir la composición de los paquetes por el color del papel, buscando pistas significativas en los dibujos de las diferentes harinas.

Un hombre de color, de unos cuarenta años, lleno de trencitas, se paró detrás de Antonio. "Ya está, ahora es cuando me saca la navaja", pensó notando que no había nadie más en el pasillo.

—Si me permites un consejo... ¡no lo dudes más! —dijo el negro con una amplia sonrisa—. Ésta, ésta es buenisima y está a buen precio —explicó señalando el paquete que descansaba en su cesta.

Antonio comprendió lo que decía, pero apenas pudo contestar a sus desvelos con un simple "gracias". Y el hombre salió del pasillo cantando en voz alta una canción, una incomprensible canción que a través de su aparato fonador grave y gutural modulaba aún mejor su alegría de vivir.

De regreso a casa, Antonio sorprendió un zorro que trataba de ocultarse tras unos contenedores de basura. Había oido hablar de que se habían integrado en la ciudad, pero hasta que no lo vio con sus propios ojos no lo creyó. ¡Era cierto!

Sintió que el zorro lo estudiaba, no había temor en sus ojos pero si una tristeza similar a la suya. Sintió tentación de compartir algo de comida, pero la harina que había comprando, y que no tenía claro si era integral o no, sabía que no sería del agrado del cánido.

Un joven nativo, origen deducido no solo por sus rasgos nórdicos sino por su capacidad de no tiritar con una simple camiseta en pleno mes de abril, lanzó contra el animal una botella que se rompió estrepitosamente contra una pared, a un lado de los contenedores.

—Es una alimaña, transmiten enfermedades —justificó el joven, con el hálito de los que han bebido alcohol con el estómago vacío.

Pero Antonio se retiró, no tenía ganas de distinguir quien era la alimaña en realidad. Pasó por delante de una iglesia, que parecía más un templo griego, con sus columnas y tímpano en la fachada, que una iglesia cristiana. "Dios te ama", propugnaba un cartel mal colocado entre las columnas.

—Buenos días —dijo un joven vestido con un traje impecablemente planchado—. ¿Le interesa saber qué secretos se esconden detrás de esos muros?

—Lo siento, no entiendo... —contestó Antonio—. Soy español y todavía no he aprendido a hablar en inglés.

—¡Ah, comprendo! —replicó el joven hablando en un castellano muy afectado. Mi madre era sevillana, es por eso que sé hablar un poquito... —añadió acercando el pulgar y el índice de la mano derecha sin que se tocaran.

—¡Qué bien!

Antonio sintió una sensación de alivio. Hacía mucho tiempo que no experimentaba sensaciones agradables. La verdad es que el joven era simpático y... ¡hablaba español!

—Sí, comprendo bien los que vienen de otros paises... Para ellos todo es diferente: las costumbres, la comida, la gente...

—¡Y no sabes cómo! Y es curioso que yo lo diga, que estaba acostumbrado a tratar con muchos extranjeros en Madrid... por mi trabajo. Pero no te das cuenta de la soledad del inmigrante ¡hasta que te toca vivirla!

—Jajaja...-fue una risa discreta, cortés—. En nuestra comunidad nadie es extraño, todos somos amigos desde el primer día.

"¿Comunidad? ¿De qué comunidad está hablando?". Antonio permitió que el joven se expresara un poco más.

—Siempre hemos pensado que todos somos hermanos, que nadie está por encima de nadie y que es nuestra obligación ayudar a los más necesitados...


—¿Eres de esta iglesia? —se aventuró Antonio señalando "El Dios te ama" que estaba al otro lado de la valla de la acera.

—Sí, pero no somos una secta extraña que comemos cerebros y esas cosas! —y el joven volvió a reir ante su ocurrencia.

Si supiera lo siniestro que sonaba esas palabras no las diría con tanta ligereza.

—Nos preocupamos mucho por las personas... por sus necesidades, por que sólo un hombre feliz puede hacer una sociedad feliz.

—Comprendo...  —dijo Antonio, pero la voz cascada de un mendigo de color le interrumpió sin ninguna educación.

—¡Hola ...amigos! —dijo en español. Era el viejo que desafinaba en la entrada de metro de Stockwell—. ¿Tienen algo para mi guitarra y para mí? —añadió en inglés, extendiendo la mano que dirigía alternativa a uno y a otro.

—No moleste, por favor —replicó el joven sin mirarle siquiera a los ojos—. ¿No ve que tenemos una conversación privada?

—¡Amigo! ¡Amigo! —insistió el anciano desdentado con cierta desesperación, tal vez hoy los transeuntes no mostraron su habitual generosidad. Pero se le escapó una burbuja de saliva pastosa que cayó en el traje impecablemente planchado.

—¡No me obligue a llamar a la policía! —reprendió con severidad el joven con un gesto de extrema repugnancia.

El anciano suspiró...

—Sorry... —dijo, clavando sus ojos negros en los de Antonio. En ellos no había miedo, solo cierta tristeza.

Y se marchó, arrastrando con desgana unos zapatos raidos.

—¡No! —gritó Antonio, recordando la mirada del zorro.

Tomó con vehemencia la mano del anciano y le dio los noventa céntimos que tenía en el bolsillo. No tenía más.

—Sorry... —dijo Antonio. No sabía como expresar mejor su verguenza.

—¿Pero que hace? —protestó el joven—. ¡No le está ayudando! Son como alimañas... se aprovechan de nuestros buenos sentimientos.


En algún lugar de la ciudad, un zorro que se había librado de un botellazo trataba de sobrevivir. Delante de él, un anciano sin recursos trataba también de sobrevivir. Casi por casualidad, Antonio comprendió que los hombres de impecables trajes pueden esconder autenticos depredadores para otros hombres y que los desafortunados no son alimañas.

—Su iglesia no vale nada.

—¡Pero... pero...! —gritó el cazador de almas.

El mendigo cantó más alto, Antonio reconoció que era la misma canción del hombre del supermercado. Recordó su alegría, y supo que el mendigo también estaba feliz... y no por noventa míseros céntimos.

—¡Thank you! —gritó Antonio.

—No  —contestó el anciano cantando—, thank you.

Antonio sonrió, ningún dios le consiguió tanto bienestar.


Fin



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