“Cada uno arrastra sus propios fantasmas... ¿o somos nosotros quiénes estamos arrastrados por ellos?”
—Necesita mucho reposo, mucha paz —sugirió el psicólogo.
Y Julen interpretó que debía eliminar al máximo todo tipo de emociones y estímulos. Era esencial para su adecuada recuperación; por eso se compró unas gafas de sol.
“Debe evitar los espacios cerrados y si es posible el contacto con las multitudes”, por eso Julen se tomó unas vacaciones pagadas por cortesía del museo de cera. ¡Y qué mejor manera de seguir el consejo médico que circulando a gran velocidad por las carreteras de la meseta española!
La soledad dorada entre campos de trigo, tan inmensos, parecía mecerlo al compás de las ondulaciones que la brisa provocaba en ese mar de espigas. Y él sintió algo de esa libertad que perseguía a ciento veinte kilómetros por hora en su "escarabajo" descapotable, era como si la madre naturaleza acariciara la cabeza, alborotando el cabello de su hijo Julen en un gesto de maternal aprobación.
Llevaba horas conduciendo, y apenas se había cruzado con alguien. Probablemente circulaba por la región más deshabitada de toda España... y le agradó.
—Pero hijo, ¿cómo se te ocurre hacer esa locura? ¿Cuándo sentarás la cabeza? —recriminaba su madre.
—Mamá, no soy un niño, tengo veinte y cuatro años y vivo por mi cuenta. Tengo derecho a vivir como mejor me parezca.
—No te das cuenta, pero es que todavía eres un niño.
—¡Por eso, mamá, me tienes que dejar vivir! Tardé en andar más que cualquier otro niño porque tú no querías que me hiciera daño...
—Cielito, deja que te aconseje. Escucha a tu mami que sabe más de la vida...
—¡No! Escúchame tú a mí, lo haré te parezca mal o bien... Tengo derecho a equivocarme.
Julen recordó el disgusto que provocó a su madre, siempre se afligía mucho si la contrariaba en lo más mínimo. Pero no era una madre de las que gritan y rompen platos, no; ella se retiraba en silencio a su habitación, y allí rasgaba el alma de su hijo con sus lágrimas. ¡Cuántas veces deseó encontrar una razón para odiarla! Nunca la encontró, Julen se culpaba por hacerla sufrir, se culpaba por rechazarla en cada asfixiante abrazo de una intimidad que necesitaba crecer hacia otros horizontes que los maternos.
Su padre no debió morirse tan joven. Sí, debió enfrentarse antes a su madre. Lo supo cuando cientos de anónimos girasoles parecían devolverle la sonrisa. Era una buena señal, pese a ser todavía muy reciente lo del museo.
—¡He conseguido un trabajo fabuloso! —dijo Julen a Sofía, su novia, con una sonrisa estirada desde el alma.
—¿Y qué opina tu madre? —se interesó ella.
Había trampa en sus palabras.
—Bueno, lo de siempre, ya sabes...
—¡Por Dios, Julen! —explotó Sofía volcando el café de la taza al levantarse—. ¡Otra vez tu madre!
—¿No quieres saber dónde y cuándo empiezo? —las arrugas de la frente suplicaban tregua a una larga batalla.
—¡Me tienes harta! —gritó llevándose las manos a la cabeza, sin darse cuenta que era el centro de todos las miradas del bar—. ¡Tu madre esto, tu madre lo otro! Te tiene controlado...
—Sofía, por favor, tranquilízate.
—¡No me da la gana! Mira, me caes bien, eres un buen chico, pero no soporto tener que rivalizar con su fantasma. ¿No la ves? ¡Está sentadita a tu lado... y eso que no la conozco!
—Ya hemos hablado que eso era lo mejor.
—Sí, pero lo has decidido tú todo. Mira, creo que es mejor que no nos veamos en una temporada.
—¿Pero que dices? —exclamó atónito.
Sabía lo que eso significaba.
—Ya sabes dónde encontrarme... ¡Pero no vengas hasta que tu madre no viva contigo! —gritó dando un portazo, dejando con la respiración cortada a Julen, a los camareros y a más de uno que allí estaban.
—Empiezo esta noche —susurró Julen con ojos llorosos.
—Te invito a una cerveza —rompió el silencio un cuarentón con un palillo en la boca—. No la hagas caso, mi mujer también es así y cuando se pone estupenda me meto aquí, y entre copa y copa, espero a que se le pase...
¡Maldita la hora en que la conoció! Julen no percibió la mala pasada que le hizo su corazón al enamorarse de una chica... como su madre.
Quizá la culpa no la tuviese él, ni ella, ni nadie. Tal vez la responsabilidad recaía sobre la naturaleza, sobre un mismo y común Universo, en el que los más pequeños quedan eclipsados ante los grandes; donde los débiles dejan devorar su libertad para que los grandes, vacíos de esa cualidad, decidan por ellos.
—La sociedad es cruel, ¡injusta! –observó Julen reduciendo la velocidad a la máxima permitida.
Las charlas con su psiquiatra le habían proporcionado el material suficiente con el que reeducar su pensamiento, aprender a explorar la realidad de una manera positiva, para reintegrarse en ella de un modo no traumático.
No obstante, creyó sorprender los rasgos de Sofía, de su rostro engrandecido por el deseo, finos, translúcidos, como si la mujer que tanto amaba se hubiera maquillado de irrealidad y lo esperara al final de la carretera, en la línea inalcanzable del horizonte. Una lágrima rodó por su mejilla.
-¡Ve... vete! No necesitas recordarme cuánto te necesito.
Julen soltó una mano del volante y con ella trató de borrar la imagen que se superponía, como una transparencia, en su campo de visión.
El "escarabajo" se salió de su carril, invadiendo la calzada reservada para el sentido contrario. A pesar de que no venía nadie, Julen trató de corregir la dirección, con violencia, asustado por haber perdido el control.
Con el volantazo consiguió el efecto contrario al deseado, el coche derrapó y la inercia lo llevó hasta el arcén de su carril a 90 kilómetros por hora.
“Se acabó, es el fin”, pensó. Pero el coche se detuvo sin dificultad tras una larga frenada. Al mirar atrás descubrió las sinuosas marcas que habían dejado los neumáticos.
Estaba extenuado, parecía que los nervios jugaban a mover unos dedos agarrotados sobre un volante, sin su control. No debía conducir más. Si no encontraba algún hostal o albergue descansaría en una tienda de campaña que llevaba en el maletero.
—Tu labor es bastante simple —informaba el director de personal en las oficinas del museo—, estarás en la cabina de control velando por el perfecto funcionamiento de todos los sistemas de seguridad, y puntualmente, cada hora, realizarás una ronda de inspección por las distintas dependencias del museo.
—Perfecto, ¿y cuál será mi jornada de trabajo?
—Pues la que habíamos acordado por teléfono, por las noches. ¿Supone algún problema?
No habían acordado nada por teléfono, pero Julen no replicó por temor a que eso pudiera comprometer su puesto de trabajo.
—No, no; por supuesto. ¿Y cuántas horas?
—Ya sabes, las estipuladas según convenio: doce horas, con los descansos establecidos por la ley y todo lo demás...
Julen ya no escuchaba, la alegría de haber encontrado un trabajo compatible con sus estudios le había secuestrado de la realidad. Ese mismo día, pocas horas antes de estrenar el uniforme de vigilante había discutido con Sofía, desde entonces no volvió a verla.
Su primera noche conoció la lenta destilación del desamor, y allí, entre vampiros y hombres lobos, ofrendó por la magia de la alquimia emocional el mayor tributo de dolor... sus lágrimas.
Bastaron dos días para decidir que no deseaba convivir con su madre, que no la necesitaba.
Con el primer sueldo alquiló un pequeño apartamento en el barrio de Huertas, de Madrid, haciéndose hueco rápidamente en una comunidad cuyos miembros más sociables eran las cucarachas, las ratas y la humedad omnipresente, cuyo verdor renegrido se extendía por las paredes desde el primer piso hasta el tejado.
No importaba, era el principio, ya encontraría algo mejor, un lugar donde compartir tantos momentos de amor no entregados.
¡Dios, cuánto dolor y soledad! Julen aprendió a compartir el triunfo de su estrenada independencia con una mujer de cera que se desangraba en una cama.
Antes de que firmara el contrato de trabajo tuvo que someterse a numerosas pruebas psicológicas y psicotécnicas, ¡ay de él si lo vieran ahora, hablando con figuras de cera! ¡Cuánta tristeza perder el mundo por un sueño, una promesa de amor que hacía oídos sordos a sus ruegos!
—Sofía, mi amada Sofía —acariciaba con ternura a la mujer de cera, atusando su cabello postizo.
Su parecido con la auténtica Sofía era extraordinario, no en vano la había elegido como confidente.
—Yo pondré rayos de sol en tu mirada, se los robaré al día para despertar tus ojos del sueño que te aletarga… Sofía, mi amada Sofía, ¿por qué nunca respondes a mis llamadas? ¿Por qué tus labios amorosos nunca me han rozado, si tanto lo deseamos?
Una lágrima cayó en uno de los ojos de la mujer yacente. Y el brillo que adquirió el ojo animado por el dolor se trasladó al otro, parecía estar más viva que nunca, como si contuviese la respiración para no delatarse.
—Sin ti yo no existiría, eres la razón de mi existencia... ¡Dime que me amas! Di, mi amada Sofía, que volverás.
—Mi amado Julen, tú eres mi más obstinado y valiente pretendiente. Noche tras noche esperaba con impaciencia que regresaras a verme, para decirme cuánto me amas, que yo sea para ti el aliento que necesitas...
—... para respirar —completó el vigilante en un susurro, admirando la voluptuosa humedad de sus labios carmesí.
Se estremeció, gozoso, al sentir caliente y palpitante el cuerpo de la mujer que le miraba con ojos soñadores, que jadeaba de anhelo por el beso que nunca se dieron. Fascinado, se levantó de la cama, y la ofreció su mano, para que pudiera admirarla de pie, fuera de la horrible almohada ensangrentada.
—Si esto es un sueño, Sofía, no permitas que nunca despierte. Por que no soportaría perderte por segunda vez —observó Julen tomando sus manos entre las suyas, deseaba abrazarla, aunque temía que se partiera en sus brazos.
—No, mi amor, esto no es un sueño. ¿Acaso esto —posó un besito en sus labios— no es real? ¿Acaso mi aliento que te estremece es de mentira? —añadió en su oído con suavidad.
¡La tenía, estaba con ella! No quiso plantearse cómo era posible, ¿qué importancia tenía si a partir de ese instante la vería toda las noches?
Julen se había distraído en el coche, recordando. Una mano todavía permanecía en el volante tras el repentino frenazo. No tenía intención de hacer nada. Su psiquiatra, el de la empresa, había insistido en la idea de no reprimir los recuerdos por ingratos que éstos fueran. Era bueno recordar.
El “cri-cri” de los grillos suavizó la vuelta a la realidad, con una canción que Julen consideró de amor. Se hallaba plenamente recuperado del susto anterior, y decidió andar unos kilómetros más por si encontraba un hotel de carretera. Creyó recordar una señal de un área de reposo.
El sol se guarecía por la línea de un horizonte raso y sin mácula, casi con desgana, en un estallido de violetas y rosados como si tratara de conmover al firmamento para permanecer un ratito más.
Con esa luz especial que un día quiso para unos ojos que nunca debieron ver, percibió una vivienda en un camino lateral de la carretera, no muy lejana a ésta. Podría tratarse de un hotel, aunque no estaba seguro: muchas de esas casas eran en realidad construcciones muy rudimentarias de piedra, en las que se guardaban los aperos agrícolas y los jornaleros descansaban a la sombra de las horas más duras de sol. Se dirigió hacia allá.
No tenía ningún rótulo de neón, sólo una triste bombilla alumbraba débilmente la fachada y un descolorido cartel, que en tiempos mejores debió poner “Hotel”, a secas. Sin nombre ni categoría.
Esa bombilla despertó el recuerdo de otra...
—Ven, busquemos un lugar más bello –sugirió Julen, cansado de la almohada ensangrentada de Sofía.
—Por allí creo que hay un paraje tropical, a no ser que te molesten los bichos —sugirió Sofía.
—¡Qué va! —rió ante la idea de que un gorila de cera pudiera importunarlos.
La incertidumbre nubló por unos segundos su rostro. ¿Qué impedía esa posibilidad, si “La mujer desangrada” le tomaba una mano y le sonreía?
—¿Estás bien? Te veo con mala cara, menos mal que tenemos médico en la sala.
“¡¿Médico?!”
—Mira aquí está –presentó Sofía.
La molesta luz de una bombillita le irritó los ojos, procedía de la arrugada frente de un anciano con bata blanca. ¡Le conocía!, pero no lograba recordar con exactitud por qué razón. Sentía la desagradable presencia de su familiaridad, insultante por su prepotencia.
—Sus pupilas reaccionan correctamente a la luz, pero aún es pronto para aventurar un diagnóstico. Lo más sensato es que vaya por mis cosas.
Su sonrisa fue terrible.
Julen lo siguió con la vista. Cuando el doctor se detuvo en sus dependencias, los ojos del vigilante tropezaron con el cartel ensangrentado del “Trepanador”, en su habitáculo se veía la figura de un señor atado a una silla con el cerebro a la vista.
—¡Por favor, doctor! ¿Cuándo va a terminar mi operación? —suplicó el paciente, quizás sin saber que por su condición jamás llegaría a peinarse el pelo como todos los demás.
—¡Qué te calles, pesado, siempre estás igual! —regañó tomando una sierra descomunal que exhibía junto con otras de menor tamaño en una pared—. ¡Tengo un importante caso de palidez facial!
Julen se quedó paralizado por el horror.
—¡No se acerque a mí con eso! —profirió el vigilante señalando la sierra.
Ciertamente su aspecto imponía, entre sus dientes parecían quedar atrapadas astillas blancas de hueso, y el filo estaba recubierto por un fluido oscuro, como de sangre coagulada, que ocultaba el óxido que recubría el resto de la sierra.
—¡Oh, vamos! No sea niño, que no duele —recriminó el anciano palpando el cráneo con las manos—. Todos nos asustamos la primera vez un poco, pero luego nada, ¿verdad?
Había dirigido la pregunta al desdichado que tenía el cerebro a la vista.
—Cierto, no duele —respondió desde una silla, de esas de mimbre sin brazos. Estaba atado de pies y manos a ella.
Si tuvo una posibilidad de recobrar la coloración de su rostro, desde aquel momento la perdió. Se desembarazó del viejo doctor con un grito de terror tan intenso que apenas se le escapó sonido alguno de sus labios.
—¡Pero si me necesitas! Seguro que tu cerebro es está quedando sin sangre —protestó el anciano.
Julen fue retrocediendo hasta que su espalda encontró el tope de un obstáculo aterciopelado, como el de unas cortinas. Había llegado hasta otro departamento atravesando el pasillo de espaldas, cuando se volvió se encontró con una sonrisa sanguinolenta, de colmillos lujuriosos.
—¡Bienvenido al club, muchacho! —saludo un majestuoso y fornido vampiro de ojos agrietados, izándolo como un pelele por el aire hasta el interior de su habitáculo.
—Lo estáis asustando —rió Sofía.
—¡Oh, no es nuestra intención! –exclamó, el vampiro hurgando entre sus colmillos con un palillo, tratando de imprimir un gusto aristocrático con el meñique levantado—. ¡Tienes que sobreponerte, muchacho! Te invito a un trago.
—Gracias... gracias —Julen respondió taciturno ante la hospitalidad del vampiro.
El anfitrión abrió un ataúd que se mantenía de pie y de frente a los visitantes. En su interior, oculto de miradas indiscretas había un completo minibar, sin espejo, desde luego, y en la que los estantes atravesaban el ancho, unos encima de otros. Estaba repleto de botellas de cristal elegantemente talladas.
El vampiro pareció vacilar unos instantes en su elección.
—¡Ésta! El 1812 fue una cosecha excelente —añadió vertiendo un líquido viscoso y parduzco en unas copas.
Julen tomó la suya, y torció los labios en un gesto de repulsión al observar el “trago”.
—No te preocupes por el color, es sangre auténtica... ¡Sin conservantes ni colorantes! Apenas se aprecia el sabor de los anticoagulantes. Sí, está algo fermentada… Los años no pasan en balde —sonrió amistosamente el vampiro—. Te vendrá bien, ya verás como recuperas las ganas de vivir.
La copa ofrecía una superficie grumosa en la que lentamente eclosionaban unas burbujas de aire que se habían formado al escanciarse en la copa.
Julen miró al vampiro, sintiendo que en sus pulmones no entraba aire, como si un invisible torturador se deleitara dando una vuelta más a la rueda que accionaba el cierre de un corsé metálico en sus costillas. Trató de reunir el valor para excusarse, para retirarse sin ofender su cortesía.
—¡Vente para acá, colega, que ese es un finolis! —bramó el hombre-lobo entre colmillos e incisivos desgarradores, arrebatando al vigilante del vampiro.
Eran vecinos de la galería del terror, en el departamento de clásicos.
—¡Ah! —Julen por fin dio vida al pánico que experimentaba, protegiéndose con los brazos.
—¡Venga ya! —protestó con su voz ronca de animal—. No voy a cometer la imprudencia de devorar a un amigo —guiñó un ojo a Julen—. La última vez que devoré a uno luego me aburrí mucho.
Sus ojos de animal salvaje parecían burlarse de él.
—Vamos chaval, acicálate un poco que te veo muy alicaído —palmeó el hombre-lobo en la espalda midiendo sus fuerzas para no derribarle— ¡La vida nos espera ahí fuera, demuestra el animal que llevas dentro! ¡Corramos por los tejados, sonrojemos a la luna con aullidos de amor! Hagamos el payaso, ¿qué más da? Besa a esa chica que te gusta, ¡tócala el culo!
Julen sentía su corazón a punto de reventar en su pecho, incapaz de comprender la tragedia que su sensibilidad no digería.
—¡Y muerde! —chasqueó varias veces sus dientes para reforzar su consejo.
—No... él aquí con nosotros... Fuera, hombres malos —aclaró un "Frankenstein" de dos metro y medio cerrando una mano, como un grillete, en el brazo de Julen.
—Le estáis asustando —reiteró divertida Sofía.
La lucidez mental se disipó por completo, sintió haber rebasado todos los límites de horror conocidos, perdiendo la capacidad de reacción. Su cuerpo se movió dirigido por una voluntad inconsciente de no querer comprender.
—¡No! ¡No! –Julen trató de zafarse de la mano gigantesca que lo retenía contra su voluntad, que lo sujetaba como un muñeco.
Desenfundó su arma reglamentaria y vació el cargador en la enorme cabezota del monstruo. La sorpresa y horror se reflejaron ahora en los ojos de todos ellos, como si hubiera presenciado el más repugnante acto de trasgresión de las reglas. Julen sintió que el gigante aflojaba los dedos y que su brazo recuperaba la circulación. Tironeó y al fin recobró la libertad que su locura demandaba.
—Cabeza... me duele –dijo "Frankenstein" con torpeza, llevándose las manos a la cabeza.
Los impactos de bala, a distancia tan corta, le había despedazado la mitad de la cabeza, desmigando los restos de cera por el suelo. Mantenía intacto un ojo y la nariz, el resto había desaparecido.
Las alarmas del museo saltaron como consecuencia de los disparos, Julen aprovechó la estupefacción general de los monstruos para recargar el arma. No tenía intención de dañar a nadie, pero dispararía nuevamente para defenderse.
—¡Biennnn! —susurró el hombre-lobo con el brillo de una luna salvaje en los ojos.
—¡No te acerques! —advirtió Julen con el arma.
—¡Bffff, no podrás con todos! —bufó el vampiro enseñando sus colmillos.
—Dejádmelo a mí –reclamó el hombre-lobo con naturalidad —. ¡Yo soy su amigo! Yo le haré entrar en razón.
—¡No te acerques! —gritó Julen sintiendo la culata del revólver húmeda por el sudor.
—Julen, ¿realmente quieres ser devorado? —preguntó el hombre-lobo.
—¿O vampirizado? –añadió el vampiro levantando su copa.
—¿O ser un descerebrado? —el viejo doctor se unió a la conspiración.
—O ser como yo,…retales de otros –aclaró un "Frankenstein" desfigurado.
—O como yo, durmiendo eternamente en una cama que nunca aceptará como suficiente la sangre que puedas dar, soñando realidades imposibles que ni todo el dolor del que eres capaz de soportar hará que se cumplan —concluyó Sofía con tristeza.
De pronto, en un estruendo se hizo la luz, y dentro del marco luminoso que dejaron las puertas al ser abiertas, se recortaron las figuras de dos agentes de policía.
—¡Tire el arma! —advirtió uno de ellos.
—¡Me atacarán! —replicó Julen manteniendo el arma entre él y el peligro acechante de los monstruos—. ¡Ayudadme, por favor! –Gritó en un quiebro de voz, sin perder de vista a las figuras de cera que lo rodeaban, de manera estática.
—Está bien, chico. No pasa nada –añadió uno acercándose hasta el vigilante.
—¿Quiénes te atacarán? —inquirió el otro.
—¡Ellos! ¿No los veis? —Julen volvió el rostro a sus agresores, pero sólo halló cinco figuras de cera fuera de su lugar de exposición.
—No... no lo entiendo.
Dejó caer el revólver al suelo.
—¿”Ellos” son las figuras, chico?
—Sí, me querían atacar. Ya sé que parece una locura, pero es la verdad —Julen trató de justificarse—. No sé que decir... No… no lo en… no lo en… no lo en… entiendo.
Alrededor de la bombilla chisporroteaban una multitud de insectos, las estrellas de la noche brillaban demasiado alto para que alguno de ellos deseara acercase a su calor. Julen se había quedado ensimismado mirando la bombilla, se preguntó si los mosquitos sentirían algo parecido cuando la mirasen fijamente.
Se hallaba en la entrada de un hotel, aunque por su aspecto parecía estar abandonado. Si el interior estaba tan descuidado y sucio como lo estaba el exterior se plantearía que dormir en la tienda de campaña sería una alternativa más que aceptable.
-¿Hay… hay alguien en ca…casa? —tartamudeó Julen antes de decidirse a entrar.
El tartamudeo lo conservó desde el día del incidente, el mismo en que causó baja por incapacidad laboral transitoria, según informes psiquiátricos de la propia empresa. Ni siquiera pudo dominar su lengua cuando, una vez más, trató de ver a su novia.
—So…so…soy yo, Sofía, Julen.
—Déjate de chorradas que no estoy de humor.
—He te…tenido problemas, esto…toy de baja —explicó Julen tratando de discriminar algunos sonidos que captaba del auricular— ¿Estás sola?
—¿Y a ti que te importa? Estoy haciendo una fiesta con unos amigos.
—Te echo…cho ta…ta…tanto de menos. Por favor, vu…vu… vuelve co…conmigo. ¡Sé que me amas! To…todavía.
—¡Ja, ja, ja! —rió Sofía nerviosamente.
—¿Qué…qué…qué pu…puedo hacer para que me pe…pe…perdones?
—Nada, es un pesado que conocí hace un tiempo.
—¿Có… cómo?
—Mira tío, nos estás cortando el rollo, ya sabes ¿no? ¡Deja de molestar, capullo! —gritó un desconocido por el auricular cortando la comunicación.
¡Dios, que cruel es la traición! Tardó unos minutos en asimilar la noticia, después colgó el teléfono. Sofía, su amada Sofía, entregaba su amor a otro, despreciando el collar de estrellas engarzadas una a una en sus noches de soledad; repudiandole, a él, que había prometido poner rayos de sol en su mirar, que había jurado no despertar de un sueño de felicidad compartida aunque su realidad fuese de soledad y sacrificio...
Julen sintió un desagradable pinzamiento en su mejilla izquierda, dos huesudos dedos eran la causa.
—¡Oh, qué hombre más simpático! —pronunció una enjuta anciana, doblada por el peso de los años, meneándole el moflete.
—¿Pe… pe… pero que hace, se…señora? —protestó Julen ante las libertades que se tomaba la anciana.
Sintió pavor mirar esos ojitos brillantes, acolchados en unas ojeras tan oscuras que no podía tratarse más que de maquillaje, que la anciana, en su senectud, se había pintado exageradamente mal. Le soltó la mejilla, pero no dejó de radiografiar su alma con su impertinente mirada.
—¿Viene a comer, cenar, dormir, quedarse unos días? —Acribilló la vieja sin pestañear.
—Bueno, yo... en realidad... —contestó con el moflete enrojecido.
—¡Oh, pero que hombre más simpático! —exclamó la vieja volviendo a menearle la cara por el moflete acalorado.
—Se...se… ¡Señora!
—¿Tiene equipaje? ¿Muy pesado? ¿Viaja sin destino? ¿Huye de alguien? ¿Un viejo amor? —indagó la vieja con dulzura sólo en la última pregunta.
Aturdido, Julen contestó que sí a la primera pregunta, sin ser consciente que en realidad había respondido a todas con el mismo y único monosílabo. En ese mismo instante decidió que buscaría alojamiento en otro hotel de carretera. Y a pesar de que trató de evitar que la anciana cargara con sus cosas, al final se vio en el interior de ese hotel.
—Permítame que lo acompañe hasta su habitación.
—Gracias —respondió Julen subiendo las escaleras detrás de la señora. Ahora era él quien cargaba con sus cosas, le hacía sentirse mejor.
La viejecita abrió una puerta y accedió a una estancia grande y mal iluminada. Allí, entre paredes sucias y telas de araña, ella le miró fijamente, como si deseara un beso de buenas noches.
—¿Qué? —preguntó Julen incomodado por la mirada.
—¡Oh, qué hombre más simpático! —exclamó agitando de nuevo un moflete.
—¡Cómo no deje de tocarme, pronto me volveré muy desagradable! ¡Se lo advierto! —gritó Julen dejando caer sus cosas al suelo.
—¿Sabe que no tartamudea? —observó la anciana con la inocencia de un niño.
—¡Sí, sí ta…ta…ta…tar…tamudeo!
—Bueno, qué le parece la suite presidencial. Le han cambiado el heno esta misma mañana.
—Bien, bien, gracias.
“¿Heno? ¿Qué hará esta gente con el heno?”
—Bueno, pues si no desea nada más me voy.
—No, espere. ¿Es tranqui…tranqui…quilo el lugar?
—Tranquilísimo.
—Mi doctor me ha recetado mu… mu… mu… mucha tranqui… tranqui…li…lidad, ¿entiende?
—Claro, claro, ya no se vende en farmacias.
“Está como una cabra. Mañana me marcho temprano”.
En cuanto la señora abandonó la habitación, Julen atrancó la puerta con una silla en el picaporte; tras cerciorarse, con una oreja pegada a la pared, que se alejaba.
Ciertamente el lugar era silencioso y tranquilo. Se tumbó en la cama, oliendo con escrupulosidad las sábanas.
“Sofía”, sólo tenía pensamientos para ella.
—Sofía —acarició lentamente la sábana bajera, casi con voluptuosidad— si supieras cuánto te amo, lo enfermo que estoy sin tu amor. Cada día me obligo mil veces a olvidarte, y sólo consigo recordar que no vivo, de que cada día muero un poquito más sin ti…
Sintió deseo de llamarla, tenía un teléfono móvil siempre a mano, por si ella deseaba hablar con él. Últimamente no soportaba la tentación de marcar los nueve dígitos hilvanados con suspiros, grabados en sus yemas por un fuego que emergía del pecho; por eso la llamaba cuando estaba seguro de que nadie respondería, para hablar con su contestador telefónico...
“Sofía, escúchame, quiero que sepas que daré hasta la última gota de mi sangre si es mi olvido lo que deseas. Quizás así pueda alcanzar mi parcela de cielo y encontrarme allí a la Sofía que un día conocí; aunque sea sólo por unos segundos y luego arda en los infiernos para siempre.”
“Sofía, ¡estoy sufriendo tanto! Estoy tan solo sin ti, que el universo entero me acusa de mi imperfección… ¿Cuándo vendrás a completarme? ¡Gritaremos a los vientos que es mentira, que nuestro amor no nos hace invulnerables, pero que rozamos los cielos por las alas que nos faltan!”
“Mi tormento es mirarte, descubrirte en cada lugar... Por más que huyo de ti, de tu recuerdo, tu imagen me persigue, me sonríe y yo... deseo no sentir, sólo morir en las lágrimas que tu ausencia me provoca. Sólo acabar con este sufrimiento que me persigue hasta en sueños”.
“Por favor, Sofía, si tienes un mínimo de caridad... ¡cambia de número de teléfono! Te suplico que me ayudes a acabar con esto!”
No, hoy no llamaría; postergó su deseo hasta el día siguiente, ahora trataría de descansar. Se metió en la cama.
“Cada día la he dejado un mensaje, ¿echará de menos el de hoy?”
Se acurrucó bajo las mantas, buscando el calor que no hallaba en su corazón.
—¡Ay! —se quejó una voz cuando acolchaba la almohada para dormir mejor.
Julen brincó en la cama, el interruptor de la luz estaba a unos tres o cuatro metros.
—¿Qui…qui…quien está ahí?
La habitación no tenía ventanas, y el interruptor estaba al otro lado de la puerta. Sin luz era imposible ver nada. Se precipitó hacia la débil rendija de luz bajo la puerta del dormitorio, pero un bulto lo derribó aparatosamente. ¡Maldita mochila! Nunca se acordaba de ella. Se levantó y al fin llegó al interruptor.
¡Clic!
—¡Aaaaah!
Julen retrocedió horrorizado ante “eso” que tenía en la cama.
—¿Ya has acabado? ¿Crees que podremos dormir sin más escándalos o apaleamientos? —regañó la almohada.
Tenía forma de mujer, y su rostro era el de Sofía.
—¡Tú no debes estar aquí! ¡Tú no quieres estar aquí! —negó cerrando los ojos.
Cuando los abrió lo que quedaba de Sofía en la almohada era únicamente su rostro.
—¿Te parece bonito lo que está haciendo?
—¡Vete o te degüello! —amenazó Julen— ¡Tú no me amas! –añadió cerrando los ojos.
Cuando los abrió descubrió una realidad restaurada, y transcurrido un tiempo prudencial, decidió volver a acostarse. Pero renunció a la almohada por temor a que volviera a animarse.
Cubierto por la sábana y arropado de luz eléctrica para exorcizar los fantasmas, Julen se adormeció. Tenía por costumbre frotar una mano contra la sábana, para favorecer la llegada del sueño. Costumbre que sólo afloraba cuando no podía dormir.
Estaba en el primer sueño, y su mano permanecía quieta. Sin embargo, seguía sintiendo el movimiento suave de la sábana, como la caricia tierna de una mujer enamorada.
Julen abrió los ojos. Tardó un poco en interpretar lo que vio.
—¡Ah!
La sábana que lo cubría se había transformado en el delgado cuerpo de un fantasma que se deleitaba en caricias.
—¡No es posible! –gritó Julen reculando en el suelo hacia la puerta.
El fantasma tenía los rasgos de aquella que laceraba con su recuerdo el corazón.
—¿Me deseas, pimpollo? Ven aquí, que me tienes empapada.
—No. ¡No!
Le aterraba la idea de un encuentro amoroso con eso que se parecía a Sofía.
—Ven, que no tenga que ir a por ti —amenazó dulcemente, adquiriendo formas y volúmenes exageradamente grandes, más de lo que sería normal en una mujer.
¡Dios, era acosado sexualmente por un fantasma-sábana!
—¡Mi último amante no me duró nada, que en paz descanse! Yo necesito hombres como tú, cariñosos y salvajes —advirtió girando su etérea cadera en círculos.
—¡No, no! —repitió Julen revolviendo desesperadamente en su mochila.
¡Al fin lo encontró! La botella de camping-gas, una vez encendida, podría ser una excelente medida disuasoria contra fantasmas recalcitrantes.
—Quieres guerra, ¿eh, tigre? Muy bien, jugaremos a la “insaciable violadora del más allá y el pimpollo llorica” —rió Sofía.
Julen buscó desesperadamente las piedras de pedernal que guardaba en la mochila, que utilizaba para encender el gas.
“¿Piedras de pedernal?”
—¡Yo no uso piedras de pedernal! –protestó Julen revolviéndose en la cama empapada por el sudor.
Todavía no se había despertado.
—¡Ja, ja, ja! —rió Sofía bajándole los calzones.
Julen quedó inmovilizado con el culo al aire.
—¡Piedad! ¡Déjame en paz! —suplicó Julen.
Una punta de la sábana se enrolló velozmente sobre sí misma, convirtiéndose en un efectivo látigo castigador de culos.
—¿Con que yo soy la responsable de tu dolor, eh? ¡Ahora verás de lo que soy verdaderamente culpable! —exclamó agitando la fusta ominosamente.
Al primer impacto Julen despertó, pero el tormento de su trasero azotado no desapareció.
—¡No vale escaparse de los sueños, mon amour! —ronroneó Sofía sujetándole poderosamente contra la cama.
—¿Pero qué te he hecho yo? —imploró Julen.
—¿Que qué es lo que has hecho? ¡Querrás decir qué es lo que “no” has hecho! –dijo Sofía adoptando su voz.
—Por favor, déjame en paz.
—¡Déjame en paz a mí primero! —replicó con una voz que no le era propia—. Primero me acusas de cosas terribles, luego me encadenas a su imagen, ensuciando su nombre y finalmente te regodeas... ¡conque te deje en paz! ¡Iluso! Nunca podrás escapar de mí; disparas a figuras de cera, amenazas a sábanas y almohadas, ¡estás destruyendo cada intento de recobrar la cordura! Mientras no sepas lo que es real, no podrás escapar de mi ira. Te perseguiré día tras día para recordarte que no fui yo el culpable de tu dolor... ¡sino tú!
—Está bien, comprendo —reveló Julen—. No deseo ser más la víctima de nadie, ni siquiera de mí mismo.
Sintió de pronto que sus músculos se relajaban, y que adquiría la libertad de moverse. Cuando se volvió, no encontró a nadie, sólo una sábana empapada en sudor cubría su espalda.
Sintió paz, tanta que pudo pronunciar un nombre de mujer en alto, temido y amado, sin arrastrase por infiernos lacerantes de odio, celos, tristeza y amarguras.
—Sofía, no me puedes oír pero mi voz ya no flaquea. Hoy por fin, en este tranquilo hotel, he descubierto la luz, he dado paz a mi espíritu. Buenas noches, y ésta será la despedida definitiva, una etapa de mi vida murió contigo, y con el recuerdo purificado inicio otra; pero es ahí donde debes estar, en el recuerdo.
Y durmió, y por primera vez, en mucho tiempo descansó verdaderamente, tanto que cuanto se despertó al día siguiente se halló radiante y lleno de una dicha que necesitaba compartir. La siniestra señora de las grandes ojeras sería la beneficiaria de su alegría, le pagaría el doble o el triple de lo que habían acordado por la habitación.
Una vez vestido, más tranquilo, reparó en que la habitación de hotel, en la que había pasado la noche, no seguía ciertas reglas lógicas para obtener dicha categoría: excepto la bombilla, el colchón y la almohada, todo lo demás tenía aspecto de cobertizo... ¡Si hasta estaba lleno de fardos de heno a un lado!
—¡Señora! —llamó bajando las escaleras.
La planta de abajo tampoco tenía aspecto de hotel, parecía una vieja casa de campo abandonada, quizás resucitada en cada verano si la cosecha era buena... Julen comprendió que había sido víctima de sus propias alucinaciones.
El día se descubría radiante al otro lado de la puerta, lleno de una luz bienhechora que incitaba a ser respirada por cada poro de su piel.
Dejó la mochila en el interior del "escarabajo"... ¡Qué lejos parecían estar sus fantasmas!
Julen no los vio porque se hallaba enfrascado en la lectura de un mapa de carreteras, pero en las ventanas de la vieja casa se despedían, con aire compungido, un anciano vestido de blanco con una bombillita en la frente y un elegante vampiro moviendo tristemente las manos. En la puerta, un "Frankenstein"desfigurado se enjugaba con la mano el único ojo que le quedaba, y abrazado a él lloraba desconsolada una pálida Sofía. El hombre-lobo era consolado por una sábana, mientras que una almohada gimoteaba en los brazos de una ojerosa anciana.
De pronto su teléfono móvil sonó, todos contuvieron la respiración.
—¡Sofía! ¿Eres tú? ¡No, no me molesta que me llames! Mira, prefiero que no me cuentes lo que has hecho ... ¿Qué si todavía te quiero?
Los monstruos permanecían quietos, como si la vida dependiera de la inmovilidad.
—¡...Pues claro que sí!
Todos palmearon a la vez como jugadores de baloncesto ante el lanzamiento de tres puntos que, en el último segundo, les daba la victoria.
—Aunque tengo algunas dudas, Sofía, que es mejor aclarar —explicó Julen girando la llave de contacto del motor.
"Franki" silbó a sus compañeros, haciendo gestos con el brazo señalaba nerviosamente hacia el "escarabajo".
Cuando el coche inició el regreso a Madrid, a los orígenes, cargaba con ocho apelotonados y sonrientes fantasmas.
- FIN -