—Todo tiene su ciencia, mi joven amigo –explicó Erasmus, instructor de vuelo retirado.
Le atraía la compañía de los jóvenes, admiraba el espíritu que les empujaba a dar la vuelta al mundo si sus mayores los dejaran. Sí, Erasmus no era ningún depravado que disfrutaba pervirtiendo a los adolescentes. De hecho, desde que se jubiló, y ya no recibía el respeto y la admiración de sus pupilos, los acechaba.
Solía acercarse con cualquier pretexto para tratar de estimular la curiosidad o, a un nivel más ambicioso, el deseo natural de aprender. Jugaba con ventaja, pues Erasmus había vivido mucho, y por suerte, intensamente.
Él había sido el mejor en vuelo acrobático, sus méritos eran del dominio público, y estaba reconocido socialmente. Por eso disfrutaba de una vejez muy dulce y sin complicaciones.
Pero Erasmus, como les sucede a unos pocos que no se sienten debilitados por el peso de una edad muy larga, disfrutaba con las inconveniencias de no asumir su papel de “abuelito”, por eso le atraía tanto la rebeldía natural de los menores. Y en más de una ocasión había provocado, directa o indirectamente, algún altercado, o como dirían las autoridades competentes: “alteración del orden público”.
¿Y qué importancia tenían esas “alteraciones del orden público”, o mamarrachadas como solía decir él, cuando uno tiene los días contados y el corazón palpita con el vigor de un muchacho? Ninguna, desde luego. Erasmus era, simplemente, coherente consigo mismo.
Los agentes sociales hacían la vista gorda, toleraban sus travesuras, porque, aunque sus métodos no eran demasiados ortodoxos, eran estímulo suficiente para despertar lo mejor de los muchachos. Siempre, de alguna manera, hacía de ellos individuos excepcionales. Y Evaristo no sería la excepción.
El joven esperó pacientemente la explicación, las palabras cargadas de sabiduría, poderosas, que harían de él, no sabía como, un Mesías o tal vez un dirigente que arrebatara a las masas de su parsimonia de vivir. Evaristo necesitaba cambiar las cosas, dejar su impronta, hacer un mundo a su medida.
—No debes aceptar, nunca, límite alguno, Evaristo. Los límites nos frenan, nos impiden avanzar —observó el gesto de impaciencia que se formaba en su nuevo pupilo.
—Oiga, no quiero escuchar ningún sermón comecocos. Ya tengo bastante con los de mis padres.
—No hay problemas –declaró amablemente Erasmus—. Eres tú, mi joven amigo, quien decide hasta donde llegar. Yo no voy a volar por ti, desde luego. Pero no me pidas que te enseñe si no vas a aceptar las reglas básicas de todo buen piloto. No puedo admitir ni esas condiciones ni esa responsabilidad.
—No me ha entendido, señor. ¡Por supuesto que quiero aprender! Pero...
—Pero, no debes olvidar nunca cuestionar las cosas. Incluso después de aceptar unas cuantas reglas básicas, que no podrás cuestionar nunca. ¿Has entendido, Evaristo?
El muchacho asintió con la cabeza.
—Bien, paso número uno: No existen los límites, sólo existen en tu cabeza. Si haces caso de ellos quedarás atrapado como un bicho en la tela de una araña.
—Pero, señor. El sentido común me dice que si tengo una pared frente a mí y no gano altitud me estrellaré con ella. Esa pared es un límite, ¿lo debo ignorar?
—Evaristo, el primer límite que deberás eliminar, y ten la certeza de que hay muchos, es el sentido común. No te va a ser fácil, pero si lo consigues, créeme: volarás muy alto.
Erasmus no estaba seguro de que el muchacho advirtiera la totalidad del mensaje que encerraban sus palabras.
—Obviamente –continuó el viejo instructor— y es de necios decir lo contrario, nunca debes ignorar el mundo cambiante que nos rodea. Todo buen piloto acrobático no debe olvidar nunca que formamos parte de un conjunto, y que no debe ir jamás en contra de los elementos de ese grupo, de esas circunstancias. A otras que no formen parte de ese momento y lugar, se las puede desafiar. Yo te ensañaré cómo, y te enseñaré a calcular con acierto el riesgo. Esa es, en esencia, la diferencia que separa la mediocridad de la excelencia.
Evaristo sonrió. Había captado palabras muy gruesas que su mente, todavía muy rudimentaria, podía entender. Él no sería mediocre, no. Demostraría al anciano de qué estaba hecho, de qué era capaz.
Erasmus apreció el gesto del muchacho, sabía que había atraído su atención, y comprendió al instante que Evaristo tenía el temperamento en el pecho. ¡Lástima! Ni siquiera él podría cambiar eso.
—Debes llevar el corazón a la cabeza, Evaristo. Vivirás más años.
—¿Y por qué no un poco de cabeza al corazón?
—Porque es mejor dar pasión y fuerza a un pensamiento coherente, que tratar de argumentar una pasión ciega.
Evaristo había tratado de ganarse la confianza de su maestro, pero sintió que había fracasado. Humillado, reconoció que no era tan listo como el gran Erasmus, y no pudo evitar una emoción extraña, desconocida hasta ese momento, que relacionaba de un modo misterioso la admiración y la envidia.
Presentía una dependencia hacia él, por eso empezó a despreciarlo. Erasmus se había convertido, sin poder evitarlo, en su punto débil. Y un joven de la calle no podía permitirse tener debilidades.
—Por hoy ha sido bastante, Evaristo. Mañana empezaremos por algo que sin duda, te gustará más que la palabrería de un anciano. ¿Nos vemos mañana a la misma hora? –preguntó Erasmus siempre amable.
¿Cómo negarse a tanto encanto concentrado? Evaristo asintió con la cabeza, aturdido por las emociones contradictorias que embargaban la paz de su espíritu.
En las jornadas siguientes Erasmus cumplió lo prometido, hubo clases prácticas de vuelo y menos teoría. Y Evaristo aprendió mucho en muy poco tiempo, técnicas de aceleración, de elevación, de descenso repentino, retención estática, de giro y doble giro súbito. En esencia, eran los rudimentos del vuelo acrobático.
—Aún te queda mucho por aprender –aclaró Erasmus—. La lección más importante, Evaristo, es la elegancia.
¡Por favor! ¿Cómo se atrevía el viejo a decir tal cantidad de sandeces en lugar de valorar positivamente sus esfuerzos y sus evidentes progresos? Evaristo se sintió nuevamente disminuido e infravalorado. ¡Elegancia!
—Señor, no quiero que piense que deseo contradecirle. Pero, ¿acaso no es más importante en el vuelo la precisión y el efectismo que... el estilo?
Erasmus sonrió meneando su cabeza con gracia.
—¡Tienes tanta pasión, Evaristo! Ojalá tuvieras tanta cabeza como corazón.
Ya estaba de nuevo con sus desprecios, no le bastaba con acusarle de su falta de elegancia... ¡tenía que recordarle que no era tan listo como él!
—No, Evaristo. Y te diré por qué. Cualquiera, con el debido entrenamiento puede dominar el arte del vuelo acrobático. Pero el estilo, o la elegancia, no nacen de unas técnicas de vuelo... sino del espíritu, Evaristo. ¡Tienes que encontrar tu espíritu, para gozar de sus bondades! Encontrándolo no sólo descubrirás tu elegancia original, que naturalmente no podrás evitar transmitir en cada cosa que hagas, por pequeña o grande que sea, sino de muchas otras cualidades que normalmente se ignoran.
Evaristo suspiraba con evidente disgusto.
—Míralo de esta manera, siempre serás recordado por un estilo brillante e imaginativo y no por uno puramente mecánico y efectista, como dices tú. No seas uno más del montón, Evaristo. ¡No te menosprecies, caramba!
—No soy yo quien lo hace, señor –rebatió el muchacho, mostrando evidentes signos de una gran congoja interior.
—¿Qué es lo que te sucede, Evaristo? Nunca antes te he visto como ahora. ¿Tienes problemas con tus padres o es por alguna pájara que no te corresponde?
—No señor, nada de eso. Ya no vivo con mis padres, por eso ya no tengo problemas con ellos. Y todavía no me fijado en ninguna, porque tengo que probarme a mí mismo, primero, que puedo dominar mi vida.
—Y que pasó Evaristo, ¿la vida te dominó primero?
Erasmus parecía sarcástico, no era su estilo. El joven no contestó, pero su mirada fue muy dura.
—No te enfades, mi joven amigo. Hay una cosa que aprendí del viento hace muchos años, y es que cuánta más fuerza y resistencia opongas más fuerza y resistencia sentirás contra ti. De esto se deduce, Evaristo, que el dominio no deja de ser otra forma de sumisión.
¿Cómo podía explicar a ese viejo sabelotodo que él era el motivo de su congoja? ¡Necesitaba abandonarle, recuperar lo poco que aún conservaba de su individualidad y recomponerse fuera de su alcance!
—Erasmus –era la primera vez que lo nombraba por su nombre— necesito probarme en vuelo acrobático. Necesito tu reconocimiento para que los demás me respeten como experto, aunque oficialmente no ejerzas como instructor.
—Muy bien, mañana a la misma hora de siempre empezaremos las pruebas.
El viejo presintió que algo no funcionaba como era debido, las despedidas prematuras siempre le habían resultado traumáticas. Y en esta ocasión, viendo a Evaristo marcharse cabizbajo, le relampagueó la certeza de una desdicha.
Esperó con desazón, minuto a minuto, desde que el sol anunció un nuevo día, la hora en que se encontraría con su pupilo. Para cuando llegó el momento esperado, Erasmus se había convencido que se encontraría con un muchacho mal encarado, que con malos modos y vocabulario inapropiado trataría de irritar su talante afable y provocar una intolerancia y renuncia que, en realidad, no sentía.
Se había preparado para esa eventualidad, pero descubrió con sorpresa que su prudencia estaba de más: en la cita se reveló un Evaristo triste y apocado, escaso en palabras y de mirada huidiza.
—¡Alegra esa cara, hombre, que hoy es un gran día!
Trató de animar el anciano, conmovido por el desánimo del muchacho.
En la cabeza de Evaristo se debatía el buen juicio con la duda irracional de que nunca sería lo bastante bueno para su maestro, que nunca conquistaría su aprobación; que únicamente requería su compañía por la misma dependencia que el narcisista busca el espejo de mano, para recrearse en él. Se había rendido antes de empezar.
—Empezaremos por algo sencillo, Evaristo. Y a medida que vayas superando cada prueba, la siguiente será un poquito más complicada... ¡Hoy vamos a descubrir tu talento! –Exclamó jubiloso Erasmus—. Primero ejecutaré los pasos que después tú repetirás, ¿comprendido?
Evaristo asintió sin palabras.
—Sé que eres un chico aplicado y que conoces perfectamente todas las lecciones teóricas, pero me siento obligado a recordarte que nunca debes despreciar detalles como la fuerza y dirección del viento, ¡cuidado con los remolinos!; la temperatura y la altitud, ¡ojo con los vacíos de presiones atmosféricas!; las variaciones de velocidad de todo aquello que se mueva, la atracción de...
—Vale, vale. Por favor, procede con la prueba –atajó Evaristo con impaciencia.
Erasmus remontó en el cielo, obteniendo el premio de una vista panorámica de la Cañada, arrebatada sin dificultad a la gravedad terrestre. Desde allí escogió el terreno propicio para la primera prueba.
Una vez localizado, fuera de la zona habitada de la Cañada, descendió con una inclinación de unos treinta grados sobre la vertical del suelo. Fue una bajada vertiginosa que nadie usaba desde tanta altura, ¿qué tenía de fácil esa primera prueba?
Con estupor, Evaristo comprobó que la prueba no terminaba ahí. No sólo consistía en ganar un pulso a la atracción terrestre, sin retirarse demasiado pronto ni morir estrellado en el intento. No. Había más. Erasmus, en el momento adecuado enderezó la inclinación de modo que las alas casi rozaron el polvo del suelo en un fulgurante vuelo a ras de tierra.
Tras volar varios decámetros, sorteando diversos obstáculos, realizó una parada repentina elevando ligeramente el morro. La demostración había concluido, Erasmus se inclinó gentilmente como hacen los caballeros. Cedía el turno a un Evaristo atónito.
No le daría la satisfacción de la renuncia. Ascendió a los cielos con la rabia de los que saben que sus puertas no se abrirán a su paso, y regresó a la tierra, con la certeza de que la gloria no se rubrica sin desasosiego y tribulación.
Nunca antes había realizado un descenso tan peligroso, y descubrió que el valor, la ausencia de temor, se hallaba sencillamente en la inconsciencia de la acción realizada. Evaristo sintió la fuerza del viento, la presión sobre su cuerpo que prácticamente lo paralizaba, y el vértigo.
Nunca antes había sentido vértigo en su vida, era una sensación extraña que disfrutó mientras aprendía a no sucumbir en él. Creyó que había dado margen suficiente para la maniobra de corregir la dirección, para no estrellarse contra el suelo, pues no le importaba pecar de precavido siendo su primera vez.
Descubrió que en realidad se había quedado muy justo, y a duras penas tuvo ocasión de corregir el vuelo rasante sin rozar, alternativamente en cada ala, contra el suelo. Por fortuna no había grandes obstáculos que sortear, y finalmente se hizo con el control, aterrizando con el mismo aire triunfador que su maestro.
No había realizado ninguna proeza, pero si había terminado la primera prueba. Eso en sí mismo era todo un logro. Erasmus aplaudía con verdadero júbilo.
—¡Muy bien, chaval, muy bien! ¡Tú y yo vamos a hacer grandes cosas juntos, ya verás!
—Señor, ¿la prueba tenía realmente un nivel de dificultad elemental?
—Bueno, en esencia sí.
Evaristo resopló significativamente.
—La buena noticia es que era una prueba combinada de elementos básicos, o sea, que era de las más difíciles dentro de ese nivel. Pasemos al siguiente nivel, ¿te atreves?
—La duda ofende, señor.
—Cuando descubras tu espíritu aprenderás a dominar ese corazón tan grande, que empuja las palabras hacia fuera aún antes de pensarlas –bromeó sorprendido por el talante recio de su pupilo—. Bien, la segunda prueba es bastante más difícil, pues no juegas con el conocimiento de leyes físicas, eternas e inmutables. Participan en ella nuevas variables que no son fijas, tendrás que utilizar toda tu capacidad sensorial y tu intuición, aparte de tus habilidades físicas y acrobáticas, para poder superarla con éxito. Esta prueba sólo admite dos resultados, sin términos medios, para conocerlos tendrás que participar. Yo te diré cómo.
—Señor, ¿es que no harás una demostración, cómo en el caso anterior?
—No, Evaristo. En esta ocasión estarás solo. ¿Qué hacemos?
—Acepto, señor.
—Tendrás que sobrevolar la mansión de uno de los capos de la droga de la Cañada, y sin que te vean, tienes que introducirte en su cocina y traerme cualquier cosa comestible que allí encuentres. ¿Comprendido?
—Bueno, sí. Pero si me ven tal vez les disguste que les hurte un poco de comida.
—No te voy a engañar, esa gente es muy celosa de su espacio. Por eso es fundamental para tu integridad que no seas descubierto. Recuerda que la inmovilidad te hace invisible, y que a menudo es más efectivo que una fuga alocada.
Erasmus pormenorizó los detalles de la prueba, con referencias reales que ayudaran a su pupilo a recrear un plano tridimensional de la zona y la casa. Recibió más información de la que era capaz de retener, pero memorizó lo más importante: a dónde ir y cómo llegar. Se confesó excitado, ávido por comenzar, de enfrentarse y de demostrar su valía a su maestro.
El anciano desconocía las habilidades que habían marcado la vida del muchacho en la infancia: Evaristo había practicado, y siempre con muy buen resultado, el arte del latrocinio, del hurto sin violencia. Por tal motivo Evaristo no sentía congoja alguna de entrar en casa de un desconocido y “tomar prestado” algo si era necesario, ese fue su gran error.
Aguardó con impaciencia la noche, momento más propicio para su poca honorable acción. Sabía que el momento más adecuado era justo después de que los Garcés cenaran, pues los mayores se retiraban al patio a fumar o a ver la televisión mientras que las mujeres acostaban a los niños... ¡Las sobras de la cena permanecerían encima de la mesa, abandonadas!
La ventana de la cocina, como todas las ventanas de las cocinas de la Cañada, estaría abierta; además de abrirse por la ventilación de olores se dejaba de ese modo para refrescar el calor que los fogones normalmente provocaban.
Y así procedió, Evaristo esperó oculto en las sombras de la calle hasta que percibió el momento en que se levantaban de la mesa. Un instante después entró por la ventana, y allí, sobre una mantelería de hilo fino, descubrió una infinidad de posibilidades. ¿Qué se llevaría? ¿Un mendrugo de pan, una patata frita, un trozo de pescado? ¿Tal vez unas hojas de lechuga de la ensalada o el resto de un filete?
No sabía muy bien por lo que decantarse, pero sí sabía que no quería dar nuevos motivos a Erasmus para menospreciar su acción. Evaristo, desconcertado, perdió unos segundos preciosos. El sonido brusco de un portazo intimidó al muchacho, alguien había cerrado la ventana.
—¡Papa, papa! –Gritó uno de los menores señalándole con el dedo. ¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Ven, papa!
El repentino alboroto del patio sobresaltó a Evaristo, estaba asustado. ¡Y era para estarlo!, le habían descubierto y, además, le habían encerrado.
—¡Vaya! –Exclamó José Garcés, patriarca de la familia—. Ven aquí, pajarito, que no te voy a hacer daño –añadió mostrando el oro de una sonrisa terrorífica.
Evaristo se temió lo peor, los Garcés tenían fama de sanguinarios y crueles, no solo en la Cañada si no en los círculos más importante del ámbito de la droga. Y también había sido advertido de ello por Erasmus.
Comprendió que permanecer inmóvil era inútil, y que tratar de pasar inadvertido absurdo. Pero allí, en el interior de esa cocina, que aunque era amplia, era demasiada pequeña para utilizar sus trucos acrobáticos, ¿qué hacer? Nunca había sentido tanto miedo, a la cocina no dejaba de llegar más y más personas a través de la única puerta de acceso, se apretaban los unos a los otros impidiendo una libertad y coordinación de movimientos.
Evaristo lo vio, cogió una hoja de lechuga y sin dudar saltó por encima de ellos, como sólo el que teme por su vida es capaz de hacer, encogiendo las extremidades al máximo para no ser atrapado en pleno vuelo. Llegó al pasillo, esquivó un zapato que le había arrojado a la cara, y de allí salió al patio, donde no le fue difícil llegar a lo alto de la tapia. Evaristo tuvo la sangre fría para volverse y mirar a sus perseguidores. Sabía que ya no podrían detenerle, se esfumó en un suspiro.
Fue en busca de Erasmus.
—Lo he conseguido, señor. He sobrevivido a la segunda prueba –bromeó Evaristo entregando la hoja de lechuga. ¿Cuáles eran los únicos resultados de esta prueba?
—Uno ya lo conoces, vivir –respondió Erasmus muy seriamente. El otro resultado es una variación de una misma cosa, a saber: presidio, tortura, hambre y muerte.
Evaristo suspiró desilusionado, eso ya lo sabía. Los Garcés no tenían intenciones amables con él, desde luego. Pero estaba demasiado contento como para enturbiar su éxito, el segundo ya. Y su alegría se derramaba entre los sonidos de sus palabras, especialmente cuando narraba a su maestro como se había escabullido de los Garcés, entre decenas de brazos y manos crispadas. Justamente del modo contrario que le había aconsejado, en fin, Evaristo había vivido unas circunstancias muy diferentes a las esperadas.
—Has obrado bien, Evaristo –aprobó Erasmus.
Pero fue un premio que no le supo bien, era como recibir un caramelo muy deseado pero de la boca de otro. ¡No era Erasmus el sabio, el gran Erasmus quien hablaba!
—Estoy cansado, amigo mío. He soportado demasiada presión esta tarde, supongo. Mañana proseguiremos con la última prueba.
—Hasta mañana –se despidió Evaristo.
Volvía a sentirse pequeño, después de sobrevivir a su gran hazaña con los Garcés, su maestro se retiraba porque estaba “cansado”. ¡No era justo!
—Hasta mañana, Evaristo. Y felicidades de nuevo.
—Señor, ¿puedo hacer una pregunta?
Erasmus asintió con la cabeza.
—¿Para qué quería un resto de la cena de los Garcés?
Erasmus se encogió de hombros en un gesto simpático.
—¡Pues para qué va a ser, para cenar yo también!
Esa respuesta no le pareció nada graciosa, ¿había arriesgado su vida para que su maestro cenara unas hojitas de lechuga? Decididamente Erasmus había rebasado cualquier límite de buen juicio, es más, se definía como un tipo peligroso al que no le importaba arriesgar la integridad de un menor.
Evaristo se retiró a su árbol para descansar, uno que crecía apartado de la carretera y de las casas, y en sus ramas había construido una casa de una sola habitación; muy bien oculta a miradas indiscretas. Trató de conciliar el sueño pero cada vez que cerraba los ojos se le aparecía un Erasmus desdibujado, demacrado y con los ojos hundidos...
—Quiero tu sangre. ¡Necesito tu sangre! –exigía.
Un vuelco al corazón lo despertaba agitado, y nervioso, se reconocía incapaz de recordar a su maestro como un agradable viejecito, siempre amable y preocupado por su aprendizaje. Acurrucado en su lecho, Evaristo se durmió con las primeras luces del crepúsculo, agotado y convencido que su maestro padecía alguna enfermedad que afectan sólo a los ancianos, y que según el día podían comportarse de una manera u otra.
—¡Buenos días dormilón! –gritó Erasmus—. Tienes una casa muy bonita y acogedora, Evaristo.
Era evidente que pretendía ser cortés, porque su casa ni era bonita ni acogedora.
El muchacho estaba desconcertado, apenas había dormido. A su parecer, unos pocos minutos. Pero, ¿qué hacía en su casa?
—¿Qué hace aquí, señor? –Sentía una sensación de resaca anormal.
—¡Son las dos de la tarde, Evaristo, y nadie te había visto! Tenía que asegurarme que todo estaba en orden.
—Sólo he pasado una mala noche —aclaró el joven, confundido por no encontrar a su maestro con la piel macilenta, los ojos hundidos y a medio corromper.
—Bueno, sí es solo eso entonces no es nada grave. Ya sé que nosotros nos vemos más tarde normalmente, pero como yo no tengo ninguna ocupación y tú te has tomado el día libre, ¿qué te parece si procedemos a la tercera y última prueba ahora?
—¿Ahora, señor?
No se sentía ni predispuesto ni con energías.
—Sí, y mientras tú desayunas –le entregó un paquete envuelto en papel de periódico— que tendrás que recargar las pilas, yo te iré explicando unas cosillas. Te debo una explicación, ¿sabes?
Evaristo desenvolvió el paquete y empezó a mordisquear con desgana su desayuno, y no porque estuviera malo si no porque al hacerlo aceptaba de modo intrínseco las condiciones de su maestro.
—Estas pruebas tienen un significado profundo, Evaristo. La primera es la supremacía de uno mismo sobre la tierra, la segunda el dominio sobre el hombre, y la tercera sobre los imponderables, o sobre la vida y la muerte. Aquel que supere la tercera prueba descubrirá poderes sobrenaturales.
La primera reacción fue una risa que Evaristo sofocó en una tos mal disimulada. ¡Al viejo se le había aflojado algún tornillo! Además de maestro de vuelo acrobático se creía gurú, chamán, o algo similar.
—Tengo que decirte una cosa, mi joven amigo. Y es que de todos mis aprendices, los legales y los extraoficiales, tú has demostrado ser el mejor. Una fuerza desconocida te empuja, parece ser, por encima de la risa o del llanto... Si superaras la tercera prueba, serías alguien muy especial.
No, no le denunciaría a las autoridades por la demencia que se hacía más patente por momentos. En el fondo apreciaba al anciano y, además, estaba muy cerca de conseguir el reconocimiento público del Gran Erasmus, pasaporte indiscutible de una vida mejor. Sólo debía tener más cuidado.
—¡Vamos allá! –Dijo Evaristo desperezándose.
Marcharon los dos hasta la carretera de la Cañada, a uno de los peores tramos y a una de las peores horas, por el tránsito ininterrumpido de vehículos. De hecho, la carretera era un hervidero de circunstancias rodantes, en las que además de las condiciones y tipo de vehículo se añadían las personales de cada conductor. ¡Y sin olvidarse de aquellos que arriesgaban su vida transitando por unas aceras que no existían!
Muchos peatones se veían obligados a caminar por la calzada, pues un muro o el chasis de un turismo cubierto de una costra de polvo les impedían avanzar fuera del tráfico rodado. Estaba la Cañada en una hora punta, la vida y la muerte bullían desde cualquier rincón.
—¿Qué hacemos aquí? –Se interesó Evaristo.
Sobrevolaban la zona a baja altura.
—La prueba comienza aquí, Evaristo. Trata de expandir tu espíritu al máximo, pues vas a necesitar de él. Fíjate bien en lo que hago, ¡y cómo lo hago!
Sin mediar palabra, Erasmus se precipitó al vacío, forzando la aceleración para obtener la máxima velocidad que podía desarrollar. Desde tan poca altura, no alcanzaba los cincuenta metros de altitud, la caída fue en picado, completamente perpendicular a la tierra.
Giró sobre sí mismo unas cuantas veces, y como en la primera prueba, enderezó la dirección en unos noventa grados para sobrevolar perfectamente alineado al suelo a una altura de ¡treinta centímetros! Tenía más dificultad pues la altura de descenso era menor y el área de maniobra muy reducido... ¡Estaban en zona residencial, había demasiado gente! Era una insensatez. Pero lo que sobrecogió a Evaristo fue lo que a continuación sucedió.
Empujado por la inercia de la velocidad terminal, Erasmus cruzó la carretera ignorando los coches que por ella transitaban. Como una exhalación se ajustó al hueco que se disputaban dos coches que en esos instantes se encontraban por carriles opuestos, ladeándose y girando con gracia.
—¡Noo! –Gritó Evaristo, viendo como su maestro desaparecía entre esas moles de hierro rodantes y ruidosas de la carretera.
De pronto Erasmus reapareció al otro lado de la carretera, enderezó otros noventa grados la inclinación de vuelo forzando un looping para no estrellarse contra la casa baja que allí se encontraba y aparecer, poco después, al lado de su pupilo.
—¿Qué tal? –saludó Erasmus con jovialidad, como quien se pasea por los infiernos sin haberse dado cuenta de ello.
—¿Cómo que qué tal? —protestó iracundo Evaristo—. ¡Has estado a punto de matarte!
—Bueno –tranquilizó Erasmus—todo está bien. Te toca a ti, ¿te sientes capaz, Evaristo?
No, no se sentía capaz. Nadie en su sano juicio estaría dispuesto al suicidio, y menos cuando no se tienen motivos.
—Es demasiado arriesgado eso que has hecho, Erasmus.
—No hay gloria sin riesgo, créeme. Pero vale la pena, en serio.
Evaristo se quedó sin palabras.
Erasmus sonreía con jovialidad. Todo él confirmaba sus palabras, su vida había sido ejemplar, intensa, plena, satisfactoria. ¡Hasta su salud y longevidad eran envidiables!
—Qué demonios, ¡allá voy! –gritó Evaristo sintiendo que la vida palpitaba en cada parte de su cuerpo, sin miedo, sabiendo que sólo podía esperar la muerte o la gloria.
Y se lanzó en picado, tratando de conseguir la máxima velocidad desde los primeros metros de descenso. A Erasmus se le encogió el corazón, reparó que su pupilo no había calculado bien las circunstancias. La velocidad de cola no le empujaría con la suficiente celeridad y acabaría arrollado. Se lanzó tras él, en picado, aún antes de que Evaristo iniciara su maniobra.
—¡No! ¡No lo hagas! –Gritó Erasmus.
Evaristo apenas lo percibió, más que por el ruido de ambiente por el redoble de sus pensamientos.
—¿Esto es otra de tus pruebas, Erasmus?
—¡No! ¡No tienes tiempo, déjalo pasar!
—¿No decías que no tenía que poner límites? –gritó Evaristo, negándose aceptar ser el segundón, el casi glorioso Evaristo bajo las faldas de su todopoderoso tutor.
El orgullo impedía dar marcha atrás, además, Evaristo ponderaba las circunstancias, recalculando el ángulo de incidencia de la trayectoria y la velocidad uniforme del vehículo de la carretera. Parecía que la furgoneta había aminorado, era una señal que lo invitaba a continuar, a no acobardarse. Muy justo pero podría hacerlo. ¡Lo haría!
Evaristo fijó la trayectoria sin saber que Erasmus le seguía también desde una franja fuera de su campo de visión. Estaba a escasos metros del vehículo cuando éste, repentinamente, aceleró. ¡No llegaría a pasar! Dudó y en ese instante, en que las alas parecieron retener un poco a Evaristo, Erasmus lo alcanzó en un ángulo de treinta grados desde atrás. Lo justo para desviarle de su trayectoria mortal, pero insuficiente, después de haber perdido su velocidad inicial, para evitar la colisión con el vehículo.
Las plumas amortiguaron parcialmente el ruido del impacto, pero no el daño de los huesos rotos.
—Como el coche siga acumulando sangre la policía me va a detener seguro —protestó Manuel tratando de buscar nuevos restos sanguinolentos en el exterior visible del coche, reduciendo la velocidad a una marcha inferior.
Se había recuperado del susto del pájaro rodante por el parabrisas, de sus plumas, pero permanecía debajo de la lengua el regusto metálico de la incertidumbre nefasta. Fuera de la furgoneta, volando en círculos, Evaristo lloraba la muerte de su maestro.
Era cierto, Erasmus lo había convertido en un ser especial, nadie diría de él que lo marcaría la mediocridad, a pesar de ser bajo esa manta en la que ahora deseaba dormir y no despertar nunca más.
* * *
(Parte 2/3. Continuará...)