Me llaman Ramiro Gurú porque piensan que puedo curarles, y yo, por más que aviso y grito que no es cierto, ellos no lo quieren creer.
–Dios ha creado la enfermedad y el dolor para puririficar nuestra alma –les digo, pero ellos ya me han tocado y se sienten bien.
Me ofenden mostrando su pobreza, no tienen apenas nada con lo que pagar, y yo les persigo con una vara maldiciendo el día en que mi madre me trajo al mundo.
Mi voz me resultó extraña después de tanto tiempo sin hablar, fue como cuando oí por primera vez el graznido del cóndor, estridente y lleno de poder y sentido. Mi ser, entonces, se iluminó, y cuando icé la vista a los cielos allí lo encontré, glorioso con las alas extendidas, vigilando su reino desde los cielos. Me miró con sus ojos negros, lo sé porque me mostró sin palabras ni sonidos alguno nuestro origen.
La imagen de un barco destartalado de madera, con su tripulación muerta o agónica, remontando un ancho río llegó a mi cabeza. No soy hombre de libros ni de frecuentar cines, pero lo que aprendo no lo olvido, y supe que esa nave llegó del viejo mundo, mucho antes de que se formaran los primeros imperios conocidos... ¡Hombres y mujeres de cabellos dorados! Pero antes de que ellos llegaran, el cóndor ya planeaba en estos cielos...
–¿Y qué? –le grité al pájaro.
Y el cóndor descendió hasta una roca enfrente de mí, allí aleteó un par de veces y después replegó las alas. Sus ojos se volvieron a clavar en los míos, tan oscuros e infinitos como la eternidad. Mi campo de visión se nubló repentinamente, no fue por cansancio ni hambre, lo recuerdo bien.
Cuando pude de nuevo focalizar las cosas todo estaba distinto, renovado y en su sitio; las murallas parecían intactas, el templo se erguía con orgullo hacia las estrellas y las casas y mercado parecían haber estado siempre ahí. El cóndor seguía enfrente, y me dijo, articulando correctamente palabras con su pico:
–Todo esto es por mí.
–¿Qué hago yo hablando con un pájaro?
–¿Tú también, mi amado Ramiro? –el cóndor pareció dolido. ¿No eres capaz de comprender los símbolos? –añadió convirtiéndose en hombre, vestido a la usanza de los días de esplendor del antiguo imperio inca.
–Toda esta prosperidad que ves se debe a mí, porque soy vuestro benefactor –aclaró el hombre-cóndor, describiendo con su brazo un arco a su alrededor.
¡El Machu-pichu, el imperio Inca en su esplendor! Sus calles bullían de vida, las gentes, ignorantes de nuestra presencia continuaban con sus quehaceres diarios; tejiendo alfombras en los telares, montando bellísimas filigranas de oro los orfebres, forjando metales en las fraguas. Calles en las que los alfareros vendían sus enseres y los agricultores regateaban el precio de la cosecha, dónde los guerreros provocaban cuchicheos en las muchachas al pasar...
Nuevamente todo perdió nitidez, y cuando recobré la vista, seguía donde estaba antes, en las ruinas abandonadas de la antigua ciudad, y el cóndor frente a mí.
Era un magnífico ejemplar, probablemente de los pocos que quedaban en la actualidad. Era una especie protegida, pero no obstante hostigada por coleccionistas de trofeos. ¿Por qué deseaban tanto cazar tan admirable animal? ¿No era más bello, quizás, verlo evolucionar en las alturas andinas que en un polvoriento y oscuro despacho?
Desde aquel día, el cóndor no se separó de mí, me acompañaba en la soledad forzada a la que me obligó la sociedad, por eso que llaman don.
Pero no siempre estuve solo. Muchos años atrás tuve un amigo, tan íntimo que lo sentía como hermano y hasta hubiera dado la vida por él; se llamaba Oswaldo. Tenía una salud envidiable, a pesar de que siempre estaba aquejado de pequeños males cutáneos: a veces eran eczemas, otras sarpullido, siempre molestos y no muy estéticos en un rostro narcisista como el suyo.
Un día, como no lo había visto desde algún tiempo, me acerqué hasta su casa. Oswaldo lloraba, gruesos lagrimones sorteaban los pruritos de su rostro; comprendí su dolor al instante: la chica que había estado cortejando varias noches atrás accedió finalmente a una entrevista, y al ver su rostro lo despidió inmediatamente.
–No llores, hermano –le dije sentándome a su lado, con dolor de corazón– que todo se arreglará.
Pero él escondía su humillación en el cuello húmedo de su camisa.
–¡Te curarás! –proclamé tomando su rostro entre mis manos, obligándole a mirarme.
Oswaldo, muy amable, me dijo que deseaba estar solo, que agradecía mi visita. Y yo consentí. Horas después yo me notaba unos picores raros en el rostro, el espejo me informó que no tenía nada, pero cual fue mi sorpresa cuando Oswaldo entró en mi casa como un torbellino, asustando a mis mayores y alborotando a los más pequeños y, armado de una gran sonrisa, me interrogó:
–¿Lo viste? ¿Lo notas? ¿No son mis ojos los que me engañan? –su rostro se calzaba en la más bella tez que indio criollo jamás tuvo.
Y rió, y estuvo riendo todo el día, y a cada momento, quizás para confirmar su curación o bien para deleite de unos ojos hambrientos de belleza restauradora se miraba en los espejos que encontraba más a mano. Cualquier cosa le servía, un escaparate, el agua de una fuente, el retrovisor de un automóvil... pero el mejor espejo era las sonrisas que devolvían las muchachas al pasar.
¡Cuánta bonanza disfrutó! Yo en cambio, a pesar de no encontrarme rastro de granos en la cara, gocé de un creciente escozor que no me pertenecía. Olvidé mis molestias faciales cuando recibí, días después, una nota, un criado suyo me la entregó en mano:
“Si no deseas perder a tu amigo,
debes acudir en la mayor brevedad
a mi casa, pues siento que el mundo
entero, hasta el mismo Dios, me
entero, hasta el mismo Dios, me
escupe y repudia ...y deseo morir.”
Sin aliento llegué a su casa, y después de mucho insistir qué era lo que pasaba, accedió a dejarme de hablar de espaldas. Cuando se giró comprendí su angustia. La piel de su rostro se había convertido en una disformidad decolorada y escamada, gruesos ronchones púrpura emergían entre un difuminado de tonos carmesí al rosa pálido.
–¡Dime que sanaré! ¡Dilo, por favor! –me agarró de una mano mientras se arrodillaba.
–Necesitas un buen médico, Oswaldo. Tu familia tiene dinero.
–¡El dinero no da la salud! –exclamó convencido– Mírate tú, eres pobre y sin embargo no te pasa nada... ¡Tu familia nunca enferma! –acusó sin soltarme la mano.
–Te pondrás bien –dije más por tranquilizarle que por convicción.
Días después, para el asombro de los suyos, Oswaldo recobró su apuesto y sano aspecto. Y en el camino a mi casa no dejó de proclamarlo a todo aquel que se encontró, pues su dicha era tan grande que se le escapaba por la boca.
A los escozores que sentía desde varios días atrás, ahora notaba una tirantez y calores en mi cara muy agudos, aún antes de que un espejo me dijera que mi aspecto era el de siempre, yo ya lo sabía. Y cuando llegó Oswaldo, rebosando una vitalidad que no le correspondía, que quizás me robaba, sentí odiarle un poco.
–¡Éste es un simple indio quechua! ¡Y no tiene estudios! –gritaba eufórico Oswaldo a las gentes cuando salimos de casa.
–Por favor, calla. Sólo es una coincidencia –mentí presuroso. ¿No querrás dejarme por oportunista? –regañé enfadado.
Pero una mujer, que lo había escuchado a la ida de mi casa se interpuso en mi decisión de retornar a ella. Sus manos regordetas me agarraron por los hombros y la suplicante figura de una mujer obesa me obligó a parar.
–¡Los médicos dicen que no tengo esperanza! Acabarán por cortarme las piernas porque tengo la circulación muy mal
–Yo... yo no puedo hacer nada –negué el poder de curación que gracias a mi amigo había descubierto.
–¡Por favor! –suplicó entre una gelatinosa vibración de grasa que era su cuello.
Sin desearlo, al instante sentí una pesadez en mi cuerpo y un desagradable hormigueo en las dos piernas. Horrorizado comprendí que mi poder se había desarrollado, y ahora a los picores y escozores se unían los síntomas de una obesidad y mala circulación que lastraban mi alma, y al mismo tiempo mi cuerpo.
La mujer empezó a llorar de alegría, entre sus poderosos brazos no pude escapar a unos sinceros besos de agradecimiento; ya podía volver a su vida normal, a cometer quizás los mismos excesos que enfermaron su cuerpo.
–¡Ayúdame. Oswaldo! –supliqué medio asfixiado.
Mi amigo reía gozoso, ignorante del mal que me causaba.
Un anciano masticador de tabaco, que hasta entonces había permanecido sentado en un poyete a la puerta de su casa, excitado por la alegría que rebosaban la señora y Oswaldo se acercó hasta mí. Le vi un enorme flemón que le desfiguraba la cara.
–¡No, no! ¡Por favor, no me toque! –me revolví horrorizado en la trampa grasienta de unos brazos de mujer, tratando de escaparme.
–La muela –dijo moviendo con dificultad una hinchada lengua en una boca apenas sin dientes.
Traté de alejarme de él.
–La muela, señor –insistió el anciano escapándosele sin querer restos de tabaco masticado de entre sus dientes.
¡Y me tocó! Al instante sentí la inflamación palpitante de una muela picada, un dolor como pocos he sentido en mi vida, y también un bulto que nunca tuve bajo la lengua, que dificultó mi habla hasta el día de hoy.
Empujé a la señora, que se cayó aparatosamente al suelo, y huí del pueblo. En las afueras descansé unos momentos para tomar aire, instante que aprovechó un perro callejero para lamerme una mano. ¡Qué pesadilla! ¿Cómo tratar una sarna sin bicho? Los picores de Oswaldo eran una bendición de Dios al lado de esto. Le di una patada al perro, que se alejó alegre moviendo su rabo.
Comprendí que tampoco podía acercarme a los animales, y escapé hacia la montaña, viajando de noche para evitar encuentros que maltratasen mi castigado espíritu. Durante el día dormía oculto en las copas de los árboles, para que ni los animales me rozaran. Pero en un anochecer, cuando desperté, descubrí una sensación de asfixia que ahogaba mi alma.
¿Quién podía haberme tocado? Nadie lo había hecho, lo comprendí cuando en el suelo vi hojas del árbol en el que estaba, hojas todavía frescas, renegridas, devoradas por algún mal microscópico. El árbol del que bajé estaba sano y de hojas de inmaculado verdor. Sentí que la naturaleza entera se ponía en mi contra, ¡a las más altas cumbres debía escapar, donde la vida vegetal era escasa! En el Machu-pichu encontraría mi seguridad... ¡Qué terrible error!
Mi fama de sanador se extendió por toda la región, y me hostigaron sin cesar, como a un animal, no respetando mi derecho a no ser tocado. Y cada día me levantaba descubriendo una nueva variedad de dolor distinto, pues venían por la noche y me tocaban mientras dormía... algunos pocos, agradecidos, me dejaban un poco de fruta.
–Sólo tú me respetas, amigo cóndor –dije en alto mirando a los ojos del animal. Desde el primer día supe que querías que te tocara, día tras día amaneces conmigo... para animarme a ello. Me has dicho en estos años lo grandioso que eres, y lo mucho que significas a la humanidad, pero dependes de tu cuerpo alado para seguir ejerciendo tu bondad. Y ahora que la criatura que tanto has protegido ha diezmado a tu especie, casi hasta la extinción, necesitas de mí, porque seguramente estás enfermo. Me quieres transmitir también tu mal ... ¡Mírame, sólo tengo 30 años, y parezco un anciano de 70! No resistiré una curación más, mi cuerpo enfermo por mil dolencias distintas no lo soportará.
El cóndor graznó interrumpiendo mi desahogo, y me animó, una vez más, a que le sanara aleteando sus alas, como hacía cada mañana. Luego levantaría el vuelo para volver a insistir al día siguiente, pero hoy no le di opción a ello. Siendo consciente de mi sacrificio me acerqué al animal y acaricié su áspero plumaje.
–¿Sabes, amigo cóndor? –dije con lágrimas en los ojos. Yo nunca he estado con mujer alguna, pero ahora tú podrás volver y procrear; pues si he de morir, prefiero que sea con la esperanza de creer algún día el cielo repoblado de bellos cóndores volando... a que un furtivo y cobarde enfermo me robe mis últimos alientos de vida –se me cayeron dos lágrimas que rebotaron sobre sus plumas. Creo –añadí– que si tengo este don es porque debo sufrir el dolor de todos, porque quizás sea eso lo mejor para mi alma, no debí esconderme aquí... ¿pero a quién le gusta sufrir? Les digo que no puedo curar y no me creen, sólo porque les alivio sus cuerpos. ¡No entienden que el dolor viene de un problema del alma!, que sólo ellos pueden curar.
El cóndor clavó sus ojos negros sobre los míos, y pareció sonreír. Agitó sus alas, pidiendo espacio para levantar vuelo. Le seguí con la vista, entonces comprendí lo que había pasado... ¡No me dolían ojos, podía ver al cóndor volar! Nada me dolía en un cuerpo nunca acostumbrado al sufrimiento.
El cóndor me había engañado, en realidad fue el único ser vivo sano que había tocado en los últimos años, y del mismo modo que recibía enfermedad... ¡también recobraba salud!
Quizás fue que sané mi alma al entregarme voluntariamente.
–¡Ahora estoy preparado al mundo! –grité comprendiendo el mensaje de amor y entrega del cóndor, de mi historia, de mi vida.
3 opinaron que...:
Otro relato magnífico y con un final de la casa. Enhorabuena.
me encanta este relato y sobre todo el giro final .Un besazo
Gracias Thornton, gracias Anusky. Sois los únicos que lo apreciáis...
Publicar un comentario