Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


domingo, 13 de diciembre de 2009

El beso de gracia (segunda parte)


Roger apuró el último trago de bourbon, miró a través del culo del vaso la gigantesca cama de matrimonio. No, no vio ningún resplandor mágico. “Es casi imposible que nos encontremos bajo las sábanas”, comprendió que debía haber comprado una cama de un tamaño más razonable.

“No, Pichulín, me gusta esa. La redonda”. Roger sonreía de satisfacción cuando autorizó el pago. Sentía como cierto el adagio de “la erótica del poder”, sin comprender entonces que esas palabras puestas en línea, una detrás de otra, formaban un camino de doble sentido. Ahora Roger trataba ver las cosas como las veía Samantha, claro que el vidrio que utilizaba no era diamante. Y por añadidura, tampoco tenía su juventud, ni vitalidad, pero la amaba de verdad. Debería bastar.

Sabía que compraba su tiempo, y eso era lo único que a él le faltaba para tener una oportunidad. Cuando los ojos de la joven se acostumbraran a sus arrugas ya no percibiría a un anciano, descubriría a un amable caballero, una vida fascinante y un amor sereno de los que disfrutar. Satisfaría todas sus expectativas con creces, estaba seguro de ello.

Pero Samantha era una joven brasileña demasiado atractiva para no resultar un elemento perturbador en la vejez que se había preparado. No encajaba bien ni con la familia, ni en su círculo de amistades, ni tampoco en la urbanización de lujo donde vivían. “Es mentira eso de que un caballero de mi posición, un hombre de mi edad, se pueda permitir ciertas licencias. Envidian lo que ellos sienten como una “extravaganza" ¡No perdonan mi felicidad!”

Roger recordó el día en que su viejo corazón despertó. Había sorprendido el brillo de su mirada entre los flases del pase de modelos; ese cartel de “no estoy en venta”, colgado con elegancia de sus ojos, enamoró al anciano. Después de varios meses su amor no había variado ni un ápice, incluso sin ver los fogonazos de las cámaras en cuanto ella le decía…

—Buenos días, cariño. ¿Has dormido bien?

Cómo responder a esa pregunta sin parecer soez. “No, joder. Me tienes atacado… Saltaría sobre ti, frotaría mi miembro en tu pubis y… no, no podría”.

—Sí, mi amor. Muy bien.

Samantha se levantó de la cama, únicamente un reducido tanga la cubría. Roger se abrigó con un batín de seda, prestó atención al ruidito de la taza del wáter.

—¿Has terminado, puedo pasar?

—Claro, Pichulín.

En cuanto retornó al dormitorio, la encontró otra vez contra los cristales, con su minúsculo tanga tan ceñido y ondulante como una tarjeta de visita al aire. ¿Qué desaprensivo la tomaría al vuelo, sin dudar?

—¿Ya estás otra vez, Samantha? ¿Por qué no puedes depilarte en otro sitio o con más ropa? ¿No te das cuenta que te pueden ver los vecinos?

—Pero si no hay nadie, cariño. ¿Pero sabes una cosa? ¡Me encantan tus celos de perrito ñoño!

Y zanjó la discusión, si es que se puede llamar así a su diferencia de opiniones, con un beso; un enorme y sonoro beso en la frente.

Un timbre de trompetas advirtió la presencia de un extraño. Roger acudió irritado a la puerta, no tenía a nadie de servicio esa mañana. Un joven se identificó como el vecino de abajo, tartamudeaba y trató de evitar su mirada, como si de esa manera creyera ocultar con éxito su exceso de líbido. “¿Porque te la puedas machacar doce veces al día te crees con permiso para rondar a mi esposa?”

—¡Qué chorrada! —estaba a punto de despacharlo pero reconsideró sus opciones—. Pero pasa, por favor. “¿Cuántas veces he recomendado un poco de recato, cúantas? ¿Me hizo caso alguna vez? No, sólo he conseguido un beso; como el que se da a un niño para que se calle.”

—¿Con quién hablas, Pichulín? —se interesó desde su rincón depilatorio. Intrigada buscó una blusa.

—Querida, este joven es nuestro vecino de abajo… ¡Está realmente preocupado de que mi gatita se pierda en su jardín!



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