—El diente que muerde carne está en la boca, el diente que muerde hombre está en el alma —sentenció el Khan conteniendo la cólera.
Escupí su dedo. No lo quería.
—Aunque te cubras de sedas tu sombra será negra; aunque comas grasa, tu mierda será apestosa —repliqué con rabia, y ofrecí mi cuello desnudo a su espada. Deseaba morir, había fingido tanta sumisión para lograr tan poco… Pero su espada no me cortó la cabeza, mi Khan fue más perverso.
—Hoy no encontrarás la muerte, ni mañana. Pero la desearás.
Y reclamó a gritos al herrero. Exigió para mis tobillos nuevas cadenas, y para mi cuello, un grillete.
— Estas cadenas, Marat, las arrastrarás de por vida y todos te conocerán por “perra que muerde”. No servirán de excusa para no cumplir con tus obligaciones. Día que faltes en alguna labor, día que no comerás. Y comerás sólo por las noches, de los restos de mi cena.
Por orden del Khan levanté una tienda al lado de su yurta, pequeña y humilde, con una abertura en el techo por donde sale el humo de mi hogar. Tres días han pasado, tres días en los que he permanecido aquí. Veo las mismas estrellas en el cielo oscuro, y de día, un rayo de claridad me ilumina la cara. No necesito más. ¡Ojalá hubiera servido de alimento al lobo!
—Marat, come. Si mueres tú, ya nadie más quedará de nuestro clan —susurra una voz de niña triste, su mano deja un cuenco de comida a mi lado. Y canta para mí, en susurros que acarician el alma.
Oh niña, qué importan las cadenas
si no pueden sujetar tu corazón.
Oh niña, qué más da como te llamen
si tú ya eres una leyenda viva.
—Come, Marat —dice la voz mientras sus manos me untan de grasa los cabellos—, porque si mueres, ya no tendré a nadie a quien amar.
Sus manos desenredan mi cabeza con suavidad, y se marcha. Una lágrima resbala por mi mejilla, no estoy sola. Y comí.
Busqué en el poblado a alguna superviviente de mi clan, quería regalar una sonrisa a la persona que había ganado mi vida. Pero no reconocí a nadie. Pregunté a una de las esposas del Khan, la menos hostil, qué había sido de las otras niñas.
—Al menos una debía quedar —repuse.
—Ninguna sobrevivió, vuestro clan es débil. Me alegro de que nuestros hombres no hayan tenido hijos con vosotras, ¡sin duda tendríamos que sacrificarlos!
—¿Ninguna? No es posible.
—Basta, baja al arroyo por leña. Allí las ramas no están congeladas.
Apenas podía andar con las cadenas. Era una temeridad aproximarse al lecho helado del torrente, pero obedecí. En cuanto mi pie holló la ribera resbalé en su hielo y rodé hasta el agua, donde mi cabeza detuvo la caída contra una piedra. No sentí dolor, ni frío; sólo un vértigo que no desaparecía tras el golpe.
—¿Crees que ahí encontrarás leña? —se burló la mujer— ¡Aunque seas la perra favorita del khan, no tardarás mucho en morir!
Y desapareció de mi vista nublada. Todo oscureció... Por fin muero. Pero desperté en mi tienda, una cataplasma de hierbas curativas cubría mi sien herida. Un fuego ardía en el interior del círculo de piedras.
—Yo cuidaré de ti, Marat —susurró la voz de una niña desde la oscuridad.
—¿Por qué escondes tu cara? ¿Por qué no te encuentro durante el día?
—Porque no puedes verme, porque desapareceré para siempre si tu mirada me sorprende. ¿Eso es lo que quieres?
—No, pero creía que eras como yo.
—Soy como tú, Marat —concluyó la voz ofreciendo sus manos, para que las tocara.
Y yo se las tomé entre las mías, y la atraje hacia mí. Y allí, donde la luz cenital de la tienda hacía brillar mi pelo la vi. Era como ver mi reflejo en aguas mansas, su sonrisa era la mía y su tristeza también. Cuando comprendí quien era, la niña desapareció; mis manos sólo estrechaban vacíos en el aire. Sin embargo mi ánimo estaba doblemente fortalecido. En mi pecho latía un corazón maduro y fuerte.
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