Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 2 de junio de 2012

"Estupor" (un relato de 1723 palabras)



Mi nombre es José, pero todos me llaman Joselito. Que me gusten las coplas, y las cante cuando tengo un vino de más, tal vez sea la razón de mi apodo… aunque no se puede decir que tenga la voz de oro. La voz no, pero sí el corazón, decía la que sería después mi esposa. Y eso fue lo que la enamoró, creo. Y la verdad, no sé qué es lo que ella pudo ver en mí. Somos tan diferentes que hasta yo mismo dudaba que nuestra relación fuera más allá de un capricho de una niña bien… Cayetana, tan elegante y fina; y yo, marino, según ella… ¡Pescador, cojones, pescador! Y me emborracho cada noche antes de zarpar a la mar, por si fuera la última que paso en tierra firme.

—Cariño, sabes que tendrás mi apoyo —anunciaba un anciano sosteniendo una copa de brandy—. Tuviste mi comprensión cuando te enamoraste de Fabián —añadió Ernesto sin apartar la vista de una fotografía en la que un atractivo alpinista de pelo largo abrazaba a Cayetana, su hija—. No rechisté cuando un día fuiste al circo y tardaste siete meses en regresar. ¿Cómo se llamaba ese italiano? —murmuró recorriendo con la mirada los largos bigotes de un hombre, en otra foto, que levantaba con una sola mano a una mujer, a su princesita sonriente, empequeñecida entre unos bíceps inhumanos.

Sorbió un poco de la copa, quizás para reunir fuerzas para lo que a continuación iba a decir, o tal vez para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba los temas amorosos de su hija.

—Recibí con cordialidad a Ciriaco, a pesar de que nunca me agradó su manera de mirar —añadió acariciando a una Cayetana tras el cristal de un marco, que abrazaba a un tipo que abría mucho un ojo y entrecerraba el otro—, porque asegurabas que era una eminencia en el campo de las matemáticas, y respetábamos, tu madre y yo, su nula conversación y sus respuestas incoherentes a preguntas sencillas…

“—Así que matemático, ¿eh, Ciriaco? ¿Hemos descubierto en los números la existencia de Dios?  
—No me gusta nada el melocotón en almíbar —respondió masticando, triturando ruidosamente una pera con la boca cerrada”, recordaron padre e hija a un tiempo.

—¡Dios mío! Si parecía una mantis religiosa —explotó Ernesto—, y no podía dejar de imaginármelo devorando tu corazón, con esa manera tan escandalosa de comer.

Cayetana sabía dónde acabaría esta conversación, pero dejó terminar a su padre. Era mejor que se sintiera desahogado, sería más fácil rebatirle.

—Pe… pero…—tartamudeó ante la nueva fotografía de la colección, en la que un hombrecillo asomaba la cabeza entre los pliegues del abrigo de Cayetana, con expresión de sorpresa— ¿me puedes decir que es lo que has visto en Joselito?

—Papá, a simple vista no parece gran cosa. No es guapo, aunque tampoco es feo; no tiene estudios, aunque no es tonto; no es alto… —y guardó un silencio significativo—; no es rico ni viene de buena familia, vale. Pero es generoso, papá, y lo es con todo el mundo; es humilde y no se avergüenza por ello… ¡Estoy tan harta de los presuntuosos, que no pierden ocasión de recitar sus virtudes! Y sobre todo, papá, es que es una buena persona, de esos que ya no quedan… y ha jurado cuidarme papá, toda la vida, en la enfermedad y en la pobreza…

En la voz paterna zozobró la congoja.

—¿No os habréis casado? 

Cayetana rió.

—¿No es adorable? —Preguntó con un brillo especial en los ojos.

¡Y de qué manera resplandecían! Ernesto se resignó a que esa foto ocupara un sitio oficial en el salón de la casa, pero dejó hueco para otro portarretratos… Hombres con mejores cualidades no domaron el corazón de Cayetana, y Joselito, no tendría demasiadas oportunidades tras la rutina, cuando la pasión desaparece y se ven a las personas como son.

Unos meses después apareció una nueva foto en la mesa: Cayetana sonreía con dulce cansancio, descansaba en su pecho una criaturita pelona; y detrás de ellas, con gesto de estupor, Joselito miraba a la cámara.

El matrimonio barajó varias posibilidades para nombrar al nuevo miembro de la familia. Por un lado los nombres de Daniela, Carlota, y Dominique hacían frente común contra un solitario y poco sofisticado María del Carmen. La niña acabó por llamarse Daniela, sin embargo, en esta ocasión no hubo testimonio fotográfico que registrara extrañeza o aturdimiento paterno.

—¡Ah, no! ¡Eso sí que no, me niego! —dijo Joselito mostrando una determinación inusual en él.

—Pero cariño —trató de apaciguar Cayetana—, ¿qué más te da, si la niña va a estar guapísima así vestida de princesita?

—¡Pero es que es un bebé, ni siquiera es una niña pequeña! Y mi madre le ha hecho un vestidito para la ocasión.

—Después de las fotos le pondremos la ropita de tu madre —negoció sabiamente su esposa—, y así mis padres tendrán la foto que desean en el salón y tu madre podrá disfrutar de su nietecita conjuntada durante tooooda la fiesta. Venga tontín, además el vestido tapará el tacatá, y será graciosísimo ver a un bebé corretear por ahí… ¡cómo si el Espíritu Santo después del bautizo le diera alas!

Y Joselito cedió, una vez más, pero con cierto resquemor; porque sabía que la discrepancia de criterios perjudicaba a su madre en esta ocasión. Todavía no se habían asentado bien las diferencias sociales, y Joselito estaba dolido de que siempre se acomodaran por el mismo lado, por el suyo.

Pocos días después, la residencia habitual de Ernesto y Cayetana, suegros de Joselito, fue el escenario escogido para la celebración del bautizo. Poco pudo decir el marino, que estaba más a favor de las tascas del puerto, para que bebiera todo aquel que quisiera a la salud de su hija, que para eso pagaba. Se contentó con que pudiera tomar el micrófono y cantara una canción, la que más le gustara a él, y pudiera invitar a un máximo de veinte personas; “porque la casa tampoco era tan grande”, según palabras de Cayetana. “Nos ha jodido, los jardines estarán petados con las ciento ochenta personas que tu familia ha invitado”. Y no podía quejarse, puesto que era una fiesta informal, y el protocolo y la etiqueta no serían severos, si no, ni él mismo podría asistir a la fiesta de su hija.

Después de cuatro canciones interpretadas sin gracia por la orquesta contratada para la ocasión, Joselito arrebató el micrófono al cantante. No estaba previsto el descanso del cantante hasta cuatro o cinco canciones más, pero unas botellas de coca-cola de dos litros, llenas de vino de Chiclana, pasadas de manera oficiosa por los amigos de Joselito, dotaron de la audacia que normalmente le faltaba.

Y cantó, entre aplausos y vítores de una docena de impresentables, bien afeitados y apestando a colonias baratas.

—Por ahí viene Joselito, con los ojos brillantitos,… por la calle Peñón. Se ha tomado tres botellas de coca-cola llenas… —cantó Joselito.

—De vino de Chiclana —corearon sus amigos los pescadores, sin ningún pudor.

—Ya tiene las ganas y ahora sólo busca un sitio… 

—Dónde le dejen cantar —acompañaron los marinos.

—Ponme otra copa, que ya sabes que mañana… voy a la mar.

Y hubo uno que le acercó una de esas botellas de coca-cola sin etiqueta, que agradeció bebiendo a morro un buen trago. Después de los ayees obligados de la canción, los dos mundos se quedaron escuchando “¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro!” con atención. Por unos momentos, la niña que correteaba en el tacatá dejó de ser la atracción.

—(…)Y esto era muchos grados de marea al sur… de Fernando Po. Ya llegó la hora de la zarzamora y sube… la atmósfera en el bar. Y en el tubo traqueado, el salitre le ha dejado… rumor de altamar. Aaaaay Joselito, y aaay, aaay, aaay y aaaay —cantó el hombrecito que se había ganado un espacio propio en el escenario.

Joselito pudo observar a su hija que le miraba con expresión de perplejidad… ¡Qué orgullo!

—¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro! —gritó con satisfacción— que de puerto en puerto voy dejando mi cuplé. Siete novias tuve, más novias que un moro. Me salieron malas, y a las siete abandoné…

Los pescadores aplaudían y silbaban como si hubieran recibido la lección más importante de sus vidas. Los encorbatados caballeros que llenaban la sala se miraron de reojo, como buscando una nueva pauta a imitar que no fueran esas efusivas muestras de embriaguez, ¿o era por sospechar que sus vidas hubieran sido más satisfactorias de no haber mantenido un matrimonio sin amor?

—Por favor, papá —susurró Cayetana—… ¡Aplaude!

—¿Más novias que un moro? —replicó Ernesto.

—Sólo es una canción…

Y aplaudió, con una sonrisa forzada, aprendida tras tantos años de sinsabores; sólo por la felicidad de su hija. Y con ese aplauso llegó la ovación, inesperada para todos. Joselito se emocionó.

—Gracias, gracias… Gracias amigos —decía mientras el vocalista del grupo trataba de recuperar el micrófono, tal vez temeroso de que parte de su salario llegara a ese paleto que no tenía ninguna educación musical.

Musical ni no musical, a juzgar por la resistencia que ofrecía en devolver el dichoso micrófono.

—¿Alguien ha visto a Daniela? —se interesó la abuela tratando de ocultar la ansiedad.

Pronto los aplausos dejaron de sonar a favor de un rumor sordo. La alarma salpicó a Joselito, que desde el escenario, tenía una visión completa del salón y los jardines de la casa… en los que una cuidada piscina iluminaba unas aguas azuladas. En medio parecía flotar algo.

—¡Nooo! —gritó Joselito, comprendiendo que podía ser su hijita.

Saltó por encima del vocal de la orquesta, y fue el primero en llegar a la piscina. De repente detuvo la carrera. Espero pacientemente a que los demás llegaran, porque sabía que nada podía hacer ya: en el fondo se apreciaba con claridad el tacatá de la niña.

—¡Dios mío! —gritó Cayetana, la madre de la niña, en cuanto llegó.

El rostro perplejo de una niñita calva destacaba entre los pliegues de un vestido de princesita. Las bolsas de aire que se habían formado al caer en la piscina la mantenían a flote, que con el otro vestido, sin can-can, ni pliegues, sin fruncidos ni encajes… se hubiera hundido irremediablemente.


Fin



Imprimir Registrado en Safe Creative
Safe Creative #1112080698875



¿Quieres leer más?

"La ciudad del zorro" (un relato de 1.342 palabras)


Un grito de dolor, ahogado por la sangre que mana de una mano. El vertigo es algo más que el sabor salado; un pie resbala entre las tejas y una mano deja una huella roja en la chimenea. Surge el instinto de conservación, aún cuando no hay razones para vivir.

—¿Por qué? —gritó Antonio, ahora que no tenía una mano que morder.

Y su voz alzó el vuelo de unas palomas que se creían seguras en la cornisa del edificio de enfrente.

—¿Por qué? —tronó de nuevo un lamento, y otra bandada de palomas levantó vuelo.

El batir de alas, la fricción de las plumas en el aire, lo abarcó todo por unos instantes... Todo acabaría pronto, el aleteo y el dolor. Pero seguían apareciendo palomas y más palomas, como si todas las del barrio, incluso de la ciudad, hubieran acudido a su grito en lugar de auyentarlas.

Antonio ya no estaba en la azotea de un modesto apartamento de la sierra de Madrid. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Unos días? ¿Unas semanas? A veces el tiempo transcurre en una tridimensionalidad vital extraña, sin dejar huella de su paso en la memoria. Pero la pregunta que en realidad no podía contestar Antonio era...

—¿Qué hago en Londres? —se preguntó con la sensación de que la realidad lo estaba masticando, y que incapaz de tragárselo, lo escupiría en cualquier momento.

Un negro desafinaba aporreando las cuerdas de una guitarra a la salida de la estación del metro de Stockwell, al sur de Londres. Tal vez la falta de pudor se debiera al cabello blanco, tal vez a la miseria que habia desdentado la mayor parte de la boca. La mano derecha de Antonio acarició unas monedas en el interior del bolsillo del pantalón.

"No, necesito hacer la compra". Y la mano salió vacía del bolsillo. Poco después se hallaba frente a los expositores de alimentos de un supermercado. No conocer el idioma era algo más que la incapacidad de relacionarse con los demás, era la negación del mundo mismo.

"¿Cuál de estas harinas será integral?", trataba de adivinar Antonio leyendo una y otra vez palabras incomprensibles, tratando de deducir la composición de los paquetes por el color del papel, buscando pistas significativas en los dibujos de las diferentes harinas.

Un hombre de color, de unos cuarenta años, lleno de trencitas, se paró detrás de Antonio. "Ya está, ahora es cuando me saca la navaja", pensó notando que no había nadie más en el pasillo.

—Si me permites un consejo... ¡no lo dudes más! —dijo el negro con una amplia sonrisa—. Ésta, ésta es buenisima y está a buen precio —explicó señalando el paquete que descansaba en su cesta.

Antonio comprendió lo que decía, pero apenas pudo contestar a sus desvelos con un simple "gracias". Y el hombre salió del pasillo cantando en voz alta una canción, una incomprensible canción que a través de su aparato fonador grave y gutural modulaba aún mejor su alegría de vivir.

De regreso a casa, Antonio sorprendió un zorro que trataba de ocultarse tras unos contenedores de basura. Había oido hablar de que se habían integrado en la ciudad, pero hasta que no lo vio con sus propios ojos no lo creyó. ¡Era cierto!

Sintió que el zorro lo estudiaba, no había temor en sus ojos pero si una tristeza similar a la suya. Sintió tentación de compartir algo de comida, pero la harina que había comprando, y que no tenía claro si era integral o no, sabía que no sería del agrado del cánido.

Un joven nativo, origen deducido no solo por sus rasgos nórdicos sino por su capacidad de no tiritar con una simple camiseta en pleno mes de abril, lanzó contra el animal una botella que se rompió estrepitosamente contra una pared, a un lado de los contenedores.

—Es una alimaña, transmiten enfermedades —justificó el joven, con el hálito de los que han bebido alcohol con el estómago vacío.

Pero Antonio se retiró, no tenía ganas de distinguir quien era la alimaña en realidad. Pasó por delante de una iglesia, que parecía más un templo griego, con sus columnas y tímpano en la fachada, que una iglesia cristiana. "Dios te ama", propugnaba un cartel mal colocado entre las columnas.

—Buenos días —dijo un joven vestido con un traje impecablemente planchado—. ¿Le interesa saber qué secretos se esconden detrás de esos muros?

—Lo siento, no entiendo... —contestó Antonio—. Soy español y todavía no he aprendido a hablar en inglés.

—¡Ah, comprendo! —replicó el joven hablando en un castellano muy afectado. Mi madre era sevillana, es por eso que sé hablar un poquito... —añadió acercando el pulgar y el índice de la mano derecha sin que se tocaran.

—¡Qué bien!

Antonio sintió una sensación de alivio. Hacía mucho tiempo que no experimentaba sensaciones agradables. La verdad es que el joven era simpático y... ¡hablaba español!

—Sí, comprendo bien los que vienen de otros paises... Para ellos todo es diferente: las costumbres, la comida, la gente...

—¡Y no sabes cómo! Y es curioso que yo lo diga, que estaba acostumbrado a tratar con muchos extranjeros en Madrid... por mi trabajo. Pero no te das cuenta de la soledad del inmigrante ¡hasta que te toca vivirla!

—Jajaja...-fue una risa discreta, cortés—. En nuestra comunidad nadie es extraño, todos somos amigos desde el primer día.

"¿Comunidad? ¿De qué comunidad está hablando?". Antonio permitió que el joven se expresara un poco más.

—Siempre hemos pensado que todos somos hermanos, que nadie está por encima de nadie y que es nuestra obligación ayudar a los más necesitados...


—¿Eres de esta iglesia? —se aventuró Antonio señalando "El Dios te ama" que estaba al otro lado de la valla de la acera.

—Sí, pero no somos una secta extraña que comemos cerebros y esas cosas! —y el joven volvió a reir ante su ocurrencia.

Si supiera lo siniestro que sonaba esas palabras no las diría con tanta ligereza.

—Nos preocupamos mucho por las personas... por sus necesidades, por que sólo un hombre feliz puede hacer una sociedad feliz.

—Comprendo...  —dijo Antonio, pero la voz cascada de un mendigo de color le interrumpió sin ninguna educación.

—¡Hola ...amigos! —dijo en español. Era el viejo que desafinaba en la entrada de metro de Stockwell—. ¿Tienen algo para mi guitarra y para mí? —añadió en inglés, extendiendo la mano que dirigía alternativa a uno y a otro.

—No moleste, por favor —replicó el joven sin mirarle siquiera a los ojos—. ¿No ve que tenemos una conversación privada?

—¡Amigo! ¡Amigo! —insistió el anciano desdentado con cierta desesperación, tal vez hoy los transeuntes no mostraron su habitual generosidad. Pero se le escapó una burbuja de saliva pastosa que cayó en el traje impecablemente planchado.

—¡No me obligue a llamar a la policía! —reprendió con severidad el joven con un gesto de extrema repugnancia.

El anciano suspiró...

—Sorry... —dijo, clavando sus ojos negros en los de Antonio. En ellos no había miedo, solo cierta tristeza.

Y se marchó, arrastrando con desgana unos zapatos raidos.

—¡No! —gritó Antonio, recordando la mirada del zorro.

Tomó con vehemencia la mano del anciano y le dio los noventa céntimos que tenía en el bolsillo. No tenía más.

—Sorry... —dijo Antonio. No sabía como expresar mejor su verguenza.

—¿Pero que hace? —protestó el joven—. ¡No le está ayudando! Son como alimañas... se aprovechan de nuestros buenos sentimientos.


En algún lugar de la ciudad, un zorro que se había librado de un botellazo trataba de sobrevivir. Delante de él, un anciano sin recursos trataba también de sobrevivir. Casi por casualidad, Antonio comprendió que los hombres de impecables trajes pueden esconder autenticos depredadores para otros hombres y que los desafortunados no son alimañas.

—Su iglesia no vale nada.

—¡Pero... pero...! —gritó el cazador de almas.

El mendigo cantó más alto, Antonio reconoció que era la misma canción del hombre del supermercado. Recordó su alegría, y supo que el mendigo también estaba feliz... y no por noventa míseros céntimos.

—¡Thank you! —gritó Antonio.

—No  —contestó el anciano cantando—, thank you.

Antonio sonrió, ningún dios le consiguió tanto bienestar.


Fin



Imprimir
Registrado en Safe Creative
Safe Creative #1206021744001
¿Quieres leer más?

miércoles, 25 de abril de 2012

"Un dia feliz" (Un cuento de 2.479 palabras)









El origen

Aquella tarde de diciembre en Madrid resultó especialmente fría; apenas paseaban individuos, y, a pesar de un esfuerzo mayor que en años anteriores, los escaparates navideños no atraían miradas. Sólo las notas tristes de un acordeón languidecían por los portales del final de la calle Doctor Esquerdo. Tomás las oyó cuando regresaba a casa, en realidad, una habitación sin ventanas de un sótano compartido.

Regresaba cabizbajo tras la entrevista en un supermercado. Había invertido la mitad del dinero que disponía en comprar un abono de diez viajes, y sólo había conseguido la promesa de que tomarían en consideración su solicitud. Tomás suspiró cuando pasó al lado de un anciano que tocaba el acordeón. "Pronto estaré como tú", pensó.

Al suspiro, el anciano le devolvió una sonrisa. Mostraba unos dientes perfectos, de un inmaculado color que sólo podía obedecer a los cuidados esmerados de una dentadura impecable. Circunstancia extraña, en todo caso, y más en una persona con un bagaje vital tan miserable. De algún modo, la música pareció sonar más fuerte a su paso pero Tomás la ignoró.

Entonces la canción dejó de sonar, y a cada zancada que daba, el acordeón le acompañó con unas notas cada vez más graves. Tomás comprendió que el anciano le estaba llamando la atención. Se paró para rebuscar alguna moneda en el bolsillo; y las notas pararon al instante. "Sólo es un pobre viejo", se dijo. Y se volvió.

Los pasos que dio para acercarse "sonaron", a través del acordeón, más rápidos y alegres.

—¡Vale, vale. Que tampoco es para tanto! —dijo Tomas avergonzado, llevando una mano a la boca.
El anciano, sin dejar de sonreír, le acercó un vaso de plástico, de esos de color blanco que se tienen que sujetar con cuidado porque enseguida se rompen. Tomás miró de reojo en su interior, no había nada. Ni rastro de vino ni de monedas. El anciano agitó el vaso con ansiedad.

Tomás suspiró de nuevo, no conseguía trabajo y en sus bolsillos no tenía ni diez euros. En unos días estaría en la calle y entonces no tendría más recursos, para acallar la voz de su ex mujer, que los tetrabricks de vino ganados por la mendicidad. "¡Te lo dije, te lo dije! ¡Sin mí acabarías en la calle!", tronaba una voz de mujer enfadada en su cabeza. ¿En algo iba a cambiar su vida si le daba unas monedas?

El tintineo de unos céntimos dentro del vaso disipó las advertencias de esa brava mujer. El anciano examinó el dinero removiendo el interior del vaso con un dedo.

—Esto te da para un deseo —soltó el mendigo ampliando la sonrisa.

Tomás observó en sus ojos honestidad y alegría, no encontró odio o locura como era de esperar. El anciano le mantenía la mirada, esperaba una respuesta. Agitó las cejas con la misma ansiedad con la que antes curioseó en el vaso.

—Yo… yo… —Tomás sentía tantas carencias, necesitaba tanto de todo, que no acertó en formular nada en concreto.

El anciano tomó las monedas y se las ofreció de nuevo a su anterior poseedor.

—Vuelve cuando sepas lo que quieres…

¡Inaudito! ¡Un mendigo devolviendo dinero!

—No, por Dios… eso es suyo. Quiero… —se esforzó Tomás en un esfuerzo imaginativo— quiero… quiero que todo el mundo a mi alrededor sea feliz, al menos por un día.

El anciano retiró la mano con el dinero en su interior. Y como si se hubiera cansado de charlar prosiguió tocando el acordeón.

—Eso que toca, es el vals de Amelie… ¿verdad?

El mendigo contestó de una manera extraña:

—Hecho. Tengo que tocar mi canción en otro sitio… Aquí ya no tengo nada más que hacer

.
Ante la mirada atónita de Tomás, el anciano recogió sus cosas, y sin dejar de tocar el acordeón, desapareció en la oscuridad de la noche.

Sospechas confirmadas



Al día siguiente Tomás tenía que acudir a la oficina del SEPE, para gestionar la prestación por desempleo que pretendía percibir. Una voz masculina, en realidad una grabación, le había informado por teléfono la dirección dónde debía presentarse, su turno y la hora aproximada: las nueve y treinta.

Antes de salir tomó un frasco de colonia, de esos de imitación que todos parecen iguales: mismo formato, mismo color, misma etiqueta. Sólo cuando el pulverizador roció la fragancia, comprendió que por error, junto con sus pertenencias de aseo se había mezclado una de las colonias de su mujer.

Era la colonia que más detestaba, de olor tan penetrante que aún manteniendo la boca cerrada se pegaba a las paredes bucales dejando un sabor desagradable en el paladar. Aunque Tomás procedió a lavarse la cara sin demora, y se frotó con abundante colonia masculina, el daño estaba hecho. Sabía que apestaría a colonia de mujer durante dos o tres horas.

Cuando llegó a la oficina descubrió la sala de espera abarrotada: un cuadrado que en dos lados presentaban tres filas de asientos ocupadas con rostros tensos o tristes. Y aún esperaban su turno algunos que estaban de pie, leyendo carteles o confirmando su turno en unas listas pegadas con papel celo en una pared.

—Buenos días —saludó una mujer de casi cincuenta años, de color, en cuanto la puerta automática se abrió para ella.

Calzaba unas botas de cuero verde sobre unas mallas rojas, y un abrigo de piel imitando los manchas de un leopardo no ocultó del todo un jersey morado de punto , que sobresalía por debajo.

—¿Dónde me compulsan estos papeles? —se interesó con un característico acento africano, y en un tono muy alto.

Por más que un vigilante de seguridad trató de explicarle que allí no compulsaban ningún documento, que debería ir al ayuntamiento para esa gestión y presentar fotocopia y original, la negra se lucía hablando más despacio, a la par que más alto. Tal vez para demostrar a la civilizada sociedad occidental que su modo de hablar se debía más a una cuestión fisiológica de su aparato fonador que a fundamentos culturales.

Una princesita de tres años, vestida con un vestido vaquero corto y unos leotardos verdes, tironeaba de la manga de su padre con gesto compungido.

—Porfa… —suplicó la niña con voz de gatito.

El padre no fue capaz de salir de la inexpugnable torre de preocupaciones que unos papeles en la mano provocaban.

Un matrimonio mayor, próximo a la edad de la jubilación, no apartaban la mirada de la niña y de sus botas de agua rosa chicle. Tal vez envidiaban la inagotable vitalidad del angelito, que hacía mover las botas en todas direcciones; o simplemente les irritaba que el padre no reprendiera a la niña por saltar con tanto brío a su lado.

Más atrás, y de pie, dos mujeres sudamericanas ceñían sus respectivas caballeras con una goma, y sendos torsos con unas mallas de licra. El frío no les impidió que lucieran tipo tan poco televisivo. Hablaban en murmullos apenas inaudibles, y sus ojos evitaban todo contacto visual.

Sentado justo enfrente de las chicas, un chico con el pelo de los parietales al uno escuchaba música con auriculares desde un teléfono móvil. Llevaba el ritmo de la música con las piernas, agitando de un modo frenético a los infelices que compartían asiento en la misma fila.

—¡Qué! …¿Qué pasa? —repetía de vez en cuando si notaba que alguien le miraba mal.

Un obrero de la construcción se paseaba en círculos con pasos muy pequeños, tampoco podría pasearse de otro modo en aquella sala. La parte entretenida era cuando llegaba a la puerta de la calle y al acceso a las mesas, porque siempre había gente que entraba o salía; y parecía buscar el bloqueo para iniciar una conversación que nunca se producía.

Como era de esperar, una señora que estaba al lado de Tomás se levantó cuando todavía no era su turno… ¡Ni ella, que era mujer, aguantó el perfume que irradiaba su cara! Se sentó a su lado un joven muy delgado, el mismo que unos minutos antes había dicho, casi gritando:

—Mira, te lo expliqué antes pero no me importa explicártelo otra vez. Estos números son tu dni o lo que tengas, éstos tu turno y esto la hora … ¿entiendes?

La negra asentía con la cabeza, pero sus ojos desmentían justo lo contrario.

Con la misma prepotencia con la que se sentó, a los diez segundos se levantó.

—¡Joder con el ambientador de los cojones! —exclamó.

Y dirigiéndose a Tomás añadió:

—¿No te molesta?

De pronto Tomás experimentó un cosquilleo que caracoleaba en el coxis, que a medida que ascendía vértebra a vertebra revelaba nuevas sensaciones de vida en un cuerpo aletargado por el desánimo y la tristeza. Cuando el cosquilleo llegó a la cabeza, sus órganos de percepción vibraron al unísono. Ojos, oídos y nariz revelaron una percepción del mundo diferente… y extraordinario. Tanta dicha acumulada en su cabeza amenazaba por estallar. Tomás suspiró, notando como emergían haces de luz en las cosas que se fijaba.

Y así, de las botas de la niña brotaron unos rayos rosa palo, vibrantes, que se extendían como fuegos artificiales por la sala pero a cámara lenta. De la señora del chaquetón de leopardo brotaron chispas moradas que parecían saltar del jersey cada vez que se movía…

Lo gracioso de la situación, es que no sólo lo percibía Tomás. Cuando la niña descubrió que los bonitos rayos rosas salían de sus botas de agua, bailó sin descanso para que la luz no se apagara. Los abuelitos enfurruñados vitoreaban ahora a la niña:

—Ole, ole, ole, ole… —decían entre rítmicos aplausos.

Tomás cayó en la cuenta que la sala de espera no tenía hilo musical, que el único instrumento para emitir canciones lo acaparaba el joven que sólo sabía decir "¡qué! …¿qué pasa?". Entonces los auriculares cayeron de las orejas del muchacho, y los berridos inconfesables, que por un instante se apreció, se transformaron en una bonita canción de moda que Tomás había oído cuando se dirigía a la oficina de empleo.

La canción parecía salir de todas partes… La negra del chaquetón empezó a mover el culo con gracia, y sus chispas moradas saltaron de nuevo por la sala. El vigilante acabó por bailar con ella.

—¡Qué más da la fotocopia o el original! —gritó en un arrebato espontáneo de alegría.

Las sudamericanas se habían soltado el pelo, y subidas a unas sillas, como espectaculares go-gos, bailaron la canción mostrando al mundo unas sonrisas encantadoras.

El obrero que andaba a pasos cortos ahora bailaba por la sala de espera, lanzando alternativamente los brazos a la izquierda y la derecha.

—¡Vamos, chicos! —gritó con voz cascada de cazallero.

Y el joven delgado y prepotente le siguió en una improvisada conga. Se le unió el antisocial del pelo cortado al uno por los parietales y el padre de la niña.

Tomás notó que su rostro emanaba transparencias que flotaban en el aire, tenían forma de flores, todas diferentes, y su olor aterciopelado y meloso acariciaban el alma de tal modo que todo aquel que estaba en su radio de influencia odorífica, acabaría por sonreír. Todos estaban contentos, inexplicablemente felices.

En la pantalla luminosa, al lado del número y la mesa, apareció una carita sonriente.

—Es mi turno —anunció Tomás.

—¡Ah no, usted no puede irse! —canturreó la señora que antes estaba sentada a su lado.

Y empezó a menear sus pechos de izquierda a derecha, reforzando la negación de sus labios al ritmo de la canción.

Tomás, con un repentino pudor, se rió por la situación tan ridícula que estaba viviendo. Una asistenta y una senegalesa reforzaron con sus pechos la incipiente barrera pectoral. Era como si presintieran que toda la felicidad que les embargaban desaparecía si Tomás se marchaba. Entre risas y ruegos logró sortear a las mujeres.

Un funcionario sonriente le recibió con los brazos extendidos.

—¡Cuánto honor! —se deshacía en elogios el hombre— ¡Seré la envidia de todos los compañeros! Por favor, tome asiento… ¿le apetece un café calentito?

Tomás estaba abrumado.

—No… no gracias —no estaba acostumbrado a tanta amabilidad de un extraño, y menos si era de un funcionario—. Yo venía para arreglar los papeles del paro…

—Veamos, se llama usted…

—Tomás, Tomás Sánchez Garrido.

Sólo tecleó unas cuantas veces sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador
.
—Hecho, ya lo tiene concedido…

—Pero no ha visto los papeles que le he traído… No sabe cuál es mi número de la seguridad social…

—No hace falta, hombre… Por cierto, he visto que tiene cotizado el mínimo exigido. Bueno, a veces surgen errores administrativos, y a usted no le importará cobrar el máximo, ¿verdad? ¡Vivimos tiempos tan difíciles! Venga venga, no me vaya a rechistar por una menudencia…

—Pe… pero…

—Y cuando se le agote la prestación, venga a verme personalmente —le ofreció una tarjeta con nombre y apellidos, teléfonos de contacto y email personal—. No hace falta que pida cita previa, ¿de acuerdo, campeón? Ya verá como todo se soluciona.

Y se levantó de su silla para acompañar a Tomás hasta la salida. En cuanto apareció en la sala descubrió a la pareja de ancianos bailando break dance en el suelo. Todos reían y silbaban… Tomás se frotó los ojos, no podía estar sucediendo todo lo que pasaba. ¡Estaba durmiendo! Pronto sonaría la alarma del despertador y se prepararía para ir a la oficina del paro… Sí, esa era la explicación más lógica.

En cuanto salió a la calle y recibió el frescor en la cara supo que no dormía, que todo era real, muy real… pero había algo extraño que retocaba el mundo por donde pasaba. Cruzó de acera, y esperó unos minutos, transcurridos los cuales corrió como una exhalación hacia la oficina del paro. La puerta se abrió, descubriendo la típica estampa gris de una sala de espera de un organismo oficial.
Nadie hablaba, todos estaban tristes, tensos o preocupados… De no ser por una niña de tres años, que le miraba con una gran sonrisa en la cara, habría creído vivir una alucinación.

—Haz otra vez lo de la luz rosa, porfa —dijo con su vocecita de gato.

—No molestes al señor —regañó su padre.

¿Pero es que no se acordaba que apenas unos momentos antes bailaba una conga con un colgado y un psicópata? Las sudamericanas se recogían el pelo en una triste coleta, sin recordar siquiera la razón por la que se habían desmelenado. Y una señora de llamativo abrigo insistía en pasar para que le compulsara una fotocopia.

—¡Qué…! ¿Qué pasa? —se oía la voz de un colgado al fondo.

—Haz otra vez lo de la luz rosa —insistía la niña.

—No seas pesada…

Sólo entonces se acordó del mendigo del acordeón, de su limosna y del deseo que le regaló a cambio. Sólo entonces comprendió lo que estaba pasando, y que si hubiera deseado otra cosa nada habría sucedido… Sólo entonces llegó a la siguiente

Conclusión
"Soy un gilipollas… ¡Soy un gilipollas!"

Fin






Imprimir Registrado en Safe Creative


Safe Creative #1204251530173
¿Quieres leer más?

domingo, 18 de diciembre de 2011

Un deseo "genial" (un relato de 3.238 palabras)



Las voces destempladas de un español despechado son reconocibles en cualquier parte del mundo, incluso en medio del bullicio de un mercadillo árabe que se desmantela rápidamente.

—¿Cómo que no tengo trabajo?—Gritó Antonio mirando el auricular con incredulidad—. ¿Me puedes decir, entonces, qué coño hago en Alejandría?

Sujetaba uno de esos teléfonos que se pueden ver en las películas de los años ochenta, pero no estaba en una cabina, aunque el espacio que delimitaba un rótulo con caracteres musulmanes afirmara lo contrario. Eso sí, en el cartel acompañaba un logotipo muy sencillo de un teléfono moderno.

—Te doy una pista —añadió Antonio más tranquilo—, tiene que ver con subirse a una escalera para colgar cortinas, muchas cortinas.

—Siempre tienes una respuesta oportuna, ¿verdad? —Replicó Isabel—. Pero yo hace mucho que he dejado de creer en tus genialidades… Puede que estés allí, como dices, pero eso no cambia nada: trabajas un día, descansas veinte. Yo necesito sentir que tengo un hombre que se preocupa por mí y por mis hijos… todos los días.

—Y me preocupo.

—No, tú sólo te preocupas por ti mismo, por tus proyectos…

—No podemos sacrificar nuestros sueños, Isabel. No deberíamos envejecer sintiendo que no hemos hecho nada, que no queda más que el recuerdo desaborido de muchas tardes frente al televisor.

—Nadie te ha apoyado tanto como yo… para que pudieras realizarte… Pero estoy harta de estar sola, harta de no poder comprarme unos zapatos… ¡Harta de pedir dinero prestado a mis padres!

Una grabación, primero en árabe y después en inglés, advertía sólo a Antonio que, de no introducir más monedas, la comunicación se suspendería en unos pocos segundos.

—¡No será necesario! No digo que vuelva rico, pero sí con un montón de pasta —dijo Antonio rebuscando una moneda en el bolsillo—. Y te compraré no un par, sino dos pares de zapatos… ¡Tres si quieres!

La moneda pareció encasquillarse entre los tacos y tornillos que solía llevar en los bolsillos del pantalón.

—No quiero sobornos para que todo siga igual…

—No te estoy comprando, sólo te estoy diciendo que te quiero.

La mano derecha de Antonio estaba blanca por la presión que las estrecheces de un pantalón ajustado provocaban, pero tras forcejear con insistencia la sacó con una moneda entre los dedos.

—Entonces me quieres muy poco, Antonio…

El teléfono emitió unos pitidos intermitentes, que Isabel no oyó a pesar del silencio que guardó deliberadamente. Pretendía dar profundidad a sus palabras, y, al mismo tiempo, ofrecer una oportunidad, tal vez la última, de una réplica que nunca llegó. La moneda no encajó bien en la ranura y salió rebotada hacia la acera, hacia el interior de una alcantarilla.

— ¡Nooo! —gritó Antonio.

La moneda cayó hacia un fondo oscuro, entre los barrotes de la boca del sumidero, girando sobre sí misma, reflejando los rayos de una luna llena inmensa en un cielo oscuro y estrellado.

A miles de kilómetros de esa calle del centro de Alejandría, ignorante de lo que se desarrollaba en el delta del Nilo, Isabel suspiró; terminó por colgar el auricular que parecía quemarle en las manos. Casi al mismo tiempo, Antonio dejó el teléfono en su lugar. El “click” que escuchó resultaba un sonido demasiado insignificante en comparación a lo que el maldito teléfono había sentenciado.

Sintió un escozor en los ojos… que poco tenía que ver con la arenisca que los vientos del sur traían del desierto; y una presión en la laringe, como si los músculos internos del cuello decidieran estrangular, por su cuenta y riesgo, todo deseo de vivir. Se olvidó de respirar, y, consciente de que las rodillas no le sostendría por más tiempo, se dejó caer hacia el suelo, apoyado contra la pared, para que el rozamiento frenara la brusquedad de la caída.

Una paradoja atormentaba el cerebro torturado de Antonio: regresaría a España con dinero, con el suficiente para superar los problemas que atravesaba su matrimonio, pero no retuvo ni una moneda en la mano que le permitiera abrir el corazón de su esposa.

—Maldita moneda… —protestó, como si creyera que unos pocos gramos de metal eran los responsables del fracaso de su matrimonio.

Experimentó el deseo de recuperarla, no por lo que pudiera comprar, ni por tratar de realizar algún trabajo de magia negra con ella, que negó con un movimiento brusco de la cabeza; ni siquiera para llevarla a una fragua y fundirla, y así evitar la mala suerte a otros pobres hombres: Antonio quiso rescatar la moneda, porque representaba metafóricamente la llave que abría o cerraba la felicidad con Isabel. Entonces acercó la mano hacia el sumidero.

Paseó la mirada por el interior de la alcantarilla, y contra todo pronóstico, descubrió un fulgor metálico en el fondo. Sólo tenía que superar el obstáculo de la rejilla, para introducir el brazo y recuperar lo que legítimamente le pertenecía… aunque hubiera salido despedido de su mano.

Separó los barrotes de su emplazamiento y hundió la mano en un fango en el que se descomponía papeles de publicidad junto con otros desechos urbanos. Tanteó sin éxito el fondo con la punta de los dedos, sintiendo cosas viscosas que se movían… “¡Buf, aguanta macho!”, se dijo mientras retiraba la mano para reubicar el brillo y acotar la zona de búsqueda.

Tras varias tentativas finalmente los dedos tropezaron con algo duro y pulido. “¡Ya está, que difícil ha sido cogerte!”. Pero enseguida se percató que lo había encontrado en la alcantarilla no podía ser una moneda… era un objeto mucho más grande, y estaba prácticamente enterrado en ese fango. Antonio olvidó la moneda por un momento, necesitaba alimentar la curiosidad para no sentir otras emociones deprimentes.

Extrajo una pequeña lámpara de aceite, era un hecho extraño pero razonable, debido a que ese tipo de lámparas todavía se seguían vendiendo en los mercadillos. La que tenía en las manos podría haberse caído en una de esas desbandadas que se repetía día tras día, cuando los mercaderes recogen el género sin cuidado pero con celeridad; demostrando a los occidentales, y al mundo entero en general, su merecida fama de aparecer y desaparecer de la nada.

La lámpara estaba sucia, y limpiarla resultó un gesto mecánico. “Sólo faltaría que tuviera un genio”, pensó Antonio mientras frotaba el cobre viejo de las superficies redondeadas.

Se dirigió hacia el hotel, para cuando llegó a su habitación la lámpara se presentaba sin mácula. Por más que había frotado, primero en una dirección, luego en otra, en círculos, en intervalos de dos o tres pasadas cortas, largas, mixtas… no consiguió nada extraordinario. No surgieron tormentas eléctricas a su alrededor, ni cortinas de humo que anunciaran la aparición espontánea de un genio.

“Si en esta lámpara hubo una vez un genio, se ha mudado a otra mayor hace mucho tiempo… o con mejores prestaciones”. Antonio se rió ante su ocurrencia.

—Hay un gran desconocimiento sobre los genios… ¡Tal vez sean como los cangrejos ermitaños!

Sólo entonces se le ocurrió mirar en su interior: estaba lleno de tierra, arena prensada con diferentes desechos de origen industrial. “Si se me apareciera el genio, con toda probabilidad me concedería tres deseos”, reflexionó Antonio con los ojos vidriosos, mientras introducía un bolígrafo en la lámpara. “Aunque fuera un genio poco tradicional y sólo me concediera uno ya sería bastante”, consideró mientras removía el bolígrafo para aflojar los sedimentos. Se limpió un ojo, que amenazaba con manchar de tristeza su rostro.

¿Quién no se ha planteado alguna vez esa hipotética situación? A lo largo de la vida de cualquier persona se podría observar una evolución de las respuestas, que todas se asimilan sorprendentemente a unas pocas.

Los niños hubieran respondido según sus necesidades más inmediatas, pero de un modo exagerado: una piscina de caramelos, árboles en los que en lugar de hojas crecieran billetes, tener unas botas mágicas que siempre marcaran gol…

Con los adolescentes la cosa cambia: desean ese atractivo insoportable para el sexo contrario, que con su sola presencia tuviera el poder para desquiciar el pensamiento; o el desarrollo portentoso de algunas capacidades, físicas o mentales, en función de las aptitudes del afortunado en cuestión.

Pero cuando se es adulto las necesidades son otras. Y aunque es muy grato una vida colmada de amor y sexo, con eso no bastaría para pagar la hipoteca, o las pensiones alimenticias de los sucesivos niños que el amor obsequiaría con cada nuevo matrimonio. Un adulto no desea amor eterno o súper poderes como un adolescente, y mucho menos tomar un baño de espaguetis con tomate. Un adulto necesita estabilidad, y el único modo que Antonio conocía para obtenerla era a través del dinero, de inmensas cantidades de dinero.

“Pero incluso pidiendo un millón de euros, o cien, da igual, siempre podrían perderse”.

Es cierto, cuántos casos se han conocido de personas normales, más o menos cultivadas, que tras ser agraciados con un premio extraordinario han visto perder sus vidas, sin saber cómo remediar la soledad y la envidia que tanto dinero provoca. “Y si sólo fuera eso —pensó Antonio—, se pierden valores como los del trabajo y el esfuerzo…”, y descubren, tras muchos desengaños, que no encontrarán la felicidad bajo sábanas de seda, “ni en el fondo de una botella”, concluyó Antonio.

¿Cómo evitar esta situación? ¿Cuál sería la mejor solución? “Genio, mi deseo es que me concedas infinitos deseos”, concluyó Antonio, preparándose por adelantado a una situación que su parte irracional se esforzaba en recrear. Al menos dispondría de un guardaespaldas mágico de por vida, soluciones a la carta las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.

“¿De verdad que no pediría una segunda oportunidad con Isabel?”. Pocos serían los que no sucumbirían a la tentación de “retocar” la relación con sus antiguas parejas, para que fueran incapaces de comprender el origen de su repentina e inagotable capacidad para disculpar toda falta, para que no fueran conscientes de su complacencia hacia nuestros deseos, por absurdos que resultaran. Antonio dejó de remover la arena del interior de la lámpara. Suspiró. Contuvo la tentación de encender su ordenador portátil y escribir un correo electrónico a su mujer.

Vació el contenido de la lámpara en una papelera, y con mayor determinación se dedicó a sacarle lustre con una toalla. Antonio acabó dormido en la cama, con la lámpara en una mano y la toalla en otra. En realidad había conseguido su propósito, se había distraído de un gran sufrimiento… Hoy había engañado a la tristeza, mañana sería otro día. Tal vez algo menos doloroso.

—Me has llamado… después de tanto tiempo, alguien me ha llamado —anunció un musulmán de mirada franca, parecía un camarero de habitación que esperaba un encargo con timidez.

Antonio se acomodó en la cama sin abrir los ojos.

—No he llamado a nadie… puedes irte…

Estaba adormecido, esa era la razón por la que aceptaba con naturalidad la presencia extraña de ese árabe en la habitación.

—Mejor así… amo —contestó—. Siempre recordaré este día con alegría.

¿Amo? ¿Es que estaban amenizando el sueño de los turistas con “cuentos de las mil y una noches”? Tal vez el actor no se había dado cuenta de que él también trabajaba en el hotel, de que era un simple obrero que dormía en las habitaciones más sencillas por convenio. Pero incluso en esos dormitorios se podía disfrutar de cualquier servicio de habitaciones, como el regalo de bienvenida que tanto éxito tenía entre los turistas occidentales.

Antonio se despertó, pero mantuvo los ojos cerrados para no romper el encanto del momento.

—No, espera… dime qué puedes hacer por mí.

Ya que el actor se había confundido de habitación, podía disfrutar de su noche mágica sin problemas. Éste que hacía de genio interpretaba realmente bien, suspiró denotando cansancio, reflejando que el premio de una vida eterna condicionada a la servidumbre no compensaba.

—Lo que sea, soy un peón del universo, una mano olvidada de Dios…

—Te comprendo bien, colega. Yo también soy un “currito”,… un “machaca” que viaja por medio mundo por una miseria. Bueno, ¿y cuántos deseos me corresponden?

— ¿Cuántos? —el genio pareció ofendido—. ¿Por qué cuando se os regala algo siempre queréis más? Sois como bestias insaciables… todavía no habéis terminado de masticar el primer bocado cuando buscáis nuevos platos que devorar.

El actor se estaba tomando demasiadas licencias. Suele suceder que los empleados que tienen un mal día se desahogan con los demuestran amabilidad o condescendencia. Ya le bajaría los humos después, ahora debía continuar con el protocolo.

En realidad ya había escogido su deseo, pero ahora dudaba si endurecer el rol que le tocaba y pedir algo atípico y extraordinario, algo para lo que ese mentecato no tuviera una respuesta preparada.

—Tengo problemas de pareja, creo que me ama… pero no lo bastante como para aceptar como soy. ¿Se podría hacer algo al respecto?

—Las mujeres no se enamoran del hombre que ven, sino del hombre que pueden llegar a ser… con su ayuda. Eso no lo puedo cambiar, pero sería fácil hacer que ella viera el hombre que quiere en ti, siendo como eres ahora.

“Vaya con el genio… ¡encima me alecciona!”.

—Tal vez no merezca la pena gastar tu ayuda en ella… ¡Hay tantas mujeres en el mundo!

—Pero sólo una es especial, una que haría que subieras al cielo con un cubo y una bayeta y limpiaras de nubes el firmamento, para que ella pudiera ver las estrellas. Por ella, yo renunciaría hasta mi propia vida…

Antonio estaba cada vez más incómodo.

—Bueno, tal vez no quiera una mujer especial… Tal vez las mujeres especiales me hayan agotado con sus exigencias, y una buena alternativa sea disfrutar de la compañía de miles de mujeres hermosas… ¿Podrías hacerlo?

—Espero que no sean todas al mismo tiempo… ¡Eso sí que podría ser agotador!

Antonio rió con desgana, cada vez estaba más harto del genio y de su presunta magia.

—Si ese es tu deseo, convertirte en un objeto sexual irresistible para las mujeres… Podría potenciar tus feromonas como nadie ha tenido desde el principio de los tiempos. Sería fácil, y para ti muy satisfactorio. Pero… ¿por cuánto tiempo?

El genio mantuvo una media sonrisa en los labios.

¿Es que siempre tenía que cuestionar los deseos, minimizarlos hasta reducir a polvo cualquier expectativa?

—Vale, vale. Me doy cuenta del poder que tienes sobre asuntos amorosos… ¿Y sobre dinero? ¿También tienes que tocarme los cojones para hacerme inmensamente rico?

—No es necesario, puedo hacer que sueñes con los números de una lotería… Y si ese fuera un modo aburrido de ganar una fortuna; podría hacer de ti un rey Midas, que todo lo que toques se convierta en oro…

—No te caigo bien, ¿verdad? —Interrumpió Antonio—. No te importaría que muriera de hambre.

—No me dejaste terminar. Me refería a un rey Midas moderno, que todo negocio que emprendas fuera exitoso, muy exitoso…

— ¿Sería de los que cotizan en bolsa internacional?

—Si quieres, serías de los pocos que deciden las directrices de la economía mundial.

—Comprendo, pero como al rey Midas acabaría muerto, ¿verdad?

—Me caes bien, eres un tipo listo. Piensa que en el Universo todo está perfectamente equilibrado, y que un gran movimiento en una dirección va a provocar una gran fuerza en sentido contrario… es como la resaca del mar. Puede suceder de mil maneras, un atentado a lo Kennedy, un avión que explota, un ataque al corazón…

— ¿Y sobre la salud? ¿Podrías evitar la enfermedad en mi vida?

—Por supuesto, ¿pero estarías dispuesto a pagar el precio de que todas las enfermedades que deberías padecer tú las sufriera alguien cercano a ti, como por ejemplo un hijo?

—Comprendo lo del equilibrio, y que la enfermedad no pueda desaparecer y que esa es la razón por la que otro deba sufrir por mí… ¿pero no podrías hacer que la sufriera alguien que no conozca?

—Es una cuestión de justicia, amigo. Los sentimientos de las personas son los brazos invisibles del pensamiento. Lo que a ti te corresponda se desviará a alguien que asuma la enfermedad, por afecto. Porque si me exigieras que enfermen otros acumularías sobre tus espaldas fuerzas más negativas de las que pretendes librarte.

— ¿Y la vida eterna? ¿Podrías detener el envejecimiento de mi cuerpo?

—Desde luego, pero piensa que la idea de eternidad está asociada a la juventud… ¿querrías vivir eternamente con esos pequeños achaques en la espalda o en la rodilla, con un estómago que ya no puede con todo lo que tú comas?

— ¿Y hacerme joven? ¿Vivir en una eterna juventud?

—Podría, pera sabes que atraería desgracias, y en este caso las vivirías eternamente.

—Eres un genio muy amable, al molestarte en explicarme las implicaciones de cada deseo. Para ti sería más fácil limitarte a cumplir los deseos.

—Durante mucho tiempo así lo hacía, tal vez por envidia de la libertad que gozáis…

— ¿Libertad? Lo que tenemos se puede llamar de muchas maneras, pero créeme… libertad sólo es una palabra que utilizan los poderosos para encubrir la esclavitud a la que nos someten. Somos libres para comprar una casa, pero nos condenan a pagarla de por vida. Somos libres de trabajar en lo que queramos, pero en realidad acabas siendo mano de obra barata en algo que ni te gusta ni te realiza. Somos libres de viajar a donde quieras, pero en el mejor de los casos podrás ir al pueblo, a la casa de tu suegra… Y la lista podría hacerse interminable. Porque para que la sociedad se mantenga, nos provocan miles de deseos para hacernos felices, cosas que muchas veces ni necesitamos. Y así, a través de cualquier medio de comunicación, nos obligan a comprar cosas para ayudarnos a superar la tristeza, el aburrimiento, la soledad o la presión que la propia sociedad nos impone.

—Comprendo —asintió el genio—. Pero dime… ¿Qué puedo hacer por ti?

Antonio suspiró, antes de responder le miró directamente a los ojos.

—Deseo, genio, que me concedas infinitos deseos. Así podré remediar sobre la marcha cada una de esas desgracias de las que me hablabas.

El genio miró abatido al suelo, en las próximas décadas iba a tener mucho trabajo, o al menos parecía ese el motivo de su desánimo. Pero cuando Antonio escuchó una risa, cada vez más gutural y nerviosa, sospechó que había algo que ignoraba.

—Infinitos deseos es lo que tendrás…

Y volvió a reír el genio.

Antonio notó un extraño cosquilleo por todo el cuerpo, una repentina comprensión del Universo y la necesidad imperiosa de obedecer los designios de los hombres libres.

— ¿Qué me está pasando? —gritó Antonio con una voz cavernosa, que provenía de los espacios siderales de la materia a escala molecular.

—Has deseado tener infinitos deseos, te has convertido en genio, amigo mío —aclaró el genio—. Tendrás infinitos deseos, sí… ¡Infinitos deseos que escuchar y cumplir!

—No comprendo nada —mintió Antonio, ya que desde su nueva forma de existencia no había secreto que desconociera, pero todavía se resistía en aceptar su condición—. ¡No podemos ser genios los dos!

—Amigo, gracias a ti vuelvo a ser humano… ¡Ley del equilibrio!

—¡Noooo! —gritó Antonio mientras desaparecía por la pantalla de su ordenador portátil.

Las lámparas de aceite estaban bien para un pasado en que la humanidad vivía en penumbras, pero en plena era de las comunicaciones, un ordenador es mucho más útil: siempre tendría más oportunidades de encontrar a alguien… con muchos deseos que satisfacer.

¡Cuidado con lo que se desea frente al ordenador!



Fin

Imprimir Registrado en Safe Creative
Safe Creative #1112080698394
¿Quieres leer más?

viernes, 9 de diciembre de 2011

Algo personal



Hola amigos, en esta entrada explicaré las razones de mi ausencia y los motivos por los que retomo  mi amado blog.

Sólo unos pocos saben que tenía una tienda de cortinas. Pero nadie sospecha lo difícil que es llevar un negocio familiar en estos tiempos... El equilibrio entre lo que se cobra y lo que se paga no siempre es fácil; y esa fue la razón por la que también trabajaba para otras tiendas (no diré nombres, porque algunas son muy reputadas). Pero cuando la  crisis hace mella y el trabajo no sólo escasea en mi tienda, sino en todas; la cosa se complica bastante.

Para resumir diré que perdí la tienda, y como las fichas de dominó cuando caen, mi casa, y con ella mi familia...Mi mujer cumplió bien la parte que decía "en la riqueza", pero cuando la pobreza amenazó con quedarse, descubrió que ya no me amaba... Casi 20 años, casi la mitad de mi vida con ella, para descubrir que el "contigo pan y cebolla" sólo sirve cuando se es joven.

Mis hijos son adolescentes, y eso significa (para quienes no los tengan) que cumple a regañadientes con sus obligaciones para luego salir escopetados con sus amigos o encerrarse en sus habitaciones. De modo que ya casi ni los veo, no tengo el roce del día a día, y mis días de visita son "cutres" porque no se me caen los billetes de las manos... y es un "rollo" pasear.

En fin, no creo que sea muy difícil comprender que cuando pierdes tu vida estás a un paso de no querer lo que te queda de ella. Estos meses han sido muy duros para mi, y no sólo a nivel emocional, sino también en lo económico... ¡Si hasta la señora que me alquila la habitación me deja en la nevera, en mi parte (en la que sólo tengo un par de huevos y unas mandarinas) un sobre de jamón serrano!

Bueno, me queda el consuelo de que cuando las cosas  no pueden estar peor  sólo pueden mejorar. He llegado a mi punto de inflexión. Y aunque todos los días salgo a buscar trabajo, también escribo. La literatura me ha devuelto la cordura. Bueno, la literatura y un sobrecito de azúcar de un café que invité a un tipo, para ganar unos minutos en los que pudiera venderme como trabajador.

El sobrecito, que conservo en la cartera, tiene dos frases muy cortas. Dice textualmente: "Si luchas puedes perder. Si no luchas estas perdido". Próximamente publicaré esos relatos.



Imprimir
¿Quieres leer más?

miércoles, 10 de agosto de 2011

El pianista (un relato de 680 palabras)


François Bacculard era un tipo refinado, culto a pesar de su origen humilde. Con mucho esfuerzo había conseguido completar los estudios de piano, y ahora que la prestigiosa Real Academia de música de París acreditaba su condición de maestro, suponía que encontraría trabajo sin dificultad.

Tal vez podría conseguir sustento bajo la protección de un rico burgués, en una de esas familias repentinamente favorecidas. Porque no dejan de ser plebeyos que esconden, tras gruesos muros, a jovencitas que necesitan con urgencia formación en habilidades sociales, para que puedan permanecer con éxito en sociedad y, por añadidura, disfrutar de sus ventajas.

—Dime que me amas… —susurró una bella señorita de pelo castaño, más con los ojos entornados que con los labios.

El pianista forzó una sonrisa tímida a modo de respuesta, y se sentó en el escabel del piano con evidente incomodidad. Carecía del atractivo que podría provocar tales reacciones en las damas, y el virtuosismo de su arte todavía no era del dominio público.

—Dime… que no puedes dejar de pensar en mí… —insistió una joven de cabello anaranjado, entre risitas irregulares.

François Bacculard, sin despegar los labios, respondió frunciendo el ceño. Había escuchado rumores de que Antoine “Le rouge”, un pobre desgraciado que abandonó la academia, había conseguido encandilar a la baronesa de Vichy y que a pesar de tener los estudios incompletos, ejercía como profesor privado de música; que dormía en los cuartos de servicio, y hasta disfrutaba de los favores de alguna descocada sirvienta.

¿Por qué razón no habría de conseguirlo él, que estaba mejor capacitado, que sus modales y conversación eran exquisitos?

—Acaso… ¿no somos hermosas, apetecibles a la vista, y que no dejarías, por lo tanto, de mordisquearnos con los ojos? —se interesó un ángel de cabellos dorados, mientras apoyaba un pie diminuto sobre el teclado, mostrando intencionadamente un tobillo y un poco más.

Tal vez quien necesitaba ejercitar habilidades sociales era el propio François Bacculard: apenas había tenido tiempo para vivir de tanto trabajar, estudiar y practicar con el piano. Le resultaba tan difícil responder a la muchacha, sin que pudiera ofenderla con adulaciones improvisadas o todo lo contrario, con frías palabras que menospreciaran a tan encantadoras jovencitas; que prefería permanecer en silencio, con el objeto de no comprometer su puesto de trabajo.

—Dicen… —aseguró una joven que mostraba en un escote cuan generosa había sido la naturaleza con ella— que las manos de un pianista son capaces de acariciar de tal modo, que escriben poesía a través de los gemidos de su amada —añadió tomando la mano derecha de François con la clara intención de sosegar su agitado corazón con el tacto del apocado maestro.

Las demás jóvenes observaban con envidia contenida el atrevimiento de la muy dotada señorita. François Bacculard trató de serenar la respiración. Y con la mano libre que le quedaba se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.

—Ay por Dios… por Dios… —farfullaba ininteligiblemente el pianista.

—¿Quién podría conformarse con miradas inflamadas de pasión, si nuestras cinturas suspiran igualmente por caricias que sólo a ella vas a dar? —ronroneó con malicia la joven de pelo castaño, tomando la mano izquierda del pianista y dejándola petrificada en su cadera.

François Bacculard trató de averiguar si estaban solos en la sala, incapaz de retirar las manos de dónde las jóvenes tan solícitamente las habían dejado; presentía que las circunstancias habían comprometido en exceso su honor. Las muchachas parecían salidas del pincel de Herbert Draper, y permitían una experiencia de amor, todavía no sabía por la intercesión de qué antigua divinidad, que muy difícilmente se repetiría sin su influjo.

—¡Caballero! ¡Compórtese, por el amor de Dios! —gritó la madame irrumpiendo en la estancia— ¿No debería estar repasando las partituras?

Las chicas explotaron en un jolgorio de risitas y taconeos en un ir y venir por el escenario.

—¡En dos minutos abrimos las puertas del cabaret! —recordó la madame—. Hoy no quiero fallos en la coreografía, y tú, François, a ver cómo te portas en tu primer día de trabajo.



Fin



“…Ay por Dios… por Dios…”, seguía susurrando François Bacculard.



Imprimir


 Registrado en Safe Creative

Safe Creative #1108109839626
Pie de foto: "The Gates of Dawn" (La puerta de la Aurora), de Herbert Draper







¿Quieres leer más?

jueves, 28 de julio de 2011

"Los peces de St. Vincent" (un relato de 1.930 palabras)


Matthew era hijo del predicador más influyente de los últimos treinta años, de la Iglesia Presbiteriana de St. Vincent, en Glasgow. No en vano George, su padre, se consideraba sino el mejor, al menos uno de los presbiterianos evangélicos calvinistas más rectos de la antigua Iglesia Reformada de Escocia. Demasiado honor para un hijo único, que apenas crecía bajo la sombra paterna.

George extendió los brazos desde el púlpito de su iglesia, a pesar de que celebraba una misa vespertina y ordinaria. Lucía una casulla verde bordada con hilo de oro y, sobre los hombros, una estola del mismo color. Para George… todos los días eran domingo.

—No te preocupes, Matthew —anunció Dios, con una sonrisa que jamás ser humano hubiera contemplado—. Yo haré de ti un gran pescador…

Normalmente, y a pesar de que el presbítero era un gran orador, capaz de mantener la atención con unos ojos que amenazaban rayos si intuía la formación de un bostezo, Matthew se perdía en pensamientos más mundanos durante la homilía. En esta ocasión, George sorprendió a su hijo inclinado en el respaldo del banco anterior, con la boca abierta y las pupilas contraídas… ¡Loado sea Dios, al fin había llegado a su corazón!

—…¡Sí¡—Se arrancó en un arrebato de pasión—. Lo primero que tenemos que saber es… hasta qué punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios… y de los hombres. Segundo; debemos conocer de cuántas maneras atentamos contra la humildad. Y por último, no olvidar actitudes y pensamientos para corregir tan desagradable defecto.

—Un pescador de almas… —insistía Dios, ignorando la palabrería de su ministro—. Por cierto, ¿sabes manejar una caña?

—¿Qué?

Fue una respuesta automática, y dicha a media voz. Para ser una revelación divina no podía ser cierto lo que había escuchado.

—Digo —gritó George desde lo alto del púlpito— que no debemos olvidar que la práctica hace la perfección…

—¡Ja, ja, ja! —rió Dios, y nadie, aparentemente, parecía percibir la reverberación de su carcajada en la iglesia—. Ríete, hombre, ¿no ves que es una broma?

—Sí, claro…

—¿Acaso alguien —tronó el presbítero mirando a su hijo— puede argumentarnos lo contrario?

—Je… je… —rió Matthew, casi con desgana. Más que una risa parecía una burla.

—Habéis perdido el sentido del humor... —dijo Dios, tras lo cual chasqueó la lengua—. Habrá que hacer algo… ¡Ya sé! A ver, mueve la cintura como si tuvieras un “hula hop”.

—¿Así está bien, Señor?

Lo que el pastor y la congregación apreciaron fue a un joven tímido con las manos en la nuca, agitando indecorosamente las caderas.

—¡No! ¡No está bien! —rugió George enrojecido por la vergüenza.

Dios desapareció, provocando que Matthew cuestionara el significado de su presunta omnipresencia; excitando con su marcha un sentimiento de soledad existencial hasta entonces desconocida.

En la intimidad del despacho parroquial, el joven no tuvo dificultad en justificar su conducta al sacerdote. No sabía mentir, y además su credo recogía la creencia de que Dios había escogido a unos pocos mortales, de manera gratuita y generosa, porque estaban predestinados a ser hijos de Dios, incluso antes de la creación del mundo. Matthew no podía ser más que uno de ellos… El problema es que George no le daba el mismo crédito.

—¿Qué dios es ese que te hace bailar como una cabaretera para su deleite?

—Padre, nos estaba dando una lección de humildad… Nos está enseñando a reír de nosotros mismos.

—Jamás he sentido tanto bochorno como el que me has hecho pasar… Si Margaret se hubiera levantado de la tumba, de buena gana habría vuelto a ella…

No solía hablar de su madre, pero cuando lo hacía era para condicionar la respuesta de su hijo. Juego sucio, incluso para un ministro de Dios.

—…Ya hablaremos con más calma en casa. Prefiero ir solo, tengo mucho en lo que pensar.

Matthew prefirió caminar, respirar un poco de ese aire frío que baja de las tierras altas del norte, que tomar un autobús y llegar a un hogar vacío quince minutos después. Andando tenía al menos una hora para encontrar un poco de sentido a lo que había sucedido.

—¿Por qué Dios, por qué no iluminaste a mi padre en mi lugar? Yo nunca he sentido su fe, ni soy capaz de trabajar como él lo hace… ¿Qué puedo aportar yo, que soy el más insignificante de entre los mediocres?

Como señal, una farola perdió la luz cuando llegó a su encuentro. Una segunda, y hasta una tercera, quedaron ciegas a su paso. Matthew, con el pulso acelerado, ralentizó el paso.

Las dos primeras farolas volvieron a brillar cuando se había distanciado lo suficiente de ellas. Sabía que el azar dejaría de tener sentido, en el caso de que se apagara una cuarta… ¡Sabría que algo le acechaba! Pero quién, ¿Dios o el diablo? Matthew tragó saliva.

“Dios no suele responder entre sustos… Quizás soy el peón olvidado de la eterna batalla entre el bien y el mal, y si antes se me apareció Dios… tal vez se me aparezca ahora Satán. ¡A lo mejor soy más importante de lo que parece”.

La cuarta farola levantaba sus brazos en una intersección con otra calle un poco más comercial, con más transeúntes. De alguna manera, intuyó que de la masa emanaba el poder de disipar los temores irracionales de un individuo. Pero acaso, cuando estaba en la iglesia, ¿los feligreses impidieron la intervención divina, con su sola presencia?

A su derecha se abría un solar adoquinado, una plazoleta cerrada al tráfico rodado en cuyo epicentro se alzaba una pequeña fuente ornamental. Sus farolas anaranjaban los forjados de los balcones y unos peces que boqueaban en la superficie de la fuente.

Era una parada obligada, una acción casi mecánica, como la de santiguarse ante la simple contemplación de una cruz. Tal vez no podía ignorar la fuente porque había olvidado que cuando era pequeño su madre solía llevarle a esa placita, para que viera nadar a los peces de colores.

Hoy no se acercaría a las carpas doradas. Tenía que llegar a la cuarta farola. Su luz o su oscuridad representaban de una manera familiar una realidad que lo asustaba. “Las mentes sencillas necesitan de buenos referentes para comprender la realidad, de lo contrario, puede suceder que cuando se les indique una estrella se pregunten por el dedo que señala”, se decía Matthew.

Eran pensamientos que emergían en momentos de zozobra, palabras repetidas por un padre severo, o por el presbítero más influyente de la iglesia de St. Vincent, o por un padre presbítero severo e influyente; palabras marcadas a fuego para iluminar el camino correcto. Porque Matthew no tenía opción a equivocarse.

Matthew llegó al cruce, y casi con alivio la farola confirmó la respuesta a sus sospechas, pero no de la manera esperada. La luz parpadeó unos instantes antes de extinguirse…

—¿Esto es todo lo que sabes decir? —gritó Matthew mirando hacia el cielo—. ¿Farolas que se apagan?

Algún transeúnte cercano volvió la cabeza hacia el joven que regañaba al alumbrado público.

—¡Farolas que se apagan! ¡Farolas que se apagan! ¡Farolas que se apagan! —cantó un coro de negros vestidos con túnicas de raso naranja fosforito, cerca, muy cerca del joven. Destacaba una joven obesa, de rostro alegre, por su increíble voz.

—¡Ahh! —no pudo reprimir un estremecimiento que lo encogió hacia el suelo.

—¿Estás bien, hijo? — se interesó una amable ancianita. El coro detuvo el baile y las palmadas, permaneciendo en un expectante silencio—. Sería mejor protestar en el ayuntamiento, aunque tampoco es muy seguro de que te vayan a escuchar…

—Sí, gracias… Estoy bien… creo…

—¡Creo! ¡Creo! ¡Creo! ¡Creo! —gritaron los negros en una sola voz, agitando las palmas hacia el cielo.

Matthew petrificó el asombro en la cara.

—¿Pero es que no los ves? —gritó Matthew señalando al coro que se retorcía entre aleluyas.

—Los porros se fuman tu cerebro en cada calada, ¿sabes?… —rompió repentinamente la ancianita, y continuó su camino. Nunca había entendido bien a los jóvenes.

Cuando George llegó a casa, encontró a su hijo inquieto, sentado en la puerta de casa. “Buen chico, algo atontado… pero buen chico”. Parecía mostrar arrepentimiento, justo el bálsamo que su viejo corazón endurecido necesitaba. De haberlo encontrado fumando, con una cerveza en la mano mirando el televisor… le hubiera excomulgado, expulsado de su casa y de la parroquia.

—O sea, que ahora Dios se comunica a través de un coro Góspel… —resumió el presbítero, sentado en el rígido sofá capitoné de su salón.

Trataba de no ser cínico, pero las circunstancias no ayudaban demasiado… ¡La palabra de Dios a través de un coro Góspel! A él precisamente, que pertenecía a la estirpe más antigua del calvinismo anglicano, aceptar de buen grado una revelación incongruente de un puñado de patanes americanos se le hacía, cuando menos, inoportuno.

George se lamentó en silencio, no dejaba de preguntarse en qué había fallado.

—Comunicarse… lo que se dice comunicarse… más bien no —corrigió el joven—. Dios parece querer que reflexione sobre determinadas palabras.

—Ese coro… ¿está ahora aquí, con nosotros?

Matthew miró a su izquierda, después a su padre, de nuevo a su izquierda… Empezó a sudar.

Veinte o treinta negros, hombres y mujeres de todas las edades, apretaban sus túnicas naranjas unas contra otras en el estrecho espacio del salón. No perdían detalle de la conversación, mirando alternativamente a uno y a otro… esperando la palabra que los hiciera saltar y palmotear con alegría.

—Sí… sí.

—¿Y qué dice ahora?

—Nada…

—¿Nada? Dios te ilumina en mi iglesia diciendo que te hará pescador de hombres… ¿y ahora se calla?

—¡Ahh! —se estremeció de nuevo Matthew.

—¿Qué, qué pasa? ¿Es Dios o el coro góspel?

—No, es mi pierna, que se me ha dormido…

George golpeó con un periódico el sofá, levantándose y dando por concluida la reunión.

—Espera papá… —retuvo suavemente con una mano—. Dice la señorita, la más… —infló los mofletes con timidez— que vayamos a la fuente de los peces. Esa que está cerca de St. Vincent. Que allí encontraremos la respuesta a todas las preguntas.

George concedió la última oportunidad, a pesar de que era tarde y que era poco amigo de las improvisaciones. Necesitaba creer en el milagro, más que por desmentir el hecho estadístico de que las apariciones y revelaciones divinas estaban claramente anticuadas, en desuso para la sociedad actual; era por la necesidad paternal de creer que su hijo estaba sano, que no era un desequilibrado más.

Subieron a un autobús que los dejaba enfrente de la fuente de los peces, sabiendo que dependiendo de lo que tardaran en encontrar las susodichas respuestas, tal vez tuvieran que regresar a pie… Un precio muy pequeño con respecto a lo que ganaban.

—Bueno —dijo George—, ya hemos llegado. Veamos esos peces de colores.

—Carpas, son carpas doradas.

Se sentaron en el borde de la fuente, escudriñando la superficie oscura del agua, tratando de sorprender los misterios del universo en las evoluciones erráticas de aquellos peces, que parecían pequeños fantasmas cuando se acercaban a la frontera de su mundo. Dos de ellos, los más grandes, permanecían estáticos frente a las personas que los observaban.

—¿Por qué nos observan tan fijamente?

—No lo sé, tal vez quieran saber algo de nosotros.

—Tal vez nos echen un poquito de pan…

—No te quepa duda, he tenido una revelación…

—¿Qué viste?

— Al ser más hermoso que pueda existir… ¡Le salía luz de entre las escamas!

—¿De verdad? ¡Cuenta, cuenta!



Fin (los caminos del señor son inescrutables… je, je, je)







Safe Creative #1107279759680
¿Quieres leer más?