Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 2 de junio de 2012

"Estupor" (un relato de 1723 palabras)



Mi nombre es José, pero todos me llaman Joselito. Que me gusten las coplas, y las cante cuando tengo un vino de más, tal vez sea la razón de mi apodo… aunque no se puede decir que tenga la voz de oro. La voz no, pero sí el corazón, decía la que sería después mi esposa. Y eso fue lo que la enamoró, creo. Y la verdad, no sé qué es lo que ella pudo ver en mí. Somos tan diferentes que hasta yo mismo dudaba que nuestra relación fuera más allá de un capricho de una niña bien… Cayetana, tan elegante y fina; y yo, marino, según ella… ¡Pescador, cojones, pescador! Y me emborracho cada noche antes de zarpar a la mar, por si fuera la última que paso en tierra firme.

—Cariño, sabes que tendrás mi apoyo —anunciaba un anciano sosteniendo una copa de brandy—. Tuviste mi comprensión cuando te enamoraste de Fabián —añadió Ernesto sin apartar la vista de una fotografía en la que un atractivo alpinista de pelo largo abrazaba a Cayetana, su hija—. No rechisté cuando un día fuiste al circo y tardaste siete meses en regresar. ¿Cómo se llamaba ese italiano? —murmuró recorriendo con la mirada los largos bigotes de un hombre, en otra foto, que levantaba con una sola mano a una mujer, a su princesita sonriente, empequeñecida entre unos bíceps inhumanos.

Sorbió un poco de la copa, quizás para reunir fuerzas para lo que a continuación iba a decir, o tal vez para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba los temas amorosos de su hija.

—Recibí con cordialidad a Ciriaco, a pesar de que nunca me agradó su manera de mirar —añadió acariciando a una Cayetana tras el cristal de un marco, que abrazaba a un tipo que abría mucho un ojo y entrecerraba el otro—, porque asegurabas que era una eminencia en el campo de las matemáticas, y respetábamos, tu madre y yo, su nula conversación y sus respuestas incoherentes a preguntas sencillas…

“—Así que matemático, ¿eh, Ciriaco? ¿Hemos descubierto en los números la existencia de Dios?  
—No me gusta nada el melocotón en almíbar —respondió masticando, triturando ruidosamente una pera con la boca cerrada”, recordaron padre e hija a un tiempo.

—¡Dios mío! Si parecía una mantis religiosa —explotó Ernesto—, y no podía dejar de imaginármelo devorando tu corazón, con esa manera tan escandalosa de comer.

Cayetana sabía dónde acabaría esta conversación, pero dejó terminar a su padre. Era mejor que se sintiera desahogado, sería más fácil rebatirle.

—Pe… pero…—tartamudeó ante la nueva fotografía de la colección, en la que un hombrecillo asomaba la cabeza entre los pliegues del abrigo de Cayetana, con expresión de sorpresa— ¿me puedes decir que es lo que has visto en Joselito?

—Papá, a simple vista no parece gran cosa. No es guapo, aunque tampoco es feo; no tiene estudios, aunque no es tonto; no es alto… —y guardó un silencio significativo—; no es rico ni viene de buena familia, vale. Pero es generoso, papá, y lo es con todo el mundo; es humilde y no se avergüenza por ello… ¡Estoy tan harta de los presuntuosos, que no pierden ocasión de recitar sus virtudes! Y sobre todo, papá, es que es una buena persona, de esos que ya no quedan… y ha jurado cuidarme papá, toda la vida, en la enfermedad y en la pobreza…

En la voz paterna zozobró la congoja.

—¿No os habréis casado? 

Cayetana rió.

—¿No es adorable? —Preguntó con un brillo especial en los ojos.

¡Y de qué manera resplandecían! Ernesto se resignó a que esa foto ocupara un sitio oficial en el salón de la casa, pero dejó hueco para otro portarretratos… Hombres con mejores cualidades no domaron el corazón de Cayetana, y Joselito, no tendría demasiadas oportunidades tras la rutina, cuando la pasión desaparece y se ven a las personas como son.

Unos meses después apareció una nueva foto en la mesa: Cayetana sonreía con dulce cansancio, descansaba en su pecho una criaturita pelona; y detrás de ellas, con gesto de estupor, Joselito miraba a la cámara.

El matrimonio barajó varias posibilidades para nombrar al nuevo miembro de la familia. Por un lado los nombres de Daniela, Carlota, y Dominique hacían frente común contra un solitario y poco sofisticado María del Carmen. La niña acabó por llamarse Daniela, sin embargo, en esta ocasión no hubo testimonio fotográfico que registrara extrañeza o aturdimiento paterno.

—¡Ah, no! ¡Eso sí que no, me niego! —dijo Joselito mostrando una determinación inusual en él.

—Pero cariño —trató de apaciguar Cayetana—, ¿qué más te da, si la niña va a estar guapísima así vestida de princesita?

—¡Pero es que es un bebé, ni siquiera es una niña pequeña! Y mi madre le ha hecho un vestidito para la ocasión.

—Después de las fotos le pondremos la ropita de tu madre —negoció sabiamente su esposa—, y así mis padres tendrán la foto que desean en el salón y tu madre podrá disfrutar de su nietecita conjuntada durante tooooda la fiesta. Venga tontín, además el vestido tapará el tacatá, y será graciosísimo ver a un bebé corretear por ahí… ¡cómo si el Espíritu Santo después del bautizo le diera alas!

Y Joselito cedió, una vez más, pero con cierto resquemor; porque sabía que la discrepancia de criterios perjudicaba a su madre en esta ocasión. Todavía no se habían asentado bien las diferencias sociales, y Joselito estaba dolido de que siempre se acomodaran por el mismo lado, por el suyo.

Pocos días después, la residencia habitual de Ernesto y Cayetana, suegros de Joselito, fue el escenario escogido para la celebración del bautizo. Poco pudo decir el marino, que estaba más a favor de las tascas del puerto, para que bebiera todo aquel que quisiera a la salud de su hija, que para eso pagaba. Se contentó con que pudiera tomar el micrófono y cantara una canción, la que más le gustara a él, y pudiera invitar a un máximo de veinte personas; “porque la casa tampoco era tan grande”, según palabras de Cayetana. “Nos ha jodido, los jardines estarán petados con las ciento ochenta personas que tu familia ha invitado”. Y no podía quejarse, puesto que era una fiesta informal, y el protocolo y la etiqueta no serían severos, si no, ni él mismo podría asistir a la fiesta de su hija.

Después de cuatro canciones interpretadas sin gracia por la orquesta contratada para la ocasión, Joselito arrebató el micrófono al cantante. No estaba previsto el descanso del cantante hasta cuatro o cinco canciones más, pero unas botellas de coca-cola de dos litros, llenas de vino de Chiclana, pasadas de manera oficiosa por los amigos de Joselito, dotaron de la audacia que normalmente le faltaba.

Y cantó, entre aplausos y vítores de una docena de impresentables, bien afeitados y apestando a colonias baratas.

—Por ahí viene Joselito, con los ojos brillantitos,… por la calle Peñón. Se ha tomado tres botellas de coca-cola llenas… —cantó Joselito.

—De vino de Chiclana —corearon sus amigos los pescadores, sin ningún pudor.

—Ya tiene las ganas y ahora sólo busca un sitio… 

—Dónde le dejen cantar —acompañaron los marinos.

—Ponme otra copa, que ya sabes que mañana… voy a la mar.

Y hubo uno que le acercó una de esas botellas de coca-cola sin etiqueta, que agradeció bebiendo a morro un buen trago. Después de los ayees obligados de la canción, los dos mundos se quedaron escuchando “¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro!” con atención. Por unos momentos, la niña que correteaba en el tacatá dejó de ser la atracción.

—(…)Y esto era muchos grados de marea al sur… de Fernando Po. Ya llegó la hora de la zarzamora y sube… la atmósfera en el bar. Y en el tubo traqueado, el salitre le ha dejado… rumor de altamar. Aaaaay Joselito, y aaay, aaay, aaay y aaaay —cantó el hombrecito que se había ganado un espacio propio en el escenario.

Joselito pudo observar a su hija que le miraba con expresión de perplejidad… ¡Qué orgullo!

—¡Yo soy Joselito, el de la voz de oro! —gritó con satisfacción— que de puerto en puerto voy dejando mi cuplé. Siete novias tuve, más novias que un moro. Me salieron malas, y a las siete abandoné…

Los pescadores aplaudían y silbaban como si hubieran recibido la lección más importante de sus vidas. Los encorbatados caballeros que llenaban la sala se miraron de reojo, como buscando una nueva pauta a imitar que no fueran esas efusivas muestras de embriaguez, ¿o era por sospechar que sus vidas hubieran sido más satisfactorias de no haber mantenido un matrimonio sin amor?

—Por favor, papá —susurró Cayetana—… ¡Aplaude!

—¿Más novias que un moro? —replicó Ernesto.

—Sólo es una canción…

Y aplaudió, con una sonrisa forzada, aprendida tras tantos años de sinsabores; sólo por la felicidad de su hija. Y con ese aplauso llegó la ovación, inesperada para todos. Joselito se emocionó.

—Gracias, gracias… Gracias amigos —decía mientras el vocalista del grupo trataba de recuperar el micrófono, tal vez temeroso de que parte de su salario llegara a ese paleto que no tenía ninguna educación musical.

Musical ni no musical, a juzgar por la resistencia que ofrecía en devolver el dichoso micrófono.

—¿Alguien ha visto a Daniela? —se interesó la abuela tratando de ocultar la ansiedad.

Pronto los aplausos dejaron de sonar a favor de un rumor sordo. La alarma salpicó a Joselito, que desde el escenario, tenía una visión completa del salón y los jardines de la casa… en los que una cuidada piscina iluminaba unas aguas azuladas. En medio parecía flotar algo.

—¡Nooo! —gritó Joselito, comprendiendo que podía ser su hijita.

Saltó por encima del vocal de la orquesta, y fue el primero en llegar a la piscina. De repente detuvo la carrera. Espero pacientemente a que los demás llegaran, porque sabía que nada podía hacer ya: en el fondo se apreciaba con claridad el tacatá de la niña.

—¡Dios mío! —gritó Cayetana, la madre de la niña, en cuanto llegó.

El rostro perplejo de una niñita calva destacaba entre los pliegues de un vestido de princesita. Las bolsas de aire que se habían formado al caer en la piscina la mantenían a flote, que con el otro vestido, sin can-can, ni pliegues, sin fruncidos ni encajes… se hubiera hundido irremediablemente.


Fin



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"La ciudad del zorro" (un relato de 1.342 palabras)


Un grito de dolor, ahogado por la sangre que mana de una mano. El vertigo es algo más que el sabor salado; un pie resbala entre las tejas y una mano deja una huella roja en la chimenea. Surge el instinto de conservación, aún cuando no hay razones para vivir.

—¿Por qué? —gritó Antonio, ahora que no tenía una mano que morder.

Y su voz alzó el vuelo de unas palomas que se creían seguras en la cornisa del edificio de enfrente.

—¿Por qué? —tronó de nuevo un lamento, y otra bandada de palomas levantó vuelo.

El batir de alas, la fricción de las plumas en el aire, lo abarcó todo por unos instantes... Todo acabaría pronto, el aleteo y el dolor. Pero seguían apareciendo palomas y más palomas, como si todas las del barrio, incluso de la ciudad, hubieran acudido a su grito en lugar de auyentarlas.

Antonio ya no estaba en la azotea de un modesto apartamento de la sierra de Madrid. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Unos días? ¿Unas semanas? A veces el tiempo transcurre en una tridimensionalidad vital extraña, sin dejar huella de su paso en la memoria. Pero la pregunta que en realidad no podía contestar Antonio era...

—¿Qué hago en Londres? —se preguntó con la sensación de que la realidad lo estaba masticando, y que incapaz de tragárselo, lo escupiría en cualquier momento.

Un negro desafinaba aporreando las cuerdas de una guitarra a la salida de la estación del metro de Stockwell, al sur de Londres. Tal vez la falta de pudor se debiera al cabello blanco, tal vez a la miseria que habia desdentado la mayor parte de la boca. La mano derecha de Antonio acarició unas monedas en el interior del bolsillo del pantalón.

"No, necesito hacer la compra". Y la mano salió vacía del bolsillo. Poco después se hallaba frente a los expositores de alimentos de un supermercado. No conocer el idioma era algo más que la incapacidad de relacionarse con los demás, era la negación del mundo mismo.

"¿Cuál de estas harinas será integral?", trataba de adivinar Antonio leyendo una y otra vez palabras incomprensibles, tratando de deducir la composición de los paquetes por el color del papel, buscando pistas significativas en los dibujos de las diferentes harinas.

Un hombre de color, de unos cuarenta años, lleno de trencitas, se paró detrás de Antonio. "Ya está, ahora es cuando me saca la navaja", pensó notando que no había nadie más en el pasillo.

—Si me permites un consejo... ¡no lo dudes más! —dijo el negro con una amplia sonrisa—. Ésta, ésta es buenisima y está a buen precio —explicó señalando el paquete que descansaba en su cesta.

Antonio comprendió lo que decía, pero apenas pudo contestar a sus desvelos con un simple "gracias". Y el hombre salió del pasillo cantando en voz alta una canción, una incomprensible canción que a través de su aparato fonador grave y gutural modulaba aún mejor su alegría de vivir.

De regreso a casa, Antonio sorprendió un zorro que trataba de ocultarse tras unos contenedores de basura. Había oido hablar de que se habían integrado en la ciudad, pero hasta que no lo vio con sus propios ojos no lo creyó. ¡Era cierto!

Sintió que el zorro lo estudiaba, no había temor en sus ojos pero si una tristeza similar a la suya. Sintió tentación de compartir algo de comida, pero la harina que había comprando, y que no tenía claro si era integral o no, sabía que no sería del agrado del cánido.

Un joven nativo, origen deducido no solo por sus rasgos nórdicos sino por su capacidad de no tiritar con una simple camiseta en pleno mes de abril, lanzó contra el animal una botella que se rompió estrepitosamente contra una pared, a un lado de los contenedores.

—Es una alimaña, transmiten enfermedades —justificó el joven, con el hálito de los que han bebido alcohol con el estómago vacío.

Pero Antonio se retiró, no tenía ganas de distinguir quien era la alimaña en realidad. Pasó por delante de una iglesia, que parecía más un templo griego, con sus columnas y tímpano en la fachada, que una iglesia cristiana. "Dios te ama", propugnaba un cartel mal colocado entre las columnas.

—Buenos días —dijo un joven vestido con un traje impecablemente planchado—. ¿Le interesa saber qué secretos se esconden detrás de esos muros?

—Lo siento, no entiendo... —contestó Antonio—. Soy español y todavía no he aprendido a hablar en inglés.

—¡Ah, comprendo! —replicó el joven hablando en un castellano muy afectado. Mi madre era sevillana, es por eso que sé hablar un poquito... —añadió acercando el pulgar y el índice de la mano derecha sin que se tocaran.

—¡Qué bien!

Antonio sintió una sensación de alivio. Hacía mucho tiempo que no experimentaba sensaciones agradables. La verdad es que el joven era simpático y... ¡hablaba español!

—Sí, comprendo bien los que vienen de otros paises... Para ellos todo es diferente: las costumbres, la comida, la gente...

—¡Y no sabes cómo! Y es curioso que yo lo diga, que estaba acostumbrado a tratar con muchos extranjeros en Madrid... por mi trabajo. Pero no te das cuenta de la soledad del inmigrante ¡hasta que te toca vivirla!

—Jajaja...-fue una risa discreta, cortés—. En nuestra comunidad nadie es extraño, todos somos amigos desde el primer día.

"¿Comunidad? ¿De qué comunidad está hablando?". Antonio permitió que el joven se expresara un poco más.

—Siempre hemos pensado que todos somos hermanos, que nadie está por encima de nadie y que es nuestra obligación ayudar a los más necesitados...


—¿Eres de esta iglesia? —se aventuró Antonio señalando "El Dios te ama" que estaba al otro lado de la valla de la acera.

—Sí, pero no somos una secta extraña que comemos cerebros y esas cosas! —y el joven volvió a reir ante su ocurrencia.

Si supiera lo siniestro que sonaba esas palabras no las diría con tanta ligereza.

—Nos preocupamos mucho por las personas... por sus necesidades, por que sólo un hombre feliz puede hacer una sociedad feliz.

—Comprendo...  —dijo Antonio, pero la voz cascada de un mendigo de color le interrumpió sin ninguna educación.

—¡Hola ...amigos! —dijo en español. Era el viejo que desafinaba en la entrada de metro de Stockwell—. ¿Tienen algo para mi guitarra y para mí? —añadió en inglés, extendiendo la mano que dirigía alternativa a uno y a otro.

—No moleste, por favor —replicó el joven sin mirarle siquiera a los ojos—. ¿No ve que tenemos una conversación privada?

—¡Amigo! ¡Amigo! —insistió el anciano desdentado con cierta desesperación, tal vez hoy los transeuntes no mostraron su habitual generosidad. Pero se le escapó una burbuja de saliva pastosa que cayó en el traje impecablemente planchado.

—¡No me obligue a llamar a la policía! —reprendió con severidad el joven con un gesto de extrema repugnancia.

El anciano suspiró...

—Sorry... —dijo, clavando sus ojos negros en los de Antonio. En ellos no había miedo, solo cierta tristeza.

Y se marchó, arrastrando con desgana unos zapatos raidos.

—¡No! —gritó Antonio, recordando la mirada del zorro.

Tomó con vehemencia la mano del anciano y le dio los noventa céntimos que tenía en el bolsillo. No tenía más.

—Sorry... —dijo Antonio. No sabía como expresar mejor su verguenza.

—¿Pero que hace? —protestó el joven—. ¡No le está ayudando! Son como alimañas... se aprovechan de nuestros buenos sentimientos.


En algún lugar de la ciudad, un zorro que se había librado de un botellazo trataba de sobrevivir. Delante de él, un anciano sin recursos trataba también de sobrevivir. Casi por casualidad, Antonio comprendió que los hombres de impecables trajes pueden esconder autenticos depredadores para otros hombres y que los desafortunados no son alimañas.

—Su iglesia no vale nada.

—¡Pero... pero...! —gritó el cazador de almas.

El mendigo cantó más alto, Antonio reconoció que era la misma canción del hombre del supermercado. Recordó su alegría, y supo que el mendigo también estaba feliz... y no por noventa míseros céntimos.

—¡Thank you! —gritó Antonio.

—No  —contestó el anciano cantando—, thank you.

Antonio sonrió, ningún dios le consiguió tanto bienestar.


Fin



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miércoles, 25 de abril de 2012

"Un dia feliz" (Un cuento de 2.479 palabras)









El origen

Aquella tarde de diciembre en Madrid resultó especialmente fría; apenas paseaban individuos, y, a pesar de un esfuerzo mayor que en años anteriores, los escaparates navideños no atraían miradas. Sólo las notas tristes de un acordeón languidecían por los portales del final de la calle Doctor Esquerdo. Tomás las oyó cuando regresaba a casa, en realidad, una habitación sin ventanas de un sótano compartido.

Regresaba cabizbajo tras la entrevista en un supermercado. Había invertido la mitad del dinero que disponía en comprar un abono de diez viajes, y sólo había conseguido la promesa de que tomarían en consideración su solicitud. Tomás suspiró cuando pasó al lado de un anciano que tocaba el acordeón. "Pronto estaré como tú", pensó.

Al suspiro, el anciano le devolvió una sonrisa. Mostraba unos dientes perfectos, de un inmaculado color que sólo podía obedecer a los cuidados esmerados de una dentadura impecable. Circunstancia extraña, en todo caso, y más en una persona con un bagaje vital tan miserable. De algún modo, la música pareció sonar más fuerte a su paso pero Tomás la ignoró.

Entonces la canción dejó de sonar, y a cada zancada que daba, el acordeón le acompañó con unas notas cada vez más graves. Tomás comprendió que el anciano le estaba llamando la atención. Se paró para rebuscar alguna moneda en el bolsillo; y las notas pararon al instante. "Sólo es un pobre viejo", se dijo. Y se volvió.

Los pasos que dio para acercarse "sonaron", a través del acordeón, más rápidos y alegres.

—¡Vale, vale. Que tampoco es para tanto! —dijo Tomas avergonzado, llevando una mano a la boca.
El anciano, sin dejar de sonreír, le acercó un vaso de plástico, de esos de color blanco que se tienen que sujetar con cuidado porque enseguida se rompen. Tomás miró de reojo en su interior, no había nada. Ni rastro de vino ni de monedas. El anciano agitó el vaso con ansiedad.

Tomás suspiró de nuevo, no conseguía trabajo y en sus bolsillos no tenía ni diez euros. En unos días estaría en la calle y entonces no tendría más recursos, para acallar la voz de su ex mujer, que los tetrabricks de vino ganados por la mendicidad. "¡Te lo dije, te lo dije! ¡Sin mí acabarías en la calle!", tronaba una voz de mujer enfadada en su cabeza. ¿En algo iba a cambiar su vida si le daba unas monedas?

El tintineo de unos céntimos dentro del vaso disipó las advertencias de esa brava mujer. El anciano examinó el dinero removiendo el interior del vaso con un dedo.

—Esto te da para un deseo —soltó el mendigo ampliando la sonrisa.

Tomás observó en sus ojos honestidad y alegría, no encontró odio o locura como era de esperar. El anciano le mantenía la mirada, esperaba una respuesta. Agitó las cejas con la misma ansiedad con la que antes curioseó en el vaso.

—Yo… yo… —Tomás sentía tantas carencias, necesitaba tanto de todo, que no acertó en formular nada en concreto.

El anciano tomó las monedas y se las ofreció de nuevo a su anterior poseedor.

—Vuelve cuando sepas lo que quieres…

¡Inaudito! ¡Un mendigo devolviendo dinero!

—No, por Dios… eso es suyo. Quiero… —se esforzó Tomás en un esfuerzo imaginativo— quiero… quiero que todo el mundo a mi alrededor sea feliz, al menos por un día.

El anciano retiró la mano con el dinero en su interior. Y como si se hubiera cansado de charlar prosiguió tocando el acordeón.

—Eso que toca, es el vals de Amelie… ¿verdad?

El mendigo contestó de una manera extraña:

—Hecho. Tengo que tocar mi canción en otro sitio… Aquí ya no tengo nada más que hacer

.
Ante la mirada atónita de Tomás, el anciano recogió sus cosas, y sin dejar de tocar el acordeón, desapareció en la oscuridad de la noche.

Sospechas confirmadas



Al día siguiente Tomás tenía que acudir a la oficina del SEPE, para gestionar la prestación por desempleo que pretendía percibir. Una voz masculina, en realidad una grabación, le había informado por teléfono la dirección dónde debía presentarse, su turno y la hora aproximada: las nueve y treinta.

Antes de salir tomó un frasco de colonia, de esos de imitación que todos parecen iguales: mismo formato, mismo color, misma etiqueta. Sólo cuando el pulverizador roció la fragancia, comprendió que por error, junto con sus pertenencias de aseo se había mezclado una de las colonias de su mujer.

Era la colonia que más detestaba, de olor tan penetrante que aún manteniendo la boca cerrada se pegaba a las paredes bucales dejando un sabor desagradable en el paladar. Aunque Tomás procedió a lavarse la cara sin demora, y se frotó con abundante colonia masculina, el daño estaba hecho. Sabía que apestaría a colonia de mujer durante dos o tres horas.

Cuando llegó a la oficina descubrió la sala de espera abarrotada: un cuadrado que en dos lados presentaban tres filas de asientos ocupadas con rostros tensos o tristes. Y aún esperaban su turno algunos que estaban de pie, leyendo carteles o confirmando su turno en unas listas pegadas con papel celo en una pared.

—Buenos días —saludó una mujer de casi cincuenta años, de color, en cuanto la puerta automática se abrió para ella.

Calzaba unas botas de cuero verde sobre unas mallas rojas, y un abrigo de piel imitando los manchas de un leopardo no ocultó del todo un jersey morado de punto , que sobresalía por debajo.

—¿Dónde me compulsan estos papeles? —se interesó con un característico acento africano, y en un tono muy alto.

Por más que un vigilante de seguridad trató de explicarle que allí no compulsaban ningún documento, que debería ir al ayuntamiento para esa gestión y presentar fotocopia y original, la negra se lucía hablando más despacio, a la par que más alto. Tal vez para demostrar a la civilizada sociedad occidental que su modo de hablar se debía más a una cuestión fisiológica de su aparato fonador que a fundamentos culturales.

Una princesita de tres años, vestida con un vestido vaquero corto y unos leotardos verdes, tironeaba de la manga de su padre con gesto compungido.

—Porfa… —suplicó la niña con voz de gatito.

El padre no fue capaz de salir de la inexpugnable torre de preocupaciones que unos papeles en la mano provocaban.

Un matrimonio mayor, próximo a la edad de la jubilación, no apartaban la mirada de la niña y de sus botas de agua rosa chicle. Tal vez envidiaban la inagotable vitalidad del angelito, que hacía mover las botas en todas direcciones; o simplemente les irritaba que el padre no reprendiera a la niña por saltar con tanto brío a su lado.

Más atrás, y de pie, dos mujeres sudamericanas ceñían sus respectivas caballeras con una goma, y sendos torsos con unas mallas de licra. El frío no les impidió que lucieran tipo tan poco televisivo. Hablaban en murmullos apenas inaudibles, y sus ojos evitaban todo contacto visual.

Sentado justo enfrente de las chicas, un chico con el pelo de los parietales al uno escuchaba música con auriculares desde un teléfono móvil. Llevaba el ritmo de la música con las piernas, agitando de un modo frenético a los infelices que compartían asiento en la misma fila.

—¡Qué! …¿Qué pasa? —repetía de vez en cuando si notaba que alguien le miraba mal.

Un obrero de la construcción se paseaba en círculos con pasos muy pequeños, tampoco podría pasearse de otro modo en aquella sala. La parte entretenida era cuando llegaba a la puerta de la calle y al acceso a las mesas, porque siempre había gente que entraba o salía; y parecía buscar el bloqueo para iniciar una conversación que nunca se producía.

Como era de esperar, una señora que estaba al lado de Tomás se levantó cuando todavía no era su turno… ¡Ni ella, que era mujer, aguantó el perfume que irradiaba su cara! Se sentó a su lado un joven muy delgado, el mismo que unos minutos antes había dicho, casi gritando:

—Mira, te lo expliqué antes pero no me importa explicártelo otra vez. Estos números son tu dni o lo que tengas, éstos tu turno y esto la hora … ¿entiendes?

La negra asentía con la cabeza, pero sus ojos desmentían justo lo contrario.

Con la misma prepotencia con la que se sentó, a los diez segundos se levantó.

—¡Joder con el ambientador de los cojones! —exclamó.

Y dirigiéndose a Tomás añadió:

—¿No te molesta?

De pronto Tomás experimentó un cosquilleo que caracoleaba en el coxis, que a medida que ascendía vértebra a vertebra revelaba nuevas sensaciones de vida en un cuerpo aletargado por el desánimo y la tristeza. Cuando el cosquilleo llegó a la cabeza, sus órganos de percepción vibraron al unísono. Ojos, oídos y nariz revelaron una percepción del mundo diferente… y extraordinario. Tanta dicha acumulada en su cabeza amenazaba por estallar. Tomás suspiró, notando como emergían haces de luz en las cosas que se fijaba.

Y así, de las botas de la niña brotaron unos rayos rosa palo, vibrantes, que se extendían como fuegos artificiales por la sala pero a cámara lenta. De la señora del chaquetón de leopardo brotaron chispas moradas que parecían saltar del jersey cada vez que se movía…

Lo gracioso de la situación, es que no sólo lo percibía Tomás. Cuando la niña descubrió que los bonitos rayos rosas salían de sus botas de agua, bailó sin descanso para que la luz no se apagara. Los abuelitos enfurruñados vitoreaban ahora a la niña:

—Ole, ole, ole, ole… —decían entre rítmicos aplausos.

Tomás cayó en la cuenta que la sala de espera no tenía hilo musical, que el único instrumento para emitir canciones lo acaparaba el joven que sólo sabía decir "¡qué! …¿qué pasa?". Entonces los auriculares cayeron de las orejas del muchacho, y los berridos inconfesables, que por un instante se apreció, se transformaron en una bonita canción de moda que Tomás había oído cuando se dirigía a la oficina de empleo.

La canción parecía salir de todas partes… La negra del chaquetón empezó a mover el culo con gracia, y sus chispas moradas saltaron de nuevo por la sala. El vigilante acabó por bailar con ella.

—¡Qué más da la fotocopia o el original! —gritó en un arrebato espontáneo de alegría.

Las sudamericanas se habían soltado el pelo, y subidas a unas sillas, como espectaculares go-gos, bailaron la canción mostrando al mundo unas sonrisas encantadoras.

El obrero que andaba a pasos cortos ahora bailaba por la sala de espera, lanzando alternativamente los brazos a la izquierda y la derecha.

—¡Vamos, chicos! —gritó con voz cascada de cazallero.

Y el joven delgado y prepotente le siguió en una improvisada conga. Se le unió el antisocial del pelo cortado al uno por los parietales y el padre de la niña.

Tomás notó que su rostro emanaba transparencias que flotaban en el aire, tenían forma de flores, todas diferentes, y su olor aterciopelado y meloso acariciaban el alma de tal modo que todo aquel que estaba en su radio de influencia odorífica, acabaría por sonreír. Todos estaban contentos, inexplicablemente felices.

En la pantalla luminosa, al lado del número y la mesa, apareció una carita sonriente.

—Es mi turno —anunció Tomás.

—¡Ah no, usted no puede irse! —canturreó la señora que antes estaba sentada a su lado.

Y empezó a menear sus pechos de izquierda a derecha, reforzando la negación de sus labios al ritmo de la canción.

Tomás, con un repentino pudor, se rió por la situación tan ridícula que estaba viviendo. Una asistenta y una senegalesa reforzaron con sus pechos la incipiente barrera pectoral. Era como si presintieran que toda la felicidad que les embargaban desaparecía si Tomás se marchaba. Entre risas y ruegos logró sortear a las mujeres.

Un funcionario sonriente le recibió con los brazos extendidos.

—¡Cuánto honor! —se deshacía en elogios el hombre— ¡Seré la envidia de todos los compañeros! Por favor, tome asiento… ¿le apetece un café calentito?

Tomás estaba abrumado.

—No… no gracias —no estaba acostumbrado a tanta amabilidad de un extraño, y menos si era de un funcionario—. Yo venía para arreglar los papeles del paro…

—Veamos, se llama usted…

—Tomás, Tomás Sánchez Garrido.

Sólo tecleó unas cuantas veces sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador
.
—Hecho, ya lo tiene concedido…

—Pero no ha visto los papeles que le he traído… No sabe cuál es mi número de la seguridad social…

—No hace falta, hombre… Por cierto, he visto que tiene cotizado el mínimo exigido. Bueno, a veces surgen errores administrativos, y a usted no le importará cobrar el máximo, ¿verdad? ¡Vivimos tiempos tan difíciles! Venga venga, no me vaya a rechistar por una menudencia…

—Pe… pero…

—Y cuando se le agote la prestación, venga a verme personalmente —le ofreció una tarjeta con nombre y apellidos, teléfonos de contacto y email personal—. No hace falta que pida cita previa, ¿de acuerdo, campeón? Ya verá como todo se soluciona.

Y se levantó de su silla para acompañar a Tomás hasta la salida. En cuanto apareció en la sala descubrió a la pareja de ancianos bailando break dance en el suelo. Todos reían y silbaban… Tomás se frotó los ojos, no podía estar sucediendo todo lo que pasaba. ¡Estaba durmiendo! Pronto sonaría la alarma del despertador y se prepararía para ir a la oficina del paro… Sí, esa era la explicación más lógica.

En cuanto salió a la calle y recibió el frescor en la cara supo que no dormía, que todo era real, muy real… pero había algo extraño que retocaba el mundo por donde pasaba. Cruzó de acera, y esperó unos minutos, transcurridos los cuales corrió como una exhalación hacia la oficina del paro. La puerta se abrió, descubriendo la típica estampa gris de una sala de espera de un organismo oficial.
Nadie hablaba, todos estaban tristes, tensos o preocupados… De no ser por una niña de tres años, que le miraba con una gran sonrisa en la cara, habría creído vivir una alucinación.

—Haz otra vez lo de la luz rosa, porfa —dijo con su vocecita de gato.

—No molestes al señor —regañó su padre.

¿Pero es que no se acordaba que apenas unos momentos antes bailaba una conga con un colgado y un psicópata? Las sudamericanas se recogían el pelo en una triste coleta, sin recordar siquiera la razón por la que se habían desmelenado. Y una señora de llamativo abrigo insistía en pasar para que le compulsara una fotocopia.

—¡Qué…! ¿Qué pasa? —se oía la voz de un colgado al fondo.

—Haz otra vez lo de la luz rosa —insistía la niña.

—No seas pesada…

Sólo entonces se acordó del mendigo del acordeón, de su limosna y del deseo que le regaló a cambio. Sólo entonces comprendió lo que estaba pasando, y que si hubiera deseado otra cosa nada habría sucedido… Sólo entonces llegó a la siguiente

Conclusión
"Soy un gilipollas… ¡Soy un gilipollas!"

Fin






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