Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 30 de enero de 2010

El vuelo del colibrí (Un cuento de 3060 palabras)


Era triste verla bailar alrededor de una silla, meneando las manos como si volara. Ella, que había sido tan culta y tan refinada, no se merecía una vejez así. Frida lo sabía, y no terminaba de aceptar lo que sus ojos veían. “Deja a la abuela, ¿no ves que no está bien de la cabeza?”, recordaba las palabras de su tío Antonio, cuando pidió permiso para visitarla.

¿Pero es que nadie se acordaba de que Estrella, su abuela, había dado un poco de luz a sus corazones y a sus mentes, durante cuarenta años o más? ¡Había sido una misionera del conocimiento!, y había entregado algo más que la idea de un mundo gigantesco, que superaba más allá de la espesura de la selva que los retenía pegaditos a la idea de la madre tierra; les llevó la luz de otras civilizaciones y la razón de las matemáticas aplicadas…

Se había detenido en la aldea, muchos años atrás, cuando se dirigía a tomar posesión de su plaza en la escuela de un pueblo, 60 kilómetros más lejos; y ya no salió de aquí cuando vio que niños de todas las edades vagabundeaban a su suerte.

Estrella fue la primera educadora del pueblo, para ello había renunciado a las comodidades de la ciudad, pero ganó algo más importante: el amor. Un amor correspondido, pleno, pero también prohibido. Se enamoró de don Fulgencio, que estaba casado y no podía divorciarse.

No obstante, se veían cada noche en la cabaña de ella. Una choza construida por los lugareños por gratitud, en las afueras de la aldea; más por ofrecer un lugar donde pudiera guarecerse de las lluvias, en la estación húmeda, que otra cosa.

Fulgencio intervino en la construcción. No, no, no... ¡Debe tener suelo de madera!  ¡Y al menos dos palmos por encima de la tierra! Exigía. Jolín con la señorita, pensaban con envidia los hombres, muchos de ellos eran los nietos de los nietos de los que colgaron las primeras hamacas en esos árboles, y no tenían chozas mejores que la de la recién llegada.

Cuando la cabaña estuvo acabada, Fulgencio se la amuebló. Un día llegó con una silla en la mano. Espero no ofenderla, decía con timidez. Es muy amable, un tronco me hubiera bastado. No se engañe, señorita. Usted se merece más, mucho más. Días después se presentó con unos estantes. Estrella no sospechó lo que realmente escondía la gratitud de Fulgencio hasta varias semanas más tarde, cuando apareció a la entrada de su cabaña acompañado por varios hombres. Nosotros somos hombres de campo, dijo, y estamos acostumbrados a dormir sobre una esterilla, pero usted, señorita Estrella, no. Y los hombres montaron una cama. Una sólida cama con dosel, somier de cuero trenzado y mosquitera. No faltó hasta un pesado jergón de lana peinada. Desde ese mismo día Estrella dejó de sentirse sola.

Eliana, intrigada por las ausencias reiteradas de Fulgencio, le siguió. Vio que entraba en la cabaña de la maestra. Oyó sus voces familiares, como personas que se esperan; y risas. Sintió dolor. Peor fue el silencio. Un inmenso dolor.

Se acercó a la cabaña sólo cuando don Fulgencio había salido, sin atreverse a poner un pie en los peldaños de la entrada.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo Estrella cuando reparó en su presencia.

—Usted es una buena mujer, y mi marido es un buen hombre… ¿Por qué me hacen esto? —gimió con los ojos secos, rojos de tanto llorar.

Estrella no supo que decir. Un colibrí apareció repentinamente entre ellas, suspendido en el aire, como queriendo repartir paz con las alas.

—Si hay un dios justo en los cielos que me perdone, porque yo te maldigo… ¡Os maldigo a los dos!

A pesar de la maldición Fulgencio no dejó de visitarla, y noche tras noche demoraba más el momento del retorno. En los últimos años, aunque era un hecho que nadie ignoraba, regresaba al hogar una hora antes del amanecer, para evitar a su mujer el escarnio público. Pero aquella mañana el sol no brilló, una espesa niebla ocultaba todo el pueblo. Era algo inusual en aquellas regiones.

Con sorpresa, Fulgencio descubrió que la niebla provenía de su casa. Se acercó alarmado hasta su esposa, para despertarla. Le dio un beso en la mejilla, pero ella no se movió. Permanecía obstinadamente inmóvil, conteniendo la respiración. Estaba enfadada, a esas horas siempre lo estaba.

—Despierta, querida.

Y la tomó de un hombro, pero fue un cadáver lo que se volvió. No respiraba, aunque de su boca abierta exhalaba una espesa niebla que reptaba por los suelos de la estancia y salía por la ventana. Las mujeres de la aldea forzaron a sus maridos a no salir de las chozas, unas con mimos y zalamerías y otras, con gritos y llantos.

Ningún hombre salió a la calle ese día, sólo don Fulgencio, que con alegría y pesar a partes iguales, corría en busca de Estrella. Nunca llegó, se perdió en la niebla. Su cuerpo jamás apareció.

A pesar de que las circunstancias obligaron a la maestra a contraer matrimonio, nunca superó la ausencia.

Muchos años después Estrella enfermó, no llegaba a los ochenta años cuando el alzhéimer se paseó por su cabeza. Se desorientaba, olvidaba cosas que había hecho apenas unos minutos, pero jamás perdió su identidad. La situación se agravó cuando Estrella confesó que había visto a don Fulgencio.

—Pero abuela, don Fulgencio se murió hace más de cincuenta años.

—Es verdad, pero sabía que algún día encontraría el camino…

Cómo no enternecerse, viendo esos ojos dulces tan llenos de amor.

—¿Y cómo le has visto?

Le habían dicho que no debía permitir alimentar fantasías, que si en verdad amaba a Estrella debía ayudar a situarla en la realidad, en sus circunstancias reales. Sin embargo, esos doctores no tenían que enfrentarse a esa mirada.

—Bien, muy guapo como siempre. ¡Entró por la ventana!, cuando todavía era de día.

Frida sonrió.

—Bailamos toda la noche, y no dejaba de decirme lo guapa que era…

—Todavía eres muy guapa, abuela.

Estrella, ignorando el halago, parecía absorta en rememorar tan anhelado reencuentro.

—No ha cambiado en nada, bueno, sólo que ahora es un pájaro… ¡Un alegre colibrí!

Estrella advirtió el gesto de disgusto de la niña.

—Creo que estoy hablando demasiado, y te aburro, ¿verdad? Toma.

Le dio una moneda y un caramelo.

—Ve con cuidado, cariño, que pronto se levantará la niebla.

—¿Cómo lo sabes, abuela? —se interesó Frida desde la calle.

—El colibrí, siempre aparece antes que la niebla.

Llegó a casa preocupada, alertó a sus padres de que la abuela no estaba bien, que empezaba a desvariar demasiado. No había sido consciente de que en el trayecto de vuelta a casa se cruzó con un colibrí. Era cada vez más raro observarlos en zonas urbanas, aunque su presencia no provocaba extrañeza.

Y tampoco fue consciente, ya entrando en casa, de que Estrella había acertado en los pronósticos sobre el tiempo. Acertar sobre la aparición de la niebla era una mamarrachez: todos los días, desde hace al menos cincuenta años, hay niebla, pero ¡por la mañana! Cuando Frida sintió los suavísimos pinchazos de frescor en la cara, era por la noche.

Pasear deprisa entre la niebla le resultaba familiar, por eso no reparó en su presencia. De haber estado menos preocupada por su abuela se hubiera dado cuenta del factor temporal… y de que la abuela no había errado en sus predicciones.

Sabía, todo el mundo lo sabía, que esa niebla era extraña. Los mismos árboles que habían podado la tarde anterior, los de la calle de la hispanidad, se presentaban bajo la niebla como manos huesudas que emergían de la tierra. Y a pesar de que se esforzaba por recordar el alegre paseo de la calle principal, de sus madreselvas y glicinas, sentía un pavor por lo sobrenatural. Pero es que sólo era una niña.

Sintió alivio en cuanto cerró la puerta de su casa.

No se hable más, le llevaremos a un centro apropiado; Sí, será lo mejor; Ya es muy mayor para manejarse sola; Si vendemos la vieja cabaña casi no tendremos que poner nada… Debatían los hijos de Estrella, delante de Frida sin preocupación.

—¡Pero si es muy vieja! No le van a dar mucha plata por ella —protestó la niña.

—La abuela es muy vieja, y su casa también. Necesita un sitio mejor donde tenga agua corriente y todas esas vainas… El terreno vale dinero, lo mismo que la residencia. ¿Entiendes?

Claro que lo entendía, querían encerrar a su abuela. Era más fácil, más cómodo; lo mejor. Casi se arrepentía de haber hablado, podía haber fingido y no haber dicho nada porque, al fin y al cabo, su abuela no era un peligro para nadie, ni siquiera para sí misma.

—La abuela no está loca —insistió con ojos llorosos— ¡sólo es más feliz!

Su padre le mandó a jugar con las muñecas, la miraba con ojos de advertencia, de “no me hagas buscar la zapatilla” y Frida obedeció. Sentada sobre la cama, con una Barbie sonriente en las manos, todavía oía debatir a sus tíos. Es mejor que preguntemos primero en el banco; No, lo primero es en hacienda, para saber si hay impuestos, embargos o cualquier carga pendiente…

—¿Y tú no dices nada? —preguntó a la muñeca.

En otras ocasiones hubiera hablado, y mucho. Habría soltado una risita juguetona y confesaría un montón de cotilleos, de que Abrahán, el niño más guapo de la clase, había aspirado con gusto el olor de colonia de la coleta cuando aguardaban en la fila para entrar en el aula. O tal vez relataría pormenorizadamente los trucos para ligar o ser la chica más sexy… Pero hoy la muñeca también estaba enfadada.

No nos olvidemos de los informes médicos, ¡son vitales para incapacitarla! Se oyó a través de las paredes.

—¡Corre, avisa a la abuela! —dijo la Barbie.

Y la niña se fugó. No hizo falta saltar por la ventana ni nada parecido, todos los mayores estaban enfrascados en una conversación que les impedía ver el resto del mundo. Aunque Frida hubiera dado un portazo al salir no se habrían dado cuenta.

En la calle refrescaba, la niebla se había hecho más densa, y Frida tuvo miedo. Las manos de la calle Hispanidad parecían retorcer sus huesudos dedos entre las brumas. “Madreselvas, madreselvas” se repetía Frida mientras se dirigía a casa del vecino. Tiró una piedrecita al cristal de la habitación que tenía luz. Al cuarto intento asomó una cabecita.

—¿Frida, eres tú?

—Sí, tienes que bajar: es de vida o muerte.

Camilo no tuvo más remedio que aceptar.

—Pscccht —volvió a llamar Frida.

El niño sacó la cabeza de nuevo por la ventana.

—¡Me estoy calzando! ¿Qué pasa ahora? —protestó el niño en voz baja

—Que no se enteren tus padres.

Y Camilo desapareció al instante. Momentos después aparecía en la parte de atrás de la casa, donde el jardín apenas recibía la luz de las farolas.

—No pude evitarlo —se disculpó Camilo— o se venía con nosotros o gritaba.

Guillermito, de seis años recién cumplidos, sonrió satisfecho de oreja a oreja. Frida evaluó con rapidez los inconvenientes de llevarse a un niño tan pequeño.

—Lo primero, yo mando. Segundo, no vamos de excursión… ¡tenemos que hablar bajito todo el rato! ¿De acuerdo Guille? —dispuso la niña con autoridad.

Camilo sabía que era una líder natural, como las heroínas de los tebeos que leía cada semana. Y sin saber bien por qué siempre la seguía, era incapaz de negarse a sus deseos, y más cuando invitaba a la aventura de esa manera tan sugerente.

—Está bien —susurró Guillermito—. ¿Pero por qué nos escondemos?

Frida guiñó un ojo a Camilo, ¡cómo le gustaba ese gesto en ella!

—Es un juego. Tenemos que ir a casa de mi abuela sin que nadie lo sepa. Si nos pillan se acabó el juego.

Omitió el detalle de que sentía pavor de caminar por la avenida de la Hispanidad, la calle de las manos muertas. Todos conocían los chismorreos…

“Los árboles son las manos de los muertos, que para hallar el descanso eterno de sus almas obedecen los designios de una bruja que murió por desamor. Aquellos que desaparecen en la niebla no es porque se pierden, es porque la bruja los agarra con esas manos de madera retorcida… para libar el amor de sus almas, como el colibrí el néctar de las flores”.

Y aunque Frida había cumplido los doce años, y era mayor para creer en esas tonterías, sentía miedo. Tal vez porque su abuelo había sido don Fulgencio, y nunca lo había conocido por culpa de la niebla, la misma que ahora deformaba las calles de su ciudad. Por eso había reclutado refuerzos, para fingir delante de ellos que no pasaba nada.

Arrinconada por edificios de tres plantas, la vieja cabaña de la abuela Estrella apenas se apreciaba a plena luz del día. De noche, y a pesar de que el ayuntamiento había accedido a instalar una farola, menos todavía. Supo que habían llegado por los plátanos centenarios de la entrada, detrás quedaba oculta la vivienda de la abuela.

A cambio de una triste bombilla, el plan de urbanismo autorizó un asedio de aceras y asfaltos reduciendo la parcela de la vieja loca, como llamaban a Estrella en el pueblo. ¿Y ella por qué iba a protestar?, si el pueblo le había regalado una casa, y, además, las obras eran para una mayor calidad de vida del ciudadano, “por una mejor optimización de la explotación urbanística del pueblo”, según rezaba una carta del consistorio que aún guarda en algún cajón.

—Chicos, antes de entrar, vamos a espiar: tenemos que saber si realmente está loca.

Los tres, como soldados de élite en misión secreta, se arrastraron por el suelo; muy despacio para no hacer ruidos. Llegaron hasta una posición, detrás de unos bananos, desde donde podían curiosear a placer sin ser vistos. Tenían una fantástica panorámica de la salita, alumbrada débilmente por bombillas de cuarenta vatios.

—Mírala, yo creo que está loca… ¡Pero es muy divertido! —observó Guillermito entre susurros.

Camilo le propinó un codazo.

—Quietos —exigió Frida sin poder apartar la vista de su abuela, con los labios fruncidos.

Camilo vio esos labios apretados, aplastando lamentos que no pronunciaban. Verla tan bonita, y en esas circunstancias, fue una estupidez que no comprendía.

Presenciaban una escena irrepetible, Estrella bailaba en torno a una silla que al menos podía tener cincuenta años. Disfrutaba de una canción en un viejo gramófono que todavía funcionaba. Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán cantaba “Sólo pienso en ti” mientras la viejecita meneaba las manos con picardía, hasta que la música cesó, y precipitadamente se sentó en la silla.

—¡He vuelto a ganar, Fulgencio! Qué tonto eres…

Qué canción tan bonita… ¿qué me está pasando?, pensó Camilo rascándose por detrás de las orejas.

—¿Jugamos con ella? —dijo Guillermito.

—Chissst —respondieron al mismo tiempo Frida y Camilo.

—Creo que no está sola, Frida. Hay algo más en la salita, pero no lo veo bien.

Camilo era miope, pero sus gafas estaban limpias y los cristales bien graduados.

—Está bien, nos acercaremos más —concedió la niña.

Y los tres reptaron hasta la cabaña, allí descalzaron los pies para que los zapatos no delataran su presencia en el entarimado exterior. El gramófono volvió a reproducir el viejo disco de vinilo. Muy despacito, y echando la cabeza hacia atrás, los niños consiguieron una línea de visión desde la misma ventana de la cabaña.



“…pero poco a poco

sólo pienso en ti,

sólo pienso en ti…”



Estrella volvía a bailar. En su rostro brillaba una sonrisa, que de haberla lucido en la calle habría disipado toda oscuridad. ¿Sonreiría de ese modo encerrada en un manicomio? Si estaba loca, a Frida no le importaría que media humanidad sufriera su locura. Tengo que avisarla… esperaré a que termine la canción, pensó. Y de pronto lo vio.

Era un colibrí, que revoloteaba alrededor de la silla, siguiendo los compases de la canción… ¿Ese pájaro enano está bailando? Frida no daba crédito a lo que veía. Sí, está bailando con mi abuela. Estaba aturdida. La canción terminó, y como era de esperar, Estrella acaparó de nuevo el asiento.

—Ja, ja, ja… Venga, no seas tonto, que sé que lo estás deseando… Toma.

Y le cedió el sitio al colibrí.

Al instante, el pajarillo se posó sobre el respaldo, y la abuela abrió un viejo arcón de madera que estaba contra una pared.

—¿Qué está buscando, una red? —se aventuró a preguntar Guillermito.

—Chissst —contestaron los niños, igualmente bajito.

Estrella sacó un traje de caballero, anticuado, pero de paño impecable. Se acercó hasta la silla, parecía esperar la aprobación del colibrí, pero en realidad esperaba otra cosa. La anciana no dejaba de sonreír. Al fin sucedió.

El pajarillo se arrancó las alas. Con dos movimientos fulminantes de pico, el colibrí quedó desmembrado. Los niños siguieron con horror la caída de las plumas hacia el suelo. Cuando levantaron la vista el colibrí había desaparecido, en la silla estaba sentado un señor desnudo. Guillermito trató de sofocar una risita porque se le veía el culo a través de los palos que conformaban el respaldo.

—Chissst —protestaron los niños.

Estrella, con la sonrisa imperturbable, le ayudó a vestirse. Primero la camisa, que abotonó con metódica parsimonia; después los pantalones; y por último la americana.

—Fíjate en el estante de la derecha —susurró Camilo a Frida.

—¿Qué hay?

—Una foto de…

—¡Chissst! —protestó Guillermito, más alto de lo normal.

Estrella y su misterioso caballero se volvieron hacia la ventana. Los niños, asustados, cayeron de culo en el suelo. Antes de que se levantaran y salieran corriendo, la viejecita y el señor les observaban desde la ventana, petrificándolos con la mirada.

—Chissst, será nuestro secreto—dijo la abuela, sin perder su encantadora sonrisa.

El caballero, unos cincuenta años más joven, abrazaba con auténtica ternura a la viejecita. Frida había visto en otro sitio ese bigotín y esas patillas, el rostro de ese hombre le resultaba familiar y no sabía por qué.

—Además, dirán que estáis locos —añadió el señor—como ella…




Fin





Epílogo



Frida tuvo ocasión de volver a casa de su abuela al día siguiente. Cuando vio la foto del estante, se dio cuenta que el señor que vio anoche era su abuelo, don Fulgencio.

Al fin había encontrado el camino…


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20 opinaron que...:

Anusky66 dijo...

que honor soy la primera en comentar !!

aun tengo los ojos húmedos , me ha emocionado la historia .
Para no variar un final sorprendente !!!

Un besazo

Federico dijo...

A veces los caminos de la locura y el amor transcurren juntos, es lo que he tratado de reflejar en este relato...

Duna dijo...

El amor es una locura, mejor o peor , pero siempre una locura.

Casi me da algo al llegar a tu blog, y descubrir que suena mi canción preferida, de Canovas,Rodrigo, Adolfo y Guzman....

Di a tu hija, que publicar tus cuentos, no es perderles, sino que es una gran obra de generosidad al compartirlos con nosotros. Dile que su padre es sumamente generoso.

Un beso.
Te sigo.

ROSA dijo...

Hola Federico, tienes mucho talento, me ha gustado mucho su blog si algún día quiere que le publique alguno de sus textos en mi Revista, sera para mi un privilegio hacerlo, un saludo, hasta pronto.

ROSA

Federico dijo...

Hola Duna, eres muy amable conmigo. Gracias por seguirme.

Federico dijo...

Hola Rosa, bienvenida a este rinconcito. No hace falta que me pidas permiso,cuando quieras publica lo que más te guste.

Únicamente te pido que no olvides mi nombre y citar el blog de donde procede.

Marina-Emer dijo...

precioso tu blog ...ya te le sigo
un abrazo
Marina

Unknown dijo...

Si el amor es un sueño irreal con él yo quisiera eternamente soñar. ¡Genial Federico!
Sigue por favor, siempre adelante, que hay personas que te leemos, que creemos que lo que plasmas en tus escritos y en ese mundo en el que muchos querríamos vivir. Un abrazo

Federico dijo...

Sois vosotras las que ponéis sentido a mis palabras, sin vuestros ojos sólo son rayajos. Gracias por aceptarme, por leerme, por mantener vivos estos cuentos.

La Maga Maggie dijo...

Me voy a poner un café y a leerte tranquilamente...pero no quería dejar de darte las gracias por compartir tus cuentos con los demás..

te sigo y me quedo un ratito

maggie

Marina-Emer dijo...

Gracias por seguir mi blog ,,me pondre al corriente de tu blog .
un abrazo
Marina

La Maga Maggie dijo...

me ha encantado, mi abuela, que ya tiene 101 años a veces suspira todavía por mi abuelo, que murió hace más de 20...

un beso

Adriana Alba dijo...

Bello..triste, como la vida misma, en los cuentos volvemos al punto de partida y en ocasiones llegamos al "final del Arco Iris"

Abrazos Federico

Anónimo dijo...

fede,muy buena introspeccion,referida a las utopias...
gracias
lidia-la escriba

Anusky66 dijo...

Fredi he leído lo que dice tu hija , pero creo que compartir tus historias en el blog no es tirarlos ,sino todo lo contrario. Gracias por permitirnos disfrutar leyéndolos. Un beso para la preciosa Elena y otro para el travieso Alex.

Federico dijo...

Maggie, gracias por venir. Yo no me he tomado un café para leerte, pero acepté uno de esos caramelos de la niña.

Federico dijo...

Qué decirte, Adriana, más que tristeza yo veo esperanza... ¡Cómo me gustaría llegar a viejo y que mi mujer me cogiera la mano con amor!

Federico dijo...

Gracias Lidia, pero más que introspección fue observación. Supongo que los escritores no dejamos de ser espías, "robamos" a la realidad cosas, gestos, palabras que después reestructuramos.

También se añade esa pizca de tu alma, que es la sal de todo buen puchero.

Anónimo dijo...

hola te cuento que todo,todo, es imaginacion,salvo el post yo fui testigo ese es absolutamente real!
saludos
lidia-la escriba

Clari dijo...

un posteo con mucha imaginación y arte.
un momento que decidi viajar a Patagonia el en vuelo me puse a escribir cuentos así. fue algo que nunca habia hecho y se sintio muy bien