Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


viernes, 21 de mayo de 2010

"Un buen salvaje" (Un cuento de 1940 palabras)


 —¡Sólo tengo 55 años! —protestaba Edward—. ¡No soy ningún viejo!

No estaba contento ante la perspectiva de una vida ociosa. Convertir una empresa familiar en una multinacional con valores bursátiles le había costado buena parte de su vida; y, ahora, la junta rectora le destituía. Estaba deprimido.

Tenía tres hijos que se habían independizado años atrás, que vivían sus vidas felizmente, y varios nietos que esforzaba en visitar a menudo. Pero su vida de jubilado no era tan maravillosa como había imaginado: experimentaba un enorme vacío que la familia no rellenaba.

Su esposa, tras décadas de abandono conyugal se había refugiado a los cuidados corporales en centros de belleza. Si no era por un tratamiento especial era por fitnes, clases de natación o tenis, complementados por saunas y masajes. Agnes siempre tenía completa la agenda de la semana, excepto los domingos, que era el día tradicional en el que su marido se hacía visible en casa.

Ahora, que ella era una mujer madura de casi cincuenta años, ya no le era posible renunciar a sus rutinas diarias. No, porque sino sus aparentes treinta y muchos se resentirían y todo un modo de vida acabaría por venirse abajo.

—Siempre has querido viajar… ¡conocer otras culturas! Toma —Agnes le ofreció un billete de avión—. ¡Esta es tu oportunidad!

—¿Tú no vienes?

—Ya sabes que esas aventuras en el tercer mundo, con mosquitos como elefantes y sin inodoros, no van mucho conmigo.

Se acercó hasta Edward y le besó la frente.

—Desde luego que no eres ningún viejo… ¿Cuántos jubilados achacosos, de esos de manta y garrota, van de safari por África? Tómalo, te lo mereces.

Y deseó de todo corazón que en esas exóticas tierras encontrara aquello que colmara el corazón de su marido, para que regresara al hogar con alegría en los ojos y con ganas de levantarse por las mañanas.

Edward aceptó el viaje como un premio de consolación, con reticencias. “¿Ves como si eres un viejo gruñón?”, pensó Edward mientras buscaba las maletas. Aún refunfuñaba cuando contemplaba, desde la ventanilla de la avioneta, el verdor insuperable de la flora de los trópicos que se extendía bajo su vista.

Y cuando uno de los motores carraspeaba, como si se hubiera tragado un bicho demasiado gordo, Edward no dejó de refunfuñar. “Si ya lo sabía: Agnes me ha comprado el safari más barato… Esto era de esperar”, sin sospechar lo peligroso de la situación.

La avioneta se precipita hacia la espesura de la selva. Un crujido advierte que una de las alas se quedó atrás en el primer impacto contra un árbol. El campo de visión de Edwards tiembla durante unos segundos en los que cientos de hojas verdes parecen flotar dentro de la avioneta… “Como si a falta de confeti, la selva nos diera la bienvenida a su manera”, pensó sin refunfuñar hasta que un tremendo impacto deshizo prácticamente el resto del fuselaje, y del estado de “shock” pasó a la inconsciencia.

El aullido escandaloso de unos monos despertó a Edward. Le dolía la cabeza y tenía una pierna rota, por lo demás estaba bien. No tenía ningún órgano vital dañado.

—Hola, ¿hay alguien? —gritó esperando que alguno de los pasajeros y el piloto hubieran sobrevivido al accidente, esperando ayuda en realidad.

No obtuvo respuesta. Se arrastró por los alrededores, esperando encontrar algo que le fuera de utilidad para sobrevivir en un entorno hostil. Algo como una botella de agua o… —un rugido agudo hizo callar a los monos— un rifle.

Era de esperar, la carne fresca no es carroña y atrae a todo tipo de animales. ¿Cómo no fue consciente antes de que era el único que estaba entero? Un segundo rugido, más próximo, sacó a Edward de su ensimismamiento. “¡Por todos los santos! Si iba a un safari, ¿dónde están las armas?”.

Entre los restos del avión, medio ocultos por ramas y hojas, no encontró nada mejor que un trozo de chatarra, todavía caliente, con el que defenderse. Alzó su arma dibujando círculos en el aire, sabía que una bestia acechaba en la espesura.

Era una ironía; él, que estaba de cacería, estaba dispuesto a vender cara su piel. Un zarpazo fulminante desarmó a Edward, a continuación una pantera rugió a menos dos palmos de su rostro, mostrando unos colmillos perfectos.

Edward sintió su aliento caliente, como si su boca fuera un lugar acogedor, y se estremeció no porque fuera a morir, sino por el verdor salvaje que la bestia parecía desprender de los ojos. África era así, bella y cruel.

—¡Ungo wele yuyu! —gritaba un autóctono semidesnudo, surgiendo de entre las hojas como un Apolo de mármol negro.

—¡Ungo wele yuyu! —insistió el cazador blandiendo una lanza sobre el animal.

La pantera rugió una última vez antes de desaparecer en el follaje, y Edward perdió de nuevo el conocimiento. Demasiadas emociones fuertes incluso para un inglés. De hecho, la inconsciencia resultó un estado de gracia del que prefería no salir.

Sí, porque ¿qué tiene de hermoso notar unos ojos ocultos tras una horrenda máscara a pocos centímetros de tu cara? O sufrir un dolor en la pierna como si unos caníbales se la estuvieran comiendo; o sentir la fiebre por alguna herida infectada, o por la malaria, y en el delirio creyeras que te hacen tragar bebidas amargas para envenenarte, o para adobar tus intestinos con el fin de que tengan mejor sabor…

Una mañana, Edward despertó sin sudor en el rostro, muy débil, pero sin dolor en la pierna. ¿Cuánto tiempo había pasado? No lo sabía, sólo recordaba vagamente unos sueños inquietantes en los que se unía místicamente a la fiera que no pudo devorarle y se hermanaba con su salvador.

Inquietantes porque no podía asegurar con exactitud en qué medida habían sido sueños. Pero ahora, que era capaz de mantenerse de pie, como si nunca hubiera sufrido un accidente de avión, dudaba. Y dudaba más aún cuando su salvador entró en la choza y al verle en pie le abrazó con alegría.

¡La tribu le recibía como a uno más! Y lo celebraron con música y danzas. En las comidas comunales donde nunca faltaba de nada, mientras la gente comía y bebía, Edward fue seducido por las jóvenes más hermosas de la tribu.

Era una práctica común, y aunque vivían en familias, durante las fiestas se buscaban nuevos compañeros sexuales que luego olvidaban cuando se acababan los festejos. Obtuvo los orgasmos más intensos de su vida. Los mejores… Nada que ver con la cronometrada gimnasia que empleaba para gozar de los favores de una dama inglesa. Ya se sabe, la temperatura del agua debe estar a punto de ebullición, a 99 grados exactamente, para que el té sea óptimo. Y en la cama… oh, en la cama. En la cama son precisos de diez minutos completos de prolegómenos, transcurridos los cuales entonces se procede a la penetración. Ni antes ni después. Diez minutos exactos. Esas mujeres nativas no sabían nada de relojes, tomaban lo que querían cuando querían.

Permaneció en la tribu hasta que estuvo plenamente restablecido, más tiempo del debido, engañando a una férrea y oxidada moral británica con las frivolidades de la selva, con una humedad que no podía disfrutar en su amada Inglaterra.

Aunque tenía todo lo que pudiera desear, reconocimiento social incluido, su viejo corazón civilizado lloraba por lo que no vivía. Convenció a la tribu de que ese no era su sitio, que debía regresar a pesar de la inmensa gratitud que sentía por ellos.

Una mañana, el cazador que había ahuyentado a la pantera se presentó en la choza de Edward. Portaba provisiones para un largo camino, sólo para dos hombres. La tribu velaba todavía por él, incluso en su última travesía por la selva.

—Vente conmigo —gesticuló Edward.

La gratitud provocaba el deseo de que conociera un mundo con horizontes más amplios, que disfrutara con las bondades de la vida civilizada. Deseaba educarle personalmente… ¡Sería como su hijo adoptivo!

Tras negar con la cabeza repetidas veces, el salvaje acabó aceptando la invitación. En definitiva, no podía abandonarle a su suerte; ni siquiera en su mundo. No a un hombre que no sabe enfrentarse con una pantera.

Edward experimentó una nueva alegría de vivir. “Debo buscar un nombre apropiado para él y empezar a enseñarle algo de vocabulario”, pensó en esos días que transcurrieron hasta que contactaron con una expedición de hombres blancos.

Pocos días después llegaron a Inglaterra. Edward disfrutaba de un gin tónic en la tumbona de madera de teca, en un jardín de amplios parterres verdes. Su casa. El africano, a su lado, no comprendía qué placer era ese de estar tumbado mirando al sol. Edward le llamó Emilio, en honor a su filósofo preferido, Rousseau, y su “buen salvaje”.

—No, Emilio. Tú, no —explicaba su tutor.

Quería beber el gin tónic.

No deseaba corromper la inocencia de ese espíritu virginal, pero como sabía que la curiosidad era más fuerte le dejó probar. Emilio probó un sorbo que inmediatamente escupió.

—¡Veneno! ¡Veneno! —gritó vaciando el vaso de su tutor.

—Sí, tienes razón, Emilio. Es mejor beber lo mismo que tú: agua… ¡pura y cristalina!, como la que pocas veces se encuentra en la selva.

Y llenó dos vasos de agua de una jarra en la que flotaban unos cubitos de hielo. Ofreció uno a Emilio… ¿Quién estaba aprendiendo de quién? Edward sacudió la cabeza.

Lo educó con paciencia y satisfacción, pues Emilio era un alumno aventajado, de gran inteligencia natural y de asombrosa curiosidad.

—Tu esposa necesita bebedizo —afirmó Emilio un día.

Su tutor no comprendía a que se refería. Pero en ese momento llegó Agnes del centro deportivo, claramente disgustada por una extraña rivalidad con una compañera. Un monitor de tenis era la razón.

Emilio interrumpió unas largas explicaciones que nadie había pedido.

—Lo huelo. Lo huelo. Lo necesita. Tienes que dárselo.

—¿Qué está diciendo, querido?

—Sinceramente, no lo sé.

Emilio se la llevó en brazos al salón, Agnes pataleaba divertida entre risitas. En el sofá, Emilio le arrancó la ropa y se desprendió de la suya.

—¡Socorro! ¡Tu salvaje me va a violar!

—¡Tú necesitar, yo dar! —respondió Emilio.

—¡Ahhhh! —gritó Agnes revolviéndose. Fue un grito más de sorpresa que de dolor.

—¡Yo dar! ¡Yo dar!

—¡Edward, tu salvaje... ah...ah...!

—Yo no puedo ver esto.

Se escondió detrás de la puerta del salón, con las manos en los oídos. Los gemidos de su esposa eran claramente de placer, de un intensísimo placer sexual, que probablemente ninguno de sus monitores de tenis habían conseguido proporcionar.

Su mujer, después de diez minutos de bombeo sexual, de extenuante placer, trató de recomponer el peinado. Edward, haciendo gala de una exquisita flema británica, saltó de la puerta.

—Emilio, ni éste es el modo ni ella la persona adecuada —amonestó el tutor con su minúsculo índice; no podía evitar las comparaciones porque Emilio se mostraba, sin ningún pudor, desnudo de cintura para abajo.

—No ser malo, mi tribu dar a ti. Muchas veces.

—¿Edward, qué está diciendo Emilio? —Todavía seguía sentada en el sofá, semidesnuda.

—¡Oh, nada importante!

—Yo huelo, yo huelo. ¡Tú seguir necesitando! —La señaló con un poderoso índice mientras su miembro recobraba nuevas energías.

—¡Cariño, Emilio me va a atacar otra vez! —Fue una protesta muy extraña.

—¡Yo dar, yo dar!

—¡Ah... ah...!

El marido se tapó los ojos.

—Tú salvaje, es... ¡uuh! Es... ¡uuuh! Un salvaje. ¡Un buen salvaje! —concluyó.

Nunca más tuvo necesidad de visitar los centros de belleza, y Edward, desde ese día usó aguas de colonia de empalagosas fragancias por todo el cuerpo… Por precaución, supongo.




— Fin —



 



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Pie de foto: extraído de blogs.ua.es/thomashobbes/ (un interesante blog de filosofía)
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