Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


martes, 27 de julio de 2010

“Tenía que haberlo sospechado” (Un cuento de 1340 palabras)



Tenía que haberlo sospechado, yo, que soy catedrático de historia. Haber sabido leer los indicios y alertar a la sociedad de un futuro tan poco esperanzador. Al menos, tenía que haberme preparado para lo que se nos avecinaba…

”No dejes de correr”.

—¿Cómo que corporativismo? ¿Qué coño es eso?

Mi amigo y colega Stephan no compartía mi opinión en absoluto.

—Te han traumatizado los martillos desfilantes de “Pink floid” —continuó tratando de quitar hierro al asunto.

Rellené su copa con un poco más de vino. Stephan era de las pocas personas que resultaban brillantes cuando compartían sin prisas una buena botella. Su capacidad de síntesis y de relación siempre explotaba en una asombrosa conclusión, que ansiaba escuchar.

—Es inevitable, lo sabes. Las únicas empresas que sobrevivirán a la crisis son las que se unan. Surgirán macro empresas, que irán absorbiendo a la competencia; y estos monopolios, con el paso del tiempo, irán ganando un mayor poder político. Hasta tal punto que la idea de estado no tendrá sentido…

Realicé una pausa para permitir alguna objeción, pero Stephan mantenía la mirada perdida en su copa. Era evidente su preocupación.

—… Porque el sistema de créditos, lo que paradójicamente ha provocado la ruptura del capitalismo a nivel general, será la base económica de esta nueva era a nivel particular. La gente dejará de ganar dólares o euros, ganarán derechos y créditos por su trabajo en la compañía. La compañía será quien cuide de tu salud, la compañía será quien eduque a nuestros hijos. Y si eres medianamente feliz, será gracias a los privilegios disfrutados en la compañía…

Tomé la copa de la mesa y mojé los labios. ¿Por qué no reaccionaba Stephan?

—Los grandes accionistas serán los nuevos caballeros feudales, y no dejarán de vivir bien, porque tendrán millones de esclavos que trabajarán en una sociedad muy jerarquizada. Trabajarán por nada, sólo para conseguir una mejor posición laboral, que será sinónima de la social.

—¿Has terminado?

—Sí, sólo añadir que en esta sociedad no habrá grandes revueltas ni violencia… que todos serán moderadamente felices con la vida que les toque, pero no serán conscientes de que no tienen libertad,… ni alternativa para decidir. Seremos autómatas: comer, trabajar, dormir; comer, trabajar, dormir…

—¿Has visto la película “Mad max”? Esa será tu sociedad venidera, todo lo demás es un reflejo de tu mundo interior, de tus miedos y esperanzas.

Recuerdo no haber manifestado sorpresa alguna, pero era obvio por la sonrisita de Stephan, que nuevamente me había sorprendido. ¿Reflejo de mi mundo interior?¿”Mad max”? Aún pensaba en Mel Gigson cuando aparcaba el coche, al día siguiente, en el aparcamiento reservado para profesores, en el campus universitario de Toulouse.

“No te pares”.

—Todos comprenderán que la caída del imperio romano, ante los invasores bárbaros del norte, no se produjo en un solo día —explicaba a mis alumnos—. ¿Alguien sabe por qué?

Unas pocas manos se levantaron en el aula. Nadie rompía el respetuoso silencio que provocaba mi autoridad. Dirigí mi sonrisa complaciente a una joven de aspecto tímido.

—Las tribus del norte no estaban organizadas —respondió. Simplemente probaban fortuna por libre…

—¡Exacto! —grité.

Creo que no ocultaba bien mi predisposición por Susane, sabía aún antes de corregir sus exámenes que aprobaría, que rozaría la excelencia.

—El senado no podía aprobar nuevos presupuestos para el mantenimiento de sus fronteras… Se puede decir que la conquista de Britannia supuso el primer paso hacia la ruina de las arcas del estado, porque no se obtuvieron los beneficios esperados, por los costes que suponía mantener la paz en un territorio constantemente acosado por tribus hostiles.

—Los ciudadanos romanos quedaron abandonados a su suerte… —añadió Susane, que aún permanecía en pie.

—Cierto, te puedes sentar. Pero afortunadamente para esas pobres gentes que confiaban en el imperio, los bárbaros eran personas de instintos básicos. Ya sabéis, comer, procrear y que nadie les molestara mientras disfrutaban de las cosas buenas de la vida…

—Los bárbaros no comían y procreaban… ¡Violaban y saqueaban! —protestó Susane desde la tribuna.

—Desde luego, pero como en todo, es una simple cuestión de perspectiva. Desde su punto de vista, sólo molestaban un poco, un precio demasiado pequeño para mejorar la raza de esos decadentes individuos del imperio romano… ¡No tenían ambiciones políticas! ¿No os dais cuenta? Ni políticas, ni artísticas ni tecnológicas. Su presencia dejó un vacío en la historia…Fueron años oscuros, pero los antiguos ciudadanos romanos sobrevivieron. Se mezclaron costumbres, ritos, creencias… aparecieron nuevos dialectos.

La clase acabó con el sonido de una campana, pero Susane no la dio por concluida.

—El imperio se desmoronó a poquitos, ¿verdad? —me preguntó acercándose a mi mesa.

Asentí con la barbilla. Dos jóvenes se sumaron a nosotros.

—Cada tribu asentada normalmente permanecía en sus tierras ocupadas, a no ser que las rencillas con otra tribu rival los expulsara y acabaran avanzando más hacia el sur, ocupando nuevos territorios que apenas ofrecían resistencia a su paso. ¿Si fueras un bárbaro y no tuvieras que comer, no te irías al sur habiendo escuchado cientos de historias que hablan de paraísos sin custodia, paraísos de abundancia, de trigo, de buen ganado, de bellas mujeres?

—Es como la inmigración ilegal de ahora —se aventuró un joven de pelo largo—. Se cuelan en los Estados Unidos o en España pensando que encontrarán un paraíso y se encuentran con otro infierno, tal vez más civilizado.

—Interesante —admití— pero hay una pequeña salvedad. Los bárbaros eran los fuertes del momento, eran los futuros señores feudales de la edad media, porque tenían todo el poder que su espada y caballo pudieran abarcar y mantener. Y los romanos eran los débiles. Ahora recibimos invasiones de gentes que buscan un presente mejor, pero ellos son los débiles y en el mejor de los casos acabarán como mano de obra barata, y nosotros… —un escalofrío me sacudió la espalda— seremos los que dictan las reglas del juego.

—Tal vez los romanos sintieran la misma prepotencia que nosotros… —opinó el joven de pelo largo, creo que era la pareja de Susane, por el modo posesivo con el que trataba de retener la mano de ella entre las suyas.

Un segundo estremecimiento me sorprendió.

—Entiendo, una gran civilización como la nuestra nunca puede desaparecer…

Los tres chicos mostraron cara de sorpresa.

—Eso es lo que pensaría un romano —añadí y al instante surgieron gestos de aprobación.

“Sigue corriendo”.

Hacía mucho calor y ya no se encontraba en las farmacias, desde hacía mucho tiempo, inhaladores contra el asma. Sí, padezco esta enfermedad respiratoria, pero desapareció en la adolescencia con el desarrollo corporal. Que vuelva a tener accesos de tos poco tiene que ver con el vínculo emocional que las provoca, a no ser que una pandilla de gamberros con cadenas y mazas corriendo detrás de ti, no sea suficiente estímulo…

¿Pero que pretenden? No hay dinero, no tengo nada que les pueda valer. “Sigue corriendo, que no sospechen que estás enfermo… Tal vez abandonen la persecución por otro más débil. Nada, no se cansan. ¿Qué habrá sido de la policía?”.

—¡Socorro! ¡Policía!

El eco mezcló mi lamento con las risas de mis perseguidores. En las calles vacías no circulaban coches, la basura se amontonaba sin orden en las aceras, y nadie prestaba atención a las cacerías. Me acordé, sin saber por qué, de Susane. Me acordé de una de las últimas clases que había impartido en la universidad, hace unos años… Ya entonces estaba preocupado por este presente.

“¿Has visto Mad-Max? Esa será tu sociedad venidera”, afirmaba un Stephan preocupado y atemporal. “Los bárbaros no comían y procreaban… ¡Saqueaban y violaban!”, me recordaba Susane desde la memoria. Y luego, estúpido de mí, no pude reprimir mi respuesta: “Exacto, pero como en todo, es una cuestión de perspectiva”. ¿Desde qué perspectiva se supone que tengo que ver las cosas ahora? ¿Mi pedantería me salvará el culo?

No existe ningún tipo de orden, nadie ayuda a nadie… Se respira una anarquía absoluta. A los que se esconden, a los que fingen que no pasa nada, les grité:

—¡Algún día os tocará a vosotros! ¡Cabrones!



fin


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lunes, 12 de julio de 2010

"¡Campeones!"


Y esto no es un cuento... ¡Campeones del mundo! Medio mundo canta "soy español, soy español, soy español", y yo descubro la magia del futbol a través del triunfo de nuestro equipo... porque, en realidad, odio este deporte (pero amo a cada uno de esos hacedores de historia).




 
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jueves, 1 de julio de 2010

"Rutinas" (Un cuento de 2520 palabras)




Mi nombre no tiene importancia, pero diré que me llaman Ray, el sargento Ray “Smile”, porque nunca sonrío; que pertenezco a la cuarta brigada de la primera división de infantería, de Fort Knox, en Kentucky. Y confieso que amo a mi patria…

—¡Arrrgh! —graznó un ave de llamativas plumas de colores.

…y a mi loro, aunque no hable. El hombre de la tienda de mascotas me aseguró que con un poco de paciencia el animal acabaría por mantener conversaciones, un poco surrealistas me atrevería a decir yo, pero conversaciones al fin y al cabo. Para alguien que siempre ha vivido solo tiene mucha importancia verbalizar los pensamientos, exteriorizar sentimientos; y aun más para un tipo como yo (al menos eso es lo que mantienen los psicólogos del ejército).

—Son animales muy intuitivos —afirmaba el hombre de la tienda de mascotas—, son ellos los que juegan con nosotros... ¡Nos estudian! Son capaces de repetir determinadas palabras que saben que nos divierten, nos molestan o nos entristecen… Comprar un loro no es comprar una mascota, es tener un amigo en casa.

El vendedor sostuvo la mirada en silencio. Sólo faltaba su mano encima de mi hombro, para convencerme de que no podía haber hecho mejor elección. No importaba el hecho de que aparentara ser un tipo anormal, incapacitado para las relaciones sociales; aceptaba los prejuicios que pudiera tener sobre mí, porque no tendría más trato con esa persona. Pero ay de él si hubiera puesto esa mano en mi hombro… “Le habría dislocado el brazo por tres sitios”.

—Está bien, amigo, me ha convencido —dije sin poder reprimir la idea absurda de que cuando ese hombre llegara a su casa se encontraría con la misma mujer de los últimos veinte años de matrimonio, que le recibiría con un gruñido y que en la cama el único calor lo encontraría con el roce de las mantas. “Yo sin embargo me follo a unas putas buenísimas siempre que quiero y nunca me dan el coñazo en casa”. Sonreí, ya estábamos en paz. El vendedor me devolvió la sonrisa.

—Hola… hola… hola… —dije yo nada más llegar a casa y ubicar la jaula en el salón.

Tal vez le intimidaba que le observara como a un recluta, estudiando sus rasgos, deduciendo su carácter y sopesando una respuesta probable, porque el loro retrocedía en su jaula. No lo puedo evitar, siempre miro a los ojos... y cuando no los tienen, como un tanque o un helicóptero, me los invento en la boca del cañón o en el cristal que protege al piloto.

—Hola… hola… hola…

Traté de suavizar mi voz, de dulcificar el tono, de no taladrarle el cráneo con la mirada…

Pero mi loro nunca habló, ni una palabra. Sólo gritaba, agudos exabruptos que ponían a prueba mi paciencia. No importaba, soy un producto del gobierno republicano y sé que no hay nada que resista a la rutina, a una vida regulada al cumplimiento estricto de unas normas.

De este modo procedí al saludo triplicado en cuanto llegaba a casa, normalmente a media tarde, después de comer, y por la noche. También saludaba por triplicado por las mañanas, nada más levantarme de la cama. Eran las únicas palabras que le dirigía al testarudo animal, y hasta que no se las aprendiera no iba a dirigirle otras.

Habían transcurrido casi tres meses desde la adquisición de mi nuevo “amigo” alado, pero todavía no había aprendido a decir “hola”, y sólo cuando estaba de buen humor se dignaba a contestar a mi saludo con sus estridentes gritos. Probé a retirarle el alimento en las horas diurnas y dosificar lo justo por la noche, para que se alegrara de verme —al satisfacer su necesidad más perentoria— y me hablara.

No hubo manera.

—¡Arrrrrgh! —chilló el loro.

Me encendí un cigarrillo y procedí a desmontar mi arma reglamentaria, una beretta 92. Era una rutina más de las que regulaban mi vida. Limpiar y engrasar sus partes  me ayudaba a calmar la ansiedad, incluso en los días que no había tenido ocasión para su uso. Me ayudaba a dormir. Amartillé el arma varias veces, para confirmar el comportamiento perfecto del arma.

El característico sonido de sus piezas metálicas en fricción era música en mis oídos. “Soy un hombre de acción”, suspiré anhelando una bocanada de gasolina quemada de un vehículo de guerra. “No te estás pudriendo, Ray…”

—¡No te estás pudriendo en este campamento de mariquitas!

Suspiré otra vez, había gritado una vez más. Tenía que calmarme, controlar la agresividad, los psicólogos y sus dichosos cuestionarios podrían provocar un cambio de destino aún peor, como ordenanza de algún alto cargo que la burocracia militar siempre necesita. El loro me ayudaría.

Y me volví hacia él con una sonrisa torcida. Todavía no había pronunciado mis tres “holas” cuando el loro retrocedió acobardado. Sería tan fácil estrangular ese gaznate hacedor de ruidos desagradables, ¿quién me lo impediría? ¿Los psicólogos? Estiré la mano y… apagué el interruptor de la luz. Me dormí con mi habitual desasosiego, imaginando vidas en las que yo era feliz hasta que el sueño misericordioso me arropó de inconsciencia.

—¡Clic clack! ¡Clic clack!

Ese ruido era reconocible de entre un millón, y sólo lo producían las armas automáticas al amartillar el percutor. A las cinco y cuarto de la mañana, era obvio que no lo había hecho yo, a no ser que fuera sonámbulo y tuviera un arma en las manos. No era el caso… ¡Había alguien que se disponía a dispararme!

Con el sabor de la adrenalina en la boca salté de la cama, rodé por la moqueta de la habitación hasta situarme detrás de la cómoda y traté de recomponer la escena desde una situación menos peligrosa. Amartillé mi arma.

—¡Clic clack! —sonó mi arma— ¡Estoy armado y voy a disparar a matar! —grité.

—¡Clic clack! ¡Clic clack! —amartillaron nuevamente unas armas desde el salón.

“¿Pero cuántas veces van a desencasquillar estos capullos, si todavía no han disparado?” Una sospecha relampagueó en la oscuridad de la madrugada. Obviando toda protección me alcé y prendí la luz del salón. No había nadie, sólo el loro que se arrellanaba en el fondo de la jaula.

—Has sido tú, ¿verdad, cabronazo?

Sentía el corazón a punto de reventar en el pecho. Apagué la luz, no quería que mi nuevo amigo me viera al borde de un ataque de nervios. Ya no descansé en lo que me quedaba de noche. Cuando sonó el despertador tenía pocas ganas de saludar al puñetero loro, pero… soy un hombre de principios.

—Hola… hola… hola…

Un saludo, tres palabras repetidas mecánicamente, y ninguna respuesta, como siempre. Hablar no hablaba, pero tenía una habilidad extraordinaria para reproducir sonidos mucho más complicados. Me sonreí… “¡Joder con el loro! ¡Cómo desencasquilla el cabrón!”.

Por la noche, antes de poner los granos en el comedero de la jaula, insistí en la rutina del saludo. Obtuve los mismos resultados de siempre. Amartillé el arma reteniendo el impulso irracional de usarla contra ese montón de plumas tocapelotas, chillón, que llenaba de mierda no sólo la jaula sino buena parte del salón —parecía esforzarse en llegar hasta el dormitorio— y que, además, se divertía asustándome de madrugada.

—¡Tira las armas, no tienes ninguna posibilidad! —grité al loro.

Desamartillé el arma, enfadado. Vi una película de acción, de esas con poco argumento y muchos tiros; justo lo que necesitaba para relajarme. El amplificador de sonido del “Home cinema” vibraba a la máxima potencia con cada explosión del televisor, me quedé dormido bajo el dulce sonido de ráfagas de ametralladoras. Decenas de soldados caían despedazados al suelo, soñaba que era yo quien apretaba el gatillo.

La función “sleep” cumplió perfectamente su cometido, una hora y media más tarde la tele se apagó sola permitiéndome dormir en el sofá. No era la primera vez que cabeceaba en el salón, normalmente acababa por acostarme en la cama de madrugada, incomodado por una mala postura o con sed, ocasionada por las cuatro o cinco latas de cerveza que bebía cada noche.

Esta noche no fue así, la fricción de los metales de un arma automática reverberó en el salón, advirtiendo que un instante después lo último que escucharía sería una detonación. Desperté sobresaltado, maldiciendo haber dejado mi arma reglamentaria tan lejos del sofá.

Me arrojé cuerpo a tierra, sobre los botes vacíos de cerveza. Mi mano aplastó uno y en un momento lo partí por la mitad. Un arma blanca un poco miserable, pero bien usada podría ser de utilidad.

—¡Clic clack! ¡Clic clack!

Nuevamente habían amartillado las armas… entonces comprendí. En la casa no había nadie. Aun antes de encender la luz de la estancia, y recibir una luz bendita que exorciza los rincones oscuros, sabía que el loro se apretujaría contra el fondo de la jaula… riéndose en silencio.

Miré el reloj de pulsera, eran las cinco y cuarto de la mañana. “¡Otra vez!”, maldije en silencio. Esto se convertía en una nueva rutina, yo trataba de enseñar al loro que dijera “Hola” y el loro me contestaba a las cinco y cuarto de cada madrugada… ¿Qué pretendía? ¿Que lo matara?

—¡Juro por dios, loro tocapelotas, que como mañana me hagas lo mismo te mato! ¡Te mato!

Me acosté enfadado, sabiendo que daría vueltas en la cama sin dormir hasta que el despertador sonara cinco minutos antes que la corneta del campamento.

—Hola…”cabrón” —pensé—. Hola… “hijoputa” —añadí mentalmente—. Hola… “mariconazo” —completé para mis adentros.

El loro no gritó, hizo bien en no darme una excusa para lanzarle una mesa encima. No regresé a casa para comer, no quería ver al animal. Y la verdad es que me desahogué con los reclutas. En los últimos días les di más caña de lo normal… “¡Que se jodan, para eso son machacas!”.

Es cierto, cuanto más exijas mejor responden. Muchos de esos mariquitas ahora son hombres de provecho. Sí, gracias a mí. ¡No es tarea fácil corregir en unos pocos meses años enteros de mimos de mamá! Enderezar actitudes y conductas exige primero destrucción de vicios, y los mandos saben que hay pocos tan bien dotados como yo en esos menesteres.

Y no hay nada mejor que un loro cabrón para acentuar mis virtudes naturales. No, no me voy a permitir remordimientos por ese recluta, ¿cómo cojones se llamaba? Qué importancia tiene, llorará hoy y me lo agradecerá mañana. Como siempre.

—Hola… hola… hola… —saludé al loro buscando un poco de afecto.

No tenía grandes expectativas de que me respondiera. Hasta la fecha se cumplía las advertencias del vendedor como negras profecías: no podía evitar sentirme un poco la mascota del loro. Me preparé unos emparedados de jamón de yorck y queso para cenar. Me acosté en la cama, desmonté el arma para el engrase y limpieza de sus partes, y amartillé y disparé varias veces sin bala en la recámara y sin el cargador. Funcionaba correctamente. Apagué las luces.

Si esta madrugada, al loro le apetecía jugar conmigo de nuevo se llevaría una buena sorpresa. Hasta entonces había reaccionado con benevolencia; hoy no sería tan indulgente, porque tampoco me molestaba demasiado corregir vicios de conducta a un loro al más puro estilo sargento “smile”.

Y me dormí, pero con ese estado de alerta especial del que está prevenido porque sabe que lo van a despertar. Y no falló, a las cinco y cuarto de la madrugada, según marcaba los dígitos fosforescentes del despertador, del salón llegó el esperado sonido de un arma amartillándose.

—¡Clic clack!

Fingí dormir, en caso de que el loro se pusiera pesado le arrojaría un cubo de agua fría que tenía preparado al pie de la cama.

—¡Clic clack! ¡Clic clack!

La sensación de “dejà vu” desapareció en cuanto encendí las luces del salón y tres encapuchados, sorprendidos por mi repentina aparición, levantaron sus pistolas hacia mí. El cubo que tenía en las manos no era el arma más apropiada para la ocasión.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró unos de ellos.

Eran armas del ejército americano, hablaban con acento americano. Los pasamontañas servían de poco para ocultar su juventud, y el mero hecho de llevarlos puestos indicaba que no pretendían matarme. “Jodidos reclutas, mañana sabré quienes sois”.

—Seguir el plan…

—Si os vais por donde habéis entrado mañana no habrá represalias… —advertí con mi natural tono de autoridad, dulcificado por las circunstancias.

—¿Represalias?

Y utilizó el arma, con toda la contundencia del frío metal contra mi cara. Dos veces.

—Mírate, por dios… ¡Das asco! Sangras igual que un cerdo… ¿Sabes cómo tratamos a los cerdos en mi pueblo? —interrogó el que me había golpeado, sacando una navaja de afeitar.

—¿Afeitándoles la cara? —repliqué con sorna.

Todavía creía que sólo pretendía darme una lección.

De nuevo el metal de su arma besó mi piel, con la pasión violenta del que mucho ha sufrido. El loro gritó asustado, agitaba las alas dentro de la jaula. Sus estridencias reverberaban por el salón sin cesar. Escupí sangre. El golpe me había afectado esta vez el oído, es posible que tuviera la mandíbula fracturada. Ya no podía responder.

—Primero lo capamos, y después lo degollamos… —aclaró uno.

—Creo que tu loro está hambriento —advirtió el que me había golpeado por tres veces. —Habrá que darle de comer… ¡Bájate los pantalones!

El loro inesperadamente se calló. Casi era un alivio, aguantaba mejor los golpes de los encapuchados que los gritos del animal. Me disponía a bajar los pantalones del pijama, cuando una voz tronó en el salón.

—¡Tira las armas…! ¡No tienes ninguna posibilidad! —gritó una voz metalizada por un megáfono.

Unas luces amarillas destellaron a través de las ventanas del salón.

—¡Es la policía militar! ¡Nos han pillado joder! —gritó uno quitándose la capucha.

En su nerviosismo pensaba que deshaciéndose de objeto tan delator de delito podría pasar por recluta de servicio. El sonido de una ráfaga de ametralladora envolvió la estancia. Ni un solo impacto se advirtió en las paredes.

—¡Es un aviso! ¡Nos van a machacar! —gritó otro tirando al suelo su pistola.

—¿Sabes cómo tratamos a los cerdos en mi pueblo? —sonó la voz metalizada de un megáfono, era algo más que una amenaza.

—¡Tienen hasta micrófonos!

El jefecillo de la banda tiró la navaja y la pistola, automáticamente los tres levantaron los brazos en señal de rendición. Circunstancia que aproveché para recoger las armas.

—Todos afuera —exigí sintiendo un profundo dolor en la quijada.

Por nada del mundo quería que se perdieran el gran momento de su detención. La puerta se abrió, las luces amarillas saltaron enloquecidas hacia el interior, y allí, con estupor, descubrieron al camión de basuras vaciando los contenedores de mis vecinos. No había soldados ni policía militar, no había coches patrulla ni hombres con megáfono… No había nada.

—Pero… pero… la ametralladora… ¡Todos la oímos!

Quien llevaba armas listas para disparar en ese momento era yo, sentía un intenso dolor de cabeza y llevaba tres días durmiendo mal… No, no me dieron ninguna razón para disparar. Todos se quedaron quietecitos, estupefactos, al descubrir una extraña amistad entre el loro y yo.



Arrrrrgh (fin, según mi loro)




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Pie de foto: extraído de google, si alguien la reconoce como propia y desea que la quite del blog que me ponga un correo o un comentario.
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