Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 27 de noviembre de 2010

Una historia muy real (un relato de 1440 palabras)


—Hola cariño, ¿qué tal te ha ido la mañana? —saludé a Sonsoles, una de mis vecinas de planta.

“Pobrecita, no se lo merece”. No podía evitar apiadarme de una chica tan joven y tan guapa.

Había formulado la pregunta de una manera general, sin entrar en detalles, porque conocía de sobra que llevaba en el paro tres meses y su marido, por las noches, prefería besar botellas de cerveza.

—Pues qué te voy a contar, Toñi… Nada, siempre es lo mismo. Que deje mi currículum, que ya me llamarán.

“Menos mal que no tiene hijos”.

—No te preocupes, tesoro… —mis manos ocultaron su rubor— ¡Ya verás como encuentras algo bueno! Que te mereces lo mejor.

—Gracias, Toñi… ¿Qué tal pasó la noche Fabián?

—Bien, sin flemas… Hemos podido dormir de tirón.

—Te dejo, que se me hace tarde.

—Adiós, guapa.

Las paredes de las casas, en los barrios más humildes, pueden estar construidas de muchos materiales diferentes; pero tienen en común que ninguna retiene los pensamientos que se expresan en voz alta. Las de mi edificio no iban a ser la excepción, y menos ante las exigencias de un marido alcohólico.

—¿Pero por qué has tardado tanto? —se oyó en el rellano de las escaleras, tras la puerta de Sonsoles.

—Charlaba con Toñi… ¿No ves que está muy solita?

—¡Ya estamos otra vez, siempre soy el último de tu lista!

—Eres un egoísta de mierda… ¡Joder, que su marido la ha dejado!

—¡Nos ha jodido! A ver si te crees que si te quedas preñada y te nace un lisiado… me voy a comer yo el marrón.

—¡Schiiiit! ¡Te va a oír!

He aprendido a tener las llaves siempre a mano, para evitar sorprender conversaciones que no me atañen; pero hoy se me resistían en el fondo del bolso. Cuando aparecieron tuve que buscar también un pañuelo, porque lo importante no es llorar, que eso cura y es bueno; sino que los que te aman no sospechen que has llorado.

Fabián, pobrecito, no creo que sea muy consciente de lo que le rodea, y dudo mucho que pueda sentir o comprender sentimientos como la tristeza o la alegría, pero su hermano mayor sí. Y eso que Carlos solo tiene seis años, pero es que él no tiene parálisis cerebral.

—¡Hola mamá! —gritó Carlitos desde el fondo de la casa, según entraba en casa.

Su alegría estaba más que justificada, porque todavía es un niño muy pequeño para estar solo en casa, aunque sea únicamente el tiempo que tardo en comprar el pan. Pero es que los doscientos euros de pensión de invalidez, con los que el estado me obsequia, no me permiten contratar ni a un estudiante por horas que cuide de mi Fabián.

—¿Todo bien con Fabi?

—Sí, mami. Aunque se ha puesto un poco morado…

“¡Dios, otra flema!”

—Pero le puesto otra manta y ahora tiene mejor color.

Fabián respiraba adecuadamente, y aunque tuviera el flequillo un poco sudado, su temperatura corporal era la correcta. No era necesario tener seis años para saber que en invierno hace frío, y más en mi casa, que no existe la calefacción central, y los únicos radiadores que tenemos son eléctricos y no los podemos usar. Hasta Carlos lo sabe y no le importa, porque piensa que papá volverá para las fiestas lleno de juguetes y chuches, y mucho dinero para mí, para que me lo pueda gastar en lo que quiera…

“…Sí mami, y dejaremos de comer esa carne rica que tanto te gusta, y comeremos hamburguesas”.

“Dios, ¿dónde he dejado mi pañuelo?”

—¿Estás bien, mamá?

—Sí, sólo me he asustado un poquito… Qué tonta soy, ¿verdad?

“Mañana por la mañana volveré al ayuntamiento, a pelearme con las chicas de ‘Asuntos Sociales’… ¡No puedo rendirme!”

—¿En qué piensas mamá?

—Que hasta que venga papá necesito un trabajo.

—¿Y qué pasará con Fabi cuando yo esté en el cole y tú en el trabajo?

—No te preocupes por eso… ¿Vemos unos dibujos en la tele?

Le oigo reír, y el eco de su risa colorea los rincones más oscuros de mi ser. Trataré de recordarla mañana, cuando vuelvan a decirme que no pueden hacer nada, que todo debe seguir su curso y respetar los plazos del procedimiento administrativo. ¿Sabrán esos burócratas lo que es pasar hambre o frío? ¿Se verán obligados a fingir que llevan una vida normal?

Cuando salí a la calle, a la mañana siguiente, y sentí el frío en la cara me sentí en un entorno más familiar: nada que ver con el derroche en calefacción de los organismos públicos. “Tenías que intentarlo, no perdías nada por venir. Tal vez mañana me hagan caso”. Y me dirigí al mercado, el de toda la vida, el que cada día está más vacío, en el que me llaman por mi nombre, y no necesito un coche para traer la compra.

—Hola Toñi, hoy te he preparado un lote especial… ¡Tu perro se va a poner las botas!

—Muchas gracias, guapetón. Toma, un euro por la compra y otro para ti.

Habíamos llegado a ese acuerdo: todas las sobras que no servían para venderse y que se tirarían a la basura, las apartarían para mi perro. Sin embargo, los carniceros no podían sospechar que yo comprara cada vez menos carne, aunque la del perro la respetara cada dos días. Podrían pensar, tal vez, que el pescado congelado era una opción más económica, sobre todo en tiempos de crisis. En fin, respetaron el acuerdo porque yo era la Toñi, la clienta de siempre, la de toda la vida.

Y es que recortando un poco los tendones y la grasa había días que podía reunir una buena cazuela de carne guisada, que acompañada de ese arroz partido que se vende en paquetes grandes, para perros también; comíamos como señores por poco dinero.

—¡Hola Sonsoles! ¿Qué tal te ha ido hoy la mañana? —saludé a mi vecina en el rellano de la escalera.

—No sé, tengo un pálpito raro. Verás, resulta que el primo de Alfonso tiene un amigo que su novia es la hermana de uno que necesita gente para trabajar. Voy ahora mismo para allá, y como sea medianamente bueno… por mí, ¡empiezo hoy mismo!

—Ahora mismo enciendo una velita a san Pancracio para que ese trabajo sea para ti y para que te paguen más de lo que esperas.

Sonsoles me besó en las dos mejillas, con ansiedad y agradecimiento a partes iguales.

—¡Ya te contaré! —dijo bajando los peldaños de tres en tres.

Sonsoles no podía saber que no tenía velas, pero sí le dediqué una oración al santo, porque es una buena muchacha con muy mala suerte. Como yo, supongo.

A la mañana siguiente no me la encontré, como es habitual, en el rellano de las escaleras. “Al fin una de las dos ha conseguido mejorar su situación… ¡Me alegro!” Pensé, sabiendo que el paseo de hoy al ayuntamiento tampoco había resultado fructífero. Y sentir su ausencia me provocó una extraña desazón, una certeza de que las cosas cambiarían.

Amaneció un nuevo día, pero el cosquilleo en el estómago no había desaparecido. Fiel a mis rutinas, interpuse un nuevo escrito en el ayuntamiento, tras lo cual acudí a la carnicería. A toda prisa, porque Fabián no podía estar demasiado tiempo solo.

—¡Ah, hola Toñi! —me saludó Manolo, el dueño de la carnicería—. Precisamente estaba hablando de ti a mi nueva ayudante. Ves, Sonsoles, ésta es la clienta del perro.

“¡Qué vergüenza! Tenía que ser ella, precisamente ella, que sabe que no tengo perros”. Cuando levanté la cara del suelo, más roja que un tomate… la descubrí mirándome con los ojos húmedos, casi haciendo pucheros.

—Debe tener un par de buenas fieras en su casa, porque viene tres veces por semana…

—Tome, señora…

La empleada me ofreció una bolsa de plástico, sin dejar de mirarme a los ojos.

—Gracias, Sonsoles. Muchas gracias —respondí agradecida por su silencio, y me volví avergonzada.

—Espere Toñi, me he dejado en la cámara la otra bolsa para los perros.

En unos minutos regresó con una nueva bolsa de plástico.

—¿Había dos bolsas? —se extrañó Manolo.

—Por favor, no deje de venir —me sonrió Sonsoles.

—¿A que es un buen fichaje, Toñi? —decía Manolo, orgulloso de las habilidades comerciales de su nueva empleada.

—Sí… sí —respondí azorada.

Cuando llegué a casa, curioseé la segunda bolsa que me había entregado Sonsoles. Alguna vez me habían preparado dos bolsas, aunque lo normal es que fuera una sola. En su interior descubrí dos bandejas de hamburguesas y otras dos de filetes. Carlitos no tuvo que esperar a que su padre regresara por Navidades para comer hamburguesas.


¿Fin?

Nota:

Deseo desde lo más profundo de mi corazón que esta pobre familia haya conseguido la asistencia estatal que tanto necesita, y que no sobreviva de las ayudas más o menos desinteresadas de su entorno inmediato.


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viernes, 5 de noviembre de 2010

Pequeñas diabluras (un cuento de 815 palabras)


Mi padre es muy exigente conmigo, y debe serlo, porque tanto la familia como los grandes accionistas esperan que desarrolle todo mi potencial… Buf, ¡cómo anhelo aquellos tiempos del pasado! La vida era más sencilla, las cosas se llamaban por su nombre: se imitaban modelos virtuosos de conducta y se despreciaba la mediocridad. Ahora no sé si podré cumplir las expectativas de mi padre, y no porque me considere envilecido por la vulgaridad de los que no ambicionan. No.


Es más bien un asunto de apetito: mi alma inmortal nunca se sacia de belleza, y exprime cada verso para lamer las gotas de poesía que contienen las venas de los poetas… Y como un demente necesito más, ya no me conformo con palabras que hacen gemir: ¡quiero sentir toda la tragedia del Universo escondida tras los pétalos de una flor marchita! ¡Quiero ser el aire que se desliza por los orificios de una flauta… Ser un re, un do sostenido, vibrar en un sol brillante! Quiero ser ese grito de placer de los que comparten el silencio de una noche.

Pero en los planes de mi padre no cabe mi necesidad de vivir la belleza, por eso me refugio aquí, en este invernadero, dónde mimo mis plantas carnívoras lejos de su mirada desaprobadora. Él jamás comprendería toda la armonía y belleza de este mundo que he creado para mí. Pero no tardé en descubrir que mi ecosistema era inestable: debía proporcionar alimento a las plantas, incesantemente, para que pudieran sobrevivir.

Por azar, uno de los insectos, una mariquita, se escapó de los dientes y de los ácidos de mis plantas; y aprendió a sobrevivir modificando sus hábitos alimenticios. La ausencia de pulgones provocó que comiera de aquello que debía devorarla…

La mutación resultante en la siguiente generación de mariquitas no pudo ser más hermosa. Habían desarrollado una fascinante coloración roja en el dorso, que funcionaba como bolas de discoteca en cuanto eran alcanzadas por algún rayo de sol, y por añadidura, vibraban en delicados tonos argenta, como diminutos espejitos metálicos que entrechocan entre sí.

Poco a poco se estableció un equilibrio natural, ajeno a mi voluntad, que regulaba los individuos de uno y otro orden. De tal modo que si un exceso de mariquitas podría acabar con las plantas, sucedía que éstas obtenían más alimento y brotaban nuevos retoños. Y en caso contrario, sólo sobrevivirían las plantas más fuertes.

Generación tras generación las plantas desplegaron nuevas habilidades cazadoras y endurecieron la piel de sus ramas con brillantes superficies doradas. ¡Al fin disfrutaba de un jardín único, vivo y hermoso!

—¿Qué… qué es esto? —gimió mi padre en la entrada del invernadero— ¿Es aquí dónde pierdes días enteros? —tronó enrojecido por la vergüenza y la ira.

—Es un trabajo de campo, un experimento, padre…

—¿Bailar entre mariquitas es un experimento,… hijo?

Podía ser hiriente sin proponérselo, suspiré y él me acompañó con una exhalación más profunda. Notaba como se tragaba la frustración por no ser lo que esperaba de mí.

—¿Sabes, acaso, cuántas personas dependen de ti? No, te replanteo la pregunta de un modo que puedas entenderlo mejor: ¿sabes cuánto pesa el futuro de millones de almas? —guardó silencio un instante y añadió: Yo te lo diré, ¡unos pocos gramos de inmadurez! —dijo tocando mi cabeza con su puño cerrado.

Es mi padre, y sé cuál es su lugar en el universo. Esa es la única razón por la que le respeto, la única. Sé íntimamente que yo jamás tendré su autoridad, su energía, que jamás podría reemplazarle en su empresa… No comprendo porque se empeña conmigo… tanto.

—¿No podrías demostrar un gesto de buena fe? Algo que revele que comprendes a tu viejo padre, y que aunque no compartas los mismos intereses, podrías…

—Sí, padre —interrumpí levantando mi mano derecha, como los cristos prerrománicos, en un gesto de eterna bendición.

Cerré los ojos un instante. Sabía que mi padre estaba impaciente, que la misma incertidumbre le hacía gozar y sufrir a partes iguales. Y bajé el brazo.

—¿Ya está, qué has provocado? —se interesó mi padre— ¿Alguna pandemia como las de la edad media? No, no, eso es demasiado vulgar. ¿Tal vez algo más apocalíptico como el fuego que sale del infierno y la noche eterna en unos días? ¡Vale, vale, ya sé que es un clásico algo desfasado!

Sonreí. Sabía que le había desconcertado.

—Bueno, dime algo, porque por más que espío a la humanidad no veo cataclismos.

—Papá, en muy poco tiempo tendrás muchos lamentos que escuchar… He quebrado su sistema financiero, la economía mundial se desploma como las fichas de dominó en una fila.

Mi padre estaba perplejo, sentí su sorpresa y admiración.

—¡No podía esperarse nada menos del hijo de Satanás! —proclamó irradiando un orgullo y aprobación que no deseaba.

Suspiré, era jugar en su mundo, con sus reglas… Yo tengo planes muy hermosos en el mío de mariquitas y plantas carnívoras…

Fin







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Dedico este cuento a mi hijo Alejandro, mi diablillo de 11 años.
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