Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 2 de junio de 2012

"La ciudad del zorro" (un relato de 1.342 palabras)


Un grito de dolor, ahogado por la sangre que mana de una mano. El vertigo es algo más que el sabor salado; un pie resbala entre las tejas y una mano deja una huella roja en la chimenea. Surge el instinto de conservación, aún cuando no hay razones para vivir.

—¿Por qué? —gritó Antonio, ahora que no tenía una mano que morder.

Y su voz alzó el vuelo de unas palomas que se creían seguras en la cornisa del edificio de enfrente.

—¿Por qué? —tronó de nuevo un lamento, y otra bandada de palomas levantó vuelo.

El batir de alas, la fricción de las plumas en el aire, lo abarcó todo por unos instantes... Todo acabaría pronto, el aleteo y el dolor. Pero seguían apareciendo palomas y más palomas, como si todas las del barrio, incluso de la ciudad, hubieran acudido a su grito en lugar de auyentarlas.

Antonio ya no estaba en la azotea de un modesto apartamento de la sierra de Madrid. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Unos días? ¿Unas semanas? A veces el tiempo transcurre en una tridimensionalidad vital extraña, sin dejar huella de su paso en la memoria. Pero la pregunta que en realidad no podía contestar Antonio era...

—¿Qué hago en Londres? —se preguntó con la sensación de que la realidad lo estaba masticando, y que incapaz de tragárselo, lo escupiría en cualquier momento.

Un negro desafinaba aporreando las cuerdas de una guitarra a la salida de la estación del metro de Stockwell, al sur de Londres. Tal vez la falta de pudor se debiera al cabello blanco, tal vez a la miseria que habia desdentado la mayor parte de la boca. La mano derecha de Antonio acarició unas monedas en el interior del bolsillo del pantalón.

"No, necesito hacer la compra". Y la mano salió vacía del bolsillo. Poco después se hallaba frente a los expositores de alimentos de un supermercado. No conocer el idioma era algo más que la incapacidad de relacionarse con los demás, era la negación del mundo mismo.

"¿Cuál de estas harinas será integral?", trataba de adivinar Antonio leyendo una y otra vez palabras incomprensibles, tratando de deducir la composición de los paquetes por el color del papel, buscando pistas significativas en los dibujos de las diferentes harinas.

Un hombre de color, de unos cuarenta años, lleno de trencitas, se paró detrás de Antonio. "Ya está, ahora es cuando me saca la navaja", pensó notando que no había nadie más en el pasillo.

—Si me permites un consejo... ¡no lo dudes más! —dijo el negro con una amplia sonrisa—. Ésta, ésta es buenisima y está a buen precio —explicó señalando el paquete que descansaba en su cesta.

Antonio comprendió lo que decía, pero apenas pudo contestar a sus desvelos con un simple "gracias". Y el hombre salió del pasillo cantando en voz alta una canción, una incomprensible canción que a través de su aparato fonador grave y gutural modulaba aún mejor su alegría de vivir.

De regreso a casa, Antonio sorprendió un zorro que trataba de ocultarse tras unos contenedores de basura. Había oido hablar de que se habían integrado en la ciudad, pero hasta que no lo vio con sus propios ojos no lo creyó. ¡Era cierto!

Sintió que el zorro lo estudiaba, no había temor en sus ojos pero si una tristeza similar a la suya. Sintió tentación de compartir algo de comida, pero la harina que había comprando, y que no tenía claro si era integral o no, sabía que no sería del agrado del cánido.

Un joven nativo, origen deducido no solo por sus rasgos nórdicos sino por su capacidad de no tiritar con una simple camiseta en pleno mes de abril, lanzó contra el animal una botella que se rompió estrepitosamente contra una pared, a un lado de los contenedores.

—Es una alimaña, transmiten enfermedades —justificó el joven, con el hálito de los que han bebido alcohol con el estómago vacío.

Pero Antonio se retiró, no tenía ganas de distinguir quien era la alimaña en realidad. Pasó por delante de una iglesia, que parecía más un templo griego, con sus columnas y tímpano en la fachada, que una iglesia cristiana. "Dios te ama", propugnaba un cartel mal colocado entre las columnas.

—Buenos días —dijo un joven vestido con un traje impecablemente planchado—. ¿Le interesa saber qué secretos se esconden detrás de esos muros?

—Lo siento, no entiendo... —contestó Antonio—. Soy español y todavía no he aprendido a hablar en inglés.

—¡Ah, comprendo! —replicó el joven hablando en un castellano muy afectado. Mi madre era sevillana, es por eso que sé hablar un poquito... —añadió acercando el pulgar y el índice de la mano derecha sin que se tocaran.

—¡Qué bien!

Antonio sintió una sensación de alivio. Hacía mucho tiempo que no experimentaba sensaciones agradables. La verdad es que el joven era simpático y... ¡hablaba español!

—Sí, comprendo bien los que vienen de otros paises... Para ellos todo es diferente: las costumbres, la comida, la gente...

—¡Y no sabes cómo! Y es curioso que yo lo diga, que estaba acostumbrado a tratar con muchos extranjeros en Madrid... por mi trabajo. Pero no te das cuenta de la soledad del inmigrante ¡hasta que te toca vivirla!

—Jajaja...-fue una risa discreta, cortés—. En nuestra comunidad nadie es extraño, todos somos amigos desde el primer día.

"¿Comunidad? ¿De qué comunidad está hablando?". Antonio permitió que el joven se expresara un poco más.

—Siempre hemos pensado que todos somos hermanos, que nadie está por encima de nadie y que es nuestra obligación ayudar a los más necesitados...


—¿Eres de esta iglesia? —se aventuró Antonio señalando "El Dios te ama" que estaba al otro lado de la valla de la acera.

—Sí, pero no somos una secta extraña que comemos cerebros y esas cosas! —y el joven volvió a reir ante su ocurrencia.

Si supiera lo siniestro que sonaba esas palabras no las diría con tanta ligereza.

—Nos preocupamos mucho por las personas... por sus necesidades, por que sólo un hombre feliz puede hacer una sociedad feliz.

—Comprendo...  —dijo Antonio, pero la voz cascada de un mendigo de color le interrumpió sin ninguna educación.

—¡Hola ...amigos! —dijo en español. Era el viejo que desafinaba en la entrada de metro de Stockwell—. ¿Tienen algo para mi guitarra y para mí? —añadió en inglés, extendiendo la mano que dirigía alternativa a uno y a otro.

—No moleste, por favor —replicó el joven sin mirarle siquiera a los ojos—. ¿No ve que tenemos una conversación privada?

—¡Amigo! ¡Amigo! —insistió el anciano desdentado con cierta desesperación, tal vez hoy los transeuntes no mostraron su habitual generosidad. Pero se le escapó una burbuja de saliva pastosa que cayó en el traje impecablemente planchado.

—¡No me obligue a llamar a la policía! —reprendió con severidad el joven con un gesto de extrema repugnancia.

El anciano suspiró...

—Sorry... —dijo, clavando sus ojos negros en los de Antonio. En ellos no había miedo, solo cierta tristeza.

Y se marchó, arrastrando con desgana unos zapatos raidos.

—¡No! —gritó Antonio, recordando la mirada del zorro.

Tomó con vehemencia la mano del anciano y le dio los noventa céntimos que tenía en el bolsillo. No tenía más.

—Sorry... —dijo Antonio. No sabía como expresar mejor su verguenza.

—¿Pero que hace? —protestó el joven—. ¡No le está ayudando! Son como alimañas... se aprovechan de nuestros buenos sentimientos.


En algún lugar de la ciudad, un zorro que se había librado de un botellazo trataba de sobrevivir. Delante de él, un anciano sin recursos trataba también de sobrevivir. Casi por casualidad, Antonio comprendió que los hombres de impecables trajes pueden esconder autenticos depredadores para otros hombres y que los desafortunados no son alimañas.

—Su iglesia no vale nada.

—¡Pero... pero...! —gritó el cazador de almas.

El mendigo cantó más alto, Antonio reconoció que era la misma canción del hombre del supermercado. Recordó su alegría, y supo que el mendigo también estaba feliz... y no por noventa míseros céntimos.

—¡Thank you! —gritó Antonio.

—No  —contestó el anciano cantando—, thank you.

Antonio sonrió, ningún dios le consiguió tanto bienestar.


Fin



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2 opinaron que...:

Federico dijo...

Hola amig@s, en este relato trato de reflejar como el dolor, cuando no conduce a la muerte, nos convierte en mejores personas.

Es cierto que es una visión un tanto ingenua, pero soy de los que gustan ver la botella media lleno... A tu salud!

Shogun´s emporium dijo...

¡YAY! Fede is back in the fry! Chico, ya me tenías preocupada.

Plas, plas, plas. Un trabajo estupendo!