Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


viernes, 19 de marzo de 2010

"Error en el sistema" (segunda parte)



Después de tantos años, su condición en la sociedad no se había rectificado. Su firma, a efectos legales, era válida. Y Samanta, a efectos reales, una mujer sola que se negaba a envejecer. Una presa fácil para Mauricio Hurralde.

“Su marido es un huevón, y su mujer está muy buena”, decía la voz de un pistolero desde el fondo de su memoria. Mauricio torció los labios, ¿cómo era posible tener tantas interferencias con el pasado? Nunca antes había sucedido.

—Nos vamos, Mauricio —sentenció su madre en cuanto los forajidos abandonaron la casa.

Ni una lágrima derramó, no en presencia de su hijo.

—No.

Esta respuesta sólo significaba la simple negación de acontecimientos.

—Nos vamos, Mauricio —repitió Dolores agarrándole por los hombros.

Observó las astillas de madera en la mano inmóvil del cadáver, su cochecito estaba roto. De estar intacto tampoco lo querría, jugar con eso sería como arrastrar de un cordón la vida de su padre. Pero la flor permanecía lozana en la otra mano; parecía el alma de su padre, que llameaba a través de sus pétalos. Eso es lo que se llevó, pero no fue todo.

Cruzaban la puerta de la calle cuando un joven, con la camisa desabotonada, atravesó una pierna que los impidió salir. Mostraba la culata de una pistola por encima del pantalón sin pudor.

—Se iban sin decir adiós… qué mala educación.

Sus palabras eran cínicas pero sus ojos expresaban inquietud. No reclamaban sexo, a pesar del beso anterior en la puerta.

Dolores apretó al niño entre sus brazos instintivamente, no sabía si para proteger al chico o para hallar consuelo en él.

—No os voy a matar, ni violar, ni robar —sentenció el pistolero con desgana, después guardó un largo silencio como si esperara felicitaciones—. Te reclamé para que nadie te atacara, para que todos supieran que ya no eres una mujer sola.

—¿Tú serás mi hombre?

—Sólo en lo que tú quieras,… hasta que encuentres a otro. Mientras yo os cuidaré.

Mauricio se acercó al pistolero.

—¿Serás mi nuevo papá, entonces? —interrumpió con ojos húmedos y una sonrisa extraña.

El pistolero trataba de arreglar las cosas a su manera, se inclinó sobre el chico para consolarlo. Y mientras Mauricio recibía una caricia en su pelo, el pistolero recibía una bala en su ingle izquierda. Mauricio no necesitó sacar la pistola para apretar el gatillo. El único parecido razonable que tenía ese señor con su padre estuvo en la manera de caer al suelo.

—¿Qué has hecho? —gemía el pistolero sujetándose la entrepierna. Su cabeza se balanceaba hacia delante para contener el dolor.

—¿Por qué, Mauricio? —añadió su madre auxiliando al muchacho, que desde ese día ya nunca sería un hombre completo.

Mauricio no comprendió por qué, en lugar de escapar, su madre socorría al asesino de su padre. Jamás perdonó ese “por qué, Mauricio”, ni todo lo posterior.

El restaurante estaba lleno, y a pesar del frío que hacía en Madrid, la gente hacía cola en la calle esperando mesa. Mauricio no había hecho reserva, pero lo recibieron con pomposa ceremonia.

—Sin excesos, sin excesos —regañaba al maître.

Algunos clientes que aguardaban turno murmuraban molestos.

—Siempre será bien recibido, señor Hurralde. Si me permite ofrecerle una copa de un “Ribera del Duero”, gran reserva del ochenta y tres, mientras le preparamos su mesa...

—Muy amable, y buena memoria, Amador.

Mauricio recibió todo el aprecio que su apellido y dinero podía comprar, justo lo que necesitaba. No esperaba demostraciones sinceras de afecto, sólo atenciones, y en ese restaurante las prodigaban con generosidad. Tal vez se debiera a que las propinas que dejaba normalmente triplicaban el valor de la comida.

Necesitaba una buena dosis de realidad restauradora para compensar el acecho de un tiempo vivido,… que no sólo saltaba desde las sombras del recuerdo. Se le cayó le copa de las manos. El pasado parecía empeñado en no permanecer encerrado, y se aireaba burlón en el detalle más inesperado.

—Dígame, Amador, que se trata de una broma.

—No le comprendo, señor Hurralde.

—Las flores, las flores de la barra del bar…

—Son bonitas, ¿verdad?

“Las cosas sólo tienen el valor que tú les das”, razonó Mauricio Hurralde, tratando de contener el impulso de salir corriendo. En un grueso jarrón de vidrio templado, un ramillete de almas, como réplicas infernales de la de su padre, subsistía con una aspirina disuelta en el agua.

—Dicen que son las flores del jardín del Edén, antes de que Adán mordiera la manzana. Y son originarias de… ¿de dónde me dijo el dependiente?

—De Ecuador.

—¡Cierto! ¿Pero va todo bien?

En el transcurso de la conversación, unos camareros habían retirado con eficacia los cristales de la copa desafortunada.

—Desde luego, por un momento me sentí como en casa —contestó Mauricio mostrando unos dientes blanquísimos.

Normalmente comía con una copa de vino, dos como mucho. En esta ocasión no permitió que retiraran la botella. “¡A tú salud!”, brindó en silencio, levantando la copa en dirección a flores tan hermosas.

Amador sorprendió el gesto y forzó una sonrisa, en realidad una mueca de aprobación. ¿Cómo podría distinguir él si su cliente actuaba con la sencillez que provoca el vino o con la prudencia de los que claudican a sus fantasmas? Mauricio Hurralde llamó al maître con los dedos.

—Usted… no me conoce. No debe juzgarme —sentenció sin darse cuenta del silabeo natal.

—No me atrevería, por dios…

Mauricio Hurralde le apartó una silla para que le acompañara en la conversación desde una posición más cómoda. Amador aceptó con reservas.

—Usted cree que estoy borracho, porque me bebí su “Ribera del Duero”. Pero lo que usted no sabe es que necesitaría diez botellas más para que la lengua se me trabara, o para que me viera reír… o saltar, o cualquier estupidez que hacen los que están borrachos.

Mauricio Hurralde endureció la mirada.

—¿Usted me ve haciendo estupideces? ¿Estoy diciendo tonterías?

—¡Para nada, señor Hurralde, para nada!

—Hoy voy a cerrar la última operación del año… Voy a ganar mucho dinero, pero tus flores me han puesto triste. Y estando triste no puedo cerrar bien el trato… ¿Qué podemos hacer, Amador?

El maître levantó una mano, al instante acudieron tres camareros con diligente celeridad.

—Café, del especial, y una botella de bourbon añejo. Para dos —aclaró Amador.

—Usted es un buen hombre. Le prometo que hoy regresará a casa contento…

Y Mauricio Hurralde cumplió su promesa. Se bebieron los 70 cl. de un bourbon excelente entre los dos, en menos de dos horas —porque a las seis de la tarde Samantha le esperaría en la cafetería del Hotel en el que se alojaba el matrimonio Knaïf— y porque tras pagar la cuenta, dejó dos billetes de quinientos euros sobre la mesa.

Son para usted, compre algo bonito a su mujer… Sorprenda a sus hijos… ¡Pero vaya en taxi! Y se permitió una risita. ¿Por qué en taxi? Amador apenas se tenía en pie, y de la pregunta lo único que se entendía era la palabra “taxi”. Porque está borracho, amigo mío, respondió Mauricio Hurralde.

Salió del restaurante sabiendo que todos recordarían a un caballero, correcto en todo momento, y generoso. Y que los empleados no olvidarían su rostro, que le atenderían mejor que a nadie en una próxima ocasión. Porque no sentía los efectos de la embriaguez… Y se maldijo por ello.

—Viste, las heridas del cuerpo cicatrizan… —consolaba Wilson bebiendo a morro de una botella de ginebra.

Resistió la tentación de ofrecer la botella al niño que le miraba sin pestañear. Conocía bien esa mirada vacía, y supo que tarde o temprano Mauricio acabaría besando botellas como lo hacía él.

—No te inquietes —insistía el joven—, no te voy hacer nada… No tengo nada que perdonar. Yo hubiera hecho lo mismo.

Mauricio comprendió que ese pistolero no había matado a su padre, y que lo único que pretendía era ayudar. Como agradecimiento le había pegado un tiro; le privó de la intimidad con mujeres de por vida, y de la ocasión de tener hijos con ellas.

—Pero las del alma no cicatrizan… —replicó Mauricio. En ese instante dejó de ser un niño.

Wilson creyó que se refería a sus heridas, pero es que el muchacho tenía las suyas.

—Tu madre me cuida bien, ¿y sabes qué?: la estoy tomando cariño.

Pretendía suavizar la noticia de que se casarían pasado el luto.

—No tendrás que llamarme papá ni nada parecido, seremos como hermanos… ¿Okey?

¡No, no está okey! ¡Nada está okey! , protestó Mauricio en silencio, observando a Dolores radiante, tan feliz como si el brazo que acariciaba fuera el de su padre. No tenía derecho de hacerla llorar, y él, ¿qué mujer encontraría que le aceptara con sus deficiencias?

—Okey —respondió Mauricio con la cabeza baja, para que no vieran la vergüenza, la rabia y el dolor.

Sólo el alcohol "comprendía" su culpabilidad y el extraño afecto-rechazo que sintió por Wilson. Muchas botellas vacías quedaron esperando una respuesta desde entonces. Demasiadas.

Mauricio Hurralde exploró la esfera de su rólex: todavía faltaba una hora y media para la cita. Levantó una mano para llamar un taxi.

—Al hotel Palace, por favor. Pero antes, hágame el favor de detenerse cuando vea un cajero automático de Caja Madrid.

Necesitaba tener algo más de liquidez. Pocos minutos después el taxista rompió la retahíla de comentarios que escupía la radio sobre fútbol.

—¿Le parece bien éste? Parece muy seguro.

Paradojas del destino, era la misma oficina que había visitado esta mañana, dónde una anciana impertinente no dejaba de molestarle.

Era una sucursal que tenía la máquina en el interior del local, no en la fachada exterior, dificultando un poco más la labor de posibles malhechores.

—Sí, muy amable.

Le gustaba ese cajero porque casi siempre estaba vacío, circunstancia que siete horas y media después, cuando dejara a Samantha en el hotel y volviera a esta misma sucursal, dejaría de agradarle.

Pidió al camarero de la cafetería un vaso de bourbon doble con hielo. “Estaba mejor el de Amador”, pensó con el primer trago. Abrió el maletín negro y extrajo el informe de Samantha. Había tenido la precaución de pegar la etiqueta en la cara interior del expediente, por si el matrimonio Knaïf se presentaba antes de tiempo y le sorprendiera revisando las pautas y directrices a seguir.


(Continuará...) 







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domingo, 7 de marzo de 2010

"Error en el sistema" (Primera parte)




                     “Todos tenemos el final que nos merecemos,
                     sólo el perdón puede cambiar nuestro destino”




—Sí, Samanta, nos vemos a las seis de la tarde… dónde siempre.

Mauricio descubrió el rólex de la muñeca para confirmar que todavía tenía tiempo para cerrar sus asuntos. Y colgó el auricular.

Mauricio Hurralde era un hombre de negocios de treinta y cuatro años, nacido en un barrio pobre de Barranquilla, Colombia. Ahora cerraba contratos multimillonarios desde un despacho de la planta cincuenta y dos, el piso más alto de la Torre de Cristal, orgullo arquitectónico de la capital de España.

En las mañanas frías que amanecían con niebla, Mauricio podría disfrutar desde las cristaleras de su despacho del espectáculo de una superficie vaporosa, dorada por los rayos del sol, que para el resto de los madrileños era una techumbre opaca y sin color.

“Podría” de no estar siempre tan ocupado, de no ser tan minucioso hasta en los detalles más insignificantes. Sobre el cristal negro del escritorio, al lado del teléfono, descansaba un informe rotulado con una sola palabra: Samanta.

Eran las doce de la mañana del último día del año, y no tenía a nadie que lo apremiase por llegar antes al hogar familiar.

—Contigo, cariño, voy a disfrutar mucho —musitó Mauricio tras releer las primeras líneas del informe.

No tenía acento extranjero, pero conservaba la dulzura del habla de su tierra natal.

Un maletín de cuero negro, con treinta mil euros en billetes de cincuenta en su interior, fustigaba sus prioridades. Necesitaba diluir ese importe entre las cuentas corrientes de sus bancos, volver invisible un dinero que no siempre era justificable. No le gustaba tener dinero en efectivo, una manía que jamás superó desde su infancia, y razones no le faltaban.

—¿Dónde lo guardas? —gritaba un descamisado imberbe.

—Toma, toma —respondió Dolores, parecía un ángel sobrevolando el salón.

Recopilaba en sus brazos todo aquello que pudiera tener un mínimo de valor. El descamisado reía.

—¿Qué mierda es ésta? —protestaba otro chico con una pistola en la mano.

—¡Estáis confundidos, no tenemos droga! —gritó un niño saliendo de su escondite, pretendía desviar la atención de los pistoleros.

— ¿No? Qué raro, aquí todos trabajan “la coca”.

—Mi padre no.

—Tu padre es un huevón y tu madre está muy buena —sentenció el chico de la pistola sin apartar la mirada de la mujer.

Mauricio no había conseguido su objetivo, en ese momento entró por la puerta de la casa Aldo Hurralde, su padre. Llevaba un cochecito de madera en una mano y una flor en la otra. Un disparo certero en la cabeza lo desbarató como una marioneta rota; cayó al suelo sin un suspiro, sin una despedida.

—Hey —gritó otro entrando en la casa.

Tropezó con la mirada inexpresiva de Aldo Hurralde.

—Éste no es… ¡Joder!

El hombre al que perseguían debió oír el disparo tan cerca que supo que le buscaban, que pronto sus perseguidores saldrían de su error.

El pistolero se acercó hasta el cadáver, sólo para revolver en los bolsillos. Pisó sin cuidado la mano que todavía sujetaba el cochecito, que se rompió bajo la presión de unas botas camperas.

—¡Bingo! —el descamisado, todavía de cuclillas, mostraba sonriente unos pocos billetes.

La paga de un honrado trabajador.

—Hey, y tú no te pongas triste —manifestó el pistolero a la desconsolada viuda— que ya vendré a calentar tu cama, para que no pases frío y extrañes a tu marido.

Y se marchó dejando un beso, que se había dado en los dedos, en la puerta…

El maletín de cuero negro seguía a sus pies, esperando. Mauricio torció los labios, había perdido el control por unos segundos. Sucedía algo similar cada vez que se aproximaba una fecha que tuviera un marcado valor familiar, los recuerdos se escapaban como burbujas de champán a pesar de que no había nada que festejar. Tomó un mando a distancia de un cajón del escritorio y al instante los “Tahures Zurdos” cantaron “Dime que no”.



“Tú no lo crees,

yo lo vi

en tu corazón,

en tu corazón,

en tu corazón (…)”



Una lágrima trató de escapar de su encierro cuando Mauricio Hurralde se retocaba el nudo de la corbata. Se sirvió del mueble bar dos dedos de “Jack Daniel’s” en un vaso cuadrado…



“El hombre sabe que no hay nada peor

que quedarse en el camino (…)”



Minutos después se hallaba en un cajero automático de Caja Madrid ingresando seis mil euros en efectivo, sin saber que doce horas después volvería a ese mismo cajero sin sentirse mejor que ahora.

Alguien carraspeaba inquieto a su espalda, su mano derecha buscó una automática que años atrás solía llevar sujeta por el cinturón de los pantalones. No halló nada tras la americana, Mauricio Hurralde ya no estaba en Colombia.

—¿Pero cuánto dinero está ingresando usted, por dios? —protestó una anciana molesta por esperar tanto tiempo, tal vez por no disponer de esas cantidades.

Se volvió a la señora con un marcado acento barriobajero de Barranquilla.

—¿Y a usted qué carajo le importa?

Lo había vuelto a hacer, ¡ya eran dos veces que perdía el control en la misma mañana!

—Nada, hijo, nada —la señora se disculpaba más con el cuerpo que con las palabras—. Perdone usted y siga ingresando, siga… siga.

Debió percibir violencia en la mirada de ese ejecutivo. La buena señora sabía que los hombres de negocios sufrían grandes presiones, responsabilidades millonarias, y cuando el estrés podía con ellos los peores instintos afloraban bajo una locura transitoria. Y no deseaba ser el daño colateral de un estallido de cólera.

Observó en silencio como aquel hombre atragantaba la ranura con billetes una y otra vez. No podía introducir fajos muy gordos porque la máquina no era capaz de contar más que un número limitado en cada ocasión. Y por suerte para aquella anciana, eran nuevos, sin dobleces ni arrugas que retrasaran el cómputo mecánico con la expulsión del billete deteriorado.

—¿Y no sería más sencillo hacer el ingreso en ventanilla, sobre todo cuando se trata de grandes cantidades? —sugirió la anciana con dulzura.

—No —contestó sin dar más explicaciones.

Reanudó el ingreso de dinero.

—¿No ha pensado que tal vez se pueda perder algún billete de este modo?

—No.

—Y se arriesga a que se lo quiten. Créame, joven… —insistía la anciana con el ardor de la avaricia en los ojos.

—No se acerque a mí, señora —advirtió Mauricio Hurralde sin volverse, todavía no había terminado y la anciana asumía confianzas que no habían sido dadas.

—Oh.

La señora retrocedió unos pasos. Se reconoció fascinada por el movimiento repetitivo de esas manos, que volaban infatigables del maletín a la ranura de la máquina. ¡Había tantos billetes!

Mauricio Hurralde se mostró amable.

—Gracias, señora.

Y lució una sonrisa de seductor; supo que la anciana sólo recordaría a una persona encantadora con mucho dinero.

Tras la visita de unos cuantos cajeros automáticos más el maletín quedó vacío. Reservó un resto de dos mil euros que guardó en el bolsillo interior de la americana, para los gastos del día.

Debía agasajar convenientemente a Samanta para obtener el contrato. En el fondo, su trabajo no dejaba de ser de “relaciones públicas”; sabía que cuando apenas existen diferencias con otros del sector, lo único que atrae el interés de un cliente es el trato humano. Y Mauricio Hurralde era un maestro en ese terreno.

Sin que sus clientes lo sospecharan jamás, su negocio, la gran empresa que daba de comer a cientos de personas a través de puestos indirectos, que contaba con patrimonio industrial y logístico en Madrid, Barcelona, y se extendía a diversas capitales sudamericanas, se reducía a un despacho y a su persona.

Estudiaba las necesidades y demandas del sector; contactaba con unos y otros, los relacionaba y así obtenía beneficios por ambas partes. Cuando lograba encajar dos empresas grandes que se complementaban y perduraban en el tiempo, los réditos pasaban de abrumadores a insultantes para la inteligencia común.

Con el tiempo descubrió que no todas las empresas se necesitaban constantemente y que el modo de vida que disfrutaba se basaba únicamente en el capricho del azar. Circunstancia intolerable para un hombre que no dejaba participar la suerte en su vida, porque todo debía estar bien estudiado.

En la última operación sólo faltaba la firma de Samanta, la apoderada de Industrias Knaïf, una empresa metalúrgica familiar que despuntó a mediados de los años ochenta en el horizonte de una Alemania dividida.

La buena gestión comercial del señor Clauss Knaïf logró multiplicar por cien el capital social inicial, y no descartó abrir el consejo de administración a nuevos socios que proyectaron la sociedad más allá de los límites nacionales.

Todo un ejemplo de éxito empresarial y evidente abandono familiar. Samanta era la bella esposa del presidente de industrias Knaïf, reducida al espacio del fitnes y solárium por imperativos empresariales. Clauss la compensó con el cargo de Vicepresidente, un gesto cariñoso que no gustó al consejo de administración, pero que justificaba por su escasa participación en la empresa.


(continuará...).


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Pie de foto: extraído de http://www.disfrutamadrid.com/ fotos torres cristal-espacio[1]
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