Después de tantos años, su condición en la sociedad no se había rectificado. Su firma, a efectos legales, era válida. Y Samanta, a efectos reales, una mujer sola que se negaba a envejecer. Una presa fácil para Mauricio Hurralde.
“Su marido es un huevón, y su mujer está muy buena”, decía la voz de un pistolero desde el fondo de su memoria. Mauricio torció los labios, ¿cómo era posible tener tantas interferencias con el pasado? Nunca antes había sucedido.
—Nos vamos, Mauricio —sentenció su madre en cuanto los forajidos abandonaron la casa.
Ni una lágrima derramó, no en presencia de su hijo.
—No.
Esta respuesta sólo significaba la simple negación de acontecimientos.
—Nos vamos, Mauricio —repitió Dolores agarrándole por los hombros.
Observó las astillas de madera en la mano inmóvil del cadáver, su cochecito estaba roto. De estar intacto tampoco lo querría, jugar con eso sería como arrastrar de un cordón la vida de su padre. Pero la flor permanecía lozana en la otra mano; parecía el alma de su padre, que llameaba a través de sus pétalos. Eso es lo que se llevó, pero no fue todo.
Cruzaban la puerta de la calle cuando un joven, con la camisa desabotonada, atravesó una pierna que los impidió salir. Mostraba la culata de una pistola por encima del pantalón sin pudor.
—Se iban sin decir adiós… qué mala educación.
Sus palabras eran cínicas pero sus ojos expresaban inquietud. No reclamaban sexo, a pesar del beso anterior en la puerta.
Dolores apretó al niño entre sus brazos instintivamente, no sabía si para proteger al chico o para hallar consuelo en él.
—No os voy a matar, ni violar, ni robar —sentenció el pistolero con desgana, después guardó un largo silencio como si esperara felicitaciones—. Te reclamé para que nadie te atacara, para que todos supieran que ya no eres una mujer sola.
—¿Tú serás mi hombre?
—Sólo en lo que tú quieras,… hasta que encuentres a otro. Mientras yo os cuidaré.
Mauricio se acercó al pistolero.
—¿Serás mi nuevo papá, entonces? —interrumpió con ojos húmedos y una sonrisa extraña.
El pistolero trataba de arreglar las cosas a su manera, se inclinó sobre el chico para consolarlo. Y mientras Mauricio recibía una caricia en su pelo, el pistolero recibía una bala en su ingle izquierda. Mauricio no necesitó sacar la pistola para apretar el gatillo. El único parecido razonable que tenía ese señor con su padre estuvo en la manera de caer al suelo.
—¿Qué has hecho? —gemía el pistolero sujetándose la entrepierna. Su cabeza se balanceaba hacia delante para contener el dolor.
—¿Por qué, Mauricio? —añadió su madre auxiliando al muchacho, que desde ese día ya nunca sería un hombre completo.
Mauricio no comprendió por qué, en lugar de escapar, su madre socorría al asesino de su padre. Jamás perdonó ese “por qué, Mauricio”, ni todo lo posterior.
El restaurante estaba lleno, y a pesar del frío que hacía en Madrid, la gente hacía cola en la calle esperando mesa. Mauricio no había hecho reserva, pero lo recibieron con pomposa ceremonia.
—Sin excesos, sin excesos —regañaba al maître.
Algunos clientes que aguardaban turno murmuraban molestos.
—Siempre será bien recibido, señor Hurralde. Si me permite ofrecerle una copa de un “Ribera del Duero”, gran reserva del ochenta y tres, mientras le preparamos su mesa...
—Muy amable, y buena memoria, Amador.
Mauricio recibió todo el aprecio que su apellido y dinero podía comprar, justo lo que necesitaba. No esperaba demostraciones sinceras de afecto, sólo atenciones, y en ese restaurante las prodigaban con generosidad. Tal vez se debiera a que las propinas que dejaba normalmente triplicaban el valor de la comida.
Necesitaba una buena dosis de realidad restauradora para compensar el acecho de un tiempo vivido,… que no sólo saltaba desde las sombras del recuerdo. Se le cayó le copa de las manos. El pasado parecía empeñado en no permanecer encerrado, y se aireaba burlón en el detalle más inesperado.
—Dígame, Amador, que se trata de una broma.
—No le comprendo, señor Hurralde.
—Las flores, las flores de la barra del bar…
—Son bonitas, ¿verdad?
“Las cosas sólo tienen el valor que tú les das”, razonó Mauricio Hurralde, tratando de contener el impulso de salir corriendo. En un grueso jarrón de vidrio templado, un ramillete de almas, como réplicas infernales de la de su padre, subsistía con una aspirina disuelta en el agua.
—Dicen que son las flores del jardín del Edén, antes de que Adán mordiera la manzana. Y son originarias de… ¿de dónde me dijo el dependiente?
—De Ecuador.
—¡Cierto! ¿Pero va todo bien?
En el transcurso de la conversación, unos camareros habían retirado con eficacia los cristales de la copa desafortunada.
—Desde luego, por un momento me sentí como en casa —contestó Mauricio mostrando unos dientes blanquísimos.
Normalmente comía con una copa de vino, dos como mucho. En esta ocasión no permitió que retiraran la botella. “¡A tú salud!”, brindó en silencio, levantando la copa en dirección a flores tan hermosas.
Amador sorprendió el gesto y forzó una sonrisa, en realidad una mueca de aprobación. ¿Cómo podría distinguir él si su cliente actuaba con la sencillez que provoca el vino o con la prudencia de los que claudican a sus fantasmas? Mauricio Hurralde llamó al maître con los dedos.
—Usted… no me conoce. No debe juzgarme —sentenció sin darse cuenta del silabeo natal.
—No me atrevería, por dios…
Mauricio Hurralde le apartó una silla para que le acompañara en la conversación desde una posición más cómoda. Amador aceptó con reservas.
—Usted cree que estoy borracho, porque me bebí su “Ribera del Duero”. Pero lo que usted no sabe es que necesitaría diez botellas más para que la lengua se me trabara, o para que me viera reír… o saltar, o cualquier estupidez que hacen los que están borrachos.
Mauricio Hurralde endureció la mirada.
—¿Usted me ve haciendo estupideces? ¿Estoy diciendo tonterías?
—¡Para nada, señor Hurralde, para nada!
—Hoy voy a cerrar la última operación del año… Voy a ganar mucho dinero, pero tus flores me han puesto triste. Y estando triste no puedo cerrar bien el trato… ¿Qué podemos hacer, Amador?
El maître levantó una mano, al instante acudieron tres camareros con diligente celeridad.
—Café, del especial, y una botella de bourbon añejo. Para dos —aclaró Amador.
—Usted es un buen hombre. Le prometo que hoy regresará a casa contento…
Y Mauricio Hurralde cumplió su promesa. Se bebieron los 70 cl. de un bourbon excelente entre los dos, en menos de dos horas —porque a las seis de la tarde Samantha le esperaría en la cafetería del Hotel en el que se alojaba el matrimonio Knaïf— y porque tras pagar la cuenta, dejó dos billetes de quinientos euros sobre la mesa.
Son para usted, compre algo bonito a su mujer… Sorprenda a sus hijos… ¡Pero vaya en taxi! Y se permitió una risita. ¿Por qué en taxi? Amador apenas se tenía en pie, y de la pregunta lo único que se entendía era la palabra “taxi”. Porque está borracho, amigo mío, respondió Mauricio Hurralde.
Salió del restaurante sabiendo que todos recordarían a un caballero, correcto en todo momento, y generoso. Y que los empleados no olvidarían su rostro, que le atenderían mejor que a nadie en una próxima ocasión. Porque no sentía los efectos de la embriaguez… Y se maldijo por ello.
—Viste, las heridas del cuerpo cicatrizan… —consolaba Wilson bebiendo a morro de una botella de ginebra.
Resistió la tentación de ofrecer la botella al niño que le miraba sin pestañear. Conocía bien esa mirada vacía, y supo que tarde o temprano Mauricio acabaría besando botellas como lo hacía él.
—No te inquietes —insistía el joven—, no te voy hacer nada… No tengo nada que perdonar. Yo hubiera hecho lo mismo.
Mauricio comprendió que ese pistolero no había matado a su padre, y que lo único que pretendía era ayudar. Como agradecimiento le había pegado un tiro; le privó de la intimidad con mujeres de por vida, y de la ocasión de tener hijos con ellas.
—Pero las del alma no cicatrizan… —replicó Mauricio. En ese instante dejó de ser un niño.
Wilson creyó que se refería a sus heridas, pero es que el muchacho tenía las suyas.
—Tu madre me cuida bien, ¿y sabes qué?: la estoy tomando cariño.
Pretendía suavizar la noticia de que se casarían pasado el luto.
—No tendrás que llamarme papá ni nada parecido, seremos como hermanos… ¿Okey?
¡No, no está okey! ¡Nada está okey! , protestó Mauricio en silencio, observando a Dolores radiante, tan feliz como si el brazo que acariciaba fuera el de su padre. No tenía derecho de hacerla llorar, y él, ¿qué mujer encontraría que le aceptara con sus deficiencias?
—Okey —respondió Mauricio con la cabeza baja, para que no vieran la vergüenza, la rabia y el dolor.
Sólo el alcohol "comprendía" su culpabilidad y el extraño afecto-rechazo que sintió por Wilson. Muchas botellas vacías quedaron esperando una respuesta desde entonces. Demasiadas.
Mauricio Hurralde exploró la esfera de su rólex: todavía faltaba una hora y media para la cita. Levantó una mano para llamar un taxi.
—Al hotel Palace, por favor. Pero antes, hágame el favor de detenerse cuando vea un cajero automático de Caja Madrid.
Necesitaba tener algo más de liquidez. Pocos minutos después el taxista rompió la retahíla de comentarios que escupía la radio sobre fútbol.
—¿Le parece bien éste? Parece muy seguro.
Paradojas del destino, era la misma oficina que había visitado esta mañana, dónde una anciana impertinente no dejaba de molestarle.
Era una sucursal que tenía la máquina en el interior del local, no en la fachada exterior, dificultando un poco más la labor de posibles malhechores.
—Sí, muy amable.
Le gustaba ese cajero porque casi siempre estaba vacío, circunstancia que siete horas y media después, cuando dejara a Samantha en el hotel y volviera a esta misma sucursal, dejaría de agradarle.
Pidió al camarero de la cafetería un vaso de bourbon doble con hielo. “Estaba mejor el de Amador”, pensó con el primer trago. Abrió el maletín negro y extrajo el informe de Samantha. Había tenido la precaución de pegar la etiqueta en la cara interior del expediente, por si el matrimonio Knaïf se presentaba antes de tiempo y le sorprendiera revisando las pautas y directrices a seguir.
(Continuará...)
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