Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 27 de noviembre de 2010

Una historia muy real (un relato de 1440 palabras)


—Hola cariño, ¿qué tal te ha ido la mañana? —saludé a Sonsoles, una de mis vecinas de planta.

“Pobrecita, no se lo merece”. No podía evitar apiadarme de una chica tan joven y tan guapa.

Había formulado la pregunta de una manera general, sin entrar en detalles, porque conocía de sobra que llevaba en el paro tres meses y su marido, por las noches, prefería besar botellas de cerveza.

—Pues qué te voy a contar, Toñi… Nada, siempre es lo mismo. Que deje mi currículum, que ya me llamarán.

“Menos mal que no tiene hijos”.

—No te preocupes, tesoro… —mis manos ocultaron su rubor— ¡Ya verás como encuentras algo bueno! Que te mereces lo mejor.

—Gracias, Toñi… ¿Qué tal pasó la noche Fabián?

—Bien, sin flemas… Hemos podido dormir de tirón.

—Te dejo, que se me hace tarde.

—Adiós, guapa.

Las paredes de las casas, en los barrios más humildes, pueden estar construidas de muchos materiales diferentes; pero tienen en común que ninguna retiene los pensamientos que se expresan en voz alta. Las de mi edificio no iban a ser la excepción, y menos ante las exigencias de un marido alcohólico.

—¿Pero por qué has tardado tanto? —se oyó en el rellano de las escaleras, tras la puerta de Sonsoles.

—Charlaba con Toñi… ¿No ves que está muy solita?

—¡Ya estamos otra vez, siempre soy el último de tu lista!

—Eres un egoísta de mierda… ¡Joder, que su marido la ha dejado!

—¡Nos ha jodido! A ver si te crees que si te quedas preñada y te nace un lisiado… me voy a comer yo el marrón.

—¡Schiiiit! ¡Te va a oír!

He aprendido a tener las llaves siempre a mano, para evitar sorprender conversaciones que no me atañen; pero hoy se me resistían en el fondo del bolso. Cuando aparecieron tuve que buscar también un pañuelo, porque lo importante no es llorar, que eso cura y es bueno; sino que los que te aman no sospechen que has llorado.

Fabián, pobrecito, no creo que sea muy consciente de lo que le rodea, y dudo mucho que pueda sentir o comprender sentimientos como la tristeza o la alegría, pero su hermano mayor sí. Y eso que Carlos solo tiene seis años, pero es que él no tiene parálisis cerebral.

—¡Hola mamá! —gritó Carlitos desde el fondo de la casa, según entraba en casa.

Su alegría estaba más que justificada, porque todavía es un niño muy pequeño para estar solo en casa, aunque sea únicamente el tiempo que tardo en comprar el pan. Pero es que los doscientos euros de pensión de invalidez, con los que el estado me obsequia, no me permiten contratar ni a un estudiante por horas que cuide de mi Fabián.

—¿Todo bien con Fabi?

—Sí, mami. Aunque se ha puesto un poco morado…

“¡Dios, otra flema!”

—Pero le puesto otra manta y ahora tiene mejor color.

Fabián respiraba adecuadamente, y aunque tuviera el flequillo un poco sudado, su temperatura corporal era la correcta. No era necesario tener seis años para saber que en invierno hace frío, y más en mi casa, que no existe la calefacción central, y los únicos radiadores que tenemos son eléctricos y no los podemos usar. Hasta Carlos lo sabe y no le importa, porque piensa que papá volverá para las fiestas lleno de juguetes y chuches, y mucho dinero para mí, para que me lo pueda gastar en lo que quiera…

“…Sí mami, y dejaremos de comer esa carne rica que tanto te gusta, y comeremos hamburguesas”.

“Dios, ¿dónde he dejado mi pañuelo?”

—¿Estás bien, mamá?

—Sí, sólo me he asustado un poquito… Qué tonta soy, ¿verdad?

“Mañana por la mañana volveré al ayuntamiento, a pelearme con las chicas de ‘Asuntos Sociales’… ¡No puedo rendirme!”

—¿En qué piensas mamá?

—Que hasta que venga papá necesito un trabajo.

—¿Y qué pasará con Fabi cuando yo esté en el cole y tú en el trabajo?

—No te preocupes por eso… ¿Vemos unos dibujos en la tele?

Le oigo reír, y el eco de su risa colorea los rincones más oscuros de mi ser. Trataré de recordarla mañana, cuando vuelvan a decirme que no pueden hacer nada, que todo debe seguir su curso y respetar los plazos del procedimiento administrativo. ¿Sabrán esos burócratas lo que es pasar hambre o frío? ¿Se verán obligados a fingir que llevan una vida normal?

Cuando salí a la calle, a la mañana siguiente, y sentí el frío en la cara me sentí en un entorno más familiar: nada que ver con el derroche en calefacción de los organismos públicos. “Tenías que intentarlo, no perdías nada por venir. Tal vez mañana me hagan caso”. Y me dirigí al mercado, el de toda la vida, el que cada día está más vacío, en el que me llaman por mi nombre, y no necesito un coche para traer la compra.

—Hola Toñi, hoy te he preparado un lote especial… ¡Tu perro se va a poner las botas!

—Muchas gracias, guapetón. Toma, un euro por la compra y otro para ti.

Habíamos llegado a ese acuerdo: todas las sobras que no servían para venderse y que se tirarían a la basura, las apartarían para mi perro. Sin embargo, los carniceros no podían sospechar que yo comprara cada vez menos carne, aunque la del perro la respetara cada dos días. Podrían pensar, tal vez, que el pescado congelado era una opción más económica, sobre todo en tiempos de crisis. En fin, respetaron el acuerdo porque yo era la Toñi, la clienta de siempre, la de toda la vida.

Y es que recortando un poco los tendones y la grasa había días que podía reunir una buena cazuela de carne guisada, que acompañada de ese arroz partido que se vende en paquetes grandes, para perros también; comíamos como señores por poco dinero.

—¡Hola Sonsoles! ¿Qué tal te ha ido hoy la mañana? —saludé a mi vecina en el rellano de la escalera.

—No sé, tengo un pálpito raro. Verás, resulta que el primo de Alfonso tiene un amigo que su novia es la hermana de uno que necesita gente para trabajar. Voy ahora mismo para allá, y como sea medianamente bueno… por mí, ¡empiezo hoy mismo!

—Ahora mismo enciendo una velita a san Pancracio para que ese trabajo sea para ti y para que te paguen más de lo que esperas.

Sonsoles me besó en las dos mejillas, con ansiedad y agradecimiento a partes iguales.

—¡Ya te contaré! —dijo bajando los peldaños de tres en tres.

Sonsoles no podía saber que no tenía velas, pero sí le dediqué una oración al santo, porque es una buena muchacha con muy mala suerte. Como yo, supongo.

A la mañana siguiente no me la encontré, como es habitual, en el rellano de las escaleras. “Al fin una de las dos ha conseguido mejorar su situación… ¡Me alegro!” Pensé, sabiendo que el paseo de hoy al ayuntamiento tampoco había resultado fructífero. Y sentir su ausencia me provocó una extraña desazón, una certeza de que las cosas cambiarían.

Amaneció un nuevo día, pero el cosquilleo en el estómago no había desaparecido. Fiel a mis rutinas, interpuse un nuevo escrito en el ayuntamiento, tras lo cual acudí a la carnicería. A toda prisa, porque Fabián no podía estar demasiado tiempo solo.

—¡Ah, hola Toñi! —me saludó Manolo, el dueño de la carnicería—. Precisamente estaba hablando de ti a mi nueva ayudante. Ves, Sonsoles, ésta es la clienta del perro.

“¡Qué vergüenza! Tenía que ser ella, precisamente ella, que sabe que no tengo perros”. Cuando levanté la cara del suelo, más roja que un tomate… la descubrí mirándome con los ojos húmedos, casi haciendo pucheros.

—Debe tener un par de buenas fieras en su casa, porque viene tres veces por semana…

—Tome, señora…

La empleada me ofreció una bolsa de plástico, sin dejar de mirarme a los ojos.

—Gracias, Sonsoles. Muchas gracias —respondí agradecida por su silencio, y me volví avergonzada.

—Espere Toñi, me he dejado en la cámara la otra bolsa para los perros.

En unos minutos regresó con una nueva bolsa de plástico.

—¿Había dos bolsas? —se extrañó Manolo.

—Por favor, no deje de venir —me sonrió Sonsoles.

—¿A que es un buen fichaje, Toñi? —decía Manolo, orgulloso de las habilidades comerciales de su nueva empleada.

—Sí… sí —respondí azorada.

Cuando llegué a casa, curioseé la segunda bolsa que me había entregado Sonsoles. Alguna vez me habían preparado dos bolsas, aunque lo normal es que fuera una sola. En su interior descubrí dos bandejas de hamburguesas y otras dos de filetes. Carlitos no tuvo que esperar a que su padre regresara por Navidades para comer hamburguesas.


¿Fin?

Nota:

Deseo desde lo más profundo de mi corazón que esta pobre familia haya conseguido la asistencia estatal que tanto necesita, y que no sobreviva de las ayudas más o menos desinteresadas de su entorno inmediato.


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viernes, 5 de noviembre de 2010

Pequeñas diabluras (un cuento de 815 palabras)


Mi padre es muy exigente conmigo, y debe serlo, porque tanto la familia como los grandes accionistas esperan que desarrolle todo mi potencial… Buf, ¡cómo anhelo aquellos tiempos del pasado! La vida era más sencilla, las cosas se llamaban por su nombre: se imitaban modelos virtuosos de conducta y se despreciaba la mediocridad. Ahora no sé si podré cumplir las expectativas de mi padre, y no porque me considere envilecido por la vulgaridad de los que no ambicionan. No.


Es más bien un asunto de apetito: mi alma inmortal nunca se sacia de belleza, y exprime cada verso para lamer las gotas de poesía que contienen las venas de los poetas… Y como un demente necesito más, ya no me conformo con palabras que hacen gemir: ¡quiero sentir toda la tragedia del Universo escondida tras los pétalos de una flor marchita! ¡Quiero ser el aire que se desliza por los orificios de una flauta… Ser un re, un do sostenido, vibrar en un sol brillante! Quiero ser ese grito de placer de los que comparten el silencio de una noche.

Pero en los planes de mi padre no cabe mi necesidad de vivir la belleza, por eso me refugio aquí, en este invernadero, dónde mimo mis plantas carnívoras lejos de su mirada desaprobadora. Él jamás comprendería toda la armonía y belleza de este mundo que he creado para mí. Pero no tardé en descubrir que mi ecosistema era inestable: debía proporcionar alimento a las plantas, incesantemente, para que pudieran sobrevivir.

Por azar, uno de los insectos, una mariquita, se escapó de los dientes y de los ácidos de mis plantas; y aprendió a sobrevivir modificando sus hábitos alimenticios. La ausencia de pulgones provocó que comiera de aquello que debía devorarla…

La mutación resultante en la siguiente generación de mariquitas no pudo ser más hermosa. Habían desarrollado una fascinante coloración roja en el dorso, que funcionaba como bolas de discoteca en cuanto eran alcanzadas por algún rayo de sol, y por añadidura, vibraban en delicados tonos argenta, como diminutos espejitos metálicos que entrechocan entre sí.

Poco a poco se estableció un equilibrio natural, ajeno a mi voluntad, que regulaba los individuos de uno y otro orden. De tal modo que si un exceso de mariquitas podría acabar con las plantas, sucedía que éstas obtenían más alimento y brotaban nuevos retoños. Y en caso contrario, sólo sobrevivirían las plantas más fuertes.

Generación tras generación las plantas desplegaron nuevas habilidades cazadoras y endurecieron la piel de sus ramas con brillantes superficies doradas. ¡Al fin disfrutaba de un jardín único, vivo y hermoso!

—¿Qué… qué es esto? —gimió mi padre en la entrada del invernadero— ¿Es aquí dónde pierdes días enteros? —tronó enrojecido por la vergüenza y la ira.

—Es un trabajo de campo, un experimento, padre…

—¿Bailar entre mariquitas es un experimento,… hijo?

Podía ser hiriente sin proponérselo, suspiré y él me acompañó con una exhalación más profunda. Notaba como se tragaba la frustración por no ser lo que esperaba de mí.

—¿Sabes, acaso, cuántas personas dependen de ti? No, te replanteo la pregunta de un modo que puedas entenderlo mejor: ¿sabes cuánto pesa el futuro de millones de almas? —guardó silencio un instante y añadió: Yo te lo diré, ¡unos pocos gramos de inmadurez! —dijo tocando mi cabeza con su puño cerrado.

Es mi padre, y sé cuál es su lugar en el universo. Esa es la única razón por la que le respeto, la única. Sé íntimamente que yo jamás tendré su autoridad, su energía, que jamás podría reemplazarle en su empresa… No comprendo porque se empeña conmigo… tanto.

—¿No podrías demostrar un gesto de buena fe? Algo que revele que comprendes a tu viejo padre, y que aunque no compartas los mismos intereses, podrías…

—Sí, padre —interrumpí levantando mi mano derecha, como los cristos prerrománicos, en un gesto de eterna bendición.

Cerré los ojos un instante. Sabía que mi padre estaba impaciente, que la misma incertidumbre le hacía gozar y sufrir a partes iguales. Y bajé el brazo.

—¿Ya está, qué has provocado? —se interesó mi padre— ¿Alguna pandemia como las de la edad media? No, no, eso es demasiado vulgar. ¿Tal vez algo más apocalíptico como el fuego que sale del infierno y la noche eterna en unos días? ¡Vale, vale, ya sé que es un clásico algo desfasado!

Sonreí. Sabía que le había desconcertado.

—Bueno, dime algo, porque por más que espío a la humanidad no veo cataclismos.

—Papá, en muy poco tiempo tendrás muchos lamentos que escuchar… He quebrado su sistema financiero, la economía mundial se desploma como las fichas de dominó en una fila.

Mi padre estaba perplejo, sentí su sorpresa y admiración.

—¡No podía esperarse nada menos del hijo de Satanás! —proclamó irradiando un orgullo y aprobación que no deseaba.

Suspiré, era jugar en su mundo, con sus reglas… Yo tengo planes muy hermosos en el mío de mariquitas y plantas carnívoras…

Fin







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Dedico este cuento a mi hijo Alejandro, mi diablillo de 11 años.
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lunes, 13 de septiembre de 2010

La venganza de Tío Trasmuño (o Cecilio, el que vive en el terruño). [2202 palabras] By Elena Rodríguez

Cri-cri, cri-cri. ¿Es que no se iban a callar nunca esos estúpidos grillos? Cecilio se removió en su cama. El cántico nocturno de esos insectos no le dejaban dormir, y él necesitaba descansar para recoger patatas la mañana siguiente.

—¡¡Callaros ya!! ¡¡Me tenéis hasta las pelotas!!—gritó, aunque los grillos no fueran a callarse.

De repente el canto cesó. Cecilio se estiró dispuesto a dormir, aún tumbado en su cama, con la manta subida hasta la barbilla. Entonces se percató de que algo iba mal. Los grillos no se callaban a no ser que hubiera alguien cerca. Un ruido sordo se lo confirmó.

Cerca, en el campo de patatas de Cecilio, dos hombres, cargados con unos botes que contenían algo radiactivo y unas palas, intentaban caminar en silencio. Uno de los botes se cayó al suelo, con un ruido sordo.

—Más cuidado. Recuerda que debemos ser discretos—susurró uno de los hombres.

—Shhh, calla—le contestó el otro—el paleto que vive aquí nos va a oír.

Los hombres dejaron su carga en el suelo y comenzaron a cavar rápidamente.

Cecilio se levantó con un crujido en la espalda. Era un cuarentón, y no estaba acostumbrado a levantarse por la noche. Se asomó a la ventana y descubrió a esos dos hombres, en su preciado campo de patatas.

Gruñó y fue en busca de su antiguo trabuco. Un arma que disparaba perdigones, muy ruidosa, pero potente. La favorita del campesino. Cuando la cogió, salió al porche, sin encender ninguna luz, y disparó. El sonido alertó a los hombres, y, aunque no le había dado a ninguno, se agacharon, tiraron todos los botes al agujero y lo taparon con tierra precipitadamente.

Lo que nadie había visto era que uno de los perdigones había alcanzado a uno de los botes, y un líquido de un misterioso color verde se derramaba sobre la tierra.

Corrió hacia su plantación, pero cuando llegó, ya no había nadie ahí. Chasqueó la lengua, con disgusto, y volvió a su casa.

A la mañana siguiente, salió a la calle. Llevaba unos pantalones negros pesqueros, una camisa y medias blancas. Una faja roja ceñía el vientre, y un chaleco negro le cubría los hombros. Salió para comprobar si sus patatas seguían en su lugar.

Mordisqueó una pajita mientras recogía los tubérculos, anormalmente grandes. Desayunó unas patatas guisadas, de las que había cogido. Le supieron extrañas.

Tres o cuatro días después, decidió ir a la ciudad a pasear. Siempre se asombraba con la altura que tenían los edificios, y con las televisiones de los escaparates, pero le gustaba estar allí.

Como de costumbre, cuando llegó la gente se le quedaba mirando con cara de pensar: ¿y ese de qué va disfrazado? No le importó.

Se detuvo ante el escaparate de una tienda de televisores, donde sacaban en primer plano la cara de un estrafalario personaje. Era un chaval de unos veinte años, vestido de con una camiseta de licra y unas mallas rojas. Llevaba unas botas, unos guantes y unos calzoncillos por fuera amarillos. Una gran “eñe” amarilla le adornaba el pecho, y el muchacho ocultaba su identidad con un ridículo y pequeño antifaz del mismo color.

—Spanish-man, Spanish-man—un montón de reporteras intentaban abrirse paso entre una multitud.

El héroe sostenía en brazos un gatito marrón, que maullaba dulcemente.

Cecilio no entendió la situación. ¿Qué narices estaban poniendo en la tele? ¿Una ridícula parodia de Superman?

—Spanish-man—dijo una de las reporteras, poniendo un micrófono en la boca del “superhéroe”— ¿Se siente orgulloso de haber bajado a “Galletita” de ese árbol?

—Por supuesto—contestó él, con un perfecto acento inglés—Qué pronunciación.

Cecilio comprendió que eran las noticias del día. “Un inglés que quiere españolizarse. Y encima se hace el héroe bajando gatos de los árboles”, pensó Cecilio, dispuesto a marcharse.

Unos gritos de auxilio le alertaron. Una mujer con un magnífico vestido "caramelo" de Agatha Ruiz de la Prada correteaba con desesperación.

—¡¡Por favor, ayúdennos!!—Chillaba el caramelo—¡¡¡Mi madre está ahí dentro!!!

“¿Dónde está Spanish-man ahora? Yo voy a demostrar quién es el héroe aquí”, pensó el hombre, que caminó directamente hacia un edificio en llamas.

Una espesa nube de humo le impedía respirar apenas, pero siguió adelante. Una inocente ancianita estaba allí, y no iba a permitir que muriera en el incendio.

— ¡Por favor, ayúdeme!—oyó Cecilio.

La anciana estaba rodeada de llamas, encogida y apretada contra la pared. Respiraba con mucha dificultad, parecía que iba a desmayarse de un momento a otro.

—Ayuda…—gimió la mujer, levantando el brazo hacia él.

No lo dudó, saltó por encima del fuego, levantó a la abuelita y corrió por el portal incendiado hacia la salida. Ya estaba saliendo, cuando una explosión a sus espaldas le hizo caer. Y entonces se desmayó, sin ver cómo un bidón de gasolina vacío rodaba hacia él.

Fuera, la gente miraba un camión cargado con bidones de gasolina que se había estrellado. Varios de ellos se habían abierto y perdido, pero el conductor estaba bien.

— ¡Mamá!—chilló la mujer caramelo, al ver a su madre saliendo del edificio, tosiendo.

Nadie vio a Cecilio, ni la lata de gasolina vacía. Nadie le llevó a un médico, ni se preocupó por él.

Cuando se despertó, un policía con cara de bulldog cabreado le miraba. Se dio cuenta de que un personaje vestido de rojo y amarillo también estaba allí.

— ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?—gruñó el policía.

—Soy Cecilio, el que vive en el terruño—contestó con la voz tan baja que apenas se oyó.

— ¿Cómo… Trasmuño?—rió Spanish-man—Qué pronunciación—añadió con los labios apretados.

—No me llamo así—refunfuñó Cecilio, cabreado.

— ¿Y por qué ha hecho eso, señor…Trasmuño?—continuó el policía.

“¡NO ME LLAMO TRASMUÑO!”, le habría gustado gritar.

— ¿Hacer qué, señor… policía?—dijo en su lugar.

— ¡Ja, el tío Trasmuño no se acuerda de lo que ha hecho!—se carcajeó Spanish-man— ¡Qué pronunciación!—agregó en voz baja.

—Haga el favor de guardar silencio, Spanish-man. Esto es un asunto serio—ordenó el policía—¿Por qué ha incendiado el edificio?

— ¡¿QUÉ?!—Exclamó Cecilio—¡¡YO NO HE “INCENDIAO NA”!!

— ¿Ah, no? ¿Y entonces qué hacías con una lata de gasolina vacía, Tío… Trasmuño?—Spanish-man empezó a reír de nuevo—Qué pronunciación.

— ¡¿QUÉ?!

—Tenemos la prueba—dijo el hombre con cara de perro, mostrándole una lata en la que se leía: “GASOLINA”.

— ¿Qué, la reconoces,…Tío Trasmuño? Qué pronunciación.

—No he visto eso en toda mi vida.

—Nos está mintiendo, sargento—dijo Spanish-man— Qué pronunciación.

—¡¡Me tenéis hasta las pelotas!! ¡¡Yo no he hecho “na”!!

Cecilio se levantó de donde estaba sentado y se dispuso a marcharse.

—Señor Trasmuño, vuelva aquí—dijo el policía.

—¡¡No me llamo Trasmuño!!—gritó antes de irse.

Cecilio era consciente de que le habían dejado marcharse porque no tenían suficientes pruebas como para encerrarle. Pero tratarían de acusarle, de eso estaba seguro.

Nada más llegar a su casita, se preparó un “bocata jamón” y se fue a la cama. Estaba terriblemente cansado.

En sus sueños escuchó la voz de Spanish-man diciendo: “Trasmuñante, no hay trasmuño, se hace trasmuño al trasmuñar”. Y una carcajada burlona. Después se vio a sí mismo vestido solo con unos calzoncillos, que antaño eran blancos pero se habían quedado grises, y una capa negra, diciendo: “¡¡Tío Trasmuño al rescate!!”.

—¡¡AAAAAH!!

Odiaba a Spanish-man con toda su alma. “Te vas a enterar”, pensó mientras se vestía. Preparó un bocadillo de jamón serrano del bueno, y se marchó a la ciudad, a buscar al odioso “superhéroe”.

Pasó por delante de la tienda de televisiones y se vio a si mismo diciendo que no se llamaba Trasmuño. Se quedó boquiabierto. A continuación, vio a Spanish-man.

— Puede que sea un nuevo enemigo, —estaba diciendo— pero acabaré con él. ¡Qué pronunciación!

Cecilio apretó los puños, más furioso que nunca. “¿Cómo que un enemigo?”, pensó. Estaba tan furioso que iba a estallar.

—Mira, mami, ese es el señor malo del fuego—escuchó.

Esa fue la gota que colmó el vaso.

— ¡Que nadie pase por aquí, que estoy “demasiao cabreao”!—gritó mientras caminaba.

Se dio cuenta de que la gente se apartaba a su paso. Algunos le señalaban con el dedo.

De pronto sintió hambre, sacó su “bocata jamón”, como él lo llamaba, y le pegó un mordisco. El sabor del jamón serrano con el pan le tranquilizó y le dio nuevas fuerzas. Demasiadas fuerzas.

Un gatito marrón pasó por delante y se le quedó mirando, como diciendo: “¿Me das un poco?”

“¿Galletita?”, pensó Cecilio al reconocer al gato. Se le ocurrió una idea para atraer al superhéroe

“ Spanish-man, vas a conocer al verdadero Tío Trasmuño”, pensó.

Regresó a su pueblo y habló con sus parientes. Todos estuvieron de acuerdo con él y decidieron ayudarle.

El Tío Trasmuño charló con su primo el Camuñas, al que llamaban así porque no se le entendía cuando hablaba. Un día estaban hablando con él unos amigos, y él, por respuesta, dijo: “Camuña, camuña… ¡huehé jejo!” (Traducción: Ñam, ñam… ¡huele a ajo!).

—Bueno, ¿Y qué tal te va con la azafata esa?—preguntó el Tío Trasmuño.

— ¡Uejé! ¡Ha nno jjo iii eea! Mmenn ehó—respondió Camuñas (Traducción: ¡Jeje! ¡Ya no estoy con ella! Me dejó).

Al cabo de un rato y al olor de un bocadillo de jamón, “Galletita” apareció: lo lanzaron a la copa de un árbol.

Spanish-man se materializó allí en un abrir y cerrar de ojos, volando y haciendo ondear la bandera de España que tenía por capa.

— ¡“Galletita” está en peligro!—exclamó—Qué pronunciación.

— ¡Ahora, chicos!—avisó el Tío Trasmuño cuando Spanish-man empezó a volar en dirección al gato.

El sonido de una guitarra rompió el silencio. Spanish-man se detuvo en el aire, preguntándose qué sucedía. Un taconeo, mucha gente tocando las palmas y un “Ole, venga Camuñas” de una mujer advirtieron al superhéroe de lo que iba a pasar. No tuvo tiempo de taparse los oídos para no escuchar el largo “¡Aaaaaaaaayyyyyyy!” del Camuñas. Entonces cayó de culo al suelo.

—No—gimió Spanish-man—No pueden ponerse a tocar flamenquillo… Qué pronunciación—se apresuró a añadir.

— ¿Dónde está tu poder ahora, Spanish-man?—dijo el Tío Trasmuño.

—Tenías que ser tú,… Tío Trasmuño—dijo, riendo sin demasiadas ganas. No dijo su habitual “qué pronunciación”.

— ¿Qué? ¿Te hace daño el canto del Camuñas. Pero si canta “mu” bien.

—Voy a perder mi acento inglés…—suspiró el superhéroe. Tampoco mencionó su pronunciación.

El Tío Trasmuño soltó una risotada cruel, la típica risa de malo.

— ¿Acaso no te gusta el flamenquillo?—inquirió.

—“Ejque”… —Spanish-man se horrorizó, arrancando una sonrisa de satisfacción de su enemigo— ¡Mi ingléeees!—se lamentó después, sin el acento que le caracterizaba.

El Tío Trasmuño volvió a reírse.

—Vale, lo has “conseguío”, Trasmuño. ¿Estás contento?—dijo Spanish-man.

—Quiero que le digas a todo el mundo que no soy un villano. Y quiero que dejes de decir: “qué pronunciación”.

— ¿Se me oía decir eso?—el superhéroe se quedó algo perplejo— ¿De “verdá”?

El Tío Trasmuño asintió, sonriendo

—Vale, lo haré. Pero sin mi acento…Quedaré “mu” mal—accedió el superhéroe.

—Ya vale, Camuñas—ordenó Cecilio.

La música cesó, y Spanish-man se levantó del suelo.

—Tengo que hacer algo heroico. Bajar a “Galletita”, por ejemplo—dijo, de nuevo con su acento inglés—Qué pronuncia…—se calló ante la mirada severa de Cecilio y el Camuñas.

El superhéroe voló y cogió a “Galletita”, que maullaba, indignado por el trato que le estaban dando.

Pronto, un montón de gente se acercó. Había incluso reporteros y cámaras. “¿Cómo se enterarán de dónde está Spanish-man?”, se preguntó el Tío Trasmuño.

—Spanish-man, Spanish-man… ¿Cómo se siente al rescatar continuamente a “Galletita?
Los reporteros tendrían que idear nuevas preguntas, esa ya estaba muy sobada.

—Bien, bien. Quiero comunicar una cosa a todo el mundo: el Tío Trasmuño no es un villano. Es un hombre normal y corriente, que viste un poco raro, eso sí. Pero es inocente, él no ha provocado ningún incendio—contestó el superhéroe, con su acento inglés.

— ¿Y entonces quién provocó el incendio?—continuó la misma reportera.

Spanish-man entrecerró los ojos y apretó los labios.

—Eso nunca se sabrá—dijo misteriosamente.

— ¡¡¡Jjoo fiin shee!!!—exclamó el Camuñas.

Todo el mundo miró al Tío Trasmuño, esperando a que tradujera.

—Dice que él lo sabe—tradujo—. ¿Quién fue, Camuñas?

—La nnoheen aweeita.

— ¿¡La inocente abuelita?! ¿La que salvé?

Camuñas asintió.

— ¿Y cómo lo sabes?—preguntó alguien.

— Eh maare e fafata—contestó, encogiéndose de hombros—. Jee ehó jueho esentío.

—La madre de la azafata. Se dejó el fuego encendido.

Ya nadie hacía caso a Spanish-man, y tampoco a Cecilio. Todos miraban al Camuñas.

—¡¡¡Viva el nuevo héroe!!!—Exclamaron todos— ¡¡¡Ha resuelto el caso!!!

Spanish-man y el Tío Trasmuño se miraron, perplejos.

— ¡Eh, hacedme caso a mí!—chilló el antiguo superhéroe—. ¡Yo pronuncio mejor!

— ¡Sin mí no le entenderéis! ¡Soy el único que le entiende!—gritó Cecilio.

—Te equivocas—dijo una voz femenina—. Yo le entiendo perfectamente.

Era la azafata vestida de “piruleta”.

—Maldita azafata—maldijeron a la vez Spanish-man y Cecilio.

Por culpa de que el Camuñas se había liado con ella, ahora los dos habían perdido el protagonismo.

—¡¡Vivan el Camuñas y la piruleta!!—gritó la gente.


FIN.


Epílogo:

— ¿Teh jao ota tojilla PATATA?

—No, mejor no. Con dos superhéroes tenemos bastante.

Safe Creative #1009137315727(Historia escrita por Elena)
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miércoles, 8 de septiembre de 2010

"Los orígenes de Spanish-man (¡Qué pronunciación!)" Un cuento de 3527 palabras

Un avión a reacción rasgó el cielo en dos, dejando como única evidencia de su paso una estela blanca en el azul glorioso de una España contenida… ¿Un avión? La estela se dirigía directamente a una de las torres de la capital, en la antigua ciudad deportiva del Real Madrid. Todos conservaban en las retinas las llamaradas del once de septiembre… ¿Un nuevo atentado terrorista? A la velocidad con la que se movía quedaban menos de cuatro segundos, tres segundos, dos segundos, un segundo…


Las cámaras de televisión no registraron el menor impacto, ninguna explosión iluminó el cielo. Nadie se quedó sin aliento.

—¡Hola amigos! —prorrumpió un excéntrico personaje embutido en unas mallas de licra rojas. Se apartó el flequillo con un estudiado gesto, ofreciendo su mejor perfil—. ¡Soy Spanish-man! —contuvo el aliento un instante—…Qué pronunciación —añadió orgulloso en voz baja.

En verdad creía que nadie oía sus apostillas… en fín, eran pequeñas manías que a un superhéroe se le permitían. Ocultaba su identidad tras un diminuto antifaz de color amarillo, y de sus manos colgaban dos malhechores resignados a su suerte.

Los reporteros brincaron ante la repentina aparición.

—No debiste forzar la máquina, Pepe… te puede la avaricia —dijo uno de los facinerosos.

—Es que están tan caros los bocadillos —se defendió el oficinista.

Uno de los periodistas, con sorprendente habilidad, consiguió colocar su micrófono en la boca del superhéroe.

—¿Cuál es la colonia que usa? ¿Es cierto que adora las hamburguesas? Y díganos si hay una superheronía en su vida…

Spanish-man sonrió con un gruñido de satisfacción.

—En efecto, uso colonia de bebés todos los días. Y respondiendo a la segunda pregunta; afirmo que no hay alimento más completo, digan lo que digan las autoridades sanitarias, que una hamburguesa… (Si estos bandidos hubieran bajado al búrguer de la esquina ahora no estarían detenidos). Y por último decir que Spanish-man hace solito la colada en casa…Qué pronunciación —añadió en un susurro.

Gonzalo, desde el sofá del salón de su mansión, aplaudió con auténtica efusión las palabras de ese superhéroe que ocupaba la pantalla de su televisor. “Es realmente sexy”, pensó apartando un acaracolado mechón de la frente.”Qué pronunciación”, añadió sin darse cuenta. En efecto, Gonzalo Porras, de veinticuatro años, empadronado en Boadilla del Monte, era Spanish-man. ¿Qué por qué él y no otro?

Para conocer la respuesta habría que retroceder cuatro años en el tiempo, cuando Gonzalo todavía no podía volar, y acudía con puntualidad germánica a las oficinas de la empresa de la familia, vestido, por supuesto, con un traje de corte moderno. Las mallas y camisetas de licra brillante, con la “eñe” mayúscula en el pecho; la capa con los colores de la bandera española; y el antifaz y calzoncillos de licra puestos por fuera, todavía no formaban parte de su vestuario.

Un señor de un metro y cincuenta y cinco centímetros tamborileaba los dedos con impaciencia. Con el ceño fruncido parecía hundido entre los acolchados de cuero negro de la silla del escritorio, y por tener la piel muy clara, se notaba aún más una calvicie que trataba de disimular con los cuatro pelos que le crecían por encima de las orejas. Por contraste.

—Llega tarde, señor —saludó levantando la ceja izquierda.

Gonzalo confirmó el retraso en su reloj de pulsera. Dos minutos, treinta y cuatro segundos, justo lo que había tardado en piropear a dos secretarias que le salieron al paso.

—“Zorri”

—¿Zorri? ¿Ha buscado un apelativo cariñoso para ganar mi aprobación o pretende disculparse en un inglés insufrible? Debe cuidar la pro-nun-cia-ción, señor, pro-nun-cia-ción. Me temo que los informes que tengo que entregar a su padre, no van a ser de su agrado. No tendré más remedio que recomendar una estancia indeterminada en la Gran Bretaña.

El señor Kesintong tenía la habilidad de presentar cualquier circunstancia como una condena… “Oh sí, por favor, castígueme, señoooorrrr profesooorrr… ¡Chachi, vacaciones pagadas en Inglaterra!”

—Sé que usted es un señor muy íntegro, y le ruego que no se desvíe de sus principios. Y menos con un joven arrogante y rico como yo.

—Algún día descubrirá que el negocio de los jamones curados puede no ser “siempre” tan productivo como su insolencia le hace presumir… señor.

Poco después, Gonzalo viajaba hacia tierras inglesas, porque su amado progenitor creía imprescindible el dominio del inglés, para la extensión de la empresa más allá de las fronteras españolas. Y como él era algo mayor, y en definitiva el negocio quedaría en manos de su único hijo cuando se jubilara, concluyó que era Gonzalo quien debía aprender el dichoso idioma. Aunque se le atascara tanto en la boca.

“Qué hambre tengo”, se dijo Gonzalo al sentir unas repentinas dentelladas en el estómago. Pidió a una azafata la carta de comidas, y en ella descubrió una variedad sorprendente de… bocadillos. En fin, en un viaje corto no se podía esperar que tuvieran cocina en el avión. “Veamos, bocadillo de jamón serrano”, frunció el ceño. Estaba hasta el mismísimo gorro de ese embutido. “…De chorizo ibérico”, un escalofrío le recorrió la espalda. “Salami…¡pfff!!”. Dejó de mirar la carta.

—Discúlpeme, señorita. ¿No tendría por casualidad una buena tortilla de patatas, con su cebollita… poco cuajada?

La azafata dulcificó el gesto negativo de la cabeza con una sonrisa. “Pobrecillo, aún no sabe lo que le espera en Inglaterra”. La azafata recordó que una amiga suya había estado liada con un atractivo hombre de campo y que le había regalado una tortilla, para que cuando se la comiera se acordara de él. Todo hecho con alimentos del pueblo. Y su amiga por no tirarla a la basura se la regaló a ella. Obviamente no deseaba recordar demasiado, y es que lo único que perdura en el recuerdo, con auténtica vitalidad, son las palabras… no la belleza. “¡Qué si te monto, cordera…!”, gritaba su amiga con cara de oveja loca, tratando de averiguar dónde estaba el romanticismo en la declaración.

—Estás de enhorabuena —rectificó la azafata.

Gonzalo dejó el plato limpio, a pesar de estar excesivamente aceitosa y demasiado salada. Sólo cuando desembarcó del avión y estaba pendiente de localizar su maleta, sintió las arcadas. Corrió en busca de un aseo de caballeros…

—Plis, detoilet formén… —suplicó a los usuarios que le observaban con preocupación.

—¡Toilet, cojones! ¡El vaterclós!

Los demás pasajeros se encogían de hombros, no comprendían ni su urgencia ni sus palabras. Algunos huían atemorizados de que se ofreciera un extranjero con tanta impunidad y descaro.

—Find yourself a job, and let the sexual services for professionals… Sir (Búsquese un trabajo, y deje los servicios sexuales para los profesionales… Señor)—contestó un “gentleman” retorciéndose los bigotes.

Acabó por encontrar uno, y ante la apremio de la náusea no se paró en comprobar si era de caballeros o no. Sin levantar la vista del suelo, cerrando con fuerza los labios, cruzó como una exhalación la estancia. Al fondo había una fila de excusados con las puertas cerradas. No tenía tiempo para las buenas formas. Pateó la primera puerta, que cedió entre astillas… y ahí se liberó.

Las lágrimas se difuminaron lentamente, aunque un sabor amargo permanecía en la boca. Sólo entonces, descubrió que sus manos se apoyaban en los muslos despejados de una señora, que permanecía en absoluto silencio, petrificada, con los ojos muy abiertos, sin respirar…

—¡Ah! —Gonzalo cortó el susto con una mano en la boca.

Doce o quince paraguas auxiliaron a la señora del ataque de ese depravado. “¡Qué flojuchas son las inglesas!”, se extrañó por la ausencia de dolor. Como las excusas, aparte de inútiles resultaron ininteligibles para las damas, Gonzalo optó por una retirada elegante y educada. Las susodichas supieron apreciarlas siguiendo sus pasos con pertinaz insistencia, sin dejar de aporrearle con los paraguas, hasta que subió a un taxi y se alejó del aeropuerto.

Gonzalo sospechó que la tortilla le había sentado mal, especialmente cuando se sorprendió calculando con acierto el número exacto de rayitas que tenía la camisa del taxista…”No puede ser”. A través del retrovisor observó los pelos del bigote del conductor. Al instante tuvo la certeza de su número, y de ellos, cuántos eran canas teñidas de negro.

—¡Joder, soy la hostia!

El taxista frunció el ceño.

—¡Ayám de raiman! —aclaró Gonzalo radiante ante el descubrimiento de su nueva habilidad.

—Raiman? —precisó el taxista girando un índice en la sien—. Necesitará ayuda, amigo.

Le tendió la mano a través de la estrecha apertura del cristal blindado.

—Soy un agente gubernamental de incógnito, en nuestras dependencias le ayudaremos a desarrollar su potencial…Señor —confesó el taxista en un correcto castellano pero con acento inglés.

Tres veces por semana, un taxi negro, con la misma matrícula que el que había tomado en el aeropuerto, acudía a la residencia de estudiantes donde se alojaba Gonzalo Porras. Tres días por semana, en un complejo militar subterráneo, en un impreciso punto de la campiña inglesa, Gonzalo Porras se sometía a todo tipo de pruebas y emborronaba cuestionarios sin parar…

Allí se demostró la proporcionalidad que existía entre la súper fuerza, volar y la capacidad de conocer el número exacto de unidades en un conjunto complejo y difuso, estaba directamente relacionada con su habilidad de pronunciar correctamente el inglés, incluso de imitar el acento inglés en otros idiomas. Todavía no habían descubierto las razones.

—Hijo, tu formación no ha terminado —suspiró el taxista conteniendo el tic nervioso que movía el bigote—, pero comprendo que quieras marcharte. Recuerda que en España tus súper poderes se debilitarán, y que aquí siempre encontrarás… tu pupitre preparado, para cuando quieras regresar.

Gonzalo retornó a España, sabiendo hablar inglés, para mayor satisfacción de sus padres, y adecuadamente. Circunstancia que aún hoy no se explican muy bien.

“Debes recordar que tus poderes te hacen diferente, y el límite que te separa de la mediocridad es muy frágil… ¡No caigas en la tentación de usar tus poderes en tu propio beneficio”, recordaba Gonzalo, con tanta intensidad, como si su mentor le estuviera recitando normas básicas de ética ciudadana para súper héroes. “Además, deberás ocultar tu identidad, porque hasta un súper héroe necesita descansar... Créeme que las fans y los súper villanos no dejarían de llamar a tu puerta”.

—Abuela, necesito que me hagas unas mallas —solicitó Gonzalo con zalamería—…Es para un concierto Heavy que papá ha contratado para la inauguración de la nueva fábrica de chorizos…

—¿Qué dices, hijo?

Era evidente que se aprovechaba de ella, de su envidiable maestría con la máquina de coser. El alzhéimer todavía no había borrado su habilidad costurera…

—Un poco estrecho —protestó Gonzalo tras probarse las mallas de licra roja.

Le apretaban los huevos cosa mala. Bueno, nada que no pudiera corregirse con aguja e hilo. Ella, además, ayudaría a preservar su otra identidad, porque nadie la creería si algún día se le escapaba que había cosido los calzoncillos a Spanish-man.

—¡Estoy listo! —gritó Gonzalo ataviado con su nuevo uniforme de héroe. —Yo…yo… esto… ¡Yo…voy a salvar al mundo!

Algo no funcionaba: le faltaba el nombre. Tenía que solventar esta pequeña contrariedad antes de “desfacer los entuertos”, porque de lo contrario no estaría claro la autoría de las hazañas, nadie sabría quien era el que estaba arreglando el mundo…y hasta don Quijote necesitaba que su amada Dulcinea conociera sus aventuras, no fuera que otro aprovechado se apuntara las gestas.

Gonzalo, con medio cuerpo fuera de la ventana, a punto de saltar, se imaginaba la situación: “Señor agente, lo he visto todo… ha sido un payaso del circo el que ha detenido el camión sin frenos”. “No, que va, que va… ¡Ha sido el tío de la película “El cuervo”!, que iba un poco más alegre y ha salvado a los niños del camión!” Y el presentador de la tele acabaría por decir: “algo con patas y manos, probablemente la mascota de un importante patrocinador, ha evitado que se estropee un camión”.

—Soy…”vamos Gonzalito, piensa”…Soy… “En España perderás tus poderes”… Soy…”pero yo soy español”… ¡Claro, ya está! ¡Soy Spanish-man! “Tengo que mejorar la pronunciación o seré un súper héroe a medio gas”.

Y se lanzó por la ventana, chillando:

—¡Ya estoy listo para salvar al mundo!

Apenas sobrevoló unas calles cuando oyó un desgarrado grito de auxilio. Una ancianita se estrujaba unos dedos crispados a la altura del pecho.

—¿Qué le pasa, señora? —se interesó Gonzalo con un impecable acento inglés.

La ancianita quedó sobrecogida por la repentina aparición que descendía de los cielos.

—¿Qué… quién es usted? ¿Y qué dice? —añadió en un hilo de voz.

Es algo sintomático, los que hablan demasiado bajo es porque están sordos. Lo sabía por su abuela.

—¡Soy Spanish-man…! —gritó Gonzalo— ¡Y vengo en su ayuda! —añadió sin marcar demasiado la entonación y el acento inglés.

—Es mi “Galletita”, que se ha ido por dónde no debía —explicó sin dejar de arrugarse la blusa con ansiedad, con la otra mano señaló la copa de un árbol.

Gonzalo comprendió de inmediato. Con la celeridad digna de un superhéroe sujetó a la abuela con las manos cruzadas por debajo del diafragma.

—Galletita mala… ¡Sal, sal, sal de tu sitio! —dijo Spanish-man acompañando de un apretoncito en cada exhorto.

La vieja se revolvió sofocada. Un maullido de un gatito, proveniente del árbol más inmediato, detuvo el forcejeo.

—A ver si lo adivino… ¿La galletita es ese minino?

En el tiempo que tardó la señora en asentir con la cabeza, Gonzalo ya se lo había bajado.

—¡Y no lo olvide, señora! ¡Spanish-man ha disfrutado ayudándola…! Qué pronunciación.

—¡Pervertido!

La primera hazaña de Spanish-man no había resultado demasiado gloriosa, pero Gonzalo sabía que no debía descuidar los casos más modestos, porque únicamente teniéndolos en cuenta podría conseguir un mundo mejor. “Es cierto, —se convencía Gonzalo— es como los científicos del mundo: todos buscando la cura contra el cáncer… ¿Y es que nadie se acuerda de lo molesto que es un resfriado? Si alguno encontrara la solución definitiva todos podrían trabajar al cien por cien contra la vacuna del cáncer…”.

Un adolescente, de esos que con la excusa de estudiar las estrellas utilizan los telescopios para espiar al vecindario en busca de tetas, sorprendió la aparición de Spanish-man. En cuanto vio la capa con los colores de la bandera española ondear en el descenso hacia la abuela, ajustó el zoom de la vídeo-cámara al máximo y empezó a grabar.

Al día siguiente, en el mismo momento que Cecilio paseaba por su calle favorita de Madrid, las imágenes de Spanish-man se retransmitían en los telediarios de los principales canales de televisión. Cecilio era un pobre hombre de campo, sin familia y sin trabajo, que de vez en cuando venía a Madrid para denunciar ante el Defensor del pueblo la miseria en la que vivía su aldea.

—Los americanos tienen a Supermán —sentenciaba una guapa presentadora—, un héroe del cómic que ha sido encarnado en el cine…

A Cecilio le encantaba observar los escaparates gigantescos de esas tiendas, y normalmente se detenía fascinado contemplado los cuarenta o cincuenta televisores de pantalla plana.

—¡Pero nosotros tenemos a Spanish-man! ¡Un héroe de verdad! —aseguraba la presentadora al mismo tiempo en los cuarenta o cincuenta televisores.

Cecilio suspiró, desde que unos americanos llegaron al pueblo y las autoridades pertinentes empezaron a expropiar tierras, todo fue de mal en peor. La construcción de una central nuclear les había privado de sus tierras de cultivo, de las aguas de su río, y muy pocos pudieron trabajar en la central. Los escritos y demás formularios de protesta se perdían en los vericuetos de la jungla burocrática. ¡Necesitaban ayuda de verdad! ¿Y qué es lo que veía en los cuarenta o cincuenta televisores de esa tienda? ¡A un capullo americano haciéndose pasar por español! ¿Qué pretendía el capullo del antifaz? ¿Expropiar también el país con sus truquitos de cine barato?

—¡…Spanish-man ha disfrutado ayudándola! Qué pronunciación.

—¡Héroe de pacotilla! Tú no eres nada, ni quieres a tu gente…

—¿No resulta enternecedor el modo en que acaricia al gatito? —se oía a la chica de las noticias a través de unos altavoces que habían instalado en la fachada. Normalmente subían un poco el volumen cuando percibían que algún peatón se quedaba ensimismado mirando las televisiones.

El guerrero rojo y amarillo, el gran héroe nacional, se recreaba en mimos que el animal aceptaba con agrado.

—¿Qué persona se esconde tras el antifaz? Veamos de nuevo el video.

—… Spanish-man ha disfrutado ayudándola! Qué pronunciación —repetía el héroe en las cuarenta o cincuenta televisiones.

—… Siempre estás con tu “¡qué pronunciación!” de los cojones. ¡Tienes que ser más español y menos mariquita! Que al final te voy a quitar la “eñe”, que no te la mereces…¡Cojones!

Un olor a quemado le hurgaba entre los pelillos de la nariz, Cecilio tuvo la certeza de que algo se chamuscaba, y eso en la ciudad no era nada bueno. Olfateando la contaminación, por encima de los carburantes quemados del tráfico rodado, Cecilio supo rastrear el origen de un incipiente incendio de un edificio cercano.

—¿Dónde está ahora el gilipollas ese? ¿Salvando a otro gatito? —protestó Cecilio sin sorprenderse de su extraordinaria capacidad olfativa.

Y no es que la vida campestre fuera más propicia para el desarrollo sensorial, o los de su pueblo fueran conocidos por sus narices excelentes. Ni mucho menos. ¿Pero cómo permitían los de la ciudad tanto retraso en sus emergencias? ¿Por qué no llegaban los bomberos y la policía acordonaba un área de seguridad?

—Socorro…—Era una voz de mujer que decía mucho más de lo que pronunciaba.

Cecilio sorprendió en su tono la derrota, la sumisión a un destino que ella daba por seguro que nadie podía evitar.

—¿Pero es que nadie la oye? —gritó Cecilio indignado—. Está claro que en este país no se puede esperar ayuda de nadie…

Corrió hacia el portal, ignorando las protestas del portero, y subió al tercer piso, de donde provenía la voz asfixiada. Dio una patada a una puerta que crujió sobre sus jambas. Al segundo empujón la puerta cayó, al fondo del pasillo sorprendió a una viejecita en el suelo. Una espesa nube de humo venenoso alquitranaba el paso hacia la salida que había abierto.

Se quitó la faja del torso y se protegió las vías respiratorias. Recogió a la ancianita y repitió la misma operación de la faja con ella. Cuando habían alcanzado el exterior una deflagración a sus espaldas advertía que parte del tercer piso había saltado por los aires. Uno de los cascotes más gruesos de la fachada alcanzó a Cecilio, que cayó al suelo como un saco de patatas.

A unos cuantos kilómetros del lugar del incendio, Spanish-man se hallaba completamente absorto en el rescate de otro gatito. Éste estaba más asustado que “Galletita”, y emitía un sonido parecido al lamento que un muerto descompuesto en su tumba haría si trataran de despertarle. “Uñitas” no se dejaba atrapar, y hacía honor a su nombre en cuanto Gonzalo estiraba la mano.

Desde el árbol vio la columna de humo que provenía del centro de Madrid.

—“Uñitas”, tengo un asunto más importante. Mientras tanto trata de relajarte un poquito, que en un rato vengo a por ti.

En cuanto llegó, a vista de pájaro, Spanish-man reconstruyó la escena. Un edificio en llamas, un hombre inconsciente en el suelo y un montón de sirenas ensordeciendo el lugar. “Exactamente tres dispositivos antirrobo de locales comerciales y cinco alarmas de vehículos aparcados…Sólo una víctima aparente. Soy la hostia”.

—Spanihs-man…Te vi por la tele —saludó el portero del inmueble afectado.

Gonzalo sacó pecho, hinchando la “eñe” de la camiseta.

—Sí, es que soy muy fotogénico —manifestó el héroe con marcado acento inglés—. Pero dígame, ¿qué es lo que ha pasado?

—Ni idea, pero ese paleto —señaló a Cecilio—entró de muy malas maneras en el edificio y unos segundos después, cuando salía,… ¡pum! Todo por los aires —explicó el portero recreando una explosión con las manos.

Gonzalo comprobó las constantes vitales del paleto. Pulso adecuado, respiración normal…sólo estaba dormido. Sin embargo, el polvo y las trazas de cascotes en la boina y chaleco hablaban de un brutal impacto…”¿Dónde está la sangre?”.

—Spanihs-man —interrumpió el portero—, esto es importante: la abuelita del tercero ha desaparecido…¡No se ven restos en su apartamento, y me consta que no había abandonado el edificio!

—¿Qué has hecho con la abuelita? ¿Qué has hecho con la abuelita? —exigió Gonzalo zarandeando al pueblerino.

Cecilio abrió los ojos con pesar. El americano ridículo le vapuleaba a placer, le dolía la cabeza, como si el pulso cardíaco se concentrara allí y con cada pulsación aumentara la presión intracraneal. Además estaba completamente desorientado.

—¿Quién eres? ¿Quién eres? —gritó el héroe sin dejar de menear al pobre Cecilio.

—Soy…del terruño —contestó casi sin voz el paleto.

—¿Cómo? ¿Ha dicho el “tío trasmuño”?

El portero se encogió de hombros.

Finalmente aparecieron los agentes de la autoridad, asumiendo el control de la situación.

—Spanihs-man, esto es un asunto de la policía…

—Se llama Tío Trasmuño, y es el presunto autor de la desaparición de una anciana y destrucción de un edificio.

—No, yo no hice nada… ¡Soy inocente! —protestó Cecilio.

—Eso es lo que dicen todos, señor agente…Qué pronunciación.

—Juro por ésto —y Cecilio se besó un puño— que me vengaré, payaso-man…



Fin de la primera parte.



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martes, 27 de julio de 2010

“Tenía que haberlo sospechado” (Un cuento de 1340 palabras)



Tenía que haberlo sospechado, yo, que soy catedrático de historia. Haber sabido leer los indicios y alertar a la sociedad de un futuro tan poco esperanzador. Al menos, tenía que haberme preparado para lo que se nos avecinaba…

”No dejes de correr”.

—¿Cómo que corporativismo? ¿Qué coño es eso?

Mi amigo y colega Stephan no compartía mi opinión en absoluto.

—Te han traumatizado los martillos desfilantes de “Pink floid” —continuó tratando de quitar hierro al asunto.

Rellené su copa con un poco más de vino. Stephan era de las pocas personas que resultaban brillantes cuando compartían sin prisas una buena botella. Su capacidad de síntesis y de relación siempre explotaba en una asombrosa conclusión, que ansiaba escuchar.

—Es inevitable, lo sabes. Las únicas empresas que sobrevivirán a la crisis son las que se unan. Surgirán macro empresas, que irán absorbiendo a la competencia; y estos monopolios, con el paso del tiempo, irán ganando un mayor poder político. Hasta tal punto que la idea de estado no tendrá sentido…

Realicé una pausa para permitir alguna objeción, pero Stephan mantenía la mirada perdida en su copa. Era evidente su preocupación.

—… Porque el sistema de créditos, lo que paradójicamente ha provocado la ruptura del capitalismo a nivel general, será la base económica de esta nueva era a nivel particular. La gente dejará de ganar dólares o euros, ganarán derechos y créditos por su trabajo en la compañía. La compañía será quien cuide de tu salud, la compañía será quien eduque a nuestros hijos. Y si eres medianamente feliz, será gracias a los privilegios disfrutados en la compañía…

Tomé la copa de la mesa y mojé los labios. ¿Por qué no reaccionaba Stephan?

—Los grandes accionistas serán los nuevos caballeros feudales, y no dejarán de vivir bien, porque tendrán millones de esclavos que trabajarán en una sociedad muy jerarquizada. Trabajarán por nada, sólo para conseguir una mejor posición laboral, que será sinónima de la social.

—¿Has terminado?

—Sí, sólo añadir que en esta sociedad no habrá grandes revueltas ni violencia… que todos serán moderadamente felices con la vida que les toque, pero no serán conscientes de que no tienen libertad,… ni alternativa para decidir. Seremos autómatas: comer, trabajar, dormir; comer, trabajar, dormir…

—¿Has visto la película “Mad max”? Esa será tu sociedad venidera, todo lo demás es un reflejo de tu mundo interior, de tus miedos y esperanzas.

Recuerdo no haber manifestado sorpresa alguna, pero era obvio por la sonrisita de Stephan, que nuevamente me había sorprendido. ¿Reflejo de mi mundo interior?¿”Mad max”? Aún pensaba en Mel Gigson cuando aparcaba el coche, al día siguiente, en el aparcamiento reservado para profesores, en el campus universitario de Toulouse.

“No te pares”.

—Todos comprenderán que la caída del imperio romano, ante los invasores bárbaros del norte, no se produjo en un solo día —explicaba a mis alumnos—. ¿Alguien sabe por qué?

Unas pocas manos se levantaron en el aula. Nadie rompía el respetuoso silencio que provocaba mi autoridad. Dirigí mi sonrisa complaciente a una joven de aspecto tímido.

—Las tribus del norte no estaban organizadas —respondió. Simplemente probaban fortuna por libre…

—¡Exacto! —grité.

Creo que no ocultaba bien mi predisposición por Susane, sabía aún antes de corregir sus exámenes que aprobaría, que rozaría la excelencia.

—El senado no podía aprobar nuevos presupuestos para el mantenimiento de sus fronteras… Se puede decir que la conquista de Britannia supuso el primer paso hacia la ruina de las arcas del estado, porque no se obtuvieron los beneficios esperados, por los costes que suponía mantener la paz en un territorio constantemente acosado por tribus hostiles.

—Los ciudadanos romanos quedaron abandonados a su suerte… —añadió Susane, que aún permanecía en pie.

—Cierto, te puedes sentar. Pero afortunadamente para esas pobres gentes que confiaban en el imperio, los bárbaros eran personas de instintos básicos. Ya sabéis, comer, procrear y que nadie les molestara mientras disfrutaban de las cosas buenas de la vida…

—Los bárbaros no comían y procreaban… ¡Violaban y saqueaban! —protestó Susane desde la tribuna.

—Desde luego, pero como en todo, es una simple cuestión de perspectiva. Desde su punto de vista, sólo molestaban un poco, un precio demasiado pequeño para mejorar la raza de esos decadentes individuos del imperio romano… ¡No tenían ambiciones políticas! ¿No os dais cuenta? Ni políticas, ni artísticas ni tecnológicas. Su presencia dejó un vacío en la historia…Fueron años oscuros, pero los antiguos ciudadanos romanos sobrevivieron. Se mezclaron costumbres, ritos, creencias… aparecieron nuevos dialectos.

La clase acabó con el sonido de una campana, pero Susane no la dio por concluida.

—El imperio se desmoronó a poquitos, ¿verdad? —me preguntó acercándose a mi mesa.

Asentí con la barbilla. Dos jóvenes se sumaron a nosotros.

—Cada tribu asentada normalmente permanecía en sus tierras ocupadas, a no ser que las rencillas con otra tribu rival los expulsara y acabaran avanzando más hacia el sur, ocupando nuevos territorios que apenas ofrecían resistencia a su paso. ¿Si fueras un bárbaro y no tuvieras que comer, no te irías al sur habiendo escuchado cientos de historias que hablan de paraísos sin custodia, paraísos de abundancia, de trigo, de buen ganado, de bellas mujeres?

—Es como la inmigración ilegal de ahora —se aventuró un joven de pelo largo—. Se cuelan en los Estados Unidos o en España pensando que encontrarán un paraíso y se encuentran con otro infierno, tal vez más civilizado.

—Interesante —admití— pero hay una pequeña salvedad. Los bárbaros eran los fuertes del momento, eran los futuros señores feudales de la edad media, porque tenían todo el poder que su espada y caballo pudieran abarcar y mantener. Y los romanos eran los débiles. Ahora recibimos invasiones de gentes que buscan un presente mejor, pero ellos son los débiles y en el mejor de los casos acabarán como mano de obra barata, y nosotros… —un escalofrío me sacudió la espalda— seremos los que dictan las reglas del juego.

—Tal vez los romanos sintieran la misma prepotencia que nosotros… —opinó el joven de pelo largo, creo que era la pareja de Susane, por el modo posesivo con el que trataba de retener la mano de ella entre las suyas.

Un segundo estremecimiento me sorprendió.

—Entiendo, una gran civilización como la nuestra nunca puede desaparecer…

Los tres chicos mostraron cara de sorpresa.

—Eso es lo que pensaría un romano —añadí y al instante surgieron gestos de aprobación.

“Sigue corriendo”.

Hacía mucho calor y ya no se encontraba en las farmacias, desde hacía mucho tiempo, inhaladores contra el asma. Sí, padezco esta enfermedad respiratoria, pero desapareció en la adolescencia con el desarrollo corporal. Que vuelva a tener accesos de tos poco tiene que ver con el vínculo emocional que las provoca, a no ser que una pandilla de gamberros con cadenas y mazas corriendo detrás de ti, no sea suficiente estímulo…

¿Pero que pretenden? No hay dinero, no tengo nada que les pueda valer. “Sigue corriendo, que no sospechen que estás enfermo… Tal vez abandonen la persecución por otro más débil. Nada, no se cansan. ¿Qué habrá sido de la policía?”.

—¡Socorro! ¡Policía!

El eco mezcló mi lamento con las risas de mis perseguidores. En las calles vacías no circulaban coches, la basura se amontonaba sin orden en las aceras, y nadie prestaba atención a las cacerías. Me acordé, sin saber por qué, de Susane. Me acordé de una de las últimas clases que había impartido en la universidad, hace unos años… Ya entonces estaba preocupado por este presente.

“¿Has visto Mad-Max? Esa será tu sociedad venidera”, afirmaba un Stephan preocupado y atemporal. “Los bárbaros no comían y procreaban… ¡Saqueaban y violaban!”, me recordaba Susane desde la memoria. Y luego, estúpido de mí, no pude reprimir mi respuesta: “Exacto, pero como en todo, es una cuestión de perspectiva”. ¿Desde qué perspectiva se supone que tengo que ver las cosas ahora? ¿Mi pedantería me salvará el culo?

No existe ningún tipo de orden, nadie ayuda a nadie… Se respira una anarquía absoluta. A los que se esconden, a los que fingen que no pasa nada, les grité:

—¡Algún día os tocará a vosotros! ¡Cabrones!



fin


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lunes, 12 de julio de 2010

"¡Campeones!"


Y esto no es un cuento... ¡Campeones del mundo! Medio mundo canta "soy español, soy español, soy español", y yo descubro la magia del futbol a través del triunfo de nuestro equipo... porque, en realidad, odio este deporte (pero amo a cada uno de esos hacedores de historia).




 
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jueves, 1 de julio de 2010

"Rutinas" (Un cuento de 2520 palabras)




Mi nombre no tiene importancia, pero diré que me llaman Ray, el sargento Ray “Smile”, porque nunca sonrío; que pertenezco a la cuarta brigada de la primera división de infantería, de Fort Knox, en Kentucky. Y confieso que amo a mi patria…

—¡Arrrgh! —graznó un ave de llamativas plumas de colores.

…y a mi loro, aunque no hable. El hombre de la tienda de mascotas me aseguró que con un poco de paciencia el animal acabaría por mantener conversaciones, un poco surrealistas me atrevería a decir yo, pero conversaciones al fin y al cabo. Para alguien que siempre ha vivido solo tiene mucha importancia verbalizar los pensamientos, exteriorizar sentimientos; y aun más para un tipo como yo (al menos eso es lo que mantienen los psicólogos del ejército).

—Son animales muy intuitivos —afirmaba el hombre de la tienda de mascotas—, son ellos los que juegan con nosotros... ¡Nos estudian! Son capaces de repetir determinadas palabras que saben que nos divierten, nos molestan o nos entristecen… Comprar un loro no es comprar una mascota, es tener un amigo en casa.

El vendedor sostuvo la mirada en silencio. Sólo faltaba su mano encima de mi hombro, para convencerme de que no podía haber hecho mejor elección. No importaba el hecho de que aparentara ser un tipo anormal, incapacitado para las relaciones sociales; aceptaba los prejuicios que pudiera tener sobre mí, porque no tendría más trato con esa persona. Pero ay de él si hubiera puesto esa mano en mi hombro… “Le habría dislocado el brazo por tres sitios”.

—Está bien, amigo, me ha convencido —dije sin poder reprimir la idea absurda de que cuando ese hombre llegara a su casa se encontraría con la misma mujer de los últimos veinte años de matrimonio, que le recibiría con un gruñido y que en la cama el único calor lo encontraría con el roce de las mantas. “Yo sin embargo me follo a unas putas buenísimas siempre que quiero y nunca me dan el coñazo en casa”. Sonreí, ya estábamos en paz. El vendedor me devolvió la sonrisa.

—Hola… hola… hola… —dije yo nada más llegar a casa y ubicar la jaula en el salón.

Tal vez le intimidaba que le observara como a un recluta, estudiando sus rasgos, deduciendo su carácter y sopesando una respuesta probable, porque el loro retrocedía en su jaula. No lo puedo evitar, siempre miro a los ojos... y cuando no los tienen, como un tanque o un helicóptero, me los invento en la boca del cañón o en el cristal que protege al piloto.

—Hola… hola… hola…

Traté de suavizar mi voz, de dulcificar el tono, de no taladrarle el cráneo con la mirada…

Pero mi loro nunca habló, ni una palabra. Sólo gritaba, agudos exabruptos que ponían a prueba mi paciencia. No importaba, soy un producto del gobierno republicano y sé que no hay nada que resista a la rutina, a una vida regulada al cumplimiento estricto de unas normas.

De este modo procedí al saludo triplicado en cuanto llegaba a casa, normalmente a media tarde, después de comer, y por la noche. También saludaba por triplicado por las mañanas, nada más levantarme de la cama. Eran las únicas palabras que le dirigía al testarudo animal, y hasta que no se las aprendiera no iba a dirigirle otras.

Habían transcurrido casi tres meses desde la adquisición de mi nuevo “amigo” alado, pero todavía no había aprendido a decir “hola”, y sólo cuando estaba de buen humor se dignaba a contestar a mi saludo con sus estridentes gritos. Probé a retirarle el alimento en las horas diurnas y dosificar lo justo por la noche, para que se alegrara de verme —al satisfacer su necesidad más perentoria— y me hablara.

No hubo manera.

—¡Arrrrrgh! —chilló el loro.

Me encendí un cigarrillo y procedí a desmontar mi arma reglamentaria, una beretta 92. Era una rutina más de las que regulaban mi vida. Limpiar y engrasar sus partes  me ayudaba a calmar la ansiedad, incluso en los días que no había tenido ocasión para su uso. Me ayudaba a dormir. Amartillé el arma varias veces, para confirmar el comportamiento perfecto del arma.

El característico sonido de sus piezas metálicas en fricción era música en mis oídos. “Soy un hombre de acción”, suspiré anhelando una bocanada de gasolina quemada de un vehículo de guerra. “No te estás pudriendo, Ray…”

—¡No te estás pudriendo en este campamento de mariquitas!

Suspiré otra vez, había gritado una vez más. Tenía que calmarme, controlar la agresividad, los psicólogos y sus dichosos cuestionarios podrían provocar un cambio de destino aún peor, como ordenanza de algún alto cargo que la burocracia militar siempre necesita. El loro me ayudaría.

Y me volví hacia él con una sonrisa torcida. Todavía no había pronunciado mis tres “holas” cuando el loro retrocedió acobardado. Sería tan fácil estrangular ese gaznate hacedor de ruidos desagradables, ¿quién me lo impediría? ¿Los psicólogos? Estiré la mano y… apagué el interruptor de la luz. Me dormí con mi habitual desasosiego, imaginando vidas en las que yo era feliz hasta que el sueño misericordioso me arropó de inconsciencia.

—¡Clic clack! ¡Clic clack!

Ese ruido era reconocible de entre un millón, y sólo lo producían las armas automáticas al amartillar el percutor. A las cinco y cuarto de la mañana, era obvio que no lo había hecho yo, a no ser que fuera sonámbulo y tuviera un arma en las manos. No era el caso… ¡Había alguien que se disponía a dispararme!

Con el sabor de la adrenalina en la boca salté de la cama, rodé por la moqueta de la habitación hasta situarme detrás de la cómoda y traté de recomponer la escena desde una situación menos peligrosa. Amartillé mi arma.

—¡Clic clack! —sonó mi arma— ¡Estoy armado y voy a disparar a matar! —grité.

—¡Clic clack! ¡Clic clack! —amartillaron nuevamente unas armas desde el salón.

“¿Pero cuántas veces van a desencasquillar estos capullos, si todavía no han disparado?” Una sospecha relampagueó en la oscuridad de la madrugada. Obviando toda protección me alcé y prendí la luz del salón. No había nadie, sólo el loro que se arrellanaba en el fondo de la jaula.

—Has sido tú, ¿verdad, cabronazo?

Sentía el corazón a punto de reventar en el pecho. Apagué la luz, no quería que mi nuevo amigo me viera al borde de un ataque de nervios. Ya no descansé en lo que me quedaba de noche. Cuando sonó el despertador tenía pocas ganas de saludar al puñetero loro, pero… soy un hombre de principios.

—Hola… hola… hola…

Un saludo, tres palabras repetidas mecánicamente, y ninguna respuesta, como siempre. Hablar no hablaba, pero tenía una habilidad extraordinaria para reproducir sonidos mucho más complicados. Me sonreí… “¡Joder con el loro! ¡Cómo desencasquilla el cabrón!”.

Por la noche, antes de poner los granos en el comedero de la jaula, insistí en la rutina del saludo. Obtuve los mismos resultados de siempre. Amartillé el arma reteniendo el impulso irracional de usarla contra ese montón de plumas tocapelotas, chillón, que llenaba de mierda no sólo la jaula sino buena parte del salón —parecía esforzarse en llegar hasta el dormitorio— y que, además, se divertía asustándome de madrugada.

—¡Tira las armas, no tienes ninguna posibilidad! —grité al loro.

Desamartillé el arma, enfadado. Vi una película de acción, de esas con poco argumento y muchos tiros; justo lo que necesitaba para relajarme. El amplificador de sonido del “Home cinema” vibraba a la máxima potencia con cada explosión del televisor, me quedé dormido bajo el dulce sonido de ráfagas de ametralladoras. Decenas de soldados caían despedazados al suelo, soñaba que era yo quien apretaba el gatillo.

La función “sleep” cumplió perfectamente su cometido, una hora y media más tarde la tele se apagó sola permitiéndome dormir en el sofá. No era la primera vez que cabeceaba en el salón, normalmente acababa por acostarme en la cama de madrugada, incomodado por una mala postura o con sed, ocasionada por las cuatro o cinco latas de cerveza que bebía cada noche.

Esta noche no fue así, la fricción de los metales de un arma automática reverberó en el salón, advirtiendo que un instante después lo último que escucharía sería una detonación. Desperté sobresaltado, maldiciendo haber dejado mi arma reglamentaria tan lejos del sofá.

Me arrojé cuerpo a tierra, sobre los botes vacíos de cerveza. Mi mano aplastó uno y en un momento lo partí por la mitad. Un arma blanca un poco miserable, pero bien usada podría ser de utilidad.

—¡Clic clack! ¡Clic clack!

Nuevamente habían amartillado las armas… entonces comprendí. En la casa no había nadie. Aun antes de encender la luz de la estancia, y recibir una luz bendita que exorciza los rincones oscuros, sabía que el loro se apretujaría contra el fondo de la jaula… riéndose en silencio.

Miré el reloj de pulsera, eran las cinco y cuarto de la mañana. “¡Otra vez!”, maldije en silencio. Esto se convertía en una nueva rutina, yo trataba de enseñar al loro que dijera “Hola” y el loro me contestaba a las cinco y cuarto de cada madrugada… ¿Qué pretendía? ¿Que lo matara?

—¡Juro por dios, loro tocapelotas, que como mañana me hagas lo mismo te mato! ¡Te mato!

Me acosté enfadado, sabiendo que daría vueltas en la cama sin dormir hasta que el despertador sonara cinco minutos antes que la corneta del campamento.

—Hola…”cabrón” —pensé—. Hola… “hijoputa” —añadí mentalmente—. Hola… “mariconazo” —completé para mis adentros.

El loro no gritó, hizo bien en no darme una excusa para lanzarle una mesa encima. No regresé a casa para comer, no quería ver al animal. Y la verdad es que me desahogué con los reclutas. En los últimos días les di más caña de lo normal… “¡Que se jodan, para eso son machacas!”.

Es cierto, cuanto más exijas mejor responden. Muchos de esos mariquitas ahora son hombres de provecho. Sí, gracias a mí. ¡No es tarea fácil corregir en unos pocos meses años enteros de mimos de mamá! Enderezar actitudes y conductas exige primero destrucción de vicios, y los mandos saben que hay pocos tan bien dotados como yo en esos menesteres.

Y no hay nada mejor que un loro cabrón para acentuar mis virtudes naturales. No, no me voy a permitir remordimientos por ese recluta, ¿cómo cojones se llamaba? Qué importancia tiene, llorará hoy y me lo agradecerá mañana. Como siempre.

—Hola… hola… hola… —saludé al loro buscando un poco de afecto.

No tenía grandes expectativas de que me respondiera. Hasta la fecha se cumplía las advertencias del vendedor como negras profecías: no podía evitar sentirme un poco la mascota del loro. Me preparé unos emparedados de jamón de yorck y queso para cenar. Me acosté en la cama, desmonté el arma para el engrase y limpieza de sus partes, y amartillé y disparé varias veces sin bala en la recámara y sin el cargador. Funcionaba correctamente. Apagué las luces.

Si esta madrugada, al loro le apetecía jugar conmigo de nuevo se llevaría una buena sorpresa. Hasta entonces había reaccionado con benevolencia; hoy no sería tan indulgente, porque tampoco me molestaba demasiado corregir vicios de conducta a un loro al más puro estilo sargento “smile”.

Y me dormí, pero con ese estado de alerta especial del que está prevenido porque sabe que lo van a despertar. Y no falló, a las cinco y cuarto de la madrugada, según marcaba los dígitos fosforescentes del despertador, del salón llegó el esperado sonido de un arma amartillándose.

—¡Clic clack!

Fingí dormir, en caso de que el loro se pusiera pesado le arrojaría un cubo de agua fría que tenía preparado al pie de la cama.

—¡Clic clack! ¡Clic clack!

La sensación de “dejà vu” desapareció en cuanto encendí las luces del salón y tres encapuchados, sorprendidos por mi repentina aparición, levantaron sus pistolas hacia mí. El cubo que tenía en las manos no era el arma más apropiada para la ocasión.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró unos de ellos.

Eran armas del ejército americano, hablaban con acento americano. Los pasamontañas servían de poco para ocultar su juventud, y el mero hecho de llevarlos puestos indicaba que no pretendían matarme. “Jodidos reclutas, mañana sabré quienes sois”.

—Seguir el plan…

—Si os vais por donde habéis entrado mañana no habrá represalias… —advertí con mi natural tono de autoridad, dulcificado por las circunstancias.

—¿Represalias?

Y utilizó el arma, con toda la contundencia del frío metal contra mi cara. Dos veces.

—Mírate, por dios… ¡Das asco! Sangras igual que un cerdo… ¿Sabes cómo tratamos a los cerdos en mi pueblo? —interrogó el que me había golpeado, sacando una navaja de afeitar.

—¿Afeitándoles la cara? —repliqué con sorna.

Todavía creía que sólo pretendía darme una lección.

De nuevo el metal de su arma besó mi piel, con la pasión violenta del que mucho ha sufrido. El loro gritó asustado, agitaba las alas dentro de la jaula. Sus estridencias reverberaban por el salón sin cesar. Escupí sangre. El golpe me había afectado esta vez el oído, es posible que tuviera la mandíbula fracturada. Ya no podía responder.

—Primero lo capamos, y después lo degollamos… —aclaró uno.

—Creo que tu loro está hambriento —advirtió el que me había golpeado por tres veces. —Habrá que darle de comer… ¡Bájate los pantalones!

El loro inesperadamente se calló. Casi era un alivio, aguantaba mejor los golpes de los encapuchados que los gritos del animal. Me disponía a bajar los pantalones del pijama, cuando una voz tronó en el salón.

—¡Tira las armas…! ¡No tienes ninguna posibilidad! —gritó una voz metalizada por un megáfono.

Unas luces amarillas destellaron a través de las ventanas del salón.

—¡Es la policía militar! ¡Nos han pillado joder! —gritó uno quitándose la capucha.

En su nerviosismo pensaba que deshaciéndose de objeto tan delator de delito podría pasar por recluta de servicio. El sonido de una ráfaga de ametralladora envolvió la estancia. Ni un solo impacto se advirtió en las paredes.

—¡Es un aviso! ¡Nos van a machacar! —gritó otro tirando al suelo su pistola.

—¿Sabes cómo tratamos a los cerdos en mi pueblo? —sonó la voz metalizada de un megáfono, era algo más que una amenaza.

—¡Tienen hasta micrófonos!

El jefecillo de la banda tiró la navaja y la pistola, automáticamente los tres levantaron los brazos en señal de rendición. Circunstancia que aproveché para recoger las armas.

—Todos afuera —exigí sintiendo un profundo dolor en la quijada.

Por nada del mundo quería que se perdieran el gran momento de su detención. La puerta se abrió, las luces amarillas saltaron enloquecidas hacia el interior, y allí, con estupor, descubrieron al camión de basuras vaciando los contenedores de mis vecinos. No había soldados ni policía militar, no había coches patrulla ni hombres con megáfono… No había nada.

—Pero… pero… la ametralladora… ¡Todos la oímos!

Quien llevaba armas listas para disparar en ese momento era yo, sentía un intenso dolor de cabeza y llevaba tres días durmiendo mal… No, no me dieron ninguna razón para disparar. Todos se quedaron quietecitos, estupefactos, al descubrir una extraña amistad entre el loro y yo.



Arrrrrgh (fin, según mi loro)




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Pie de foto: extraído de google, si alguien la reconoce como propia y desea que la quite del blog que me ponga un correo o un comentario.
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