Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


jueves, 28 de julio de 2011

"Los peces de St. Vincent" (un relato de 1.930 palabras)


Matthew era hijo del predicador más influyente de los últimos treinta años, de la Iglesia Presbiteriana de St. Vincent, en Glasgow. No en vano George, su padre, se consideraba sino el mejor, al menos uno de los presbiterianos evangélicos calvinistas más rectos de la antigua Iglesia Reformada de Escocia. Demasiado honor para un hijo único, que apenas crecía bajo la sombra paterna.

George extendió los brazos desde el púlpito de su iglesia, a pesar de que celebraba una misa vespertina y ordinaria. Lucía una casulla verde bordada con hilo de oro y, sobre los hombros, una estola del mismo color. Para George… todos los días eran domingo.

—No te preocupes, Matthew —anunció Dios, con una sonrisa que jamás ser humano hubiera contemplado—. Yo haré de ti un gran pescador…

Normalmente, y a pesar de que el presbítero era un gran orador, capaz de mantener la atención con unos ojos que amenazaban rayos si intuía la formación de un bostezo, Matthew se perdía en pensamientos más mundanos durante la homilía. En esta ocasión, George sorprendió a su hijo inclinado en el respaldo del banco anterior, con la boca abierta y las pupilas contraídas… ¡Loado sea Dios, al fin había llegado a su corazón!

—…¡Sí¡—Se arrancó en un arrebato de pasión—. Lo primero que tenemos que saber es… hasta qué punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios… y de los hombres. Segundo; debemos conocer de cuántas maneras atentamos contra la humildad. Y por último, no olvidar actitudes y pensamientos para corregir tan desagradable defecto.

—Un pescador de almas… —insistía Dios, ignorando la palabrería de su ministro—. Por cierto, ¿sabes manejar una caña?

—¿Qué?

Fue una respuesta automática, y dicha a media voz. Para ser una revelación divina no podía ser cierto lo que había escuchado.

—Digo —gritó George desde lo alto del púlpito— que no debemos olvidar que la práctica hace la perfección…

—¡Ja, ja, ja! —rió Dios, y nadie, aparentemente, parecía percibir la reverberación de su carcajada en la iglesia—. Ríete, hombre, ¿no ves que es una broma?

—Sí, claro…

—¿Acaso alguien —tronó el presbítero mirando a su hijo— puede argumentarnos lo contrario?

—Je… je… —rió Matthew, casi con desgana. Más que una risa parecía una burla.

—Habéis perdido el sentido del humor... —dijo Dios, tras lo cual chasqueó la lengua—. Habrá que hacer algo… ¡Ya sé! A ver, mueve la cintura como si tuvieras un “hula hop”.

—¿Así está bien, Señor?

Lo que el pastor y la congregación apreciaron fue a un joven tímido con las manos en la nuca, agitando indecorosamente las caderas.

—¡No! ¡No está bien! —rugió George enrojecido por la vergüenza.

Dios desapareció, provocando que Matthew cuestionara el significado de su presunta omnipresencia; excitando con su marcha un sentimiento de soledad existencial hasta entonces desconocida.

En la intimidad del despacho parroquial, el joven no tuvo dificultad en justificar su conducta al sacerdote. No sabía mentir, y además su credo recogía la creencia de que Dios había escogido a unos pocos mortales, de manera gratuita y generosa, porque estaban predestinados a ser hijos de Dios, incluso antes de la creación del mundo. Matthew no podía ser más que uno de ellos… El problema es que George no le daba el mismo crédito.

—¿Qué dios es ese que te hace bailar como una cabaretera para su deleite?

—Padre, nos estaba dando una lección de humildad… Nos está enseñando a reír de nosotros mismos.

—Jamás he sentido tanto bochorno como el que me has hecho pasar… Si Margaret se hubiera levantado de la tumba, de buena gana habría vuelto a ella…

No solía hablar de su madre, pero cuando lo hacía era para condicionar la respuesta de su hijo. Juego sucio, incluso para un ministro de Dios.

—…Ya hablaremos con más calma en casa. Prefiero ir solo, tengo mucho en lo que pensar.

Matthew prefirió caminar, respirar un poco de ese aire frío que baja de las tierras altas del norte, que tomar un autobús y llegar a un hogar vacío quince minutos después. Andando tenía al menos una hora para encontrar un poco de sentido a lo que había sucedido.

—¿Por qué Dios, por qué no iluminaste a mi padre en mi lugar? Yo nunca he sentido su fe, ni soy capaz de trabajar como él lo hace… ¿Qué puedo aportar yo, que soy el más insignificante de entre los mediocres?

Como señal, una farola perdió la luz cuando llegó a su encuentro. Una segunda, y hasta una tercera, quedaron ciegas a su paso. Matthew, con el pulso acelerado, ralentizó el paso.

Las dos primeras farolas volvieron a brillar cuando se había distanciado lo suficiente de ellas. Sabía que el azar dejaría de tener sentido, en el caso de que se apagara una cuarta… ¡Sabría que algo le acechaba! Pero quién, ¿Dios o el diablo? Matthew tragó saliva.

“Dios no suele responder entre sustos… Quizás soy el peón olvidado de la eterna batalla entre el bien y el mal, y si antes se me apareció Dios… tal vez se me aparezca ahora Satán. ¡A lo mejor soy más importante de lo que parece”.

La cuarta farola levantaba sus brazos en una intersección con otra calle un poco más comercial, con más transeúntes. De alguna manera, intuyó que de la masa emanaba el poder de disipar los temores irracionales de un individuo. Pero acaso, cuando estaba en la iglesia, ¿los feligreses impidieron la intervención divina, con su sola presencia?

A su derecha se abría un solar adoquinado, una plazoleta cerrada al tráfico rodado en cuyo epicentro se alzaba una pequeña fuente ornamental. Sus farolas anaranjaban los forjados de los balcones y unos peces que boqueaban en la superficie de la fuente.

Era una parada obligada, una acción casi mecánica, como la de santiguarse ante la simple contemplación de una cruz. Tal vez no podía ignorar la fuente porque había olvidado que cuando era pequeño su madre solía llevarle a esa placita, para que viera nadar a los peces de colores.

Hoy no se acercaría a las carpas doradas. Tenía que llegar a la cuarta farola. Su luz o su oscuridad representaban de una manera familiar una realidad que lo asustaba. “Las mentes sencillas necesitan de buenos referentes para comprender la realidad, de lo contrario, puede suceder que cuando se les indique una estrella se pregunten por el dedo que señala”, se decía Matthew.

Eran pensamientos que emergían en momentos de zozobra, palabras repetidas por un padre severo, o por el presbítero más influyente de la iglesia de St. Vincent, o por un padre presbítero severo e influyente; palabras marcadas a fuego para iluminar el camino correcto. Porque Matthew no tenía opción a equivocarse.

Matthew llegó al cruce, y casi con alivio la farola confirmó la respuesta a sus sospechas, pero no de la manera esperada. La luz parpadeó unos instantes antes de extinguirse…

—¿Esto es todo lo que sabes decir? —gritó Matthew mirando hacia el cielo—. ¿Farolas que se apagan?

Algún transeúnte cercano volvió la cabeza hacia el joven que regañaba al alumbrado público.

—¡Farolas que se apagan! ¡Farolas que se apagan! ¡Farolas que se apagan! —cantó un coro de negros vestidos con túnicas de raso naranja fosforito, cerca, muy cerca del joven. Destacaba una joven obesa, de rostro alegre, por su increíble voz.

—¡Ahh! —no pudo reprimir un estremecimiento que lo encogió hacia el suelo.

—¿Estás bien, hijo? — se interesó una amable ancianita. El coro detuvo el baile y las palmadas, permaneciendo en un expectante silencio—. Sería mejor protestar en el ayuntamiento, aunque tampoco es muy seguro de que te vayan a escuchar…

—Sí, gracias… Estoy bien… creo…

—¡Creo! ¡Creo! ¡Creo! ¡Creo! —gritaron los negros en una sola voz, agitando las palmas hacia el cielo.

Matthew petrificó el asombro en la cara.

—¿Pero es que no los ves? —gritó Matthew señalando al coro que se retorcía entre aleluyas.

—Los porros se fuman tu cerebro en cada calada, ¿sabes?… —rompió repentinamente la ancianita, y continuó su camino. Nunca había entendido bien a los jóvenes.

Cuando George llegó a casa, encontró a su hijo inquieto, sentado en la puerta de casa. “Buen chico, algo atontado… pero buen chico”. Parecía mostrar arrepentimiento, justo el bálsamo que su viejo corazón endurecido necesitaba. De haberlo encontrado fumando, con una cerveza en la mano mirando el televisor… le hubiera excomulgado, expulsado de su casa y de la parroquia.

—O sea, que ahora Dios se comunica a través de un coro Góspel… —resumió el presbítero, sentado en el rígido sofá capitoné de su salón.

Trataba de no ser cínico, pero las circunstancias no ayudaban demasiado… ¡La palabra de Dios a través de un coro Góspel! A él precisamente, que pertenecía a la estirpe más antigua del calvinismo anglicano, aceptar de buen grado una revelación incongruente de un puñado de patanes americanos se le hacía, cuando menos, inoportuno.

George se lamentó en silencio, no dejaba de preguntarse en qué había fallado.

—Comunicarse… lo que se dice comunicarse… más bien no —corrigió el joven—. Dios parece querer que reflexione sobre determinadas palabras.

—Ese coro… ¿está ahora aquí, con nosotros?

Matthew miró a su izquierda, después a su padre, de nuevo a su izquierda… Empezó a sudar.

Veinte o treinta negros, hombres y mujeres de todas las edades, apretaban sus túnicas naranjas unas contra otras en el estrecho espacio del salón. No perdían detalle de la conversación, mirando alternativamente a uno y a otro… esperando la palabra que los hiciera saltar y palmotear con alegría.

—Sí… sí.

—¿Y qué dice ahora?

—Nada…

—¿Nada? Dios te ilumina en mi iglesia diciendo que te hará pescador de hombres… ¿y ahora se calla?

—¡Ahh! —se estremeció de nuevo Matthew.

—¿Qué, qué pasa? ¿Es Dios o el coro góspel?

—No, es mi pierna, que se me ha dormido…

George golpeó con un periódico el sofá, levantándose y dando por concluida la reunión.

—Espera papá… —retuvo suavemente con una mano—. Dice la señorita, la más… —infló los mofletes con timidez— que vayamos a la fuente de los peces. Esa que está cerca de St. Vincent. Que allí encontraremos la respuesta a todas las preguntas.

George concedió la última oportunidad, a pesar de que era tarde y que era poco amigo de las improvisaciones. Necesitaba creer en el milagro, más que por desmentir el hecho estadístico de que las apariciones y revelaciones divinas estaban claramente anticuadas, en desuso para la sociedad actual; era por la necesidad paternal de creer que su hijo estaba sano, que no era un desequilibrado más.

Subieron a un autobús que los dejaba enfrente de la fuente de los peces, sabiendo que dependiendo de lo que tardaran en encontrar las susodichas respuestas, tal vez tuvieran que regresar a pie… Un precio muy pequeño con respecto a lo que ganaban.

—Bueno —dijo George—, ya hemos llegado. Veamos esos peces de colores.

—Carpas, son carpas doradas.

Se sentaron en el borde de la fuente, escudriñando la superficie oscura del agua, tratando de sorprender los misterios del universo en las evoluciones erráticas de aquellos peces, que parecían pequeños fantasmas cuando se acercaban a la frontera de su mundo. Dos de ellos, los más grandes, permanecían estáticos frente a las personas que los observaban.

—¿Por qué nos observan tan fijamente?

—No lo sé, tal vez quieran saber algo de nosotros.

—Tal vez nos echen un poquito de pan…

—No te quepa duda, he tenido una revelación…

—¿Qué viste?

— Al ser más hermoso que pueda existir… ¡Le salía luz de entre las escamas!

—¿De verdad? ¡Cuenta, cuenta!



Fin (los caminos del señor son inescrutables… je, je, je)







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domingo, 3 de julio de 2011

"Onda vital" (un relato de 1.184 palabras)


Kiko se hacía mayor. Pero no porque le gustara por igual la cantante Britney Spears y los dibujos animados de “La bola del dragón”, una saga japonesa de los años noventa; sino porque estaba a punto de comprender que el dolor y la enfermedad, aunque no se expresaran, existen igualmente; que su latido silencioso corrompe toda alegría de vivir, incluso en los que mejor disimulan. Se iba a hacer mayor, a pesar de tener casi diez años…

—Julen, ¿qué le pasa a tu madre, por qué lleva hoy gafas de sol?

No respondió, parecía más interesado en el desarrollo de la batalla que Son Goku lidiaba contra Vegeta, su eterno rival,  en el televisor.

Kiko le golpeó con un puño en el brazo.

—Aaah… —protestó con desgana Julen— ¡Yo que sé, ha dicho que hoy se levantó con una conjuntivitis o algo así!

—Bueno tío, me voy a merendar…—dijo Kiko.

Y ejecutó una extraña pirueta en la que juntaba las manos, por delante de la cara, al tiempo que flexionaba las rodillas inclinando el cuerpo hacia el frente.

—Oooooondaaa…—añadió llevando las manos hacia atrás, juntando las muñecas en un ángulo de noventa grados.

—¡No! ¡Hoy no estoy para juegos! —advirtió Julen.

—¡Vitaaaaal! —gritó Kiko desoyendo toda súplica.

Kiko asestó un golpe certero, con ambas manos, en el pecho de su amigo, que cayó de culo en el sofá… ¡Fantástico, había ejecutado la mejor “onda vital” de su vida! No permitiría que semejante hazaña quedara en el olvido tan fácilmente.

—¿Veis por qué no me gustan esos dibujos? —dijo Yolanda, la madre de Julen, desde la puerta de la cocina.

Los cristales oscuros de las gafas ocupaban media cara. Su mirada, y por lo tanto el reproche, se perdía en tierras sin luz… que niños como Kiko necesitan ver para comprender su sentido. ¡Je! Ni uno solo de los amigos del colegio se quedaría sin conocer la increíble “onda vital” que había ejecutado; y se reirían a carcajadas, obviando detalles como que Julen sufría un ligero retraso intelectual y que padecía de enanismo.

—Adiós —se despidió Kiko con prisas, reprimiendo una risotada.

La mochila de Kiko quedó olvidada entre los cojines del sofá. De una manera literal sus libros se habían volatilizado, sólo los recordaría media hora después cuando encendiera el ordenador para chatear en “tuenti”, y su madre le exigiera el cumplimiento de los deberes, como condición previa para disfrutar de su tiempo libre.

No importaba. Kiko y Julen eran vecinos de la misma urbanización, unos pocos portales no suponían ningún esfuerzo, y menos cuando tenía urgencia por relatar la proeza de hacer volar a Julen por los aires. La carrera le provocó una respiración entrecortada, fue consciente de ello cuando oprimió el botón del timbre.

La puerta se abrió con la desgana del que no espera nada, detrás apareció una Yolanda demacrada, sin gafas, sin pelo… con una mancha negra debajo de un ojo. ¡Esa no podía ser la madre de Julen!

—¡Uy, Kiko, si no te esperaba! —se excusó avergonzada por su aspecto.

El tono pretendía ser jovial, desenfadado, como si nada de lo que hubiera visto el niño fuera verdad. Kiko se quedó sin aliento, como si repentinamente hubiera descubierto  un fantasma o un zombi, y el mero roce de ese muerto viviente pudiera contagiar el cáncer que se relamía en los restos de unos pechos extirpados.

La mujer ocultó la cabeza con un trapo, pero dejó la coronilla sin cubrir; tal vez porque no se la veía, o simplemente porque carecía de la habilidad de arroparse la cabeza.

—Se me ha olvidado la mochila…

Kiko comprendió de repente porque Julen estaba más triste y ausente que nunca, comprendió la razón de las visitas a tantos médicos, que a veces le impedían jugar con su amigo… La madre de Julen se moría lentamente. Yolanda lo sabía, Julen lo sabía… lo sabían todos menos él. Una lágrima resbaló hacia el suelo. Sin mediar palabra tomó la mochila y se marchó con la cabeza baja.

Se encerró en la habitación… Ya no quería chatear con nadie, no tenía nada de lo que vanagloriarse. Pero persistía en su cabeza la imagen de la “onda vital”. Era una idea que ahora le avergonzaba, que de tanta energía como tenía, positiva primero y negativa después, levantaba ampollas en el pensamiento.

Sin saber muy bien por qué, se orientó hacia la casa de Julen, y cerró los ojos. Reconsideró mejor la situación y los volvió a abrir. Apartó una silla, un monopatín, unos zapatos; dejando la zona central de la habitación despejada. Cerró nuevamente los ojos, y con movimientos pausados pero certeros atrajo hacia sus manos una porción de la energía del Universo.

Se imaginó a sí mismo en la habitación, con la mochila todavía sin abrir a un lado, con las rodillas flexionadas y el cuerpo hacia atrás, tratando de contener la energía que se acumulaba en sus palmas unidas por las muñecas. Una luz brillante chisporroteaba entre los dedos, creciendo cada vez más, haciendo que el resto de la estancia quedara a oscuras.

—Ooooooooondaaaaa…

Era una bola de energía pura, y como tal podría ajustarse a un fin determinado… Como destruir el cáncer que mataba a Yolanda. Sí, la bola viajaría atravesando paredes, sin impactar sobre ellas, sin gastar ni una millonésima parte de su energía, para explotar finalmente sobre esa pobre mujer. Cuando el polvo se disipara, y Julen aturdido se preguntara qué es lo que estaba pasando, descubriría a su madre de pie, sonriendo como solía hacer antes de la enfermedad.

—…¡Vitaaaaal!

Unos instantes después, unos golpecitos tímidos sonaron en la puerta de su habitación. No pedían permiso para entrar, sólo advertían la entrada inminente de un adulto.

—¿Estás bien, hijo? —se interesó su madre.

Le había oído gritar entre juegos muchas veces, incluso cuando lo hacía jugando a “La bola del dragón”. Pero siempre eran gritos alegres, guasones… En esta ocasión casi parecía un lamento, un llanto.

—Sí mamá.

Le había interrumpido, Kiko no terminó de visualizar el impacto de la “onda vital”.

—Por cierto —añadió el chaval antes de que su madre cerrara de nuevo la puerta— es posible que me oigas otra vez… Pero no es nada malo, de verdad…

Una madre sabe cuándo debe conceder un tiempo y un espacio, sin hacer preguntas, sin molestar. Y a pesar de que, en aquella tarde, se sobresaltó tres o cuatro veces más con los gritos de “onda vital”, no intervino. Cuando Kiko entró en la cocina, y la abrazó desde atrás, supo que su hijo lloraba en silencio.

Aceptó el abrazo sin preguntar, sabía que algún día Kiko contaría lo que ahora callaba.

—Sabes, cariño, que siempre puedes contar conmigo… para lo que sea.

Se apretó contra ella más fuerte; como si, abandonando el abrazo, temiera dejarla desprotegida ante cualquier enfermedad.

—Ya está, cariño. Ya pasó, mi niño.

Unos días después, encontró a su amigo Julen feliz, con una gran sonrisa en los labios.

—Aunque repitieron las pruebas varias veces, los médicos dicen que se habían equivocado… ¡Mi madre no tiene cáncer! —dijo sin dejar de sonreír.

Kiko le devolvió la sonrisa.



Fin


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Pie de foto: La foto es de MadEigner y está extraído de la página web www.gordiwanarts.com

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