Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


lunes, 26 de abril de 2010

Otros premios


En esta ocasión tengo que agradecer a Duna y a Lidia, dos poetisas muy especiales, cada una en su estilo, que han querido premiar mi trabajo. Para mí, tiene un valor más que simbólico... Gracias a las dos.


Dudo mucho que no las conozcáis, pero si este fuera el caso, podéis conocer su trabajo en Duna al desnudo y en Precisamente de lo que no se habla.

¿Que por qué me gusta la poesía? Y a quien no le agrada una caricia en el alma.








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miércoles, 21 de abril de 2010

VELOCIDAD (Un cuento de 710 palabras, escrito por una niña de 12 años)



No sé bien cómo he llegado hasta aquí. Todos mis recuerdos están borrosos. Estoy en una sala circular. A un lado se ven nubes, y al otro, fuego. Hay dos seres, también. Un hombre gigante con una gran barba blanca, y otro de piel roja, con cuernos de toro, patas de cabra y una larga cola terminada en punta de flecha. Dios y Satanás.

—Dime, si no es molestia, por qué estás aquí, Daniel—dice Dios.

¿Cómo sabe mi nombre? El demonio se acomoda junto al fuego, dispuesto a escuchar. ¡Ay, madre! Yo nunca había creído ni en el cielo ni en el infierno, pero no hay tiempo para lamentarse. Los dioses esperan que les cuente la historia.

—Bueno…yo—trago saliva—Yo era un macarra. Me gustaba mucho montar en moto, y chulearme. En casa era un vago, y no estudiaba ni trabajaba. Incluso a veces robaba—el demonio mira a Dios, con una sonrisa—. También fumaba, bebía alcohol y hacía pellas.

Noto que por un momento, ninguno de los dos me hace caso, así que me callo, avergonzado. Ahora me arrepiento de haber sido tan mala persona, tan egoísta, tan vago… Pero mi arrepentimiento vale bien poco en este momento. Tengo miedo.

—¿Qué crees que se merece?—pregunta Satanás a Dios.

—Ir contigo, de momento—Dios me mira—. Continúa, chico.

Me sorprende que se traten con tanta familiaridad.

Me estremezco. A la izquierda, donde el fuego arde sin parar, unos diablos cotillean; y a la derecha, donde las nubes acolchan el cielo, algunos ángeles se asoman curiosos. Reconozco caras en ambos lados. Mi abuelo José, en el infierno. Él también era un macarra de joven. Mi abuela Maribel, en el cielo. Ella ya nació siendo un ángel.

—Bueno. Un día me fui con mi moto, porque unos colegas me habían llamado. Queríamos pegar a un chaval. De pronto, un coche salió de una calle en dirección contraria, y me atropelló. Después solo recuerdo un hospital, una enfermera gorda, y que la tierra me tragaba—terminé bruscamente.
Oí risas en el infierno.

—Parece arrepentido—observó Dios con indulgencia.

—Pero ha pecado demasiadas veces. No vale arrepentirse y rogar cuando ves el final cerca—replica Satanás.

—Tienes razón —suspiró Dios—. No sé qué les pasa a los hombres de esta familia. Llévatelo.

Me dan ganas de ponerme a suplicar de rodillas, pero me quedo quieto, paralizado de terror. No quiero ir al infierno, yo quiero estar con mi abuela y con los demás ángeles. Pero no puedo.

—Bueno, chavalín. Tú te vienes conmigo.

Satanás me coge del brazo. Su contacto me abrasa.

El suelo se abre, mostrando una imagen horrenda, imposible de describir. Entonces caemos. Noto el viento en la cara, que apenas me deja respirar, y mi ropa, toda rota, ondeando en torno a mí. Si no fuera porque el demonio me estaba llevando al infierno, sería una sensación incluso agradable. Ya sé a lo que me recuerda esto: es como ir en moto a toda leche sin el casco puesto, como sacar la cabeza por la ventanilla de un coche en marcha, como bajar en la montaña rusa.

De pronto la sensación ya no es tan agradable. El viento me quema la cara, y la ropa ha quedado tan calentada que arde. Paramos. Satanás me suelta y se sienta sobre su trono de fuego. Miro mi brazo preocupado. Me duele. Me ha dejado la marca de su mano.

—Me caes bien, Daniel. Desde ahora tú harás mi trabajo.

Chasquea los dedos, entonces me duele la cabeza, y no siento nada de la cintura para abajo. ¿Qué me está pasando? Me miro: tengo patas de cabra, y una cola terminada en punta de flecha. La marca que tenía en el brazo ahora no se nota, porque mi piel es de color rojo. Me palpo la cabeza y encuentro unos cuernos de toro. Ahora soy yo Satanás, aunque no comprendo la razón. ¿Le he caído bien al demonio, al Señor del infierno? Le veo, pero ya no es rojo ni tiene cuernos ni patas de cabra. Está… ¿Haciendo las maletas?

—¡Me voy a vivir otra vida, chico!—exclama satisfecho.

Increíble, ahora soy el diablo. Todos se inclinarán ante mí. Podéis llamarme Lucifer, si os da la gana.






FIN


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martes, 20 de abril de 2010

Aceleraciones (un cuento de 1.010 palabras)


Ya me lo decía mi abuela, “no vayas a la ciudad que todo va muy deprisa”, y yo no le hice caso. Pues, ¿qué importancia tiene vivir acelerado cuando puedes “vivir”? Nuestros mayores, con eso de que han vivido mucho se creen que lo saben todo, y no se dan cuenta de que su pensamiento obsoleto no encaja bien en la forma de vida moderna. “Modernidad, modernidad… ¡Golfo! Más te valdría buscarte un buen trabajo y no eso que tienes”.

Un buen trabajo para ella era levantarse de madrugada y regresar a casa con la espalda rota por la noche. No, estaba claro que no podía vivir con ella. Y tras muchos llantos y promesas que sabía que no cumpliría, me marché a la ciudad.

¡Dios, vivían tantas personas juntas! Desde la humilde perspectiva de un campesino, parecía que se apretaban trillones de almas unas contra otras… Estaba en el cielo, nada que ver con las soledades y pobrezas de tierras baldías.

—¡Bienvenido, amigo! ¿Buscas trabajo? —se interesaba un individuo que repartía publicidad con alegría.

Y las muchachas me sonreían al pasar.

—Con dinero se pueden hacer muchas cosas… —insistía ofreciéndome un papelito con un número de teléfono.

De pronto, todo el mundo, como en las viejas películas que le gustaban a mi abuela, rompió a bailar en una improvisada coreografía.



                                  “Con dinero podrás comprar una bonita casa,

                                   con dinero tendrás amigos y el amor,

                                   con dinero serás respetado…”



…Cantaban con alegría los transeúntes de la avenida. Mis expectativas estaban más que satisfechas. Sí, estaba en el cielo. Tomé el papelito del hombre sonriente y llamé al número de teléfono.

—¿Cómo, que acabas de llegar a la ciudad? ¡Muchacho, no te preocupes por nada, ya tienes trabajo! Vente a las oficinas para recoger las llaves de tu apartamento.

Ya tenía casi de todo, y todavía sin hacer nada. ¡Pobrecita mi abuela, qué equivocada estaba! Con mi primer sueldo alquilé una casa más grande, con un inmenso jardín comunitario, dónde las vecinitas me lanzaban insistentes miradas. “¿Por qué me miran así? Quizá sea porque soy nuevo en el barrio y tendrán curiosidad… Me voy a presentar, será lo más educado”.

—Hola, me llamo…

De un modo inesperado me empujaron tras un matorral, y descubrí con placer, repetidas veces, el ansia femenina por la reproducción.



                                       “Descubrirás el amor, todo el amor

                                        y nada más que el amor;

                                        si nos das hijos, muchos hijos

                                        a los que amar…”



Cantaban las mujeres en un revuelo de besos y caricias.

—Cuando termines de trabajar pásate por aquí —decía una—. Todas conocemos cientos de maneras diferentes de relajar a un procreador.

Y pobrecito mi abuelo, que murió sin conocer el paraíso.

Los días transcurrían apaciblemente, y la ciudad crecía a un ritmo vertiginoso. Era imposible no darse cuenta que se levantaban barrios enteros en muy poco tiempo, claro que todos éramos trabajadores felices y muy bien motivados. Además, apenas existían conflictos sociales que repercutiera en el progreso general.

—Abuela, tienes que venir. La ciudad no es como te imaginas… ¡todos son felices! —dije por teléfono, en un intento de traerla.

—No hijito, sé como son los de la ciudad: ¡unos golfos que sólo piensan en lo mismo!

—Abuela, estás confundida.

—Cariño, regresa conmigo… Los de la ciudad están condenados.

Imposible razonar con ella, era de ideas muy rígidas. Al colgar el teléfono noté un temblor extraño en el suelo, muy suave. No le di la importancia que merecía, aunque se repitieron a lo largo del día, y cada vez con mayor intensidad. Pero nadie parecía preocupado por los seísmos, tal vez porque las construcciones estaban muy bien diseñadas.

Poco después surgieron los vientos, auténticos ciclones que arrasaban todo a su paso. Y los gobernadores tranquilizaron al pueblo:

—Desgracias naturales siempre han existido, y no podemos evitarlas… ¡Pero sí podemos reconstruir la ciudad y hacerla más grande aún! —Clamaban nuestros dirigentes.

Poco después hubo quien presentó estudios detallados sobre la relación entre los seísmos y los ciclones, pero nadie hizo caso… Todos eran demasiado felices para cambiar de vida como sugerían los informes. “¡Estáis condenados!”, clamaba desde el recuerdo mi abuela. Y tronó.

Del cielo surgió la voz de un dios todopoderoso, enfadado y celoso de nuestra felicidad. Los ciudadanos buscaron refugio en sus casas, asustados por aquel lamento antinatural que desconocían. Muchos desempolvaron los viejos libros de religión, los que propugnan una existencia equilibrada basada en la contención de nuestros instintos. ¿Pero es que no estaba superado que la religión impedía la plena realización del individuo?

En cuanto cesó el bramido, la ciudad retomó su actividad normal. Se olvidaban demasiado pronto sucesos tan extraños, porque la única premisa para ser feliz estaba en vivir el presente, olvidar el pasado y no pensar en el futuro. Porque los que miran demasiado el pasado se quedan anclados a él, como mi abuela, y no disfrutan de las cosas buenas de la vida; y los que miran excesivamente al futuro, quedan atrapados en las expectativas de unas hipotéticas bendiciones que nunca experimentan. Como mi abuelo.

Si los ciclones anteriores habían arrasado parte de la ciudad, los vientos que surgieron después se revelaron como apocalípticos. Nada hacía presagiar huracanes que arrancaran de raíz ciudades enteras…

Desde la ventana del salón de mi casa veo como otra ciudad se precipita hacia mí. Veo la cara de horror de miles de personas volando, agarrándose inútilmente a objetos cotidianos que en otras circunstancias habrían dado un punto de apoyo estable; y pienso que ahora que había conseguido realizarme, que estoy en lo mejor de mi vida, voy a morir.

Pero la muerte no llega por azar, sino por necesidad. Me preparé para el impacto que anularía mi existencia, pero no sucedió. Gravité por mi salón, y con mucho esfuerzo conseguí asirme a la ventana.

No reconocí el paisaje habitual, los jardines habían desaparecido, y en su lugar aprecié una sustancia extraña, translúcida y pegajosa que recubría todo hasta dónde llegaba la vista. Dios había estornudado, y yo viajaba a la velocidad de la luz por la inmensidad del espacio vacío.



—Jesús—





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miércoles, 14 de abril de 2010

"En la cañada real" (última parte)


Y ahora, que ya conocen los antecedentes, estarán esperando con ansiedad la explicación del último suceso, ¿verdad? Recapitulemos un poco.

Manuel está de regreso a su hogar, harto de una larga jornada de trabajo como reciclador de basuras. Le duelen las piernas por tantas horas de bipedestación, y la espalda por contracturas musculares. Huele a basura, y es probable que si su mujer le diera un beso en los labios, apreciaría aparte de su amor, un sabor acre, picante y dulzón, completamente ajeno a su naturaleza.

Necesitaba darse una ducha y descansar. Su mente de obrero, acostumbrada a la servidumbre de la nómina y a las discutibles satisfacciones espirituales del trabajo bien hecho, sólo podía pensar en la llegada al hogar como la entrada al Paraíso. Por lo tanto, todo lo demás era un valle de lágrimas del que era mejor huir con la máxima celeridad.

Esta idea se reforzaba diariamente cada vez que circulaba por la Cañada Real, carretera que conducía hasta el vertedero donde trabajaba. En ella observaba la vida de aquellos marginados que se habían asentado ilegalmente en ambos márgenes.

Habían construido sus hogares bajo la presencia ominosa de una montaña artificial, creada con los deshechos de los señoritos de la ciudad, y donde los camiones volquete descargaban incesantemente, transformando la orografía, en un lugar donde ni las gaviotas basureras acudían para alimentarse.

Sí, era un entorno donde los gitanos convivían en armonía con los árabes, sin mayores complicaciones ocasionales que la redada oportunista de la policía en búsqueda de un alijo de drogas, o de algún drogadicto con síndrome de abstinencia dando voces en mitad de la carretera.

Por lo demás, y curiosamente, era un sitio normal, que se alegraba con la llegada de la primavera, donde sus mujeres barrían las entradas de sus hogares, y los ancianos, con las manos apoyadas en bastones, veían la vida pasar desde la sombra de unos tejadillos de uralita reciclado.

La naturalidad de la vida moderna llegaba a esos rincones, y con evidencia, a través de los autocares de los colegios, los bares señalizados con pintadas, ¡con letras mayúsculas!, y las antenas parabólicas, que emergían como champiñones en los tejados de las chabolas.

La Cañada Real era, por tanto, un lugar densamente habitado, y no era raro que soportando un tráfico rodado constante, día y noche, de vehículos pesados y particulares, hubiera un accidente. De hecho, las estadísticas aseguran que, precisamente en esa carretera, es donde se producen el mayor número de accidentes de toda la región, ¿o debería decir atropellos?

No es de extrañar, entonces, que Manuel, el Manuel de nuestra historia, tras dos pequeños percances y obsesionado con llegar a casa, haya atropellado a un gitano rechonchote de unos treinta años. ¿Qué cual es su historia? Pues ni más ni menos que la de cualquiera de ellos, y creerme, no es mejor que las precedentes relatadas...


* * *



Josué pertenecía a la etnia gitana que dominaba la Senda Galiana, la Cañada Real que transcurría hacia los vertederos de Valdemingómez. Tenía unos treinta años, y una complexión corporal dilatada que una blusa de seda negra muy holgada y unos pantalones de pinzas italianos, con muchas equis en la etiqueta, no conseguían disimular. Porque Josué no estaba gordo, no; metiendo un poco la tripa, y siempre que le observaran con mirada indulgente, descubrirían a un gitano resultón.

Évelin nunca lo vio así, a pesar de que Josué estaba enamorado de ella, y razones no le faltaban, pues virgen más bella no pudo ser concebida jamás por maestro pintor de cualquier tiempo. Évelin era la hermosura encarnada en un cuerpecito de mujer y, por tanto, el orgullo y la esperanza de la familia Vargas para que un buen matrimonio los situara, socialmente, a un nivel superior.

Aunque se regían por sus propias leyes todos creían que podría llegar a ser pretendida por algún payo de familia influyente, de esos que se descubren contestatarios, y que por amor, ¡bendito sea!, su familia acabaría aceptando a regañadientes el matrimonio. Y el novio, por amor, termina por aceptar a la familia de su mujer, y todos, por amor mutuo, acaban revelándose muy similares, con las mismas inquietudes y esperanzas.

La realidad era muy diferente, la bella Évelin ni era pretendida por influyentes banqueros o personajes de la televisión, ni era virgen. Y aunque sus costumbres eran muy rígidas, en cada nueva generación, niños y niñas gitanas perdían cada vez más sus costumbres y creencias.

Era un efecto invisible de desgaste, de erosión lenta pero constante producida por una sociedad de consumo de la que no permanecían al margen. Cuando la noticia llegó a oídos de los padres de Évelin, la Cañada entera tembló ante sus rugidos de ira.

Évelin era la vergüenza, la deshonra de la familia, ella, que tanto bien podía haber hecho, había regalado su virginidad al primer muchacho que había sido atento con ella.

—¿Con que derecho? –bramó su padre—. ¡En último caso la hubiéramos vendido a buen precio! –Levantó la mano con intención de dejar su huella en el rostro de su hija, pero la belleza de sus rasgos la detuvo.

Era como si espontáneamente se le apareciera la Virgen María y de su pecho flameado de amor divino irradiara un poder sobrenatural que aplacaba cualquier mal. Sollozó humillado, vencido... resignado.

Al día siguiente se presentó Josué en la puerta de la casa de Évelin, como si nadie hubiera escuchado nada y los rumores de lo sucedido la noche anterior no hubieran sido desmenuzados para sacar la mayor sustancia que les alegrara el día. Para Josué nada había pasado.

—Vengo, señor, para pedir la mano de su hija Évelin –explicó Josué con inquietud.

Se conocían desde hace mucho, de hecho, Yosua, el padre de Évelin, lo había sostenido en sus brazos cuando Josué era un bebé recién parido. Toda la conversación era puro formulismo, llena de delicadezas para no tocar llagas e imprecisiones para no provocar susceptibilidades.

—¡Vaya, Josué, no me lo esperaba! Bueno, ¿y desde cuando estás prendado de mi hija?

—Señor, —sólo en esta conversación le llamaba así— desde que era un niño.

—¿Tanto? –Yosua estaba escandalizado, no podía entregar su hija a ningún desequilibrado.

—Bueno, señor. La verdad es que Évelin siempre la he tenido en mi mente de alguna manera, pero verdaderamente enamorado de ella es desde hace poco, cuando me enteré que sufría... porque alguien sin corazón la dejó.

Yosua se levantó de su silla de madera y mimbre, tan agitado que Josué creyó que iba a romperla sobre su cabeza.

—¡Mira, ese canalla...! Ese canalla...

—Sí, lo sé. Quería lo que todos, pero Évelin no se lo dio. Por eso la dejó –mintió Josué.

—Eso es —suspiró Yosua.

—Mire, señor. Yo la amo, de verdad. Sabré curar sus heridas y perdonar sus errores. Lo único que me importa es ella.

Trataba de comunicarle que conocía los detalles, pero sin ofender su dignidad, hacerle comprender que Évelin era lo más importante en su vida y que no habría precio que no pudiera pagar para recibir su amor. Era toda una oportunidad para acallar los rumores y que la familia recuperara el buen nombre en el escalafón social de la Cañada.

Además, el pretendiente pertenecía a una familia amiga, y estaba bien situada económicamente por la venta de áridos y demás materiales de construcción. Habían sabido aprovechar la oportunidad de la fiebre por la edificación que, en más de cinco kilómetros de la Cañada Real, se había extendido en perjuicio del chabolismo. Decían que el gobierno expulsaría de esas tierras a todo a aquel que viviera en condiciones infrahumanas, realojándolos en cualquier piso de Arganda o de Madrid.

—¿Cuánto estarías dispuesto a cotizar, Josué?

Según sus normas una mujer sin marido no era nada, y nadie la reclamaría si había conocido varón, por lo tanto no podía exigir dote alguna por Évelin. Pero no podía reconocerlo abiertamente.

—Lo que considere justo.

Le respondía con su misma moneda, le recordaba que conocía los devaneos de Évelin y que por lo tanto ella estaba devaluada. De otro modo se hubieran concretado sumas de dinero y bienes materiales. Era una respuesta más que generosa, pues le daba la oportunidad de salvar su nombre y no perder dinero en la operación. Pero no debía pasarse.

—Bien, Josué, veo que de verdad amas a Évelin. Yo te doy mi bendición si consuelas a esta familia con treinta mil euros, en compensación por el dolor que su ausencia provocará en nuestros corazones. Será un dinero que administraremos velando también por vuestro bien.

—Yosua, ¿no crees que estás pidiendo demasiado?

—No. Y no creo que sea demasiado ni para tu familia ni para ti, que dices amarla mucho.

Yosua se levantó de su silla de madera y mimbre, dando por finalizada la conversación. Los Vargas era gente muy orgullosa, y el talante de Yosua, que apenas unas horas atrás lloraba desconsolado, no podía ser otro.

Se mantuvo de pie, al lado de su silla, sin moverse, hasta que Josué abandonó los límites de su propiedad, sólo entonces volvió a sentarse. En su rostro no se reflejaba emoción alguna, sabía que sería escudriñado por las mujeres; tratarían de desvelar, a través del más mínimo indicio, si la entrevista se había desarrollado bien o mal.

—Está demasiado quieto —murmuraba alguna a sus espaldas.

—Sí, parece que no respira. Malo, malo.

Y ninguna se le acercó, ni los vecinos que habían sorprendido la pedida de mano desde las ventanas de sus casas se allegaron para felicitarle. En el patio de los Vargas no se gritó, nadie cantó, y cuidaron mucho que los niños no se arrimaran al patriarca de la familia.

Para Josué tampoco hoy era un día de fiesta, tal vez era peor. Yosua le había pedido un dinero que no tenía, a pesar de su edad no tenía nada ahorrado. No tenía oficio ni negocio, ni experiencia en trabajo alguno. Había trapicheado, como todos los de la Cañada, cuando había sido más joven, pero de esos años oscuros nada había quedado, sólo la costumbre de desayunar un pollo cada mañana.

—Que quieres, se levanta muy temprano. No quiero que mi Josué se me caiga al suelo en el trabajo —defendía su madre años atrás, una mujer gruesa con unos pechos descomunales.

Su familia, los Heredia, tampoco tenían ese dinero. Y de tenerlo no lo hubieran cedido para ganar una nueva hija, ni por la felicidad de su hijo mayor. Antonio Heredia, padre de Josué, mantuvo abierto el negocio de los áridos, y los camiones seguían entrando y saliendo, con su carga de arenas o cementos, aún cuando en los balances de su contabilidad rara vez arrojaban cifras que sus gestores consideraran beneficios.

No dejaba de ser un “trapicheo” más, sólo que legal. Compraba el material a un precio y lo vendía a otro mayor, pero no siempre en el plazo que los acreedores marcaban para cobrar sus facturas, o en los precios de mercado, y la mayoría de las veces tenía que venderlo a un precio menor, si quería hacer frente a los pagos.

—¿Estoy en la ruina? –Se interesaba Antonio Heredia.

—No, pero es un negocio muy irregular. Muchas veces tiene que aportar un dinero que su empresa no tiene —replicaba el gestor.

—Bueno, pero me da de comer, ¿no?

—Sí, pero no lo hará rico, y la quiebra revolotea en círculos como un buitre sobre su cabeza.

Antonio Heredia complementaba la economía familiar con el negocio de la chatarra. Dos de sus hijos conducían camiones pequeños que arrancaban antes de las seis de la mañana para llegar los primeros a la cosecha madrileña de metales. Más de una vez la chatarra había salvaguardado su economía familiar, pero estaba lejos de tener alguna fortuna escondida en casa. Ni Josué, ni su familia, tenían los treinta mil euros requeridos.

—¡Maldita sea mi suerte! –Gritó Josué en los campos desolados de escombros que había entre la Cañada y la autopista M-50.

Allí no sería escuchado, allí podría meditar bajo el arrullo del tráfico rodado de la autopista. Comprendió que el orgullo de sus familias, la suya y la de Évelin, habían provocado una situación disparatada.

—Me mato, me tiro ahora mismo a la autopista y se acaba todo —sentenció Josué desconsolado, absolutamente descorazonado.

Sus piernas, sin saber muy bien cómo, se movían en dirección hacia la autopista, pero su trayecto quedo truncado inesperadamente por la aparición de un insecto, que sin pudor, se posó sobre el brazo izquierdo. La reacción instintiva de Josué fue levantar la mano contraria, evitando que su sombra alertara del inminente final, pero en el último instante no la descargó contra el bicho. A su manera, el insecto era muy bello, y a Josué se le antojó que era de sexo femenino. Se solidarizó con aquellos que parecían buscar la muerte.

—Todavía no ha llegado tu hora —anunció soplando con fuerza sobre el insecto, para desembarazarse de él sin dañarlo.

El bicho salió despedido del brazo, pero un segundo después regresó de nuevo al mismo sitio. ¡Hasta hizo vibrar sonoramente las alas bajo un diminuto caparazón rojo, desafiando con su presencia el derecho a la vida!

Josué se encogió de hombros, le importaba más bien poco la historia de ese insecto amante de las personas. Aunque por padecer las penurias de un amor imposible se confraternizó con el bicho, imaginándose que también él sufría por el amor imposible de algún insecto maravilloso, atractivo, cautivador. No como él, que era un gordo y, además, gitano. ¡Ay, si Josué supiera!

—Bueno, pues vente conmigo —Josué se resignó a su perseverante compañía—. ¡Pero te advierto que el sitio adonde voy no te va a gustar! –Añadió observando como el calor invisible que emanaba del asfalto de la M-50 hacía bailar las cosas en una bruma misteriosa, como en los sueños.

—Suponiendo que un milagro sucediera, y consiguiera los treinta mil euros, ¿Évelin me amará, aceptará la autoridad de su padre y se casará conmigo? En el mejor de los casos será por amor y respeto a su padre, yo no tengo nada que ver —suspiró Josué desconsolado, envilecido por unos sentimientos que le empequeñecían.

Se había quedado absorto, inmovilizado, perdido en la inmensidad de sus pensamientos.

—¿Pero qué hago yo aquí? Yo no debo estar aquí. No debo estar... en ningún sitio.

Josué estaba sorteando el quitamiedos que delimitaba el arcén de la autopista, cuando repentinamente un pajarillo se posó a su lado sobre la valla, a unos 20 centímetros. ¡Ni las aves domésticas, que tienen los instintos más atrofiados, admitían esa proximidad con los humanos! La negrura de sus ojillos, que parecían esperar algo, destilaba una amarga tristeza.

Josué acercó la mano con suavidad hacia el pájaro; no huyó.

—A ver si lo adivino, ¡tú también quieres morir hoy! Bueno, pues has venido al sitio correcto, aquí el bicho y un servidor vamos a cruzar la autopista.

El pajarillo pió.

—¿Qué, te apuntas?

Volvió a piar, parecía comunicar algo que obviamente Josué no comprendía.

—Bueno, me encantaría conversar toda la tarde contigo, pero... –suspiró profundamente— no has elegido el mejor momento. Además, hay un problemilla... ¡no entiendo ni papa eso que dices!

Josué miró con extrañeza al pájaro.

—¡Qué te largues, coño! –Gritó con la esperanza de espantar al pajarillo, no tenía ganas de asesinar a nadie aunque pudiera estar pidiéndolo.

El pajarillo levantó el vuelo y, en una extraña pirueta acrobática, muy elegante por cierto, se posó sobre su hombro izquierdo. Allí pió con dulzura, no era un ave cantora, pero su voz arrastró los sonidos en algo parecido a una melodía muy sencilla.

—Coño... –Josué no era persona de gran vocabulario.

Tal vez por su falta de cultura carecía de la prepotencia de los que llenan el alma de respuestas a preguntas que nadie ha formulado y, libre de cualquier condicionamiento, percibió su voz interior, como si en un instante mágico sus mentes se ajustaran a la misma frecuencia, y pudieran comprenderse.

—Coñó–repitió Josué.

No estaba seguro de comprender experiencias tan extrañas como las que estaba viviendo, ni siquiera estaba seguro de su realidad. Sintió la amargura de la muerte de un amigo que nunca había tenido, y hasta percibió la imagen de la persona causante de la tragedia. Conducía una furgoneta blanca.

—¡Vamos, hombre, todavía podemos llegar! –apremió el pajarillo, al lado de su oreja.

—¡Ahh!

Josué huyó hacia la Cañada, lugar que por resultarle familiar esperaba que las conjuras de brujería se volatilizarían por un exceso de realidad cotidiana.

—Sí, búscale. Y dile que me ha robado el amor de mi vida... ¡Qué te devuelva el amor de la tuya! –Exclamó el bicho, con voz de mujer, desde el brazo.

—¡Ahhhh! –Gritó espantado Josué.

En ese momento llegó a la carretera de la Cañada Real y sin mirar la cruzó, buscando, como un poseso, el refugio de su hogar, que se hallaba al otro lado. Una furgoneta blanca no pudo esquivarle y le alcanzó de lleno. Josué permanecía en ese estado de conciencia alterado, en que las cosas comunes se perciben de modo diferente, y desde el capó de la furgoneta vio a Manuel con cara de susto. Le reconoció, era él.


—Yo sólo quería llegar a casa pronto —se disculpaba Manuel.
—Yo también, pero me has atropellado, tío —protestó Josué.
—Haré todo lo que sea para compensarte, de verdad.
—¿Todo? –A Josué se le iluminó la cara un instante— ¿Tu seguro podrá pagarme treinta mil euros por el accidente?
—Sí, diremos que la culpa era mía, que el sol me cegó y no te vi cruzar.
—Gracias.


Y  rodó hacia el otro lado del coche, cayendo frente a la casa comunal de los Heredia con las piernas rotas, justo en el momento que Évelin salía por la puerta y presenciaba como Josué caía a sus pies.

—Te amo, Évelin.

Y Josué perdió el sentido con la imagen de un ángel que le acariciaba la frente.

Varias semanas más tarde, cuando no fueron necesarias escayolas ni sillas de ruedas, y podía desplazarse con muletas, Josué abrazaba a un payo. Manuel era su padrino de bodas. Celebraban la ceremonia en el patio de la finca de los Heredia, que estaba adornado con guirnaldas de flores naturales para la ocasión.

—¿Qué te ha pasado, flacucho? ¿En el hospital no te daban un pollo diario para desayunar? –Bromeaba Manuel.

Lo que contestó ya no tiene importancia para el desenlace de esta historia.




— Fin —





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Pie de foto: extraído de Google. Si la reconoces como tuya y no deseas que figure en este blog, házmelo saber.
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viernes, 9 de abril de 2010

"En la cañada real" (segunda parte)



—Todo tiene su ciencia, mi joven amigo –explicó Erasmus, instructor de vuelo retirado.

Le atraía la compañía de los jóvenes, admiraba el espíritu que les empujaba a dar la vuelta al mundo si sus mayores los dejaran. Sí, Erasmus no era ningún depravado que disfrutaba pervirtiendo a los adolescentes. De hecho, desde que se jubiló, y ya no recibía el respeto y la admiración de sus pupilos, los acechaba.

Solía acercarse con cualquier pretexto para tratar de estimular la curiosidad o, a un nivel más ambicioso, el deseo natural de aprender. Jugaba con ventaja, pues Erasmus había vivido mucho, y por suerte, intensamente.

Él había sido el mejor en vuelo acrobático, sus méritos eran del dominio público, y estaba reconocido socialmente. Por eso disfrutaba de una vejez muy dulce y sin complicaciones.

Pero Erasmus, como les sucede a unos pocos que no se sienten debilitados por el peso de una edad muy larga, disfrutaba con las inconveniencias de no asumir su papel de “abuelito”, por eso le atraía tanto la rebeldía natural de los menores. Y en más de una ocasión había provocado, directa o indirectamente, algún altercado, o como dirían las autoridades competentes: “alteración del orden público”.

¿Y qué importancia tenían esas “alteraciones del orden público”, o mamarrachadas como solía decir él, cuando uno tiene los días contados y el corazón palpita con el vigor de un muchacho? Ninguna, desde luego. Erasmus era, simplemente, coherente consigo mismo.

Los agentes sociales hacían la vista gorda, toleraban sus travesuras, porque, aunque sus métodos no eran demasiados ortodoxos, eran estímulo suficiente para despertar lo mejor de los muchachos. Siempre, de alguna manera, hacía de ellos individuos excepcionales. Y Evaristo no sería la excepción.

El joven esperó pacientemente la explicación, las palabras cargadas de sabiduría, poderosas, que harían de él, no sabía como, un Mesías o tal vez un dirigente que arrebatara a las masas de su parsimonia de vivir. Evaristo necesitaba cambiar las cosas, dejar su impronta, hacer un mundo a su medida.

—No debes aceptar, nunca, límite alguno, Evaristo. Los límites nos frenan, nos impiden avanzar —observó el gesto de impaciencia que se formaba en su nuevo pupilo.

—Oiga, no quiero escuchar ningún sermón comecocos. Ya tengo bastante con los de mis padres.

—No hay problemas –declaró amablemente Erasmus—. Eres tú, mi joven amigo, quien decide hasta donde llegar. Yo no voy a volar por ti, desde luego. Pero no me pidas que te enseñe si no vas a aceptar las reglas básicas de todo buen piloto. No puedo admitir ni esas condiciones ni esa responsabilidad.

—No me ha entendido, señor. ¡Por supuesto que quiero aprender! Pero...

—Pero, no debes olvidar nunca cuestionar las cosas. Incluso después de aceptar unas cuantas reglas básicas, que no podrás cuestionar nunca. ¿Has entendido, Evaristo?

El muchacho asintió con la cabeza.

—Bien, paso número uno: No existen los límites, sólo existen en tu cabeza. Si haces caso de ellos quedarás atrapado como un bicho en la tela de una araña.

—Pero, señor. El sentido común me dice que si tengo una pared frente a mí y no gano altitud me estrellaré con ella. Esa pared es un límite, ¿lo debo ignorar?

—Evaristo, el primer límite que deberás eliminar, y ten la certeza de que hay muchos, es el sentido común. No te va a ser fácil, pero si lo consigues, créeme: volarás muy alto.

Erasmus no estaba seguro de que el muchacho advirtiera la totalidad del mensaje que encerraban sus palabras.

—Obviamente –continuó el viejo instructor— y es de necios decir lo contrario, nunca debes ignorar el mundo cambiante que nos rodea. Todo buen piloto acrobático no debe olvidar nunca que formamos parte de un conjunto, y que no debe ir jamás en contra de los elementos de ese grupo, de esas circunstancias. A otras que no formen parte de ese momento y lugar, se las puede desafiar. Yo te ensañaré cómo, y te enseñaré a calcular con acierto el riesgo. Esa es, en esencia, la diferencia que separa la mediocridad de la excelencia.

Evaristo sonrió. Había captado palabras muy gruesas que su mente, todavía muy rudimentaria, podía entender. Él no sería mediocre, no. Demostraría al anciano de qué estaba hecho, de qué era capaz.

Erasmus apreció el gesto del muchacho, sabía que había atraído su atención, y comprendió al instante que Evaristo tenía el temperamento en el pecho. ¡Lástima! Ni siquiera él podría cambiar eso.

—Debes llevar el corazón a la cabeza, Evaristo. Vivirás más años.

—¿Y por qué no un poco de cabeza al corazón?

—Porque es mejor dar pasión y fuerza a un pensamiento coherente, que tratar de argumentar una pasión ciega.

Evaristo había tratado de ganarse la confianza de su maestro, pero sintió que había fracasado. Humillado, reconoció que no era tan listo como el gran Erasmus, y no pudo evitar una emoción extraña, desconocida hasta ese momento, que relacionaba de un modo misterioso la admiración y la envidia.

Presentía una dependencia hacia él, por eso empezó a despreciarlo. Erasmus se había convertido, sin poder evitarlo, en su punto débil. Y un joven de la calle no podía permitirse tener debilidades.

—Por hoy ha sido bastante, Evaristo. Mañana empezaremos por algo que sin duda, te gustará más que la palabrería de un anciano. ¿Nos vemos mañana a la misma hora? –preguntó Erasmus siempre amable.

¿Cómo negarse a tanto encanto concentrado? Evaristo asintió con la cabeza, aturdido por las emociones contradictorias que embargaban la paz de su espíritu.

En las jornadas siguientes Erasmus cumplió lo prometido, hubo clases prácticas de vuelo y menos teoría. Y Evaristo aprendió mucho en muy poco tiempo, técnicas de aceleración, de elevación, de descenso repentino, retención estática, de giro y doble giro súbito. En esencia, eran los rudimentos del vuelo acrobático.

—Aún te queda mucho por aprender –aclaró Erasmus—. La lección más importante, Evaristo, es la elegancia.

¡Por favor! ¿Cómo se atrevía el viejo a decir tal cantidad de sandeces en lugar de valorar positivamente sus esfuerzos y sus evidentes progresos? Evaristo se sintió nuevamente disminuido e infravalorado. ¡Elegancia!

—Señor, no quiero que piense que deseo contradecirle. Pero, ¿acaso no es más importante en el vuelo la precisión y el efectismo que... el estilo?

Erasmus sonrió meneando su cabeza con gracia.

—¡Tienes tanta pasión, Evaristo! Ojalá tuvieras tanta cabeza como corazón.

Ya estaba de nuevo con sus desprecios, no le bastaba con acusarle de su falta de elegancia... ¡tenía que recordarle que no era tan listo como él!

—No, Evaristo. Y te diré por qué. Cualquiera, con el debido entrenamiento puede dominar el arte del vuelo acrobático. Pero el estilo, o la elegancia, no nacen de unas técnicas de vuelo... sino del espíritu, Evaristo. ¡Tienes que encontrar tu espíritu, para gozar de sus bondades! Encontrándolo no sólo descubrirás tu elegancia original, que naturalmente no podrás evitar transmitir en cada cosa que hagas, por pequeña o grande que sea, sino de muchas otras cualidades que normalmente se ignoran.

Evaristo suspiraba con evidente disgusto.

—Míralo de esta manera, siempre serás recordado por un estilo brillante e imaginativo y no por uno puramente mecánico y efectista, como dices tú. No seas uno más del montón, Evaristo. ¡No te menosprecies, caramba!

—No soy yo quien lo hace, señor –rebatió el muchacho, mostrando evidentes signos de una gran congoja interior.

—¿Qué es lo que te sucede, Evaristo? Nunca antes te he visto como ahora. ¿Tienes problemas con tus padres o es por alguna pájara que no te corresponde?

—No señor, nada de eso. Ya no vivo con mis padres, por eso ya no tengo problemas con ellos. Y todavía no me fijado en ninguna, porque tengo que probarme a mí mismo, primero, que puedo dominar mi vida.

—Y que pasó Evaristo, ¿la vida te dominó primero?

Erasmus parecía sarcástico, no era su estilo. El joven no contestó, pero su mirada fue muy dura.

—No te enfades, mi joven amigo. Hay una cosa que aprendí del viento hace muchos años, y es que cuánta más fuerza y resistencia opongas más fuerza y resistencia sentirás contra ti. De esto se deduce, Evaristo, que el dominio no deja de ser otra forma de sumisión.

¿Cómo podía explicar a ese viejo sabelotodo que él era el motivo de su congoja? ¡Necesitaba abandonarle, recuperar lo poco que aún conservaba de su individualidad y recomponerse fuera de su alcance!

—Erasmus –era la primera vez que lo nombraba por su nombre— necesito probarme en vuelo acrobático. Necesito tu reconocimiento para que los demás me respeten como experto, aunque oficialmente no ejerzas como instructor.

—Muy bien, mañana a la misma hora de siempre empezaremos las pruebas.
El viejo presintió que algo no funcionaba como era debido, las despedidas prematuras siempre le habían resultado traumáticas. Y en esta ocasión, viendo a Evaristo marcharse cabizbajo, le relampagueó la certeza de una desdicha.

Esperó con desazón, minuto a minuto, desde que el sol anunció un nuevo día, la hora en que se encontraría con su pupilo. Para cuando llegó el momento esperado, Erasmus se había convencido que se encontraría con un muchacho mal encarado, que con malos modos y vocabulario inapropiado trataría de irritar su talante afable y provocar una intolerancia y renuncia que, en realidad, no sentía.

Se había preparado para esa eventualidad, pero descubrió con sorpresa que su prudencia estaba de más: en la cita se reveló un Evaristo triste y apocado, escaso en palabras y de mirada huidiza.

—¡Alegra esa cara, hombre, que hoy es un gran día!

Trató de animar el anciano, conmovido por el desánimo del muchacho.

En la cabeza de Evaristo se debatía el buen juicio con la duda irracional de que nunca sería lo bastante bueno para su maestro, que nunca conquistaría su aprobación; que únicamente requería su compañía por la misma dependencia que el narcisista busca el espejo de mano, para recrearse en él. Se había rendido antes de empezar.

—Empezaremos por algo sencillo, Evaristo. Y a medida que vayas superando cada prueba, la siguiente será un poquito más complicada... ¡Hoy vamos a descubrir tu talento! –Exclamó jubiloso Erasmus—. Primero ejecutaré los pasos que después tú repetirás, ¿comprendido?

Evaristo asintió sin palabras.

—Sé que eres un chico aplicado y que conoces perfectamente todas las lecciones teóricas, pero me siento obligado a recordarte que nunca debes despreciar detalles como la fuerza y dirección del viento, ¡cuidado con los remolinos!; la temperatura y la altitud, ¡ojo con los vacíos de presiones atmosféricas!; las variaciones de velocidad de todo aquello que se mueva, la atracción de...

—Vale, vale. Por favor, procede con la prueba –atajó Evaristo con impaciencia.

Erasmus remontó en el cielo, obteniendo el premio de una vista panorámica de la Cañada, arrebatada sin dificultad a la gravedad terrestre. Desde allí escogió el terreno propicio para la primera prueba.

Una vez localizado, fuera de la zona habitada de la Cañada, descendió con una inclinación de unos treinta grados sobre la vertical del suelo. Fue una bajada vertiginosa que nadie usaba desde tanta altura, ¿qué tenía de fácil esa primera prueba?

Con estupor, Evaristo comprobó que la prueba no terminaba ahí. No sólo consistía en ganar un pulso a la atracción terrestre, sin retirarse demasiado pronto ni morir estrellado en el intento. No. Había más. Erasmus, en el momento adecuado enderezó la inclinación de modo que las alas casi rozaron el polvo del suelo en un fulgurante vuelo a ras de tierra.

Tras volar varios decámetros, sorteando diversos obstáculos, realizó una parada repentina elevando ligeramente el morro. La demostración había concluido, Erasmus se inclinó gentilmente como hacen los caballeros. Cedía el turno a un Evaristo atónito.

No le daría la satisfacción de la renuncia. Ascendió a los cielos con la rabia de los que saben que sus puertas no se abrirán a su paso, y regresó a la tierra, con la certeza de que la gloria no se rubrica sin desasosiego y tribulación.

Nunca antes había realizado un descenso tan peligroso, y descubrió que el valor, la ausencia de temor, se hallaba sencillamente en la inconsciencia de la acción realizada. Evaristo sintió la fuerza del viento, la presión sobre su cuerpo que prácticamente lo paralizaba, y el vértigo.

Nunca antes había sentido vértigo en su vida, era una sensación extraña que disfrutó mientras aprendía a no sucumbir en él. Creyó que había dado margen suficiente para la maniobra de corregir la dirección, para no estrellarse contra el suelo, pues no le importaba pecar de precavido siendo su primera vez.

Descubrió que en realidad se había quedado muy justo, y a duras penas tuvo ocasión de corregir el vuelo rasante sin rozar, alternativamente en cada ala, contra el suelo. Por fortuna no había grandes obstáculos que sortear, y finalmente se hizo con el control, aterrizando con el mismo aire triunfador que su maestro.

No había realizado ninguna proeza, pero si había terminado la primera prueba. Eso en sí mismo era todo un logro. Erasmus aplaudía con verdadero júbilo.

—¡Muy bien, chaval, muy bien! ¡Tú y yo vamos a hacer grandes cosas juntos, ya verás!

—Señor, ¿la prueba tenía realmente un nivel de dificultad elemental?

—Bueno, en esencia sí.

Evaristo resopló significativamente.

—La buena noticia es que era una prueba combinada de elementos básicos, o sea, que era de las más difíciles dentro de ese nivel. Pasemos al siguiente nivel, ¿te atreves?

—La duda ofende, señor.

—Cuando descubras tu espíritu aprenderás a dominar ese corazón tan grande, que empuja las palabras hacia fuera aún antes de pensarlas –bromeó sorprendido por el talante recio de su pupilo—. Bien, la segunda prueba es bastante más difícil, pues no juegas con el conocimiento de leyes físicas, eternas e inmutables. Participan en ella nuevas variables que no son fijas, tendrás que utilizar toda tu capacidad sensorial y tu intuición, aparte de tus habilidades físicas y acrobáticas, para poder superarla con éxito. Esta prueba sólo admite dos resultados, sin términos medios, para conocerlos tendrás que participar. Yo te diré cómo.

—Señor, ¿es que no harás una demostración, cómo en el caso anterior?

—No, Evaristo. En esta ocasión estarás solo. ¿Qué hacemos?

—Acepto, señor.

—Tendrás que sobrevolar la mansión de uno de los capos de la droga de la Cañada, y sin que te vean, tienes que introducirte en su cocina y traerme cualquier cosa comestible que allí encuentres. ¿Comprendido?

—Bueno, sí. Pero si me ven tal vez les disguste que les hurte un poco de comida.

—No te voy a engañar, esa gente es muy celosa de su espacio. Por eso es fundamental para tu integridad que no seas descubierto. Recuerda que la inmovilidad te hace invisible, y que a menudo es más efectivo que una fuga alocada.

Erasmus pormenorizó los detalles de la prueba, con referencias reales que ayudaran a su pupilo a recrear un plano tridimensional de la zona y la casa. Recibió más información de la que era capaz de retener, pero memorizó lo más importante: a dónde ir y cómo llegar. Se confesó excitado, ávido por comenzar, de enfrentarse y de demostrar su valía a su maestro.

El anciano desconocía las habilidades que habían marcado la vida del muchacho en la infancia: Evaristo había practicado, y siempre con muy buen resultado, el arte del latrocinio, del hurto sin violencia. Por tal motivo Evaristo no sentía congoja alguna de entrar en casa de un desconocido y “tomar prestado” algo si era necesario, ese fue su gran error.

Aguardó con impaciencia la noche, momento más propicio para su poca honorable acción. Sabía que el momento más adecuado era justo después de que los Garcés cenaran, pues los mayores se retiraban al patio a fumar o a ver la televisión mientras que las mujeres acostaban a los niños... ¡Las sobras de la cena permanecerían encima de la mesa, abandonadas!

La ventana de la cocina, como todas las ventanas de las cocinas de la Cañada, estaría abierta; además de abrirse por la ventilación de olores se dejaba de ese modo para refrescar el calor que los fogones normalmente provocaban.

Y así procedió, Evaristo esperó oculto en las sombras de la calle hasta que percibió el momento en que se levantaban de la mesa. Un instante después entró por la ventana, y allí, sobre una mantelería de hilo fino, descubrió una infinidad de posibilidades. ¿Qué se llevaría? ¿Un mendrugo de pan, una patata frita, un trozo de pescado? ¿Tal vez unas hojas de lechuga de la ensalada o el resto de un filete?

No sabía muy bien por lo que decantarse, pero sí sabía que no quería dar nuevos motivos a Erasmus para menospreciar su acción. Evaristo, desconcertado, perdió unos segundos preciosos. El sonido brusco de un portazo intimidó al muchacho, alguien había cerrado la ventana.

—¡Papa, papa! –Gritó uno de los menores señalándole con el dedo. ¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Ven, papa!

El repentino alboroto del patio sobresaltó a Evaristo, estaba asustado. ¡Y era para estarlo!, le habían descubierto y, además, le habían encerrado.

—¡Vaya! –Exclamó José Garcés, patriarca de la familia—. Ven aquí, pajarito, que no te voy a hacer daño –añadió mostrando el oro de una sonrisa terrorífica.

Evaristo se temió lo peor, los Garcés tenían fama de sanguinarios y crueles, no solo en la Cañada si no en los círculos más importante del ámbito de la droga. Y también había sido advertido de ello por Erasmus.

Comprendió que permanecer inmóvil era inútil, y que tratar de pasar inadvertido absurdo. Pero allí, en el interior de esa cocina, que aunque era amplia, era demasiada pequeña para utilizar sus trucos acrobáticos, ¿qué hacer? Nunca había sentido tanto miedo, a la cocina no dejaba de llegar más y más personas a través de la única puerta de acceso, se apretaban los unos a los otros impidiendo una libertad y coordinación de movimientos.

Evaristo lo vio, cogió una hoja de lechuga y sin dudar saltó por encima de ellos, como sólo el que teme por su vida es capaz de hacer, encogiendo las extremidades al máximo para no ser atrapado en pleno vuelo. Llegó al pasillo, esquivó un zapato que le había arrojado a la cara, y de allí salió al patio, donde no le fue difícil llegar a lo alto de la tapia. Evaristo tuvo la sangre fría para volverse y mirar a sus perseguidores. Sabía que ya no podrían detenerle, se esfumó en un suspiro.

Fue en busca de Erasmus.

—Lo he conseguido, señor. He sobrevivido a la segunda prueba –bromeó Evaristo entregando la hoja de lechuga. ¿Cuáles eran los únicos resultados de esta prueba?

—Uno ya lo conoces, vivir –respondió Erasmus muy seriamente. El otro resultado es una variación de una misma cosa, a saber: presidio, tortura, hambre y muerte.

Evaristo suspiró desilusionado, eso ya lo sabía. Los Garcés no tenían intenciones amables con él, desde luego. Pero estaba demasiado contento como para enturbiar su éxito, el segundo ya. Y su alegría se derramaba entre los sonidos de sus palabras, especialmente cuando narraba a su maestro como se había escabullido de los Garcés, entre decenas de brazos y manos crispadas. Justamente del modo contrario que le había aconsejado, en fin, Evaristo había vivido unas circunstancias muy diferentes a las esperadas.

—Has obrado bien, Evaristo –aprobó Erasmus.

Pero fue un premio que no le supo bien, era como recibir un caramelo muy deseado pero de la boca de otro. ¡No era Erasmus el sabio, el gran Erasmus quien hablaba!

—Estoy cansado, amigo mío. He soportado demasiada presión esta tarde, supongo. Mañana proseguiremos con la última prueba.

—Hasta mañana –se despidió Evaristo.

Volvía a sentirse pequeño, después de sobrevivir a su gran hazaña con los Garcés, su maestro se retiraba porque estaba “cansado”. ¡No era justo!

—Hasta mañana, Evaristo. Y felicidades de nuevo.

—Señor, ¿puedo hacer una pregunta?

Erasmus asintió con la cabeza.

—¿Para qué quería un resto de la cena de los Garcés?

Erasmus se encogió de hombros en un gesto simpático.

—¡Pues para qué va a ser, para cenar yo también!

Esa respuesta no le pareció nada graciosa, ¿había arriesgado su vida para que su maestro cenara unas hojitas de lechuga? Decididamente Erasmus había rebasado cualquier límite de buen juicio, es más, se definía como un tipo peligroso al que no le importaba arriesgar la integridad de un menor.

Evaristo se retiró a su árbol para descansar, uno que crecía apartado de la carretera y de las casas, y en sus ramas había construido una casa de una sola habitación; muy bien oculta a miradas indiscretas. Trató de conciliar el sueño pero cada vez que cerraba los ojos se le aparecía un Erasmus desdibujado, demacrado y con los ojos hundidos...

—Quiero tu sangre. ¡Necesito tu sangre! –exigía.

Un vuelco al corazón lo despertaba agitado, y nervioso, se reconocía incapaz de recordar a su maestro como un agradable viejecito, siempre amable y preocupado por su aprendizaje. Acurrucado en su lecho, Evaristo se durmió con las primeras luces del crepúsculo, agotado y convencido que su maestro padecía alguna enfermedad que afectan sólo a los ancianos, y que según el día podían comportarse de una manera u otra.

—¡Buenos días dormilón! –gritó Erasmus—. Tienes una casa muy bonita y acogedora, Evaristo.

Era evidente que pretendía ser cortés, porque su casa ni era bonita ni acogedora.
El muchacho estaba desconcertado, apenas había dormido. A su parecer, unos pocos minutos. Pero, ¿qué hacía en su casa?

—¿Qué hace aquí, señor? –Sentía una sensación de resaca anormal.

—¡Son las dos de la tarde, Evaristo, y nadie te había visto! Tenía que asegurarme que todo estaba en orden.

—Sólo he pasado una mala noche —aclaró el joven, confundido por no encontrar a su maestro con la piel macilenta, los ojos hundidos y a medio corromper.

—Bueno, sí es solo eso entonces no es nada grave. Ya sé que nosotros nos vemos más tarde normalmente, pero como yo no tengo ninguna ocupación y tú te has tomado el día libre, ¿qué te parece si procedemos a la tercera y última prueba ahora?

—¿Ahora, señor?

No se sentía ni predispuesto ni con energías.

—Sí, y mientras tú desayunas –le entregó un paquete envuelto en papel de periódico— que tendrás que recargar las pilas, yo te iré explicando unas cosillas. Te debo una explicación, ¿sabes?

Evaristo desenvolvió el paquete y empezó a mordisquear con desgana su desayuno, y no porque estuviera malo si no porque al hacerlo aceptaba de modo intrínseco las condiciones de su maestro.

—Estas pruebas tienen un significado profundo, Evaristo. La primera es la supremacía de uno mismo sobre la tierra, la segunda el dominio sobre el hombre, y la tercera sobre los imponderables, o sobre la vida y la muerte. Aquel que supere la tercera prueba descubrirá poderes sobrenaturales.

La primera reacción fue una risa que Evaristo sofocó en una tos mal disimulada. ¡Al viejo se le había aflojado algún tornillo! Además de maestro de vuelo acrobático se creía gurú, chamán, o algo similar.

—Tengo que decirte una cosa, mi joven amigo. Y es que de todos mis aprendices, los legales y los extraoficiales, tú has demostrado ser el mejor. Una fuerza desconocida te empuja, parece ser, por encima de la risa o del llanto... Si superaras la tercera prueba, serías alguien muy especial.

No, no le denunciaría a las autoridades por la demencia que se hacía más patente por momentos. En el fondo apreciaba al anciano y, además, estaba muy cerca de conseguir el reconocimiento público del Gran Erasmus, pasaporte indiscutible de una vida mejor. Sólo debía tener más cuidado.

—¡Vamos allá! –Dijo Evaristo desperezándose.

Marcharon los dos hasta la carretera de la Cañada, a uno de los peores tramos y a una de las peores horas, por el tránsito ininterrumpido de vehículos. De hecho, la carretera era un hervidero de circunstancias rodantes, en las que además de las condiciones y tipo de vehículo se añadían las personales de cada conductor. ¡Y sin olvidarse de aquellos que arriesgaban su vida transitando por unas aceras que no existían!

Muchos peatones se veían obligados a caminar por la calzada, pues un muro o el chasis de un turismo cubierto de una costra de polvo les impedían avanzar fuera del tráfico rodado. Estaba la Cañada en una hora punta, la vida y la muerte bullían desde cualquier rincón.

—¿Qué hacemos aquí? –Se interesó Evaristo.

Sobrevolaban la zona a baja altura.

—La prueba comienza aquí, Evaristo. Trata de expandir tu espíritu al máximo, pues vas a necesitar de él. Fíjate bien en lo que hago, ¡y cómo lo hago!

Sin mediar palabra, Erasmus se precipitó al vacío, forzando la aceleración para obtener la máxima velocidad que podía desarrollar. Desde tan poca altura, no alcanzaba los cincuenta metros de altitud, la caída fue en picado, completamente perpendicular a la tierra.

Giró sobre sí mismo unas cuantas veces, y como en la primera prueba, enderezó la dirección en unos noventa grados para sobrevolar perfectamente alineado al suelo a una altura de ¡treinta centímetros! Tenía más dificultad pues la altura de descenso era menor y el área de maniobra muy reducido... ¡Estaban en zona residencial, había demasiado gente! Era una insensatez. Pero lo que sobrecogió a Evaristo fue lo que a continuación sucedió.

Empujado por la inercia de la velocidad terminal, Erasmus cruzó la carretera ignorando los coches que por ella transitaban. Como una exhalación se ajustó al hueco que se disputaban dos coches que en esos instantes se encontraban por carriles opuestos, ladeándose y girando con gracia.

—¡Noo! –Gritó Evaristo, viendo como su maestro desaparecía entre esas moles de hierro rodantes y ruidosas de la carretera.

De pronto Erasmus reapareció al otro lado de la carretera, enderezó otros noventa grados la inclinación de vuelo forzando un looping para no estrellarse contra la casa baja que allí se encontraba y aparecer, poco después, al lado de su pupilo.

—¿Qué tal? –saludó Erasmus con jovialidad, como quien se pasea por los infiernos sin haberse dado cuenta de ello.

—¿Cómo que qué tal? —protestó iracundo Evaristo—. ¡Has estado a punto de matarte!

—Bueno –tranquilizó Erasmus—todo está bien. Te toca a ti, ¿te sientes capaz, Evaristo?

No, no se sentía capaz. Nadie en su sano juicio estaría dispuesto al suicidio, y menos cuando no se tienen motivos.

—Es demasiado arriesgado eso que has hecho, Erasmus.

—No hay gloria sin riesgo, créeme. Pero vale la pena, en serio.

Evaristo se quedó sin palabras.

Erasmus sonreía con jovialidad. Todo él confirmaba sus palabras, su vida había sido ejemplar, intensa, plena, satisfactoria. ¡Hasta su salud y longevidad eran envidiables!

—Qué demonios, ¡allá voy! –gritó Evaristo sintiendo que la vida palpitaba en cada parte de su cuerpo, sin miedo, sabiendo que sólo podía esperar la muerte o la gloria.

Y se lanzó en picado, tratando de conseguir la máxima velocidad desde los primeros metros de descenso. A Erasmus se le encogió el corazón, reparó que su pupilo no había calculado bien las circunstancias. La velocidad de cola no le empujaría con la suficiente celeridad y acabaría arrollado. Se lanzó tras él, en picado, aún antes de que Evaristo iniciara su maniobra.

—¡No! ¡No lo hagas! –Gritó Erasmus.

Evaristo apenas lo percibió, más que por el ruido de ambiente por el redoble de sus pensamientos.

—¿Esto es otra de tus pruebas, Erasmus?

—¡No! ¡No tienes tiempo, déjalo pasar!

—¿No decías que no tenía que poner límites? –gritó Evaristo, negándose aceptar ser el segundón, el casi glorioso Evaristo bajo las faldas de su todopoderoso tutor.

El orgullo impedía dar marcha atrás, además, Evaristo ponderaba las circunstancias, recalculando el ángulo de incidencia de la trayectoria y la velocidad uniforme del vehículo de la carretera. Parecía que la furgoneta había aminorado, era una señal que lo invitaba a continuar, a no acobardarse. Muy justo pero podría hacerlo. ¡Lo haría!

Evaristo fijó la trayectoria sin saber que Erasmus le seguía también desde una franja fuera de su campo de visión. Estaba a escasos metros del vehículo cuando éste, repentinamente, aceleró. ¡No llegaría a pasar! Dudó y en ese instante, en que las alas parecieron retener un poco a Evaristo, Erasmus lo alcanzó en un ángulo de treinta grados desde atrás. Lo justo para desviarle de su trayectoria mortal, pero insuficiente, después de haber perdido su velocidad inicial, para evitar la colisión con el vehículo.

Las plumas amortiguaron parcialmente el ruido del impacto, pero no el daño de los huesos rotos.

—Como el coche siga acumulando sangre la policía me va a detener seguro —protestó Manuel tratando de buscar nuevos restos sanguinolentos en el exterior visible del coche, reduciendo la velocidad a una marcha inferior.

Se había recuperado del susto del pájaro rodante por el parabrisas, de sus plumas, pero permanecía debajo de la lengua el regusto metálico de la incertidumbre nefasta. Fuera de la furgoneta, volando en círculos, Evaristo lloraba la muerte de su maestro.

Era cierto, Erasmus lo había convertido en un ser especial, nadie diría de él que lo marcaría la mediocridad, a pesar de ser bajo esa manta en la que ahora deseaba dormir y no despertar nunca más.


* * *


(Parte 2/3. Continuará...)

 

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Un premio


Este honor se lo debo a una jovencita de mi edad que derrocha humanidad en cada comentario. Gracias Marita. La encontraréis en Contando cuentos


Llevo muy poco en la blogesfera, sólo unos pocos meses, y no estoy muy puesto en estos asuntos. Pero creo haber entendido que ahora tengo que nominar a siete personas.

Que conste, que a mí ésto me parece una canallada, porque son más de siete los que merecen mi consideración, y el mero hecho de no citarlos no significa que no merezcan un premio.

Parto de la base que no hay mejor premio que recibir un comentario sincero, porque no hay otro modo de hacer sentir que no están solos y que se les valora lo mucho o poco que comparten con los demás. Siendo coherente con mi pensamiento, habitualmente "nomino" de esta manera a dos o tres personas diarias... Por necesidades de tiempo no puedo leer y comentar a todo el mundo cada día, pero creerme que lo hago con corazón.

Aquí va la lista:

"El mejor momento es ahora", de Anita

Inventario de poesía, de Felipe Sérvulo

Duna al desnudo, de Duna

Alcoba paralela, de Paloma Corrales

Confesiones de una maga moderna, de la maga Maggie

Precisamente de lo que no se habla, de Lidia la Escriba

Thornton Club, de Thorton




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martes, 6 de abril de 2010

En la cañada real (primera parte)


Manuel regresaba cansado a casa después de una larga jornada de trabajo. Sentía que cada minuto que pasaba en el coche, en esa carretera odiosa llena de baches, era un minuto desperdiciado de su vida. Porque cumplir con las siete horas de jornada intensiva en la planta de reciclado de basuras era una condena; y su ubicación, un infierno de miserias y malos olores.

No pisaría el pedal del acelerador más que cuando la temeridad se presentara en alguna recta sin vehículos, y ésta le devolviera la sonrisa a través del espejo retrovisor de la furgoneta. Entonces, la ansiedad desaparecía. “La cañada real no es buen sitio para correr”, advertía débilmente el buen juicio de Manuel.

—¿Qué me puede pasar, eh? —replicaba Manuel a los ojos suplicantes del retrovisor—. Además, son las dos y cuarto de la tarde, visibilidad excelente y sin niños a la vista.

Como respuesta, el sonido viscoso de un bicho enorme, de los que sólo se ven en zonas poco urbanizadas, retumbó en el interior de la furgoneta. Se había estampado contra el parabrisas del vehículo. La única evidencia de lo que había sucedido era una enorme mancha rojiza extendiéndose en el cristal.

“No puede ser un bicho, no puede tener tanta sangre”. La velocidad de la furgoneta aminoró en una decena de kilómetros por hora.

—¡Dios, como odio este lugar! —protestó Manuel cuando percibió que había malgastado un tiempo precioso en la cañada por culpa del bicho.

Tenía la intención de volver a recuperar el tiempo perdido, era un proceso en el que la voluntad apenas participaba. En cuanto era consciente de llevar una velocidad menor, el pie se apretaba solo contra el pedal de aceleración.

El pedal empezó a hundirse cuando un sonido brusco sobresaltó al pie en su lecho de goma y metal e interrumpió el placer hedónico de la velocidad. Ante los ojos pasmados de Manuel una paloma desfiló en un alboroto de plumas por su parabrisas, rodando, después de haber sido alcanzada por el guardabarros delantero.

No era la primera vez que sorprendía a los dichosos pajaritos planeando a ras de suelo, a gran velocidad, desafiando a los automovilistas en su conducción. Si esta circunstancia era un suceso previsible, una simple cuestión estadística que un pájaro se estrellara contra un coche, ¿por qué precisamente hoy con el suyo?

En una asociación de ideas, de la que no era del todo consciente, se preguntó por qué no había sangre, pero la de verdad, roja, líquida... hermosa. No como la del bicho. No detendría el coche para comprobar si la encontraría en la rejilla del radiador o en el parachoques, ni siquiera para averiguar si la furgoneta había sufrido algún desperfecto.

Tenía que huir de la Cañada. Lo del bicho había sido una señal, ¡pero esto era algo más que una advertencia! Intuía que algo iba a suceder y no precisamente bueno, tenía que llegar cuanto antes a la autopista. Allí estaría a salvo de la desgracia que planeaba sobre las chabolas que se levantaban en ambos lados de ese camino de cabras.

En ese momento, la cara sorprendida de un gitano de unos treinta años, le miraba intensamente un segundo desde el otro lado del parabrisas. Después desapareció por el lado contrario del capó.

—¿Pe... pero qué es esto?

Manuel frenó la furgoneta. En los otros “accidentes” hubo ruido, ¿por qué en éste no? ¿Quién era ese gitano y que hacía en el capó de su coche?



* * *



Un cielo azul se extendía en la infinitud de los cuatro puntos cardinales. Ni una sola mancha nebulosa empañaba este día tan maravilloso, tan espléndido como desproporcionada era la barriga de Noé, llena de lamparones que “aparecían” solos.

Noé trató de componer su peinado con una de sus manos, las restantes se entretenían en lustrar su cuerpo en la medida de lo posible. No podía negar que era un poco descuidado en su aspecto corporal. ¿Pero por qué habría de dar mayor importancia a esas menudencias cuando lo auténticamente importante bullía dentro de su corazoncito?

El amor lo abrasaba desde sus adentros. Noé estaba seguro de que aquello que experimentaba con tanta emoción, con tal intensidad, conmovería hasta los mismos dioses del cielo y favorecería días de prosperidad con su amada Rosalinda.

Tanto amor sentía por ella que no podría rehusarle, no encontraría quien la amara más que Noé. Y tenía mucho que ofrecer, mucho más que cualquier otro. Por eso, en aquel día decidió pedirla en matrimonio, pues no reuniría el valor suficiente de nuevo si dejaba escapar un día tan propicio como el de hoy.

Otras muchas habían tratado de seducir a Noé, pero él las había rechazado porque presentía que no era amado, que únicamente buscaban su compañía para conseguir su protección, su posición social.

Rosalinda era especial. Sus ojillos le cautivaron desde el primer día que la vio. Su timidez la empequeñecía, y su fragilidad inspiraba sinceros deseos de protegerla, de abrazarla, de acurrucarla entre sus brazos y susurrarle bonitas canciones para dar paz a unos ojos tristes.

—¿Por qué es tan callada? –preguntaba Noé a sus vecinos.

—Creo –decía uno que compartía un jardín común– que porque le da vergüenza de su acento. No es de aquí, dicen que viene de tierras lejanas, de más allá del gran océano.

—¡Oh, por Dios! Pero si no somos tan racistas —protestó Noé.

—Sí lo somos —corrigió su vecino con paciencia.

—Es cierto —intervino otro desde la puerta de su casa—. Pero la culpa no es nuestra sino de ellos. Porque viene un extranjero y se agradece la novedad, pero cuando la novedad es saludar a un vecino por cada treinta extranjeros, ya no estás a gusto ni en tu propia casa, ¿o no?

El amor, al menos para Noé, no entendía de acentos o de lugares, cualquiera podía ser vecino suyo, y Rosalinda con más razón. Noé necesitaba liberar la ternura que lo engordaba, que se cocinaba a fuego lento en su cabeza, librar a besitos, en pequeños bocaditos de afecto que Rosalinda sabría apreciar al instante, pues sin duda estaría hambrienta de cariño; y a él lo adelgazaría. Sí, el amor lo haría bello.

—Rosalinda, yo... Me he permitido traerte... este detalle –entregó torpemente un paquete mal envuelto— para ti.

—Gracias, Noé. Eres muy amable conmigo, el único...

No sabía qué hacer con el paquete.

—¡Vamos, ábrelo!

Rosalinda retiró la cobertura y descubrió un pastel aplastado.

—Bueno, lo importante es que está muy bueno —se disculpó Noé—. A veces soy un poco torpe, no lo puedo evitar.

—Gracias Noé, por pensar en mí; en si tengo hambre o no… Eres un buen tipo.

—Soy un tipo que te quiere, Rosalinda.

—Pero yo no te quiero, Noé.

—¿Pero por qué no? Conmigo todos los días serían de fiesta y comerías tartas... todos los días.

Noé perdió la voz, se le quebró en la garganta por que la emoción se la estrechaba y no dejaba pasar nada mayor que un suspiro de desamor.

—Y me pondría tan gorda como tú, Noé —pretendía ser simpática—. No eres mi tipo, tienes un vientre muy grande, ¿sabes? Me daría miedo dormir a tu lado... ¿Y si me aplastas?

Pero sólo consiguió herir aún más a Noé.

—Entiendo, cuando paseáramos juntos por la calle nos dirían: “Mirad, la bella y la bestia” o “¡No te lo comas tú todo, deja algo para ella!”.

Había sido un esfuerzo supremo, pero oír su risa había merecido la pena. Ese era el mejor final que podía dar Noé, mucho más que la escena patética de un adulto desecho en lágrimas por el amor no correspondido de una muchacha. Ya tendría tiempo para desahogarse en la intimidad.

—Me voy, Rosalinda, espero que al menos podamos ser amigos.

Sus manos se retorcían nerviosamente, amenazando chasquear infinidad de veces sus articulaciones.

—Eres un caballero, Noé. Aceptaré gustosa tu amistad… y tus tartas.

—Desde luego —un destello de esperanza relampagueó por sus ojillos negros.

Sabía que el tiempo jugaba a su favor, que cada día que se vieran, que conversaran, serviría para que su amada pudiera descubrir el alma que escondía tras su enorme caparazón, y para que no percibiera su gordura, sino su bondad, y la inmensa riqueza que guardaba en su interior.

—Cada mañana tendrás una –añadió Noé— para que vayas a trabajar con energías.

Y Noé cumplió su promesa de endulzar cada mañana a la bella Rosalinda; y ella se presentó fielmente a la cita de cada mañana, tal vez, porque era la única comida del día que tenía garantizada.

A los pocos días de desayunar juntos, algo sucedió, Noé, siempre perceptivo, lo intuyó: Rosalinda empezaba a disfrutar de su compañía. Y, muy alegre, se despidió hasta la mañana siguiente. Fue un día feliz que Noé consagró a los dioses del cielo azul, ¡hasta lo ofreció a los demonios de la tierra veloz! Tal era su alegría.

—Buenos días, Noé —saludó sonriente Rosalinda, medio oculta tras unas plantas del jardín de la calle.

—¡Pasa por favor! Ya he puesto un trozo en tu plato.

Su sonrisa fue mayor, pero duró muy poco.

—Es Marta, una amiga del trabajo —explicó Rosalinda—. La he traído porque me he dado cuenta de que siempre sobra pastel... Y es una pena que se eche a perder.

Sus ojillos parecían pedir disculpas, ¿cómo enfadarse con una criatura tan adorable? El disgusto desapareció en unos segundos.

—Pondré un plato más –dijo levantándose de la mesa.

¡En fin, trataría de ganar también la amistad de su amiga! Podría ser una aliada para su causa, un refuerzo que ayudara a cortar las vendas de los ojos de Rosalinda.

Pero su batalla diaria, en la que trataba de mostrar sus encantos y su cultura, cada vez se enrarecía más, pues la mañana siguiente también vino acompañada. Pero no vino con Marta, que resultó ser una chica muy agradable, sino de alguien que no conocía.

—No te preocupes, Rosalinda. Voy por otro plato —suavizó Noé con indulgencia.

Y a partir de aquel día, Noé se acostumbró a poner mesa para tres. Y demostró tener buenas dotes de anfitrión, pues rara vez acudía a su cita la misma chica y no aburría a Rosalinda detallando las mismas anécdotas.

Pero una mañana el desayuno se le amargó al pobre Noé, esta vez, el acompañante de su amada no era una chica. Era un atractivo joven, apuesto, excesivamente encantador... ¡No podía competir con él!

“Será otro amigo del trabajo, mañana vendrá alguien diferente”. Se consoló Noé, ocultando sus pensamientos tras una radiante sonrisa.

—Wilson, me llamo Wilson —saludó afablemente con una sonrisa aún más brillante que la suya.

Y desayunaron, una vez más, como si nunca hubiera extraños en la mesa; sublimando esos momentos, por la alquimia de un amor extraño, en los mejores de cada día.

Pero cuando Wilson fue el acompañante oficial en todos los días posteriores, cuando sorprendió un roce de sus manos, unas manos que no eran las suyas, en su mesa, comiendo su tarta como insectos insaciables que masticaban impasibles su corazón, Noé no pudo contener la pregunta:

—Pero ustedes, son algo más que amigos, ¿verdad?

—¿No se lo dijo Rosalinda? –Wilson parecía extrañado de verdad.

—Somos amantes, Noé —confesó Rosalinda.

Indudablemente poseía la contundencia de una sinceridad sin tapujos, que descargó, sin delicadeza, como un martillo sobre la cabeza de su anfitrión.

—¡Ah!

Fue un suspiro demasiado débil para un golpe tan duro. Noé sintió que el suelo perdía firmeza y que la vista se le nublaba. Se desmayó.

—Estoy bien —manifestó Noé tratando de incorporarse unos instantes después.

Esperaba encontrarlos a su lado, afligidos por el dolor causado, tratando de reanimarle. Lo único que sus ojillos emborronados de tarta advertían era la silueta de un corazón que formaban los amantes, con los pies juntos, pegados por una pasión que les impedía separarse, y con los cuerpos apartados por las circunstancias. No habían advertido su despertar, ni su voz lastimera.

—Bueno, disculpen que me vaya. Creo que estoy de más aquí.

Y Noé salió zumbando de su jardín, tratando de hacer el mayor ruido posible, para que su presencia fuera al fin advertida. Pero el amor que destilaba la mirada entrelazada de Wilson y Rosalinda parecía fluir de las regiones desconocidas del cielo, donde los dioses buenos dejan entrever la dicha del amor. Ahora ellos no estaban aquí, estaban maravillados, absortos por las bondades que la pasión derramaba sobre ellos.

—Tenemos que ver cómo está —suplicó Rosalinda.

—¿Quién?

La pregunta de Wilson era muy coherente, pues en esos instantes sólo existía ella.

—No sé.

Rosalinda se perdió en las profundidades de los encantos de su amante.

Era cierto que siempre habían existido ellos dos nada más; que aunque buscaran a Noé, ya no lo encontrarían, pues su romance lo había expulsado como a una cucaracha con insecticidas.

Noé voló lo más lejos que pudo de su casa, de su trabajo, de su vida. Trataba de huir de un dolor que rezumaba de su pecho herido, sin ser consciente de que se acercaba peligrosamente a la región de los demonios veloces.

Pero de haberlo sabido, ¿habría dado la vuelta? Con seguridad no, hubiera preferido enfrentarse mil veces a los demonios que al amor de Rosalinda por Wilson, al amor que debería haber recibido él.

Tampoco percibió una vocecita que le llamaba a sus espaldas, la voz de una muchacha con la entonación de regiones lejanas, que decía que no se fuera.

Noé cruzaba una carretera a las dos y cuarto de la tarde, enfrascado en sus propios pensamientos, convencido de que le habían triturado el corazón. Pero quien de verdad se lo trituró fue el parabrisas de una furgoneta de un trabajador de Valdemingómez, que huía de una planta procesadora de basura.

—¡Joder, qué asco! –Exclamó Manuel asombrado de que un bicho tuviera tanta sangre en su interior.

Puede que el bicho tuviera corazón, uno muy grande.


* * *

Fin de la primera parte (1/3)


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Pie de foto: extraído de http://3.bp.blogspot.com/
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