Por el peso sospechaba cual de los dos maletines contenía la preciada carga, pero no podía saberlo con certeza. “No te acerques más…”
—¡Venga tío, que nos están esperando! —gritó otro de lejos, claro que no debió ver como palpitaban esos maletines en manos de un tipo que parecía tener de todo; y que, con toda probabilidad, los olvidaría en el primer banco que se sentara.
—Ya voy —respondió el chico, demasiado fuerte para el gusto de Mauricio.
En ese momento no pasaba nadie. “Es tu momento, amigo”.
—Oyes…
Una mano delincuente tanteaba su hombro.
—¡Feliz Navidad! —gritó Mauricio.
El maletín impactó en la oreja derecha del joven, que sin abrirse le derribó al suelo.
—¡Joder! ¿A ti qué coño te pasa? —protestaba frotándose la oreja.
—¡Y feliz año nuevo! —añadió Mauricio utilizando el otro maletín a modo de “gancho” de boxeo, con esperanza de que en esta ocasión tampoco se abriera.
Le alcanzó en la mandíbula, con un “click” de apertura, en un golpe limpio —“¡Maldición!” protestó Mauricio imaginando el espectáculo de los billetes morados volando—; golpe que provocó que el joven perdiera todo deseo de seguir con preguntas: cayó inconsciente entre una lluvia de papeles y algunas fotografías. “Menos mal”.
—¡Me cago en la puta! —gritó uno de sus amigos—. ¡Le están dando una curra al “Picho”!
Mauricio escapó por unas calles peatonales que a esas horas siempre estaban vacías. Más adelante, en unos subterráneos que unas décadas atrás habían servido para gestar la “movida madrileña”, aún subsistían algunas discotecas.
Allí había algo más de gente, pero tampoco servía esa opción. No pasaría desapercibido entre esos niñatos rebeldes. Pero corrió en esa dirección deliberadamente, para hacer creer a sus perseguidores que se dirigía hacia allí.
Se ocultó tras una jardinera de obra cuya farola no funcionaba, y que sólo contenía tierra seca. En cuanto les oyó pasar, Mauricio corrió en sentido contrario.
—¡No está, me cago en la puta! —Reverberó un eco por la plaza—. ¿Dónde te escondes, mariquita?
Los simples son los que reaccionan a los insultos. Mauricio podía ser muchas cosas, pero no era de naturaleza básica. Se detuvo un momento para recoger algunas hojas sueltas del maletín abierto.
Pero el “Picho” empezaba a gemir y los documentos no contenían información que pudiera comprometerle en modo alguno. Tenía una copia de ellos en el ordenador de la oficina. De modo que optó por una retirada silenciosa, en dirección hacia el cajero automático. Mauricio estaba un poco harto del dinero.
No podía estar a más de doscientos o trescientos metros del banco. Receloso de cada sombra, auscultando la noche a cada paso, tardó más de lo esperado. Enjugó un pañuelo con el sudor de la frente en cuanto cerró el pestillo de la puerta del banco.
La luz del interior no se había encendido, tal vez un error en el sensor de movimiento, o simplemente que el cebador de los fluorescentes falló. Una casualidad que Mauricio celebró con satisfacción.
“Mejor, si esos cabrones pasan por aquí no me verán”. Con la luz verde que despedía el logotipo, por encima de la máquina, era suficiente para entrever el teclado y realizar el ingreso sin impedimentos.
De varios puntos diferentes del exterior explotaron tracas y petardos que sobresaltaron a Mauricio. Por un instante no sabía si estaba en Colombia o en España.
En Barranquilla, cuando todavía permanecía vivo el lamento acompasado de las cornetas, prendieron las mechas de los cohetes y demás fuegos artificiales. Y bajo el esplendor multicolor del cielo, y los petardos que “silbaban” por tierra; la detonación de una pistola quedó silenciada.
Sólo el cerco rojo en el pecho de Wilson, indicaba que los fuegos artificiales no habían provocado ese agujero en la camisa blanca. Y sus ojos, sin saber cómo, descubrieron los suyos entre la multitud. Vio su pistola, todavía humeante en la mano del niño Mauricio. Después murió… “…como se merece un pistolero”.
Mauricio torció los labios, comprendió que había hecho mal: “La próxima vez en la cabeza”. El corazón humano es demasiado grande y todavía está por descubrir, mientras que el cerebro sólo genera basura. “Sí, entre los ojos. Para que no tengan duda de quién los mató”.
El sonido que provocó el maletín al caer al suelo devolvió a Mauricio Hurralde a la realidad. Al tratar de agarrar la cartera cayó de rodillas.
—¡Qué borracho estás!
Y rió, pero de verdad, no con la risa bien modulada que se permitió con Samantha. Mañana tendría una severa resaca, ¿pero quién no la tendría en el día de año nuevo?
“Céntrate, Mauricio”, pensó abriendo el maletín. Sí, allí estaba lo que esperaba encontrar, pero mostraban un bonito color verde billete. Un montón de fajos con la cifra “100” en un papel moneda verde, todos nuevecitos y hasta con una cinta de papel que los precintaba en paquetitos iguales. “Soy el primero en tocar estos billetes… ¡Cómo me gusta desvirgarlos!”.
Lo único que tenía que hacer era romper los precintos por orden de ingreso, porque de lo contrario los billetes se descolocaban y eso, en el actual estado de embriaguez, podría ser algo más que un problema.
Como experimentado “ingresador” de efectivos sabía a simple vista que había al menos quince millones de las antiguas pesetas, y que obviamente, no cabría el fajo entero según lo desprecintara.
—¿Ves mamá como no acabé como Wilson?
Y los billetes iban desapareciendo por la ranura, todos colocaditos en perfecto orden. Los ojos se le cerraban, la tasa de alcoholemia seguía sumando décimas por momentos.
“Una putada, una auténtica putada”, pensó Mauricio Hurralde. Tener billetes de cien en lugar de los bienaventurados de quinientos significaba que tardaría más en hacer efectivo el ingreso, y el sueño se infiltraba creando lapsus cada vez mayores.
—Ya quedan menos —se animó tras el último sobresalto de consciencia.
Quedaban cuatro paquetitos. Rompió el precinto de uno de ellos pero los billetes cayeron del maletín, desparramándose con la lógica del caos por el suelo.
A cuatro patas, pues no podía de otra forma, recogió los billetes uno a uno, tratando de no arrugarlos demasiado. Los recogía con la mano derecha y los amontonaba en la izquierda, pero incluso en esa postura Mauricio perdía el conocimiento.
Sólo cuando notaba la frialdad del suelo en su frente se despejaba. ¡Menos mal que la ranura de la máquina no estaba demasiado alta!, y que de rodillas podía terminar con el ingreso.
Las cámaras de vídeo grabaron a un tipo ebrio que introducía un montoncito de billetes con mucha dificultad. Sin darse cuenta, la corbata se había colocado como un billete más. A oscuras, iluminado por la mortecina luz de la pantalla, no se percató de ese pequeño detalle.
Arrodillado para no traspapelar ningún billete, acercó el montoncito a la rendija del cajero: todo entró sin dificultades. No presintió nada anormal hasta que una misteriosa fuerza parecía atraerlo hacia el puesto, como si la máquina no lo reconociera como humano y, considerándolo un billete más, quisiera engullirlo.
Delirante en su alcoholemia, con la cabeza a punto de estallar por el lazo asfixiante de la corbata, pudo ver por el rabillo del ojo en la pantalla el mensaje parpadeante de error, y después, ocupando toda la pantalla:
“Todos tenemos el final que nos merecemos, sólo el perdón puede cambiar eso”
“Todos tenemos el final que nos merecemos, sólo el perdón puede cambiar eso”
“Todos tenemos el final que nos merecemos, sólo el perdón puede cambiar eso”
“Todos tenemos el final que nos merecemos, sólo el perdón puede cambiar eso”
—No seas ridículo, no me voy a morir… ¡No así! Sólo tengo que quitarme la corbata o cortarla.
Con el nudo tan apretado, y los dedos entorpecidos por el bourbon, la posibilidad de despojarse de la corbata era sencillamente imposible. Tenía que cortarla, y rápido.
Sentía un creciente mareo y una debilitante necesidad, sospechosamente fatídica, de descanso, de dormirse, de cerrar los ojos. ¡La navaja de Samanta!
Ese objeto que había despreciado podría ser ahora su salvación. ¿Dónde estaba ahora? Normalmente ese tipo de obsequios los tiraba sin ningún pudor. Él era muy profesional, no podía permitirse ninguna atadura emocional con sus clientes. Pero el de Samanta sabía que no lo había tirado a ninguna papelera pública, ¿pero dónde lo había dejado?
Lo buscó inútilmente en sus bolsillos, como quien rebusca en el fondo de su corazón el más nimio gesto amable que redima una vida de abusos. Sabía que la muerte le acariciaba los párpados, arrullándolo, meciéndole, y sin sorpresa se descubrió dedicando sus últimos pensamientos a Samanta, no por una navaja que no encontró, sino por el dolor que provocaría. Se sumió en un reconfortante sopor del que ya no despertaría, pidiéndola perdón.
Fin
Epílogo:
No, la corbata no le había estrangulado. Tras una larga mañana de primero de año, el timbre de un móvil sonó en el bolsillo interior de la americana.
Mauricio despertó, sentía hasta el más pequeño capilar palpitando dolorosamente en su cabeza. En la pantalla del cajero parpadeaba sin cesar:
“Error en el sistema, error en el sistema”
—Buenos días, señor Clauss. Sí, sí… una noche fantástica. Tenemos que hablar sobre las condiciones del contrato… Hay algunas cláusulas que deberían suprimirse.
Pie de foto: extraído de http://weblogs.cfired.org.ar/blogarchives /Cajeros%20i%201.jpg
1 opinaron que...:
Un error en el sistema esta vez salvó a Mauricio de la muerte, esa que siempre le pisa los talones, aunque creo que es un tipo "muerto en vida", por lo vivido en su niñez que no ha podido asumir y cuyo recuerdo siempre regresa para cobrarle factura. Aunque él se empecine en vivir en el presente siempre tiene un pie en el pasado.
Buenísimo, me mantuvo en vilo hasta el final. Un besote y no te disculpes por tardar en finalizar la historia, ha valido la pena la espera.
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