Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


miércoles, 19 de enero de 2011

"¡Jou, jou, jou!" (Un cuento de 2590 palabras)

 Sí, estas simpáticas carcajadas sonaban con jota castellana, a pesar de que quien reía era un papá Noel con ascendencia germana. Y acompañaban su cadenciosa risa los golpes de badajo de una campana de mano. Jou, jou, jou. Clinck, clinck, clinck. Sabrina se estremeció. La navidad no empezaba bien en ese centro comercial, no si una niña de cinco años se asustaba de papá Noel.

—No te asustes, tesoro. Sólo es un “Santa Claus”, como el que tenemos en casa encima de la chimenea… —aclaró Enrique, su padre.

Sabrina, a pesar de que sabía que su papá no le engañaría, permaneció en un reticente silencio.

—…El que tiene una llavecita en la espalda y se le enciende la nariz, ya sabes —insistió Enrique, que, a pesar del traje y la corbata, no dudó en poner muecas y gestos ridículos, imitando a un descabellado papá Noel robotizado.

Ésta era un tipo de respuesta innata que padres e hijos de cualquier parte del mundo comparten: si los padres bromean, los niños no sienten peligro. Sabrina sonrió, y toda la inocencia se le escapó por los labios en forma de sonrisa… ¡Cuánta verdad palpita en la voz de los profetas del pasado! Si hasta un pobre diablo como Christian sentía erizar el vello de su piel bajo el disfraz de papá Noel.

De inmediato sintió la necesidad de gratificar a la niña que le había obsequiado con una sonrisa tan hermosa. Creyó ocultar, tras la peluca y las barbas blancas, un presente oscuro de alcoholismo; una realidad de abandono y soledad que nadie desea. No importaba, podía “sorprender” a sus niños en cualquier niño, y ni siquiera un juez podría evitar que los amara, que los amara tan intensamente…

—Toma bonita —la mano enguantada de Christian ofrecía caramelos de brillantes envolturas—. Todos éstos son para ti.

Sintió escozor en los ojos, tal vez el sudor o alguna fibra sintética de la peluca se le cruzó en la mirada. Tal vez la derrota asaltaba sus intenciones, postrando párpados y corazones a su paso. Tal vez…

Sabrina torció la boca, y negó, muy despacio, con la cabeza. ¿Quién, en su sano juicio, chuparía caramelos envenenados? ¿Quién se tragaría, en pequeñas dosis endulzadas, tristeza con sabor a naranja o rabia con sabor a limón? Los caramelos permanecían temblorosos sobre la palma de santa Claus, ahora expectante y ansioso.

—¿No te gustan? —se interesó Christian, tratando de hablar despacio, incapaz de soportar un desplante más de sus hijos—. Tal vez te gusten más los de mamá, ¿verdad?

Sólo entonces Enrique comprendió que ese papá Noel estaba bebido y que el saco que llevaba a los pies sólo contenía tragedia y fracaso familiar.

—Vámonos, nenita. Se me ha olvidado comprar algo de pan para la cena.

Estaba indignado, Enrique no podía permitir que ese hombre corrompiera el espíritu de cuántos niños pasaran por su lado. Apretó el paso todo lo que permitían los pasitos de Sabrina. Buscaba las oficinas del centro comercial para interponer la reclamación pertinente. La niñita no parecía entender qué sucedía, y menos aún cuando ya habían pasado de largo dos boutiques del pan.

Cinco personas, que en realidad conformaban tres turnos, se encontraban al final de un pasillo estrecho y sin escaparates. Una madre con un niño pequeño, dos adolescentes de pantalón caído y un anciano malhumorado. Enrique confirmó la hora en su reloj de pulsera, bien podía esperar un rato.

—Papi, ¿puedo jugar en este pasillo?

Apenas había gente, y además, una niñita tan dulce como ella no podría molestar a nadie.

—Desde luego, pero no salgas del pasillo.

Ésta es otra de esas respuestas no aprendidas pero imprescindibles para el bienestar de un menor: acotar el espacio y que conozcan las razones de sus límites. La niña no preguntó por qué, y el padre sobreentendió que Sabrina, de cinco madurísimos años, conocía de sobra las razones de su advertencia.

En seguida le tocó el turno a Enrique. Llamó a su hija, que estaba jugando en el suelo, para que le acompañara. Pero estaba absorta en sus juegos.

—¿Vienes, ratoncita?

—¿No ves que estoy ocupada… con un asunto muy importante?

Los importantes negocios de su hija se limitaban a unos dedos que se movían como si fueran personas.

—Está bien. No tardaré mucho, pero si tienes algún problema yo estaré detrás de esta puerta de cristal.

Enrique sólo tenía que estirar un poco el cuello para comprobar que Sabrina seguía sentada donde la dejó. Tras rellenar un formulario confirmó, a través de la puerta, que su hija estaba bien. Lo único que pudo ver de ella era un pie. Suficiente. Pero no llegó a apreciar la música tintineante de una canción cantada por niños. Sabrina reconoció al instante “Mi burrito sabanero”, su villancico favorito, y como no, acudió al reclamo de esos niños tan felices.

Corrió hacia la salida de ese triste pasillo, hacia el bullicio de esas calles artificiales de comercios y hamburgueserías. El aliento se le cortó en cuanto asomó la cabeza. Una locomotora, que echaba humo de verdad, se detuvo en seco. Aunque no iba muy deprisa, y era una réplica miniaturizada, de vagones sin techo para que los niños pudieran disfrutar de su paseo; podría haber sido atropellada de no ser por los reflejos del duende conductor.

La cara de fastidio era evidente. Ni siquiera la sonrisa grotesca pintada en verde purpurina podía disimular el malestar del conductor. Tal vez se debiera a que el tren estaba diseñado para niños, y él como adulto, a pesar de no ser de gran estatura, no cabía bien y forzaba las rodillas hacia afuera.

—Canta un villancico, niña —espetó el duende con voz ronca.

Sabrina torció las comisuras de los labios para abajo.

—Vamos niña: ¡canta un villancico! —insistió dulcificando un poco su voz áspera.

¿Dónde estaba su papá? ¿Por qué no aparecía de repente y le salvaba de esa terrible criatura? Los niños que estaban sentados empezaban a impacientarse, se burlaban de ella con la lengua y con los dedos en las sienes.

—Qué demonios… Vamos, te dejo subir sin cantar —intercedió el duende.

Pero no obtuvo respuesta. El conductor dedujo que era una niña muy tímida, porque tampoco se apartaba de su camino.

—¡Está bien!… La princesita necesita ayuda para subir y yo se la daré —dijo el conductor saltando de la locomotora.

Levantó a la niña por la cintura y Sabrina perdió firmeza en los pies. Era como cuando su papá le tomaba con las manos por encima de su cabeza, sólo que en esta ocasión no se trataba de un juego y ese señor pintado de verde, no era su papá. Papá ni siquiera sudaba cuando le tiraba varias veces por los aires, y “eso” que atenazaba su cintura tenía el cuello y las axilas empapadas… ¡Le brillaba la frente! Y diminutas gotas decoloraban de modo desigual el verde intenso de su cara.

—¡No! ¡Nooo! —gritó Sabrina desconsolada.

—¡Eh, usted, suelte a la niña!

—¡Papaaá! —gimió Sabrina en cuanto oyó a Enrique.

—No se preocupe, no pasa nada —apaciguó el duende dejando a la niña en el suelo—. ¡Pero ahora aunque me cantes un villancico no te dejaré subir! ¡Ja, ja, ja!

Su risa era igual de seca que su voz, pretendía gastar una broma. O tal vez no. Pero estas menudencias le importaban poco a Sabrina, que se había pegado a los pantalones de su papá. Ahora no se separaría de él hasta que viera alejarse el trenecito, hasta que salieran del centro comercial. Y tal vez, si lloraba con suficiente insistencia, podría dormir esta noche con papá y mamá; a pesar de que hacía mucho tiempo, casi una vida, que dormía en su habitación.

Unas horas después, Priscila, la madre Sabrina, sonreía con indulgencia.

—¿Pero es que no sabes qué día es hoy? —tranquilizó, más con el tono que con una pregunta que apenas tenía que ver con sus miedos—. Esta noche es mágica, porque viene Papá Noel a dejar los regalos a los niños que han sido buenos. Y si él pasara por tu habitación y no te encontrara se marcharía sin dejarte nada —un índice materno saltó de la naricita a la barbilla.

Priscila besó a su hija en la frente, arropándole bien con el edredón, más como gesto de afecto que de cuidado. No olvidaba el poder que tienen las mantas para superar cualquier temor, porque tal vez provocaban el recuerdo inconsciente de la protección que nunca negó el útero materno.

Sabrina se hundió aún más bajo las sábanas, de modo que lo único que quedaba a la vista de ella eran los ojos y la frente. Su madre no podía comprender la sucesión de horrores que había vivido en el centro comercial.

—Cierra los ojos y aunque oigas ruidos no los abras… ¡Será papá Noel que te dejará regalos!

Triste consuelo era ese, ¿cerrar los ojos cuando se sabe que hay un desconocido en casa, del que ni siquiera se tiene la certeza de su identidad? ¿Y si fuera el papá Noel del centro comercial? 0 peor aún, ¿el duende enfadado del trenecito? En su delirio, la pobre niña podía imaginar incluso un “santa Claus” robotizado, gesticulando como hacía papá. Sí, en todo caso, era un buen consejo no abrir los ojos.

Sabrina dormía con la luz apagada, pero tenía la puerta entornada para que entrara la luz del pasillo. Además nunca permitió que bajaran la persiana para dormir, de modo que aunque apagaran la luz del pasillo, porque sus padres tenían esa desconsiderada costumbre cuando se acostaban, aún le quedaba la claridad de las farolas de la calle si se despertaba por la noche.

La luz anaranjada que entraba por la ventana creaba un mundo irreal de penumbras en la habitación, pero siempre era mejor que la oscuridad total, porque no había nada más terrorífico que no saber si tenía los ojos abiertos o cerrados. Sabía que teniéndolos cerrados no se podía ver nada, y que abriéndolos sí… pero cuando los abría y no veía nada, era como perder la cordura, o sentir que estaba muerta porque el mundo de los vivos había desaparecido de su vista.

Las penumbras creaban espacios nuevos que a la luz del día desaparecían, incluso algunos objetos se transformaban en otras cosas en actitud claramente acechante. Sabrina no podía saber que la percepción de la realidad se debía más a su estado de ánimo que al entorno que le rodeaba, pero en esta madrugada, el ruido que le despertó no tenía nada de subjetivo.

Procedía del salón. Parecía que algo caía de la chimenea y luego… unas toses sofocadas. ¿Pero cómo era posible que sus padres no lo hubieran oído? Sabrina luchó contra el impulso de levantarse de la cama. Hizo bien, porque poco después percibió claramente el paso amortiguado de una persona que se dirigía hacia su habitación.

El corazón estaba a punto de explotar en el pecho, tuvo la certeza de que en un momento entraría en su habitación. Contuvo una respiración que la delataría, porque sabía que los dormidos no jadeaban como lo hacía ella.

La puerta se abrió completamente y en el vano apareció la silueta de una persona desconocida. No le apreciaba bien porque la luz de las farolas no le alcanzaba directamente y porque mantenía los párpados semicerrados. Sin embargo, podía oír una respiración profunda y una risita entre dientes.

—Sé que estás despierta —dijo una voz de un hombre inexplicablemente feliz.

Sabrina cerró del todo los párpados y tomó una gran bocanada de aire fingiendo un cambio de postura. Se había quedado de lado, apoyada sobre la cadera y hombro izquierdos, pero con la puerta de frente. Necesitaba ver si ese misterioso hombre entraba en la habitación o no, para gritar, para pedir ayuda si fuera necesario.

—Je, je, je. ¡Toma, estos caramelos son mágicos!

Sabrina levantó la cabeza y acabó sentada sobre la cama. No los veía bien, pero sí la mano desnuda de un hombre mayor. Los caramelos que regalaba estaban sin envolver, y parecían hechos de luces de distintos colores. Se levantó de la cama.

—Toma, niña. Son todos para ti.

—¿A qué saben? —susurró Sabrina arrastrando un oso hacia la puerta.

—Uhm… ¡No sé! Hay un poco de todo: éste de color naranja sabe a cosquillas, éste rosa a sonrisas, éste azul te quita el frío del corazón…

De pronto Sabrina percibió un saco a los pies del hombre sin rostro, un inmenso saco de terciopelo rojo. Se parecía demasiado al del papá Noel del centro comercial, pero a diferencia de aquel, éste no estaba lleno de tristeza y fracaso familiar. Estaba segura de ello, pero lo que le daba miedo era la sensación de que no tuviera fondo, de que si fuera secuestrada nadie percibiría que el hombre de los caramelos llevaba una niña en el saco.

—¿Por qué no quieres enseñarme la cara?

—No soy yo quien la esconde, Sabrina. Eres tú quien no la quiere ver… Y, la verdad, no sé por qué me tienes miedo, si todos me quieren tanto.

La mano tembló cansada de ofrecer durante tanto tiempo unos caramelos que normalmente desaparecían nada más ser mostrados.

—Te han enseñado a ser una buena niña, pero no a ser feliz…

Y la mano desapareció por el hueco de la puerta.

—¡Me han enseñado a no tomar caramelos de un desconocido! —replicó con lágrimas en los ojos.

Pero era inútil, en la puerta ya no había nadie.

—¡Me han enseñado a temer al hombre del saco! —protestó Sabrina.

Priscila prendió la luz del cuarto de la niña.

—Me han enseñado que no debo hablar con extraños… ¡y tú no te has presentado! —gritó mientras su madre la abrazaba.

—Ya pasó, ya pasó… —susurraba Priscila mientras acunaba a la pequeña en su regazo—. Has tenido un mal sueño, pero ya pasó…

¿Un mal sueño? Sabrina creció con la duda de qué hubiera sucedido de haber aceptado esos caramelos mágicos. Creció con la certeza de que vivía en un sueño y que el único momento lúcido de su vida era el que había compartido con papá Noel… hace muchas Nochebuenas.

Ahora, doce años después, Sabrina sale del polideportivo municipal, y no puede evitar un estremecimiento cuando oye un villancico. Aún cree escuchar una risita entrecortada tras cada campanada o cascabeleo. Es la entrenadora del equipo de baloncesto infantil femenino.

Renuncia con gentileza la invitación de un padre de acercarla en coche.

—No vivo lejos y prefiero caminar, muchas gracias.

… Y pasa por delante de un kiosco de churros. Los villancicos le asaltan desde cualquier esquina, despertando en ella recuerdos de una infancia que todavía no está demasiado lejana. Es de noche, y hace mucho frío…

¿Qué sabor será ese que te quita el frío del corazón?, pensó.

…Lo sabe porque observa el vaho que forman los churros y las porras recién fritas, lo nota en el modo en el que se escapa de la luz brillante del puesto hacia la oscuridad, hacia las frías estrellas de la noche.

¿Me quedaré sin conocer a qué saben las sonrisas?

Un cascabeleo acarició sus tímpanos. Cada navidad se estremece con los villancicos, no puede evitarlo…

—Hola… —dijo una voz a su espalda.

Sabrina se volvió con el corazón encogido. Había esperado mucho tiempo, y ahora por fin se encontraba con…

—¿Papá Noel? —se dijo con extrañeza.

—Casi, creo que me llaman Rudolf.

Era un joven con un gorro de cabeza de reno, era un “reno” encantador.



¡jou, jou, jou! (Fin)


Sabrina dejó de preguntarse por el sabor de los caramelos que quitan el frío del corazón.


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