Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


miércoles, 17 de febrero de 2010

Por una cabeza (parte final)


Pero no hablemos más de ellos. Yo supe, desde muy pequeño, que no era normal. Crecí aprendiendo a disimular mi disposición natural, y acepté complaciente las largas peroratas de mi padre sobre el respeto y la integridad de los demás; el derecho a la vida; a ser tolerantes con los que no piensan igual; al deber de auxilio con los más desfavorecidos… y un largo etcétera.

Charlas, insisto, que mi padre utilizó como agua bendita a lo largo de mi juventud y adolescencia. ¿Pretendía exorcizar su alma o la mía? Yo asentía, con sonrisa de niño bueno, pero recelaba. Sabía que algo no encajaba bien, sobre todo cuando me relacionaba con mis amiguitos.

—Hola —dijo Pedrito, un niño pelirrojo muy gordo—. ¡Mira lo que tengo!

Se chuleaba, en sus manos tenía un taco de cromos que apenas podía sujetar. Me llevé las manos a los bolsillos en busca de los que yo pudiera tener. Saqué cuatro o cinco, no tenía más.

—¡Ja, ja, ja! Eres un “pringao” —se burló Pedrito.

—¿No quieres cambiar?

Pedrito no dejaba de reírse de mi fabulosa colección de cromos. Ahí tuve mi primera revelación.

Las cabezas de cuatro o cinco jugadores de futbol, en mis manos se volvieron inútiles, sin valor. Sólo eran cartoncitos con las esquinas arrugadas. Sin embargo, la mofletuda cabeza de Pedrito, paralizada en un rictus de carcajada, resultó increíblemente atractiva imaginármela en mi habitación, entre un viejo osito de peluche y un coche a pilas.

—No, sólo me apetecía reírme un rato.

—¿De qué te ríes? —se interesó Pablete.

—¿Qué pasa? —exigió Fidel, de la misma edad que los demás pero más grandote.

Habían acudido al sonido de las risas como abejas a la miel, ávidos por tragar de un bocado aquello que hacía tanta gracia. Apretaban sus cabezas unas contra otras, para no perder detalle… Y yo no perdí ninguno, mientras Pedrito verbalizaba con gruñidos nuestra pequeña diferencia en la colección, y los demás se reían.

Sólo era un pequeño cambio de perspectiva, ellos admiraban los cromos, y yo las cabecitas que veía apiñadas: Pedro y sus mofletes daba el tono rojizo a la colección; Pablo y sus pecas, con su largo flequillo rubio pajizo; Fidel y su barbilla cuadrada y el pelo moreno a media melena… ¡Cuántos detalles, cuántas diferencias! Y me reí con ellos; por motivos diferentes, claro está. Supe que yo también me haría coleccionista.

—Tomad, os los regalo.

Y tiré mis cromos, que revolotearon en el aire. Los niños se tiraron al suelo sin ocultar su avaricia. Eran como animales de rapiña, absolutamente predecibles… Y sonreí.

“Los auténticos valores, Alejandro, están en la cabeza” replicaba Antonio cuando le conté lo sucedido. Y yo, como siempre, le di la razón; pero en esta ocasión estaba completamente convencido. “Los cromos se rompen, se pierden…” insistía al ver mi sonrisa. Se quedó callado, como si hubiera visto un fantasma. “Eres demasiado joven todavía, no puede ser” dijo suspirando, como si me hubiera sorprendido masturbándome en el cuarto de baño. Y se marchó, haciéndome sentir que él conocía mis pensamientos más secretos, y que no los condenaba, a pesar de tanta salmodia beatificante.

Mi segunda revelación la tuve un veintidós de diciembre, ayudando a mi madre con la compra de Navidad.

—Ese, el más gordo —especificó Carmen.

Había dejado la huella de un dedo en la mampara de cristal de la pollería. Había escogido casi ocho kilos de pavo en un solo ejemplar.

—Tome —ofreció el pavo debidamente envuelto en una bolsa de plástico.

—No, mamá. Lo llevo yo.

No pude, mis brazos no soportaron el peso del animal por demasiado tiempo. Comprendí que si pretendía realizarme plenamente, satisfacer mis necesidades más íntimas, necesitaba estar en buena forma física.

Me apunté a todas las prácticas deportivas del pabellón municipal del barrio, siempre con el beneplácito de mis padres. Antonio no andaba muy desencaminado con respecto al equilibrio que proporciona el deporte, fueron años en los que mis necesidades “especiales” quedaron prácticamente latentes.

En mi adolescencia, en la plenitud de un físico desarrollado, practiqué halterofilia. Disciplina que abandoné tras terminar la carrera universitaria. Sus valores me han sido sumamente útiles después: concentración, fuerza, determinación. Pero en el último curso de “químicas”, supe que no bastaba ser fuerte… tenías que parecerlo, si pretendías atraer la admiración de las mujeres.

Nunca confesarán abiertamente la atracción que ejerce sobre ellas un torso perfecto, te dirán que eso es secundario; que más importante es una afinidad intelectual y emocional que unos pectorales amplios, y que unos brazos capaces de soportar su peso, tanto tiempo como sea necesario, para llegar al orgasmo. Sí, te lo dirán mientras sus ojos siguen a los “cachas” del campus, y presientes que ya están levitando a su lado.

—Margarita, ¿te has dado cuenta como se está poniendo Alejandro? —cuchicheaba Isabela en la cafetería de la universidad.

—¿Estás hablando de Alejandro, del pesado que te mira como si quisiera regalarte una flor?

—Pues sí, no sé por qué antes nunca me había fijado en él… Pero reconozco que es guapo.

—Shhh, calla. Que aquí viene.

—Hola chicas… ¿interrumpo algo?

Las mujeres no son las únicas beneficiarias de advertir las sutilezas del lenguaje corporal; hay tipos, como mi abuelo don Ambrosio y yo, que también las comprendemos. Margarita experimentaba extrañeza, Isabela irradiaba sexo en cada gesto. Me sentí halagado pero era Margarita de quien estaba enamorado, llevaba cuatro años rondándola sin éxito. Y sabía que mis horas de gimnasio al fin empezaban a dar sus frutos.

—Nada importante, ¿tienes plan para este viernes? —contestó Isabela.

Margarita abrió muchos los ojos, hasta sofocó un pensamiento que se le escapaba por la boca con una mano. “¿Cómo te atreves? Alejandro es mío”, protestaron sus ojos. “Ni puñetero caso le has hecho en estos años”, replicaron los de Isabela.

—Bueno, todo depende… de ella —lucí mi mejor sonrisa en el rostro.

Por fin llegaba el instante más esperado, ¡qué glorioso momento éste de sentirse por encima de las circunstancias! La rivalidad de las chicas quedó resuelta con el orgullo de Margarita restablecido. “¿Qué te habías creído? ¡Es mío y ahora no te lo doy!”, bramaban los ojos de mi chica…

—Creo que no va a poder, Isabela —confesó Margarita.

“Zorra”, serpentearon víboras de los ojos de su amiga.

—Bueno, pues quedamos a las cinco ¿aquí mismo? ¿Te viene bien?

Su mano se posó sobre la mía, fue el contacto más íntimo que tuvimos en cuatro años. Significaba mucho, era como cerrar un trato, como afirmar que desde ese momento no se avergonzaba de mí, que gozaba de mi presencia tanto que no deseaba compartirme con ninguna, y me tomaba la mano para que sólo la mirara a ella… Ella, que ignoraba que era innecesario cualquier formalidad, que me tenía ganado hiciera lo que hiciera.

—Sí —sus ojos me parpadeaban con auténtico amor.

Pasaron dos días de puro paroxismo, removí el armario entero en busca de la ropa adecuada, acudí a la peluquería, compré un detalle que fuera bonito pero que no comprometiera. ¡Hasta compuse un poema!, para demostrar que tenía un alma sensible. Excesos todos, que resultaron inútiles cuando, tras contar muchos minutos, llegaron las cinco de la tarde de ese viernes, y Margarita no apareció.

“Habrá tenido un examen sorpresa”, disculpaba yo mirando el reloj de pulsera. Eran las seis de la tarde cuando decidí aflojarme la corbata. Las siete cuando tiré el ramo de margaritas a una papelera. Las ocho cuando regresaba cabizbajo a casa.

El traqueteo del autobús anunciaba que llegaba a una parada. Estaba a mitad de su recorrido, en un barrio donde se concentraban algunas discotecas y garitos de marcha. Casi todo el autobús quedó vacío. Suspiré. Yo debía bajarme en esta parada, agarrado de la mano de mi chica.

El conductor cerró las puertas, y a través de los cristales, los descubrí en la calle. Los tres iban abrazados, cantando, con una copa de más. “¡No puede ser!” Me puse de pie pegando las narices a la ventana. Isabela me señaló de inmediato con la mano.

Margarita y el “cachas” reían, se reían del espantapájaros sin cerebro y sin corazón que se empequeñecía en el autobús por la distancia. “¿Buscas al mago de oz, Dorothy?”, pensaba recordando las tres cabezas juntas, riendo, descojonándose de mi caballerosidad. Y no sé por qué, aparecieron en mi imaginación, en el mismo estante, al lado de Pedrito, el gordito pelirrojo y sus amigos Pablete y Fidel. Ya no había ositos y coches.

El lunes siguiente Isabela y Margarita no acudieron a la facultad, tampoco un “musculitos” que nunca supe cómo se llamaba. No terminaron la carrera; yo, sin embargo, sí. Razón por la que superé una vez más a mis predecesores, aprendí a preservar mi colección.

No me atrevo a imaginar qué clase de cabezas escondería don Ambrosio, ¿descompuestas y mal olientes? Además, cuando ya no queda más que huesos todas son muy similares. No tiene gracia. ¿Y mi padre? Pobrecito, con su afición a la taxidermia, en el mejor de los casos sólo conseguiría “momificar” sus trofeos. Con el paso del tiempo, esos rostros acartonados se desbaratan… Ahora comprendo por qué cada cinco o seis años nos mudábamos de ciudad.

Yo, sin embargo, por mi condición de químico doctorado, trabajo para una multinacional que me permite viajar con frecuencia. Circunstancia que favorece la estabilidad de una residencia fija en Madrid, en un maravilloso loft construido en las afueras de un pueblo próximo al aeropuerto, en el que he mandado construir una cámara frigorífica.

¿Te apetece ver mi colección? Disculpa la música, se acciona automáticamente con la apertura de la puerta… Es un pequeño tributo a la memoria de los músicos de la familia.



— Fin —




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Pie de foto:  www.claudiotoubes.com/img/camaras_frigorifica...

14 opinaron que...:

Tatiana Aguilera dijo...

Los recuerdos de la adolescencia son tan marcadores, que a veces siento que son más decidores que los de la niñez. Formanos personalidades, hábitos, miedos y contadas satisfacciones.
Un placer leerte. Un abrazo para ti.

Federico dijo...

No te quepa duda, pero que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia...

Lo único real en esta historia fue lo del incendio y lo de mi perro "Coco". El fuego sólo quemó una cocina, y yo... no he cortado ninguna cabeza. Je, je, je.

Besos, Taty.

Anusky66 dijo...

he disfrutado un monton leyendo la historia !!!! jajajaja Taty doy fe que fredi lo que si colecciona son plantas.
Un besazo

mariarosa dijo...

¡Muy buena historia!!

Un poco recuerdos otro poco imaginación y el resultado convence.

Un saludo.

mariarosa

Federico dijo...

Gracias, amigas. No os vayáis muy lejos, que estoy retocando un nuevo relato.

Creo que con lo que publicaré la semana que viene me quedaré sin seguidores... ¡Ains, no sé que hacer!

Ligia dijo...

Acabo de leer esta última parte y me enganchó, así que ahora seguiré los relatos anteriores. Gracias por seguir mi blog. He hecho lo mismo. Saludos

nieve dijo...

Hola, no sé ni cómo he llegado hasta aqui. Tu historia me ha parecido impresionante. Creo como alguno por aquí que la infancia y la adolescencia marcan nuestro comportamiento y forma de actuar para el resto de la vida. Para bien y para mal.

Tienes una magnífica imaginación. Y me alegro de que hayas decidido dejar aquí tus relatos, nos das la oportunidad de leerlos. Los que escribimos siempre andamos en busca de que alguien nos lea. Todo lo demás no importa.

Saludos.

Thornton dijo...

Crecen los seguidores, crecen los comentarios, la música mejora. Lo único que no ha cambiado es tu talento, ya era grande antes. Un abrazo.

Federico dijo...

Gracias por vuestros amables comentarios, para los amigos de siempre y los nuevos.

Thorton, Thorton, ¡no das tu brazo a torcer! Pero tengo que agradecerte tu interés musical, sin ti este blog no hubiera evolucionado en ese aspecto.

Anónimo dijo...

Primeramente le agradezco su invitaciòn para elegir cualquier mùsica de fondo pero su elecciòn denota una sensibilidad muy reconfortante.Sin duda èste vals es mucho mejor que el "aserejè".
Le animo a continuar con su blog.El verdadero artista o escritor es,ciertamente,el màs convincente representante de la poductividad y ademàs usted es brillante.Continùe escribiendo.
Espero "un fredy"no haberle parecido demasiado pelota pero uno harìa lo que fuese por saborear un arroz con setas.Un abrazo o dos si me deja repetir plato.

Federico dijo...

Estimado anónimo, usted siempre será bienvenido a mi casa, y repetirá tantas veces como hambre tenga... pero no me confunda un tango con un vals. ¡Por Dios, Quique!

Gracias por pasarte, amigo. Vuelve cuando quieras.

Anónimo dijo...

Tango?.Serà.
Tengo mal oìdo.Una vez en el Monasterio de Silos confundì el rap con el canto gregoriano...
-Oiga què bien rapea el gordito de la coronilla, verdad?
-Què!!!calle calle y que no me lo encuentre luego en el claustro que se va a enterar.
-Uy, pedòn que no es un rap es una jota claro.
-Largo!.

Anónimo dijo...

Es estupendo que compartas tus relatos ya que son realmente deliciosos, mmmmmmmmm!
Mil gracias.
Nuestra cabeza es la unica que dirige nuestras vidas para que no sean vacias....

Anónimo dijo...

Compañero.. he enlazado tu sitio en el mío.. para que los que pasen por mi espacio se embeban de tus escritos.. maravillosos.. cariños..