Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


domingo, 14 de febrero de 2010

Por una cabeza (segunda parte)


Antonio conoció su talante más perverso por accidente; hasta entonces había negado todo el pasado tenebroso de mi abuelo, como si la simple negación exonerara a mi padre de tan terribles preferencias.


Sucedió en un día gris sin lluvia, cuando de la vivienda de un séptimo piso salía humo por las ventanas, y un olor a quemado, acre y sintético, descendía por las escaleras. Nosotros vivíamos en el primer piso, por lo que de un modo natural recibimos la advertencia del peligro cuando el incendio estaba muy avanzado.

—¡Antonio! —gritaba mi madre sin contener la histeria—. ¡Coge lo más importante y corre hacia la calle!

Carmen me apretaba contra el pecho, y es que, muy a su pesar, sólo tenía dos manos. De buena gana hubiera vaciado los cajones en busca de las joyas, las pocas reliquias heredadas de la familia; el dinero para llegar a final de mes, y las fotos.

—¡Espabílate! —chilló sin esperar respuesta.

El instinto maternal le empujó escaleras abajo en busca de espacios abiertos en los que mis pulmoncitos no se llenaran de las toxinas que flotaban en el aire.

“Lo más importante…” se decía Antonio. Menuda cuestión tenía que solventar. “¿Qué es lo más importante? ¡La tele!, todavía quedan seis meses para terminar de pagarla”. Y es que a principios de los setenta, un televisor a todo color, amén de tener un tamaño exuberante, era de un precio prohibitivo.

Un relámpago de intuición alumbró su pensamiento, en el preciso instante en que trataba de izarla con las manos, y aquello no se movía. “No, Carmen se enfadará… Que si sólo pienso en mí, que si sólo tengo el futbol en la cabeza… Además la lavadora tiene ruedas, creo”. Y Antonio corrió hacia la cocina.

Allí la vio, impasible en el incesante trabajo de remover la ropa en el tambor, ignorante de que sus circuitos eléctricos se quemarían igual de bien que una persona en el incendio. Trató de sacarla del hueco en el que estaba encastrada, pero la dichosa máquina no se movió ni un centímetro.

Y es que no había heredado la corpulencia de Ambrosio, su padre… “y que está llena de agua y ropa”, se excusó sintiéndose estúpido.

Un gemido le llegó de sus zapatos. “Coco”, un york shire terrier enano, le miraba con ojos tristes sentado a sus pies. “Cógeme, yo no peso nada” suplicaba el animal, muy consciente del peligro que acechaba.

—Está bien.

Se agachó para coger al perrito, pero de un salto se arrojó a sus brazos. Los lametazos de una lengua diminuta agradecían el rescate con impaciencia.

Salió de casa cerrando la puerta con llave, una costumbre que ni en circunstancias peligrosas podía dejar de cumplir. “Ya está, tengo lo más importante” y corrió hacia el portal. En el primer recodo de las escaleras detuvo la carrera. Recordó que había dejado algo verdaderamente importante en casa. “Coco” protestó con un ladrido el cambio de dirección.

Antonio tuvo que introducir tres llaves en cerraduras de tres vueltas; en penumbras, porque los bomberos habían cortado la electricidad de todo el bloque, y escuchando los golpes que daban los últimos vecinos que trataban de no rodar escaleras abajo.

Al fin la puerta se abrió. Corrió hacia el dormitorio, y sin soltar a “Coco” rebuscó en el interior del altillo del armario ropero. Sus dedos tropezaron con una caja de madera oculta entre sábanas y fundas de almohadas. Antonio suspiró. En su interior un acolchado protegía el violín que había pertenecido a su padre, y antes que él, a su abuelo.

—¿Por qué has tardado tanto ?—acusó Carmen en cuanto le vio salir a la calle—.¿Esto es lo más importante, Antonio? —añadió despegándose del abrazo.

—Bueno, intenté llevarme la tele, y después la lavadora… pero es que no tenían ojos, y “Coco” no dejaba de mirarme.

—Ah —reprochó—. Y el violín es para ponerte a pedir en una esquina, ¿verdad? Porque dudo mucho que en la academia autoricen un anticipo, si perdemos el dinero y las joyas.

Antonio torció los labios, reconoció que su mujer tenía razón, como siempre. ¿Cómo permitiría a esa gran mujer, su esposa, que sobrellevara miserias y penurias? La amaba incondicionalmente, tal vez porque tenía la habilidad de sacar lo mejor que llevaba dentro, haciéndole creer en la bondad de la naturaleza humana. Bondades que no se reflejaron en sus efectos, digamos, más mundanos, porque a pesar de que llevaba más de quince años trabajando, como profesor de música en una academia privada de renombre, apenas había acumulado beneficios laborales.

Era el más brillante de todos, la pasión por la música la llevaba en la sangre; una vocación relegada a la enseñanza porque, a pesar de que participó en todas las convocatorias para optar al cargo de director de orquesta, nunca logró su objetivo. Siempre había candidatos más cualificados, de lustrosos apellidos que abrían puertas. Las mismas que sistemáticamente a él se le cerraban.

Antonio desoyó las advertencias de los bomberos de no entrar en el edificio, de hecho, una persona en su sano juicio, al observar las fumarolas que salían de la séptima planta, hubiera hecho innecesario cualquier exhorto. Pero es que no todos tenían un salario tan ajustado a las comodidades modernas; y ni siquiera las horas extra, como profesor particular, equilibraban la delicada balanza familiar.

¡Puñetero dinero! Protestó mientras corría escaleras arriba. Tener que prostituir su arte para subsistir era una condena demasiado pesada para un alma sensible como la suya, pero tener que arriesgar la vida por unos papelitos de colores… era excesivo.

Las llaves temblaban en la mano, le picaban los ojos y la garganta. Debía darse prisa. Las tres vueltas de llave en cada una de las tres cerraduras se le hicieron insufribles. En cuanto la puerta se abrió corrió de nuevo hacia el armario ropero de su habitación, tomó la primera funda de almohada que encontró y la empapó bajo el grifo del cuarto de baño. Se le anudó en la cara, tapando nariz y boca.

Ahora podía buscar con algo más de tranquilidad el dichoso dinero. Porque el sobre del dinero era algo que nunca se guardaba siempre en el mismo sitio. A veces se ocultaba entre los libros de la estantería del salón, a veces bajo el colchón conyugal. Una vez Carmen ocultó tan bien el dinero que tuvieron que remover toda la casa, al final apareció en el interior de un viejo zapato que Carmen no usaba. Es más, en una ocasión, Antonio abrió la nevera con la intención de coger un tomate, y rebuscando en el cajón de las verduras, sus dedos tocaron una extraña hortaliza enrollada y sujeta con una goma…

Postergó la búsqueda del dinero, era más fácil localizar las joyas. En cuanto abrió una caja de zapatos el rostro se iluminó. Allí estaba todo, dos cadenas de oro, unos pocos anillos de pedrería auténtica, unos pendientes de perlas y el dinero. Había tardado menos de lo esperado, de modo que cuando salió de casa, aún tuvo tiempo de satisfacer la vieja manía de cerrar la puerta con los tres cerrojos.

—Ya está, lo tengo todo —anunció Antonio con el pelo alborotado y la funda de almohada colgando del cuello.

—¡Qué miedo me has hecho pasar! —respondió Carmen cubriéndole de besos la cara.

Se lo merecía, era su héroe, hasta que reparó que en las manos no llevaban ningún álbum de fotos.

—¿Y las fotos, Antonio? ¡Ay, dios mío, se te han olvidado! Todos los recuerdos se quemarán, nuestro hijo crecerá sin conocer a sus abuelos… No hay dinero que pueda comprar el vacío de una familia sin pasado…

Antonio, suspirando, se colocó de nuevo la funda de almohada.

Unos agentes de policía estaban acordonando la calle, tratando de despejar la zona de curiosos que observaban las fumarolas y a los bomberos trabajar. Se abrió paso con sorprendente soltura hacia el hueco oscuro que formaban las puertas abiertas del portal.

Nadie lo detuvo. Sólo la dichosa puerta de su casa, y sus tres puñeteras cerraduras, frenaron la carrera. El humo cubría el rellano de las escaleras como una niebla venenosa, Antonio oyó como los bomberos rompían con sus hachas los cristales de las ventanas de las escaleras. “¡Espabílate, coño!”, oyó decir a Carmen en su cabeza.

Las llaves cayeron al suelo, las buscó a tientas, a cuatro patas. No se daba cuenta, pero sus manos recorrían una y otra vez las mismas baldosas exploradas. “Es un llavero pesado… no puede haber caído muy lejos”, razonaba tratando de sosegar la ansiedad.

Un bombero, que descendía las escaleras en saltos de cuatro o cinco peldaños, tropezó con él. El casco no evitó el aparatoso golpe que se dio contra una viga. Antonio veía su rostro retorcerse con muecas de dolor, cómo la frente se le empapaba de un fluido viscoso. Vio el hacha al alcance de su mano… Perdió el dominio de sí mismo.

De pronto observó que el hacha estaba en su mano, que la estaba utilizando contra la puerta de su casa… Ya casi había terminado, cuando una mano se posó sobre su hombro. “¡Ahh!”, gimió en su delirio.

—Devuélvamela —exigía el bombero, apoyando una mano en la pared para no caer al suelo.

—¡No! Lo necesito para pasar.

—Necesito ayuda urgente, y no puedo volver sin el equipo… ¡Démela! —forcejeó el bombero tratando de arrebatar el hacha de las manos de ese hombrecillo.

—Pero si ya casi he terminado… —se resistió Antonio.

—¡Dámela!

—¡Tómala, joder!

El bombero cayó al suelo sin una protesta más. Antonio creyó que el golpe anterior había provocado un desmayo, se agachó para suministrarle los primeros auxilios que el bombero necesitaba.

—¡Oh!

Un cuerpo sin cabeza yacía en el suelo. Qué visión, ¡qué visión tan hermosa! Las notas del fagot de su padre, acompañadas de las del violín de su abuelo, revoloteaban en torno a la cabeza seccionada. Había sido un accidente muy revelador… un “accidente” que se repetiría a lo largo de su vida. Aquella hacha cortó algo más que una cabeza.

—¿Qué llevas en esa bolsa?

Era evidente que no eran fotos.

—Nada importante, una cabeza de bombero.

Carmen le abrazó, había pasado mucho miedo.

—No pienso subir de nuevo —advirtió Antonio—. Ahora sí que tenemos lo más importante —añadió ofreciendo los álbumes familiares.

Si alguien hubiera observado la bolsa con más detenimiento habría notado que goteaba un líquido sonrosado.

Así era mi padre, apasionado y metódico; habilidades que heredé pero sin sus remilgos sobre la bondad natural, y sin el gusto obsesivo de mi abuelo por el bello sexo.

(Continuará...)
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Pie de foto: http: /amicalepompiersbrehal/

9 opinaron que...:

mariarosa dijo...

¡Ay por Dios, que hombre!!

Te felicito por el humor, ante semejante drama, yo hablo de humor. Me has dado una buena idea para esconder el dinero en la heladera.

Muy bueno, gracias por el humor.

mariarosa

Federico dijo...

Gracias por tu visita, Mariarosa. Lo del dinero en la heladera no es una invención mía, me entraron hace poco en casa y la guardia civil me dijo que lo mejor era eso, camuflarlo entre yogures y plátanos. ¿Pero y si tiene hambre o sed el ladrón?

Anusky66 dijo...

tanto subir y bajar me ha llegado a poner nerviosa. por cierto , menos mal que decició salvar a Coco o hubiera dejado de leer de inmediato.
ya empiezo a entender el título de relato.

continuará ,....

Federico dijo...

Je, je, je.

HUMO dijo...

Yo, me sumo a tu sueño!
Soy tu par, entiendo de lo que hablas, respiro lo mismo.
Bienvenido!

=) HUMO

MATHILDE PRIMAVERA dijo...

Gracias por tu entrada en mi blog, les prometo que me gustaría leer el suyo, cuando tenía un poco más de tiempo hoy !
Hasta la vista el amigo !

MTeresa dijo...

¡Espeluznante!
qué ingenio
y cuánta inspiración.
Buenas noches

Federico dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Federico dijo...

Dicho por labios de escritora es un halago. Gracias, MªTeresa.