Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 30 de enero de 2010

El vuelo del colibrí (Un cuento de 3060 palabras)


Era triste verla bailar alrededor de una silla, meneando las manos como si volara. Ella, que había sido tan culta y tan refinada, no se merecía una vejez así. Frida lo sabía, y no terminaba de aceptar lo que sus ojos veían. “Deja a la abuela, ¿no ves que no está bien de la cabeza?”, recordaba las palabras de su tío Antonio, cuando pidió permiso para visitarla.

¿Pero es que nadie se acordaba de que Estrella, su abuela, había dado un poco de luz a sus corazones y a sus mentes, durante cuarenta años o más? ¡Había sido una misionera del conocimiento!, y había entregado algo más que la idea de un mundo gigantesco, que superaba más allá de la espesura de la selva que los retenía pegaditos a la idea de la madre tierra; les llevó la luz de otras civilizaciones y la razón de las matemáticas aplicadas…

Se había detenido en la aldea, muchos años atrás, cuando se dirigía a tomar posesión de su plaza en la escuela de un pueblo, 60 kilómetros más lejos; y ya no salió de aquí cuando vio que niños de todas las edades vagabundeaban a su suerte.

Estrella fue la primera educadora del pueblo, para ello había renunciado a las comodidades de la ciudad, pero ganó algo más importante: el amor. Un amor correspondido, pleno, pero también prohibido. Se enamoró de don Fulgencio, que estaba casado y no podía divorciarse.

No obstante, se veían cada noche en la cabaña de ella. Una choza construida por los lugareños por gratitud, en las afueras de la aldea; más por ofrecer un lugar donde pudiera guarecerse de las lluvias, en la estación húmeda, que otra cosa.

Fulgencio intervino en la construcción. No, no, no... ¡Debe tener suelo de madera!  ¡Y al menos dos palmos por encima de la tierra! Exigía. Jolín con la señorita, pensaban con envidia los hombres, muchos de ellos eran los nietos de los nietos de los que colgaron las primeras hamacas en esos árboles, y no tenían chozas mejores que la de la recién llegada.

Cuando la cabaña estuvo acabada, Fulgencio se la amuebló. Un día llegó con una silla en la mano. Espero no ofenderla, decía con timidez. Es muy amable, un tronco me hubiera bastado. No se engañe, señorita. Usted se merece más, mucho más. Días después se presentó con unos estantes. Estrella no sospechó lo que realmente escondía la gratitud de Fulgencio hasta varias semanas más tarde, cuando apareció a la entrada de su cabaña acompañado por varios hombres. Nosotros somos hombres de campo, dijo, y estamos acostumbrados a dormir sobre una esterilla, pero usted, señorita Estrella, no. Y los hombres montaron una cama. Una sólida cama con dosel, somier de cuero trenzado y mosquitera. No faltó hasta un pesado jergón de lana peinada. Desde ese mismo día Estrella dejó de sentirse sola.

Eliana, intrigada por las ausencias reiteradas de Fulgencio, le siguió. Vio que entraba en la cabaña de la maestra. Oyó sus voces familiares, como personas que se esperan; y risas. Sintió dolor. Peor fue el silencio. Un inmenso dolor.

Se acercó a la cabaña sólo cuando don Fulgencio había salido, sin atreverse a poner un pie en los peldaños de la entrada.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo Estrella cuando reparó en su presencia.

—Usted es una buena mujer, y mi marido es un buen hombre… ¿Por qué me hacen esto? —gimió con los ojos secos, rojos de tanto llorar.

Estrella no supo que decir. Un colibrí apareció repentinamente entre ellas, suspendido en el aire, como queriendo repartir paz con las alas.

—Si hay un dios justo en los cielos que me perdone, porque yo te maldigo… ¡Os maldigo a los dos!

A pesar de la maldición Fulgencio no dejó de visitarla, y noche tras noche demoraba más el momento del retorno. En los últimos años, aunque era un hecho que nadie ignoraba, regresaba al hogar una hora antes del amanecer, para evitar a su mujer el escarnio público. Pero aquella mañana el sol no brilló, una espesa niebla ocultaba todo el pueblo. Era algo inusual en aquellas regiones.

Con sorpresa, Fulgencio descubrió que la niebla provenía de su casa. Se acercó alarmado hasta su esposa, para despertarla. Le dio un beso en la mejilla, pero ella no se movió. Permanecía obstinadamente inmóvil, conteniendo la respiración. Estaba enfadada, a esas horas siempre lo estaba.

—Despierta, querida.

Y la tomó de un hombro, pero fue un cadáver lo que se volvió. No respiraba, aunque de su boca abierta exhalaba una espesa niebla que reptaba por los suelos de la estancia y salía por la ventana. Las mujeres de la aldea forzaron a sus maridos a no salir de las chozas, unas con mimos y zalamerías y otras, con gritos y llantos.

Ningún hombre salió a la calle ese día, sólo don Fulgencio, que con alegría y pesar a partes iguales, corría en busca de Estrella. Nunca llegó, se perdió en la niebla. Su cuerpo jamás apareció.

A pesar de que las circunstancias obligaron a la maestra a contraer matrimonio, nunca superó la ausencia.

Muchos años después Estrella enfermó, no llegaba a los ochenta años cuando el alzhéimer se paseó por su cabeza. Se desorientaba, olvidaba cosas que había hecho apenas unos minutos, pero jamás perdió su identidad. La situación se agravó cuando Estrella confesó que había visto a don Fulgencio.

—Pero abuela, don Fulgencio se murió hace más de cincuenta años.

—Es verdad, pero sabía que algún día encontraría el camino…

Cómo no enternecerse, viendo esos ojos dulces tan llenos de amor.

—¿Y cómo le has visto?

Le habían dicho que no debía permitir alimentar fantasías, que si en verdad amaba a Estrella debía ayudar a situarla en la realidad, en sus circunstancias reales. Sin embargo, esos doctores no tenían que enfrentarse a esa mirada.

—Bien, muy guapo como siempre. ¡Entró por la ventana!, cuando todavía era de día.

Frida sonrió.

—Bailamos toda la noche, y no dejaba de decirme lo guapa que era…

—Todavía eres muy guapa, abuela.

Estrella, ignorando el halago, parecía absorta en rememorar tan anhelado reencuentro.

—No ha cambiado en nada, bueno, sólo que ahora es un pájaro… ¡Un alegre colibrí!

Estrella advirtió el gesto de disgusto de la niña.

—Creo que estoy hablando demasiado, y te aburro, ¿verdad? Toma.

Le dio una moneda y un caramelo.

—Ve con cuidado, cariño, que pronto se levantará la niebla.

—¿Cómo lo sabes, abuela? —se interesó Frida desde la calle.

—El colibrí, siempre aparece antes que la niebla.

Llegó a casa preocupada, alertó a sus padres de que la abuela no estaba bien, que empezaba a desvariar demasiado. No había sido consciente de que en el trayecto de vuelta a casa se cruzó con un colibrí. Era cada vez más raro observarlos en zonas urbanas, aunque su presencia no provocaba extrañeza.

Y tampoco fue consciente, ya entrando en casa, de que Estrella había acertado en los pronósticos sobre el tiempo. Acertar sobre la aparición de la niebla era una mamarrachez: todos los días, desde hace al menos cincuenta años, hay niebla, pero ¡por la mañana! Cuando Frida sintió los suavísimos pinchazos de frescor en la cara, era por la noche.

Pasear deprisa entre la niebla le resultaba familiar, por eso no reparó en su presencia. De haber estado menos preocupada por su abuela se hubiera dado cuenta del factor temporal… y de que la abuela no había errado en sus predicciones.

Sabía, todo el mundo lo sabía, que esa niebla era extraña. Los mismos árboles que habían podado la tarde anterior, los de la calle de la hispanidad, se presentaban bajo la niebla como manos huesudas que emergían de la tierra. Y a pesar de que se esforzaba por recordar el alegre paseo de la calle principal, de sus madreselvas y glicinas, sentía un pavor por lo sobrenatural. Pero es que sólo era una niña.

Sintió alivio en cuanto cerró la puerta de su casa.

No se hable más, le llevaremos a un centro apropiado; Sí, será lo mejor; Ya es muy mayor para manejarse sola; Si vendemos la vieja cabaña casi no tendremos que poner nada… Debatían los hijos de Estrella, delante de Frida sin preocupación.

—¡Pero si es muy vieja! No le van a dar mucha plata por ella —protestó la niña.

—La abuela es muy vieja, y su casa también. Necesita un sitio mejor donde tenga agua corriente y todas esas vainas… El terreno vale dinero, lo mismo que la residencia. ¿Entiendes?

Claro que lo entendía, querían encerrar a su abuela. Era más fácil, más cómodo; lo mejor. Casi se arrepentía de haber hablado, podía haber fingido y no haber dicho nada porque, al fin y al cabo, su abuela no era un peligro para nadie, ni siquiera para sí misma.

—La abuela no está loca —insistió con ojos llorosos— ¡sólo es más feliz!

Su padre le mandó a jugar con las muñecas, la miraba con ojos de advertencia, de “no me hagas buscar la zapatilla” y Frida obedeció. Sentada sobre la cama, con una Barbie sonriente en las manos, todavía oía debatir a sus tíos. Es mejor que preguntemos primero en el banco; No, lo primero es en hacienda, para saber si hay impuestos, embargos o cualquier carga pendiente…

—¿Y tú no dices nada? —preguntó a la muñeca.

En otras ocasiones hubiera hablado, y mucho. Habría soltado una risita juguetona y confesaría un montón de cotilleos, de que Abrahán, el niño más guapo de la clase, había aspirado con gusto el olor de colonia de la coleta cuando aguardaban en la fila para entrar en el aula. O tal vez relataría pormenorizadamente los trucos para ligar o ser la chica más sexy… Pero hoy la muñeca también estaba enfadada.

No nos olvidemos de los informes médicos, ¡son vitales para incapacitarla! Se oyó a través de las paredes.

—¡Corre, avisa a la abuela! —dijo la Barbie.

Y la niña se fugó. No hizo falta saltar por la ventana ni nada parecido, todos los mayores estaban enfrascados en una conversación que les impedía ver el resto del mundo. Aunque Frida hubiera dado un portazo al salir no se habrían dado cuenta.

En la calle refrescaba, la niebla se había hecho más densa, y Frida tuvo miedo. Las manos de la calle Hispanidad parecían retorcer sus huesudos dedos entre las brumas. “Madreselvas, madreselvas” se repetía Frida mientras se dirigía a casa del vecino. Tiró una piedrecita al cristal de la habitación que tenía luz. Al cuarto intento asomó una cabecita.

—¿Frida, eres tú?

—Sí, tienes que bajar: es de vida o muerte.

Camilo no tuvo más remedio que aceptar.

—Pscccht —volvió a llamar Frida.

El niño sacó la cabeza de nuevo por la ventana.

—¡Me estoy calzando! ¿Qué pasa ahora? —protestó el niño en voz baja

—Que no se enteren tus padres.

Y Camilo desapareció al instante. Momentos después aparecía en la parte de atrás de la casa, donde el jardín apenas recibía la luz de las farolas.

—No pude evitarlo —se disculpó Camilo— o se venía con nosotros o gritaba.

Guillermito, de seis años recién cumplidos, sonrió satisfecho de oreja a oreja. Frida evaluó con rapidez los inconvenientes de llevarse a un niño tan pequeño.

—Lo primero, yo mando. Segundo, no vamos de excursión… ¡tenemos que hablar bajito todo el rato! ¿De acuerdo Guille? —dispuso la niña con autoridad.

Camilo sabía que era una líder natural, como las heroínas de los tebeos que leía cada semana. Y sin saber bien por qué siempre la seguía, era incapaz de negarse a sus deseos, y más cuando invitaba a la aventura de esa manera tan sugerente.

—Está bien —susurró Guillermito—. ¿Pero por qué nos escondemos?

Frida guiñó un ojo a Camilo, ¡cómo le gustaba ese gesto en ella!

—Es un juego. Tenemos que ir a casa de mi abuela sin que nadie lo sepa. Si nos pillan se acabó el juego.

Omitió el detalle de que sentía pavor de caminar por la avenida de la Hispanidad, la calle de las manos muertas. Todos conocían los chismorreos…

“Los árboles son las manos de los muertos, que para hallar el descanso eterno de sus almas obedecen los designios de una bruja que murió por desamor. Aquellos que desaparecen en la niebla no es porque se pierden, es porque la bruja los agarra con esas manos de madera retorcida… para libar el amor de sus almas, como el colibrí el néctar de las flores”.

Y aunque Frida había cumplido los doce años, y era mayor para creer en esas tonterías, sentía miedo. Tal vez porque su abuelo había sido don Fulgencio, y nunca lo había conocido por culpa de la niebla, la misma que ahora deformaba las calles de su ciudad. Por eso había reclutado refuerzos, para fingir delante de ellos que no pasaba nada.

Arrinconada por edificios de tres plantas, la vieja cabaña de la abuela Estrella apenas se apreciaba a plena luz del día. De noche, y a pesar de que el ayuntamiento había accedido a instalar una farola, menos todavía. Supo que habían llegado por los plátanos centenarios de la entrada, detrás quedaba oculta la vivienda de la abuela.

A cambio de una triste bombilla, el plan de urbanismo autorizó un asedio de aceras y asfaltos reduciendo la parcela de la vieja loca, como llamaban a Estrella en el pueblo. ¿Y ella por qué iba a protestar?, si el pueblo le había regalado una casa, y, además, las obras eran para una mayor calidad de vida del ciudadano, “por una mejor optimización de la explotación urbanística del pueblo”, según rezaba una carta del consistorio que aún guarda en algún cajón.

—Chicos, antes de entrar, vamos a espiar: tenemos que saber si realmente está loca.

Los tres, como soldados de élite en misión secreta, se arrastraron por el suelo; muy despacio para no hacer ruidos. Llegaron hasta una posición, detrás de unos bananos, desde donde podían curiosear a placer sin ser vistos. Tenían una fantástica panorámica de la salita, alumbrada débilmente por bombillas de cuarenta vatios.

—Mírala, yo creo que está loca… ¡Pero es muy divertido! —observó Guillermito entre susurros.

Camilo le propinó un codazo.

—Quietos —exigió Frida sin poder apartar la vista de su abuela, con los labios fruncidos.

Camilo vio esos labios apretados, aplastando lamentos que no pronunciaban. Verla tan bonita, y en esas circunstancias, fue una estupidez que no comprendía.

Presenciaban una escena irrepetible, Estrella bailaba en torno a una silla que al menos podía tener cincuenta años. Disfrutaba de una canción en un viejo gramófono que todavía funcionaba. Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán cantaba “Sólo pienso en ti” mientras la viejecita meneaba las manos con picardía, hasta que la música cesó, y precipitadamente se sentó en la silla.

—¡He vuelto a ganar, Fulgencio! Qué tonto eres…

Qué canción tan bonita… ¿qué me está pasando?, pensó Camilo rascándose por detrás de las orejas.

—¿Jugamos con ella? —dijo Guillermito.

—Chissst —respondieron al mismo tiempo Frida y Camilo.

—Creo que no está sola, Frida. Hay algo más en la salita, pero no lo veo bien.

Camilo era miope, pero sus gafas estaban limpias y los cristales bien graduados.

—Está bien, nos acercaremos más —concedió la niña.

Y los tres reptaron hasta la cabaña, allí descalzaron los pies para que los zapatos no delataran su presencia en el entarimado exterior. El gramófono volvió a reproducir el viejo disco de vinilo. Muy despacito, y echando la cabeza hacia atrás, los niños consiguieron una línea de visión desde la misma ventana de la cabaña.



“…pero poco a poco

sólo pienso en ti,

sólo pienso en ti…”



Estrella volvía a bailar. En su rostro brillaba una sonrisa, que de haberla lucido en la calle habría disipado toda oscuridad. ¿Sonreiría de ese modo encerrada en un manicomio? Si estaba loca, a Frida no le importaría que media humanidad sufriera su locura. Tengo que avisarla… esperaré a que termine la canción, pensó. Y de pronto lo vio.

Era un colibrí, que revoloteaba alrededor de la silla, siguiendo los compases de la canción… ¿Ese pájaro enano está bailando? Frida no daba crédito a lo que veía. Sí, está bailando con mi abuela. Estaba aturdida. La canción terminó, y como era de esperar, Estrella acaparó de nuevo el asiento.

—Ja, ja, ja… Venga, no seas tonto, que sé que lo estás deseando… Toma.

Y le cedió el sitio al colibrí.

Al instante, el pajarillo se posó sobre el respaldo, y la abuela abrió un viejo arcón de madera que estaba contra una pared.

—¿Qué está buscando, una red? —se aventuró a preguntar Guillermito.

—Chissst —contestaron los niños, igualmente bajito.

Estrella sacó un traje de caballero, anticuado, pero de paño impecable. Se acercó hasta la silla, parecía esperar la aprobación del colibrí, pero en realidad esperaba otra cosa. La anciana no dejaba de sonreír. Al fin sucedió.

El pajarillo se arrancó las alas. Con dos movimientos fulminantes de pico, el colibrí quedó desmembrado. Los niños siguieron con horror la caída de las plumas hacia el suelo. Cuando levantaron la vista el colibrí había desaparecido, en la silla estaba sentado un señor desnudo. Guillermito trató de sofocar una risita porque se le veía el culo a través de los palos que conformaban el respaldo.

—Chissst —protestaron los niños.

Estrella, con la sonrisa imperturbable, le ayudó a vestirse. Primero la camisa, que abotonó con metódica parsimonia; después los pantalones; y por último la americana.

—Fíjate en el estante de la derecha —susurró Camilo a Frida.

—¿Qué hay?

—Una foto de…

—¡Chissst! —protestó Guillermito, más alto de lo normal.

Estrella y su misterioso caballero se volvieron hacia la ventana. Los niños, asustados, cayeron de culo en el suelo. Antes de que se levantaran y salieran corriendo, la viejecita y el señor les observaban desde la ventana, petrificándolos con la mirada.

—Chissst, será nuestro secreto—dijo la abuela, sin perder su encantadora sonrisa.

El caballero, unos cincuenta años más joven, abrazaba con auténtica ternura a la viejecita. Frida había visto en otro sitio ese bigotín y esas patillas, el rostro de ese hombre le resultaba familiar y no sabía por qué.

—Además, dirán que estáis locos —añadió el señor—como ella…




Fin





Epílogo



Frida tuvo ocasión de volver a casa de su abuela al día siguiente. Cuando vio la foto del estante, se dio cuenta que el señor que vio anoche era su abuelo, don Fulgencio.

Al fin había encontrado el camino…


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miércoles, 20 de enero de 2010

¡CORCHO!


Felipe no pudo eludir la obligación de un destino caprichoso. Apúntate como objetor, le decían, y te librarás de la mili. Y Felipe, como muchos jóvenes de su generación, se alistó a esa creciente legión de no violentos, de los que obedecían los designios de una Patria exigente, de un estado que reclamaba el tributo a su camada virgen de correa y bozal. Eran demasiado tiernos para comprender que era mejor ser adiestrados, y que todo siguiera su curso normal.

—¿El curso de quién? —protestó Felipe tras leer el comunicado del Ministerio de Justicia e Interior.                                                                               


“Sí, te librarás de toda esa gente que se siente importante repartiendo órdenes estúpidas todo el día” recordaba Felipe. ¿De qué le sirvió su reconocimiento oficial como objetor de conciencia?

“Deberá presentarse ante su oficial de zona de la región sur de Bosnia, con el objeto de desarrollar su labor humanitaria en los 18 meses de prestación del servicio social sustitutorio. En virtud de los artículos tal y tal, recogidos en las leyes penales militares tal y tal y de los Reales decretos tal y tal, será tratado como prófugo y desertor, con penas privativas de libertad en régimen militar de hasta 48 meses...”

—¡Ostias!

“Además, sabemos donde vives y como te llamas; si me apuras, hasta los sitios donde alternas con tus amigos y que todavía no te has “cepillado” a Nieves, sí, la calienta-pollas esa, nieta del señor Fáchez y Viva España que te escudriña sin cesar, sin escupir su aprobación entre el amarillo torcido de sus labios... ¡Dale una ocasión al viejo patriarca para excomulgarte! ¡Atrévete, marica! ¡Media nena! ...Y olvídate de Nieves.”

—Esta gente sabe como intimidar —concluyó Felipe desanimado.

La perspectiva de dormir en su cama, en una habitación para él solo sin tener que soportar olor a pies y ronquidos por las noches parecía lejana ya, tanto como la voz de su madre que anunciaba la hora de sentarse a la mesa.

“Será probablemente mi última comida decente; mi madre sin saberlo, ha ejecutado el último servicio al condenado antes de que se cumpla la sentencia” Un temblor frío le recorrió la espalda.

—No pongas esa cara hijo —exhortó su padre doblando el periódico, dignándose iluminar el mundo de los mortales con su sabiduría—. Nadie se ha muerto por hacerse un hombre... ¡Ésta es tu ocasión de redimirte!

No había perdonado que Felipe, su hijo mayor, bastión deficitario y desagradecido de añejos apellidos castellanos, rehusara la tradición de las armas poniendo en entredicho el ancestral honor familiar.

—Según desde donde se mire, papá —osó contradecir el “he dicho” inherente de la palabra paterna—. Como ser vivo es probable que regrese vivo, pero como persona no. ¿Cuántas cosas morirán dentro de mí por la presunta gloria que pueda existir en esa guerra?

—¡Eso! Precisamente eso es lo que necesitas... ¡Templar tu buen acero al fragor de la batalla! Curtirte, Felipe, es hacerte duro sin perder la suavidad, como el buen cuero, ¿entiendes?

—Sé que moriré, papá. El Felipe que tanto detestas, y que yo y muchos aprecian, morirá. Perderé la inocencia, la...

—Paparruchas. ¿Alguien quiere hacer la ofrenda? Ni siquiera vas de soldado... ¿Nadie? Señor, bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar, amén.

“Tu padre te quiere —decía su madre en el puerto— a su manera pero te quiere. No está equivocado en todo lo que dice... pero si te sirve de algo yo adoro la persona sensible y cariñosa que llevas dentro, trata de que nadie ni nada te cambie, hijo”

Y Felipe embarcó en la fragata que lo alejaría de su mundo conocido, pequeño y agradable; como las reuniones de amigos en la vieja taberna, donde las muescas de la mesa hablaba de una larga historia de amores inconfesados e identidades escondidas tras iniciales; o de la biblioteca de los Salesianos, donde se citaba con Nieves y se intercambiaban mensajes escritos, palabras garabateadas de ternura...

“¡Esperaba tanto este momento! Necesito tanto mirarte, saciar mi hambre de hermosura en ti, que me desbordas atragantado, en cada segundo, en cada gesto, en cada mirada.”

...Y amor...

“Necesito sentirla gorda, a punto de estallarte en tu bragueta. ¿Dejarás que juegue con tu cosita? ¡Di que sí!”

¿Qué será de la efervescencia de sus ideales sobre el hombre y el mundo? Veía amenazado al “buen salvaje”, escondido de la sociedad entre los libros de Rosseau; el super-hombre de Nieztche se golpeaba el pecho clamando el “mea culpa”; el poderoso hermafrodita platónico se escondía de la ira de los dioses que proyectaban dividirlo, diseccionarlo para hacerle pequeño y débil.

Con toda probabilidad Felipe no podría eludir su destino en primera línea de fuego... no, no moriría siempre que los francotiradores no tuvieran el dedo demasiado ansioso de hacer diana en la cruz roja de su pecho o espalda. Pero su alma pura y virginal vería desgarrada su inocencia con la brutalidad de la violación de principios éticos elementales...

“¡No, por favor, no los ejecutéis! ¡No quiero verlos morir!"

"Por Dios, ¿por qué la mina estalló bajo ese niño que grita, y lo sé, que por favor lo maten? ¿Dónde están sus piernas?"

"No, no me obliguéis a entrar en esas casas, la demencia de la guerra a trastornado a esas gentes, hartos de sufrir y de ver sufrir a los que quieren. Quizá me hagan culpable de sus males y no como un ángel que trae aspirinas y café. Quizá quieran matarme."

"Seguramente veré cosas que después preferiría morir para no recordarlas.”

—Es mejor no dar muchas vueltas a lo que me espera —concluyó Felipe.



Por su condición civil quedó exento de lucir uniforme pero quedó sometido al rigor militar en lo concerniente a la higiene; su paso por las salas de “desinfección” y “peluquería” ayudarían a fijarlo a su nueva realidad.

La irritación que unos abrasivos polvos blancos provocaron en su piel acabó por desaparecer en unas horas, pero su pelo, su hermosa melena... ¡ay! Un corte a lo cepillo, muy corto, era el único detalle que le faltaba a su fisonomía para que la gente lo confundiera con su homólogo de Quino, el dibujante de Mafalda.

Tenía la dentadura del maxilar superior muy desarrollada y saltona; orejas muy despegadas y pecas en las mejillas. Sí, parecía que Quino lo había tomado como modelo del “Felipe” de Mafalda.

Bueno, le volvería a crecer su hermosa cabellera, ¿qué importancia tenía?, se interrogaba su autoestima exasperada.

El viaje no duró demasiado, unos días en los que no pudo declinar la invitación del sargento cocina para que visitara las instalaciones, y si estaba todo de su agrado, pelar montañas de patatas.

—Chaval, lo único de lo que te debes preocupar es que todo eso esté pelado y bien lavado, ¿entiendes? —atajó el sargento ante la protesta de llevar dos días pelando patatas sin cesar.

Al tercero reiteró la protesta, y el sargento finalmente comprendió el malestar del chico por lo que gentilmente le encontró un destino más acorde a sus inquietudes espirituales.

—Tú eres de esos chicos que les gusta verlo todo bonito, ¿verdad?...

“Horror”

— …Todo recogidito y limpio, ¿verdad?

No esperó respuesta. Era una pregunta retórica.

—Adelante, te encargarás de la vajilla y cacharros en general... ¡Y quiero que estén más limpios que una patena! ¿Sabes lo que es una patena, hijo? ¡Mi culo después de me lo hallas besado, o sea, que no me sigas jodiendo!

De este modo, Felipe, se pasó el resto de la travesía por el Mediterráneo con los brazos hundidos hasta los hombros en oscuros fluidos grasientos, limpiando cacerolas de tamaño inimaginable.

Al quinto día Felipe al fin pudo ver el color del cielo, ese azul toledano que recordaba tan alegre... y que allí, sin embargo, como queriendo no estar disonante con las circunstancias, se sucedían grisáceos, oscuros; de esos días sucios de humo sin más brillo que los restos calcinados de las fogatas que calentaban a los soldados.

Los árboles se presentaban desnudos, sin hojas, como si el terror de pasados bombardeos hubiera desguarnecido sus copas y desde entonces no se hubieran recuperado del susto.

Se presentó al superior mencionado en la notificación, y en el plazo previsto.

—Así me gusta —dijo— que seas un buen chico. Bueno, antes de que adjudique destino tendrás que recibir un cursillo de cuatro semanas de adiestramiento militar elemental y conocimientos teóricos básicos.

—Pe... pero yo...

—Lo sé, no es obligatorio pero si recomendable si quieres regresar enterito a casa. Tú verás.

Y pasó por el aro, ¡alehop!

Fueron cuatro semanas en las que adquirió resistencia y agilidad: eran las únicas cualidades que sus mandos apreciaban y hacían especial énfasis. Y tuvo que estudiar estrategia y balística, superar exámenes y responder a cuestionarios bajo penas de calabozo si no obtenía los mínimos requeridos.

—¿Pero por qué narices debo conocer estos “petardos” de las leyes de la balística? —protestaba Felipe.

Las parábolas, los vectores y las fuerzas aplicadas se le encasquillaban más que los viejos rifles de guardia que los soldados utilizaban en el campamento.

—Es circunstancial que conozcas las propiedades básicas del elemento utilizado, del grado de pureza, las diferencias entre el corcho natural y sintético.

Era absurdo, pero tuvo que tragar. Y aprobó y sin hacer preguntas, limitándose a estudiar lo que le ordenaban. Conoció leyes matemáticas de área probable y área de acierto y otras muchas de balística que jamás sospechó que existieran. Finalmente, y ante los resultados tan esperanzadores que obtuvo de las pruebas físicas y teóricas fue reclamado por sus mandos:

—Teníamos excelentes informes como pela-patatas y frega-cacharros... ese hubiera sido tu destino durante estos dieciocho meses. No obstante te voy a recomendar para el combate, por supuesto no como soldado puesto que eres objetor y no has recibido adiestramiento de combate. Tus labores serán muy sencillas, y exentas de peligro. Está muy bien remunerado por el ejército, podrás regresar a casa con una pequeña fortuna si aceptas el destino.

—¿Pero no estaré bajo el fuego del enemigo?

—¡Qué va! Eso es en las películas o lo que os cuentan por ahí para asustaros, esto es diferente. Tú actuarás durante los alto-al-fuego.

—¡Acepto!

La perspectiva de pelar patatas durante dieciochos meses era insufrible.

—Dirígete al oficial de intendencia para lo relativo a tu uniforme de campaña. Mañana mismo te incorporas, felicidades, muchacho.

En algún recóndito lugar de la cabeza, su padre sonreía, sonreía muy satisfecho y Felipe acabó sintiendo náuseas. Todo el adiestramiento recibido no servía para aplacar sus temores, se hacían insuficientes en el terreno real de fuego, en esa estrecha franja de no más de dos mil metros de ancho que separaban posiciones enemigas del frente de ataque en el que se hallaba Felipe.

En la noche previa a su incorporación activa se preguntaba la incongruencia de la guerra; era tan absurda en esencia como en su forma, todos sufrían pérdidas, en una guerra no podía haber ganadores... ¿Y sobre su forma? ¿Qué decir sobre sus contradicciones?

Como alumno aplicado sobre estrategia y balísticas sabía que dos mil metros no significaban nada. ¡Estaban demasiado cerca del enemigo! La moderna maquinaria militar superaba con creces ese radio de acción, ambos bandos poseían cañones y fusiles con ese alcance.

“¡Dios mío! ¿Dónde me he metido?”

El alba llegó con desgana, despuntando perezosamente un horizonte helado, erosionado por fieras explosiones de obuses de gran calibre. Era la triste estampa que nadie deseaba conservar en el recuerdo y menos mandar como postal de correos.



                      “Hola, ¿qué tal?

                       Yo me lo paso pipa con los amigos de la acampada.

                       Durante el día hacemos torneos de tiro al eslovaco

                       y por las noches contamos historias de miedo (los

                       vampiros son muy populares por aquí).

                       Bueno, que ya  queda  poco  para  que  se  me  acaben

                       las vacaciones... en fin, todo lo bueno se acaba pronto.

                       Chao, besos. Fulanito.”





—Es ridículo —se dijo Felipe sacudiendo la cabeza.

—¿Qué dices? —interrogó un brigada de mal humor.

—No, nada.

—Pues silencio. En este punto en que nos hallamos es muy importante concentrarse para adelantarnos mentalmente a las circunstancias: en esto estriba la diferencia entre el éxito o el fracaso. Los alto-el-fuego apenas se anuncian, por eso no es conveniente precipitarnos, pero si tardamos demasiado el enemigo nos lo habrá “limpiado”, ¡nos habrá tomado la delantera!

—Claro —confesó Felipe sin entender una palabra—. No podemos rezagarnos, ¿pero qué es lo que tenemos que hacer? Heridos no hay en esa franja y muertos tampoco.

—¡Proyectiles!

—¿Balas?

—Tú no tienes idea de lo que cuesta una guerra, ¡los gobiernos europeos ahorran un dineral impresionante con esta triquiñuela del reciclaje!

Felipe no daba crédito a lo que escuchaba.

—Claro, claro —Felipe creía estar soñando— ¿Pero como los vamos a encontrar? ¡Será imposible descubrirlas! La mayoría de las balas estarán enterradas en la tierra... puede que hasta quince centímetros.

—Chico listo, pero desfasado. Mira, ni me voy a molestar en explicártelo. Dentro de poco se oirán las órdenes de fuego.

Y así fue, pero en vez de escuchar el estruendo de las detonaciones (se había traído unos protectores auditivos de goma-espuma encerado) lo único que percibió fue la alegre algarabía de los soldados corriendo hacia el frente enemigo.

—¡Pero si parecen que van a cazar patos! —gritó Felipe escandalizado.

—Sígueme —ordenó el brigada—. Mira, chaval, esta guerra está durando demasiado, es normal que los muchachos quieran divertirse un poco.

—Pe... pero ¡si tienen escopetas de aire comprimido! Como las de las barracas de feria, de esas que disparan corchos...

—¡No te quedes atrás! –amonestó el brigada—. Pues ya ves, acabas de encontrar la madre del cordero. Tenemos que recuperar el mayor número de corchos en un alto-el-fuego.

—¡Ah! Por eso se acercan tanto, para poder amoratarles un ojo –concluyó Felipe- ¿Y el enemigo, no nos liquidará en un suspiro?

—¡Qué va! ¡Es que no te fijas en nada! Te lo tienen que dar todo masticado. ¿No ves que el enemigo también corre al encuentro?

Felipe redujo la intensidad de su carrera el comprobar la veracidad de sus palabras.

—Estas carreras son cruciales para conquistar posiciones enemigas, ¿no lo diste en “estrategia”? ¡Qué también son de aire comprimido! —rió el brigada.

—Pero, pero... —jadeó Felipe— ¿aquí no hay algo raro?

—Que yo sepa no.

—¿Y las noticias? ¿Por qué salen en la tele tantos muertos, tantos ataques y bombardeos sobre civiles?

—Porque eso es lo que esperan que pase, y mientras sigan pagando... nosotros seguiremos jugando a los soldaditos...

—Pero es absurdo –protestó Felipe deteniéndose.

El brigada lo derribó al suelo, justo en ese momento dos proyectiles de corcho surcaron el espacio que había ocupado su cara.

—Son muy buenos, tienen franco-tiradores muy bien adiestrados.

—¡Joder, que soy un objetor! ¿Y si me hubiera dado? ¿Cómo se lo hubiera explicado a mi madre?

El brigada rió de buena gana.

—Tranqui, que hace mucho que en las guerras han dejado de morir la gente.

“¡No tiene sentido! ¡No tiene sentido!”

—Tío, ¿no te han enseñado a no pensar? —se interesó un compañero veterano.

—Son los primeros días —suavizó otro—. Enseguida te haces a esto de la guerra.

Estuvieron conversando un rato hasta que el brigada hizo una señal.

—Tú, Felipe, saltarás a esa franja de allí. ¡Y no vuelves hasta que el saco esté lleno! —advirtió.

“¡Es absurdo! ¡Absurdo! Me voy a pasar diecisiete meses recogiendo corchos” Pensaba mientras corría hacia la zona indicada.

Por el suelo, por doquier, había proyectiles de corcho contraído, de forma oblonga, de unos cuatro centímetros de largo.

Llegó de un salto a su destino

—¡Absurdo! —gritó Felipe sofocando la ansiedad.

—¡Aaaaaah! —gritó a su vez un chico que se hallaba en la zanja.

Se le cayó de las manos una bolsa de plástico lleno de balas de corcho, pertenecía al bando enemigo.

El chico levantó los brazos, en inequívoca postura de rendición; apenas osaba respirar y mantenía la mirada fija en Felipe, tratando de evaluar el grado de agresividad de su adversario.

Era un chico bajito, regordete, de cabeza cuadrada y pelo cortado a cepillo.

“¿A quién me recuerda este?”

Un trozo de tela, a modo de delantal, le colgaba de la cintura, como si en sus ratos de ocio se dedicara a despachar los productos de ultramarinos de la tienda de sus padres. De allí también cayeron balas de corcho.

“Pero... pero... ¡si se parece al de...!”

—¿Quino? —rió Felipe acordándose de Manolito.

El chico bajó las manos y a su vez se fijó en Felipe.

Contestó con una risa.

—¡Quino! —le señaló sin pudor, entre risas, asintiendo con la cabeza.

Era evidente que los dos conocían al autor argentino, quizás por sus parecidos con sus tocayos respectivos.

Rieron a gusto un buen rato, y mientras uno levantaba el pulgar otro hacía el gesto de “ok”. Acabaron por abrazarse, y después de encogerse de hombros varias veces regresaron a sus respectivos bandos.

—Es increíble, esta historia es increíble —se dijo Felipe sonriendo— Nadie me va a creer —añadió notando que regresaba con las manos vacías.

“¿Y mi saco?”

Se volvió y descubrió que Manolito se llevaba su cargamento, todavía se despedía cariñosamente con la mano.

—Pero... ¡será cabrón!

Corrió tras él, pero enseguida desapareció tras unos montículos y el temor a encontrarse con varios serbios armados con escopetas de aire comprimido le hizo desistir.

—Bueno, las guerras siempre serán guerras —concluyó Felipe.



- fin -

Fotografía tomada de Google, de la guerra de Bosnia.


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martes, 12 de enero de 2010

LA SOLEDAD DEL MAESTRO


Giró la llave del contacto y Ariadna pudo leer en la pantalla del salpicadero: “nada es igual”. Sonrió, a pesar de que iba a ser un viaje largo y no le hacía ni puñetera gracia hacerlo. No podía evitar la semblanza de la lluvia que chocaba contra el parabrisas con las tormentas que estallaban tras su blusa, ¿por qué siempre son grises los días en los que te hacen una putada? Y arrancó el coche, un golf gti rojo.

El único alivio que sintió estaba en no pensar, y Chenoa, cantando a más de doce decibelios y el pedal del acelerador pisado a fondo ayudaban mucho. Los kilómetros se sucedían sin demora cuando el golf circulaba a 160 km/hora… Y no es que Ariadna tuviera prisa, no.

No deseaba perder la calma de Mombeltrán, un pueblo de Ávila, para regresar a su casa en Madrid. No siempre disfrutaba de unos días de vacaciones, y menos de un puente: disponer el de la constitución era ganar la lotería de navidad. De entre todos los de la oficina, sin duda era la que más se merecía un descanso.

Si hasta mantenía una pamela, que le había tocado en una tómbola, en la parte trasera del coche. Era el recuerdo amarilleado, en paja trenzada, de los buenos tiempos del pasado, cuando Juanjo lo había ganado en una feria como premio de consolación. Con lo supersticiosa que era ella, ¿cómo no vio lo que realmente simbolizaba?

Es muy bonita, y en el coche queda bien, se decía Ariadna. Le encantaba imaginarse la cara de aquellos a los que adelantaba en la autopista y descubrieran la pamela tras la nube de gotitas que los neumáticos arrancaban del asfalto. Era un toque femenino a la chulería española de la conducción, era su firma. Tal vez una invitación, o un desafío, según se viera.

—Joder —protestó Ariadna.

Un vehículo la retenía en un tramo de curvas peligrosas a la velocidad recomendada, y no facilitaba la maniobra de adelantamiento en los tramos adecuados.

—Tienes un cuatro por cuatro, capullo... ¿Te asusta un poquito de agua? ¡Pues échate a un lado!

Ariadna, como todos, se transformaba en cuanto sentía en sus manos el volante de un vehículo a motor, y sacaba a relucir la faceta más intransigente y agresiva de su personalidad. Sin embargo, en cuanto bajaba del automóvil, era capaz de sonreír inocentemente; incluso a los que había insultado del modo más barriobajero unos kilómetros atrás.

Como todos, no era consciente de la posesión que padecía cuando conducía. Hoy era diferente, era ella quien poseía al vehículo, convirtiéndolo en una prolongación metalizada de su cuerpo.

Había conseguido el par motor entre las revoluciones de su pensamiento y la velocidad del coche. No podía permitirse una frustración más; frenar, reducir de marcha, era frenar su propia vida. Su corazón no lo soportaría: debía adelantar al capullo del cuatro por cuatro.

Ya estás otra vez... ¡Desalojen la carretera que va a pasar la princesita!, protestaba Juanjo desde el recuerdo. Y Ariadna se mantuvo pacientemente detrás del cuatro por cuatro, hasta concedió una tregua de unos decámetros de separación; ella, que era capaz de conducir casi a remolque del que le precedía.

Pero la tregua terminó en la incorporación a la autopista, tres carriles por sentido, rectas kilométricas, ¿el del cuatro por cuatro aguantaría su ritmo? ¿Cuánto tiempo tardaría en echarse a la derecha? Eran pequeñas estupideces que hacían más ameno el viaje.

El todoterreno se mantuvo en el carril izquierdo, circulando veinte kilómetros por encima de la velocidad máxima. Ariadna pudo ver a través de la luna trasera, a pesar de que eran cristales tintados, que tenía un navegador adherido al parabrisas. Esos aparatos advertían la presencia de los radares.

Ella tenía uno de serie, conectado, y sabía por lo tanto, que circular a más velocidad en ese tramo no implicaba multa. El del cuatro por cuatro era un patán, uno de esos estirados que, como ramas secas, atraviesan el camino sólo para que repares en su existencia, aunque para ello tengas que sortearles.

No sin razón Ariadna disfrutaba poniéndoles un zapato encima, un femenino 36, para chascarlos y dejar las cosas en su sitio. Todos sin excepción habían crujido bajo su suela, y éste del cuatro por cuatro no sería la excepción.

Vaya, la del golf rojo parece que quiere jugar, se dijo el conductor del todoterreno. Conducía sólo, y esto era un fiel reflejo de lo que era su vida. Era la secuela más obvia de la excelencia, de la perfección con la que pretendía pasearse por la vida, con o sin coche. Juguemos. Y se echó a la derecha.

Ariadna aceleró pero su carrera quedó pronto, demasiado pronto, truncada por otro coche que circulaba a ciento cuarenta kilómetros por hora. Del cuatro por cuatro negro que circulaba por el carril central destelló la luz ámbar del intermitente izquierdo, Ariadna lo percibió a través del retrovisor derecho. Ya me parecía a mí que fue demasiado fácil, pensó observando como el todoterreno se situaba detrás de ella, cerca, muy cerca.

Qué, ¿no puedes correr más? Yo tampoco podía antes de que me forzaras a dejarte sitio… ¿Te gusta que te agobien? Horace suspiró. Yo no soy así, ¿verdad Elvis? El cantante siguió cantando “a little less conversation”, ignorante de los pensamientos del conductor.

Pues claro que no, Horace imaginaba leer la contestación a una entrada de su blog. Tu eres “cuasi” perfecto, si fueras un tiempo verbal serías el pluscuamperfecto. Y las carcajadas reverberaron por encima del “come on come on” del estribillo. ¡Como echaba de menos el blog!

En realidad se llamaba Horacio, pero desde que se sumergió en las oscuras aguas del ciberespacio, acabó adoptando como propio el pseudónimo que utilizaba en su blog. Un bautismo más que justificado por los más de ochocientos seguidores que leían sus reflexiones.

A veces Horace sentía cómo más real el tiempo que empleaba sentado frente a la pantalla del ordenador que el de su propia existencia. Cuando fue consciente de este hecho escribió una última entrada en el blog:




Queridos amigos, vosotros creéis haber aprendido mucho de mis conclusiones, y esa es la razón por la que esperáis con impaciencia la notificación de mi post cada día. ¡Os habéis hecho dependientes de mis pensamientos! Y yo he permitido esta situación, porque ¿a quién no le agrada un poco de egolatría?

Pero el problema real es que nos hemos hechos dependientes mutuamente. Todos vosotros tenéis un sabio en vuestra cabeza y no soy yo… ¡aprended a escuchar su voz! Hasta siempre.



Y a lo Forrest Gump, cuando arrastraba una multitud silenciosa de corredores, les abandonó. ¿Cómo que hasta siempre? ¿Y las grandes revelaciones? Insistían desde el blog. ¡Vuelve! ¿Qué será de nosotros?

Pero Horace no escribió ni una palabra más. Comprendió que debía vivir la vida, no comentarla en internet. Él también había aprendido, aunque le hubiera costado una transmutación de su nombre.

De esto no sabía ni una palabra Ariadna, ¿cómo podía saberlo? El caso es que el todoterreno negro aflojó la presión y dejó una creciente y normalizadora distancia de seguridad entre los coches. Kate Ryan cantaba “quelque chose dans la foi qui parait nous dire bien” en la canción "Ella elle l’a".

Adriana nunca había oído hablar de France Gall, pero posiblemente de haber conocido la canción original no le hubiera gustado. Esta circunstancia podía leerse en el blog de Horace.


Las personas somos como los carretes de las viejas cámaras de fotos, sólo aceptamos una primera impresión. Todo lo demás nunca será como la primera vez, y por lo tanto, no dejará huella en el alma.

Claro que la canción original no tenía el ritmo acelerado tan al gusto de los jóvenes de ahora, por lo que podría ser una explicación alternativa a la de Horace: la juventud de Ariadna.

Ya está, pisado y crujido. Pensó apretando un poquito más el acelerador. Kate Ryan seguía acelerando, a su vez, la canción de France Gall. En cuanto Horace apreció esta circunstancia también aceleró la velocidad del coche. No quería agobiarla pero tampoco perderla de vista.

Podía darse la posibilidad de que el coche que circulaba a 140 km/hora se apartara y recuperara su posición antes de que él pasara, por lo que se quedaría en cola, con un coche en medio.

No tuvo tiempo, como buen maestro se anticipó a la realidad, pero le fallaron los reflejos. Si quería recuperar su anterior “status” tenía que presionar al de delante como lo había hecho la chica del coche rojo, conducta que no justificaba. Si actuaba como ella, ¿qué lección podía dar a la chica entonces? Además, sabía por experiencia que la tolerancia de los conductores se reducía en circunstancias repetidas.

Refrenó el impulso de acelerar, de comer el culo al coche que ahora circulaba a 145 km/hora. Observó con satisfacción que el golf también quedó retenido por otro vehículo, y que la presión que ejercía no tenía efecto. No se iría muy lejos.

Para llegar a Madrid aún faltaban más de ciento cincuenta kilómetros, tendría tiempo suficiente para desquitarse con elegancia, al más puro estilo Horace que muchos en internet todavía recuerdan.

Los kilómetros se sucedieron con rapidez, con hastío, y, al fin, el coche que actuaba como barrera conectó el intermitente derecho: abandonaba el carril. Horace sonrió… ¡Maldición! Un coche del carril central, aprovechando la circunstancia, tomó el relevo del coche que se marchaba. Y para mayor fastidio, el golf rojo había ganado una nueva posición. Ahora, entre ellos había dos coches.

Dejó de sonreír. Era un contratiempo que podía echar a perder la justa lección que necesitaba la chica del golf rojo. Los hitos que anunciaban la menguante distancia que faltaba para llegar a Madrid se convertían en acusadores burlones de su incompetencia.

¡Ja, sólo faltan 110 kilómetros para llegar a Madrid y todavía no la has alcanzado! ¡Chan chan, 90 kilómetros, y cuatro coches por medio! 75 kilómetros, ¿y te consideras un maestro? ¿De verdad? ¡Ay, qué risa! 60 kilómetros, ¡menos mal que no vives de la docencia!

Habían pasado más de cuarenta y cinco minutos, y Horace ya daba por perdido su intento de alcanzar a la chica del coche rojo. En la medida que se acercaban a Madrid se multiplicaban los vehículos que circulaban por la autopista. Era una simple progresión aritmética que no ignoraba, que multiplicaban las dificultades de modo exponencial... Hasta había desaparecido de su campo visual.

Cuando el todoterreno enfiló una de esas rectas de la meseta castellana, Horace reconoció el golf rojo. La pamela, a esas distancias se hacía irreconocible, pero sabía que era ella; la chica que le había hostigado en los puertos de la sierra abulense. Lo sentía en el pecho, su corazón se lo decía con un acelerado pum-pum y el estómago se solidarizaba retorciéndose como una bayeta húmeda, estrujando unos jugos que no necesitaba.

El pie, sin esperar cualquier mandato ordinario de apretar el pedal de aceleración, se movió por su cuenta. Y el todoterreno fue ganando puestos, incluso realizando maniobras, como zigzaguear entre los carriles y adelantar por la derecha, que no se hubiera atrevido jamás a realizar en otras circunstancias. Pero es que sólo faltaban cuarenta kilómetros para llegar a Madrid, y ella estaba muy cerca.

Ariadna no fue consciente del acecho del cuatro por cuatro, sólo cuando lo tuvo detrás reconoció de quien se trataba, y del mismo modo que Horace, cuando la avistó, sintió una repentina descarga de adrenalina en el torrente sanguíneo.

Era él, el capullo envarado que creía haber crujido al menos hace una hora u hora y cuarto. Lo tenía detrás del inmediatamente posterior al suyo. Venía buscando venganza, no cabía duda. Y ella estaba muy cansada, el capullo no podía conocer las razones por las que regresaba a Madrid, pero con gusto cambiaría sus circunstancias por las suyas.

Se limitó a circular en los márgenes de la legalidad, abandonando toda conducción agresiva y renunciando a cualquier alarde. En cuanto observó que había hueco en el carril central se metió. Sabía que la guardia civil multaba a los coches que circulaban indiscriminadamente por la izquierda, y más, cuanto más cerca se estaba de Madrid.

Fue un error, un momento de debilidad. Descubrió con horror que los vehículos de ese carril apenas superaban los cien km/hora, y vio en el retrovisor como el todoterreno aceleraba cortando toda posibilidad de reincorporarse al carril liberador.

Se quedaba sin espacio, por momentos veía que se iba a chocar con el de enfrente. Frenó y activó de modo mecánico el intermitente izquierdo. Normalmente hubiera sido una señal de advertencia de que pretendía adelantar, y que lo haría ya…

Horace sintió que pedía permiso para incorporarse. Tic-tac, déjame pasar. Tic-tac, me voy a estrellar. Tic- tac, no me queda tiempo… tic-tac,  tic-tac,  tic-tac. Horace frenó casi en seco, vio los ojos tristes de Ariadna en el retrovisor, sus miradas se cruzaron en un instante eterno en el que intercambiaron soledades y penas… “Gracias” expresaron los ojos de Ariadna, “no soy tan capullo como te creías” decían los de Horace.

Y el golf gti rojo, con una pamela en la parte de atrás, aceleró. Corrió tan deprisa como pudo, como lo hacía Kate Ryan con la canción de France Galle, como lo hacen los jóvenes hoy en día...

...Pero no escapó a su lección.





— Fin —


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viernes, 8 de enero de 2010

RAMIRO GURÚ


Me llaman Ramiro Gurú porque piensan que puedo curarles, y yo, por más que aviso y grito que no es cierto, ellos no lo quieren creer.

–Dios ha creado la enfermedad y el dolor para puririficar nuestra alma –les digo, pero ellos ya me han tocado y se sienten bien.

Me ofenden mostrando su pobreza, no tienen apenas nada con lo que pagar, y yo les persigo con una vara maldiciendo el día en que mi madre me trajo al mundo.

Mi voz me resultó extraña después de tanto tiempo sin hablar, fue como cuando oí por primera vez el graznido del cóndor, estridente y lleno de poder y sentido. Mi ser, entonces, se iluminó, y cuando icé la vista a los cielos allí lo encontré, glorioso con las alas extendidas, vigilando su reino desde los cielos. Me miró con sus ojos negros, lo sé porque me mostró sin palabras ni sonidos alguno nuestro origen.

La imagen de un barco destartalado de madera, con su tripulación muerta o agónica, remontando un ancho río llegó a mi cabeza. No soy hombre de libros ni de frecuentar cines, pero lo que aprendo no lo olvido, y supe que esa nave llegó del viejo mundo, mucho antes de que se formaran los primeros imperios conocidos... ¡Hombres y mujeres de cabellos dorados! Pero antes de que ellos llegaran, el cóndor ya planeaba en estos cielos...

–¿Y qué? –le grité al pájaro.

Y el cóndor descendió hasta una roca enfrente de mí, allí aleteó un par de veces y después replegó las alas. Sus ojos se volvieron a clavar en los míos, tan oscuros e infinitos como la eternidad. Mi campo de visión se nubló repentinamente, no fue por cansancio ni hambre, lo recuerdo bien.

Cuando pude de nuevo focalizar las cosas todo estaba distinto, renovado y en su sitio; las murallas parecían intactas, el templo se erguía con orgullo hacia las estrellas y las casas y mercado parecían haber estado siempre ahí. El cóndor seguía enfrente, y me dijo, articulando correctamente palabras con su pico:

–Todo esto es por mí.

–¿Qué hago yo hablando con un pájaro?

–¿Tú también, mi amado Ramiro? –el cóndor pareció dolido. ¿No eres capaz de comprender los símbolos? –añadió convirtiéndose en hombre, vestido a la usanza de los días de esplendor del antiguo imperio inca.

–Toda esta prosperidad que ves se debe a mí, porque soy vuestro benefactor –aclaró el hombre-cóndor, describiendo con su brazo un arco a su alrededor.

¡El Machu-pichu, el imperio Inca en su esplendor! Sus calles bullían de vida, las gentes, ignorantes de nuestra presencia continuaban con sus quehaceres diarios; tejiendo alfombras en los telares, montando bellísimas filigranas de oro los orfebres, forjando metales en las fraguas. Calles en las que los alfareros vendían sus enseres y los agricultores regateaban el precio de la cosecha, dónde los guerreros provocaban cuchicheos en las muchachas al pasar...

Nuevamente todo perdió nitidez, y cuando recobré la vista, seguía donde estaba antes, en las ruinas abandonadas de la antigua ciudad, y el cóndor frente a mí.

Era un magnífico ejemplar, probablemente de los pocos que quedaban en la actualidad. Era una especie protegida, pero no obstante hostigada por coleccionistas de trofeos. ¿Por qué deseaban tanto cazar tan admirable animal? ¿No era más bello, quizás, verlo evolucionar en las alturas andinas que en un polvoriento y oscuro despacho?

Desde aquel día, el cóndor no se separó de mí, me acompañaba en la soledad forzada a la que me obligó la sociedad, por eso que llaman don.

Pero no siempre estuve solo. Muchos años atrás tuve un amigo, tan íntimo que lo sentía como hermano y hasta hubiera dado la vida por él; se llamaba Oswaldo. Tenía una salud envidiable, a pesar de que siempre estaba aquejado de pequeños males cutáneos: a veces eran eczemas, otras sarpullido, siempre molestos y no muy estéticos en un rostro narcisista como el suyo.

Un día, como no lo había visto desde algún tiempo, me acerqué hasta su casa. Oswaldo lloraba, gruesos lagrimones sorteaban los pruritos de su rostro; comprendí su dolor al instante: la chica que había estado cortejando varias noches atrás accedió finalmente a una entrevista, y al ver su rostro lo despidió inmediatamente.

–No llores, hermano –le dije sentándome a su lado, con dolor de corazón– que todo se arreglará.

Pero él escondía su humillación en el cuello húmedo de su camisa.

–¡Te curarás! –proclamé tomando su rostro entre mis manos, obligándole a mirarme.

Oswaldo, muy amable, me dijo que deseaba estar solo, que agradecía mi visita. Y yo consentí. Horas después yo me notaba unos picores raros en el rostro, el espejo me informó que no tenía nada, pero cual fue mi sorpresa cuando Oswaldo entró en mi casa como un torbellino, asustando a mis mayores y alborotando a los más pequeños y, armado de una gran sonrisa, me interrogó:

–¿Lo viste? ¿Lo notas? ¿No son mis ojos los que me engañan? –su rostro se calzaba en la más bella tez que indio criollo jamás tuvo.

Y rió, y estuvo riendo todo el día, y a cada momento, quizás para confirmar su curación o bien para deleite de unos ojos hambrientos de belleza restauradora se miraba en los espejos que encontraba más a mano. Cualquier cosa le servía, un escaparate, el agua de una fuente, el retrovisor de un automóvil... pero el mejor espejo era las sonrisas que devolvían las muchachas al pasar.

¡Cuánta bonanza disfrutó! Yo en cambio, a pesar de no encontrarme rastro de granos en la cara, gocé de un creciente escozor que no me pertenecía. Olvidé mis molestias faciales cuando recibí, días después, una nota, un criado suyo me la entregó en mano:



“Si no deseas perder a tu amigo,

  debes acudir en la mayor brevedad

     a mi casa, pues siento que el mundo

entero, hasta el mismo Dios, me

    escupe y repudia ...y deseo morir.”



Sin aliento llegué a su casa, y después de mucho insistir qué era lo que pasaba, accedió a dejarme de hablar de espaldas. Cuando se giró comprendí su angustia. La piel de su rostro se había convertido en una disformidad decolorada y escamada, gruesos ronchones púrpura emergían entre un difuminado de tonos carmesí al rosa pálido.

–¡Dime que sanaré! ¡Dilo, por favor! –me agarró de una mano mientras se arrodillaba.

–Necesitas un buen médico, Oswaldo. Tu familia tiene dinero.

–¡El dinero no da la salud! –exclamó convencido– Mírate tú, eres pobre y sin embargo no te pasa nada... ¡Tu familia nunca enferma! –acusó sin soltarme la mano.

–Te pondrás bien –dije más por tranquilizarle que por convicción.

Días después, para el asombro de los suyos, Oswaldo recobró su apuesto y sano aspecto. Y en el camino a mi casa no dejó de proclamarlo a todo aquel que se encontró, pues su dicha era tan grande que se le escapaba por la boca.

A los escozores que sentía desde varios días atrás, ahora notaba una tirantez y calores en mi cara muy agudos, aún antes de que un espejo me dijera que mi aspecto era el de siempre, yo ya lo sabía. Y cuando llegó Oswaldo, rebosando una vitalidad que no le correspondía, que quizás me robaba, sentí odiarle un poco.

–¡Éste es un simple indio quechua! ¡Y no tiene estudios! –gritaba eufórico Oswaldo a las gentes cuando salimos de casa.

–Por favor, calla. Sólo es una coincidencia –mentí presuroso. ¿No querrás dejarme por oportunista? –regañé enfadado.

Pero una mujer, que lo había escuchado a la ida de mi casa se interpuso en mi decisión de retornar a ella. Sus manos regordetas me agarraron por los hombros y la suplicante figura de una mujer obesa me obligó a parar.

–¡Los médicos dicen que no tengo esperanza! Acabarán por cortarme las piernas porque tengo la circulación muy mal

–Yo... yo no puedo hacer nada –negué el poder de curación que gracias a mi amigo había descubierto.

–¡Por favor! –suplicó entre una gelatinosa vibración de grasa que era su cuello.

Sin desearlo, al instante sentí una pesadez en mi cuerpo y un desagradable hormigueo en las dos piernas. Horrorizado comprendí que mi poder se había desarrollado, y ahora a los picores y escozores se unían los síntomas de una obesidad y mala circulación que lastraban mi alma, y al mismo tiempo mi cuerpo.

La mujer empezó a llorar de alegría, entre sus poderosos brazos no pude escapar a unos sinceros besos de agradecimiento; ya podía volver a su vida normal, a cometer quizás los mismos excesos que enfermaron su cuerpo.

–¡Ayúdame. Oswaldo! –supliqué medio asfixiado.

Mi amigo reía gozoso, ignorante del mal que me causaba.

Un anciano masticador de tabaco, que hasta entonces había permanecido sentado en un poyete a la puerta de su casa, excitado por la alegría que rebosaban la señora y Oswaldo se acercó hasta mí. Le vi un enorme flemón que le desfiguraba la cara.

–¡No, no! ¡Por favor, no me toque! –me revolví horrorizado en la trampa grasienta de unos brazos de mujer, tratando de escaparme.

–La muela –dijo moviendo con dificultad una hinchada lengua en una boca apenas sin dientes.

Traté de alejarme de él.

–La muela, señor –insistió el anciano escapándosele sin querer restos de tabaco masticado de entre sus dientes.

¡Y me tocó! Al instante sentí la inflamación palpitante de una muela picada, un dolor como pocos he sentido en mi vida, y también un bulto que nunca tuve bajo la lengua, que dificultó mi habla hasta el día de hoy.

Empujé a la señora, que se cayó aparatosamente al suelo, y huí del pueblo. En las afueras descansé unos momentos para tomar aire, instante que aprovechó un perro callejero para lamerme una mano. ¡Qué pesadilla! ¿Cómo tratar una sarna sin bicho? Los picores de Oswaldo eran una bendición de Dios al lado de esto. Le di una patada al perro, que se alejó alegre moviendo su rabo.

Comprendí que tampoco podía acercarme a los animales, y escapé hacia la montaña, viajando de noche para evitar encuentros que maltratasen mi castigado espíritu. Durante el día dormía oculto en las copas de los árboles, para que ni los animales me rozaran. Pero en un anochecer, cuando desperté, descubrí una sensación de asfixia que ahogaba mi alma.

¿Quién podía haberme tocado? Nadie lo había hecho, lo comprendí cuando en el suelo vi hojas del árbol en el que estaba, hojas todavía frescas, renegridas, devoradas por algún mal microscópico. El árbol del que bajé estaba sano y de hojas de inmaculado verdor. Sentí que la naturaleza entera se ponía en mi contra, ¡a las más altas cumbres debía escapar, donde la vida vegetal era escasa! En el Machu-pichu encontraría mi seguridad... ¡Qué terrible error!

Mi fama de sanador se extendió por toda la región, y me hostigaron sin cesar, como a un animal, no respetando mi derecho a no ser tocado. Y cada día me levantaba descubriendo una nueva variedad de dolor distinto, pues venían por la noche y me tocaban mientras dormía... algunos pocos, agradecidos, me dejaban un poco de fruta.

–Sólo tú me respetas, amigo cóndor –dije en alto mirando a los ojos del animal. Desde el primer día supe que querías que te tocara, día tras día amaneces conmigo... para animarme a ello. Me has dicho en estos años lo grandioso que eres, y lo mucho que significas a la humanidad, pero dependes de tu cuerpo alado para seguir ejerciendo tu bondad. Y ahora que la criatura que tanto has protegido ha diezmado a tu especie, casi hasta la extinción, necesitas de mí, porque seguramente estás enfermo. Me quieres transmitir también tu mal ... ¡Mírame, sólo tengo 30 años, y parezco un anciano de 70! No resistiré una curación más, mi cuerpo enfermo por mil dolencias distintas no lo soportará.

El cóndor graznó interrumpiendo mi desahogo, y  me animó, una vez más, a que le sanara aleteando sus alas, como hacía cada mañana. Luego levantaría el vuelo para volver a insistir al día siguiente, pero hoy no le di opción a ello. Siendo consciente de mi sacrificio me acerqué al animal y acaricié su áspero plumaje.

–¿Sabes, amigo cóndor? –dije con lágrimas en los ojos. Yo nunca he estado con mujer alguna, pero ahora tú podrás volver  y procrear; pues si he de morir, prefiero que sea con la esperanza de creer algún día el cielo repoblado de bellos cóndores volando... a que un furtivo y cobarde enfermo me robe mis últimos alientos de vida –se me cayeron dos lágrimas que rebotaron sobre sus plumas. Creo –añadí– que si tengo este don es porque debo sufrir el dolor de todos, porque quizás sea eso lo mejor para mi alma, no debí esconderme aquí... ¿pero a quién le gusta sufrir? Les digo que no puedo curar y no me creen, sólo porque les alivio sus cuerpos. ¡No entienden que el dolor viene de un problema del alma!, que sólo ellos pueden curar.

El cóndor clavó sus ojos negros sobre los míos, y pareció sonreír. Agitó sus alas, pidiendo espacio para levantar vuelo. Le seguí con la vista, entonces comprendí lo que había pasado... ¡No me dolían ojos, podía ver al cóndor volar! Nada me dolía en un cuerpo nunca acostumbrado al sufrimiento.

El cóndor me había engañado, en realidad fue el único ser vivo sano que había tocado en los últimos años, y del mismo modo que recibía enfermedad... ¡también recobraba salud!

Quizás fue que sané mi alma al entregarme voluntariamente.

–¡Ahora estoy preparado al mundo! –grité comprendiendo el mensaje de amor y entrega del cóndor, de mi historia, de mi vida.





- Fin -


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Pie de foto: extraído de www.gateofthesun.com
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jueves, 7 de enero de 2010

Una comarca muy honrada


Cientos de chispas saltaban del torno. La hoja del hacha arrancó sin piedad un lamento a la piedra que giraba con rapidez, era como escuchar el gorgojeo intermitente de la muerte retenida en su filo, desafiante y feliz. El verdugo observó al reo con la invulnerabilidad que le proporcionaba su capucha.

–No sufrirás, te lo garantizo.

Giovanni apenas pudo oírle desde el patíbulo porque la muchedumbre clamaba impaciente su muerte, pero reconoció esa mirada de compasión que tantas veces él no había podido evitar. Tenía las manos atadas a la espalda, como un vulgar ladronzuelo, pero en realidad era temido por los Spinoza, la nobleza militar de la villa. Tantos años de trabajo eficaz bajo sus órdenes convencían que a un artista de la muerte como él, convenía tenerle maniatado.

–¡Retráctate, y te perdonaré la vida! –gritó Enrico desde el palco, justo donde colgaba el escudo de armas de los Spinoza.

 Tenía un modo de hablar afectado y vestía con desesperante pulcritud. Gustaba además del teatro y de otras artes menores, para mayor vergüenza de don Favio Spinoza, vasallo del rey y agotado progenitor de una estirpe decadente.

–Así no, ¡más alto, Enrico! –farfulló entre dientes don Favio, que se mantenía a un par de pasos atrás para favorecer el protagonismo de su hijo.

–¡Retráctate, y te perdonaré la vida! –repitió Enrico alzando una mano.

Don Favio Spinoza suspiró con resignación.

Desde el cadalso, Giovanni, que ya había ladeado la cabeza sobre el tarugo para facilitar la ejecución, se incorporó.

–No puedo, señor. Vos lo sabéis –contestó y sin esperar respuesta se arrodilló frente al encapuchado, pues no esperaba clemencia.

No había mentido, la mirada de aquellos a quienes proporcionó una muerte limpia se clavaba en sus sueños por las noches. Y no había agradecimiento en ellos, Giovanni sentía el reproche silencioso de cientos de rostros sin nombre que prometían no olvidar.

Enrico frunció el ceño en un gesto pueril, que su padre, por fortuna, no advirtió.

–¡Sé un hombre, cojones! –murmuró Don Favio ante el exasperante silencio de su hijo.

–Yo tampoco puedo –replicó Enrico parpadeando con agitación, mariposeando una mirada inquieta.

Giovanni giró la cabeza hacia el lado contrario de aquel que durante años había servido con tanta lealtad y discreción. Era menos doloroso no verle titubear.

Un peregrino, con hábito franciscano sucio, entró en la plaza en el preciso momento que el verdugo levantaba el hacha.

–Jesús bendito –se santiguó varias veces sobresaltado ante el resplandor de su filo. ¿Por qué le van a ajusticiar? –preguntó a uno de los presentes.

–Porque estaba al servicio de Enrico Spinoza como verdugo…

–Sí –intervino otro– su fama como cortador de cabezas llegaba hasta España…

–¿Y decapitan al decapitador por decapitar bien? –el monje miraba a uno y a otro alternativamente.

–No, sólo porque se hartó de decapitar –aclaró el primero

–Yo también me hartaría –matizó el segundo–: primero eran los asesinos, cuando escasearon continuaron con otros criminales, y cuando ya no quedaron criminales de ningún tipo Enrico Spinoza ordenó ejecutar también a todos los bujarrones...

El hacha relampagueó y tras un sonido sordo quedó trabado en el tarugo. Todos permanecieron en silencio a pesar de que no había ninguna magia en ver morir a un hombre.

–¿Y por qué se negó con los “raritos”? –insistió el fraile con voz baja, para no llamar la atención.

–Porque eran amantes, todo el mundo lo sabía menos su padre.

Enrico Spinoza lagrimeó en silencio.

–Ya soy un hombre, padre –más que afirmación era una protesta.



- fin -

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lunes, 4 de enero de 2010

UN DIA DURO DE TRABAJO


No tengo demasiado tiempo, lo sé. Aquellos que trabajen sin los dictados de un reloj no comprenderán la presión que significa un buen trabajo terminado en plazo. Pero cuando percibo que las gotitas de sudor caen de mi cara con mayor frecuencia trato de imaginarme escenas que nada tienen que ver con taladros, tacos o corchetes de cortinas, y es, por increíble que parezca, por sentido práctico.

Estar nadando en una piscina coronada de bustos de mármol rosa mientras que un mayordomo espera impasible con un albornoz impecablemente doblado en un brazo y sujeta una bandeja con un martini con hielo en la otra, tiene un efecto sedante que me permite trabajar con mayor precisión y, por consiguiente, más rápido.

La organización del tiempo es vital y ésta varía en función de lo grande que sea la obra; si se trata de una casa en la que solamente voy a instalar una barra los preparativos son mínimos que en la que se va a poner visillos, cortinas y bandós en cada una de las habitaciones, salón, cocina y baños.

—¡Cómo no salgan esas huellas de dedos —dijo un anciano de cara enrojecida agitando un trapo a los pies de mi escalera- llamaré a los del Corte Inglés! —añadió blandiendo un teléfono móvil en la otra.

En nada se parecía a mi siempre sonriente mayordomo, que le vamos a hacer. Suspiré con resignación, conocía el proceso, siempre se iniciaba con una breve explicación.

—Esto pasa más a menudo en verano que en invierno, por el calor, y es que se suda más. Y aunque tengamos las manos limpias, después de haber tocado una pared el polvillo que se produce durante el taladro se fija allí donde se ha tocado.

Una breve explicación que se prolonga indefinidamente.

—¡Pues no toque usted la pared, jopé! —protestó el anciano insatisfecho con las explicaciones dadas.

—Me tendrá que perdonar, pero es que a veces eso no es posible. A veces necesito un punto de apoyo, de equilibrio, para poder trabajar.

Una explicación, como decía, que se puede prolongar en interminables disculpas que normalmente no terminan por aplacar las iras del cliente y agotan un tiempo precioso del que no se dispone para acabar con el trabajo, y acudir a la siguiente cita con puntualidad. Esa situación era como caer en una espiral donde el mal humor trata de engullirte sin masticarte demasiado, atraerte hacia la vorágine para desposeerte del alma y hacerte perder la humanidad en un momento. No todos reaccionan del mismo modo, ¿cómo saberlo?

Se me acaba el tiempo, y las mangas de mi camiseta ya no absorben más sudor, es inútil enjugar mi rostro en ellas. Normalmente trabajando no suelo pensar en nada, pero a veces, me asalta ideas o recuerdos, como los de mi mujer queriendo hacer desaparecer una manchita en mi camisa esparciéndola a todo lo largo y ancho de ese universo de fibras entrelazadas de mi ropa. Y sonrío, pero el sudor no ha desaparecido, en el fondo yo soy igual que ella.

Cuando hace tanto calor que el sudor deja de ser un problema estético para resolverse en una cuestión de deshidratación, beber se me antoja una imposición, especialmente cuanto se siente el estómago lleno de agua. Siempre pido agua, en eso soy sensato, no hace falta explicarlo.

—Señor —alcé la voz recordando al iracundo vejete— Me sentía muy débil por el cansancio y el calor, casi no podía moverme.

Seguía oyendo el “tac-tac” que producía mi sudor al caer en el entarimado del suelo, casi parecía atronador en el silencio de las tres y media de la tarde. Sospeché, por la ausencia de respuestas, que el iracundo vejete no llegó a oír mis susurros por culpa del incesante goteo de sudor. ¡Necesitaba beber! La sed se convertía en una demanda imperiosa en mi cabeza.

No  importaba enfrentarme de nuevo a sus iras, jamás, por muy enfadado que pueda estar un cliente nunca han negado un vaso de agua. Me la pueden dar del grifo, a sabiendas que no está muy fresca o que no tiene buen sabor, pero dan de beber al trabajador sediento. Se lo tengo que agradecer a Jesucristo, ha influido mucho más de lo que gente quiere reconocer, y es gracioso que un agnóstico como yo afirme eso.

—¡Señor! –supliqué—. Agua, por favor.

Noté que estaba apoyado contra la pared, sentado en el suelo, estaba jadeando. Esto era inaudito, por muy cansado que me hubiera sentido jamás me hubiera permitido descansar en casa de un cliente, y menos en el suelo. Bueno, solamente una vez, justamente en el día que decidí dejar de fumar. Había subido dos veces seguidas a casa de un cliente que vivía en un quinto piso, sin ascensor; la primera vez subí las cortinas y los rieles, y la segunda unos cojines y la caja de herramientas. Tardé unos quince largos minutos en recobrar el aliento, pero en aquella ocasión sí lo recobré.

Traté de coger mi taladradora, no conseguí moverla con la yema de los dedos. Recordé que mi cuñado, ocho meses atrás, por diciembre, vaticinaba que este verano iba a ser de los más calurosos de los últimos veinticinco años. Claro, como es instalador de aire acondicionado, trataba de conjurar una buena temporada de trabajo... ¿Cómo cojones sabía él que este verano iba a hacer tantísimo calor?

Sabía, por los libros de autoayuda, que la mejor manera de interpelar a alguien, dejando a parte las cuestiones de educación, era nombrarlo por su propio nombre. Pronunciar con claridad el nombre de alguien supone que el interpelado no podrá hacer otra cosa que responder a la llamada, y que de no hacerlo implicará un desgaste mayor de energía que responder a la llamada. ¿Cómo narices se llamaba el cliente? No lo recordaba. ¿Y por qué estaba tan enfadado?

No deseaba pensar en el viejo, me rondaba el recuerdo de mi hijo menor. Es cierto que los niños imitan lo que ven de sus padres, y aunque no quería reconocer cierta satisfacción, no quisiera que mi hijo trabajara como montador de cortinas. Él me veía muchos domingos ordenar mi caja de herramientas, era un ritual necesario para sosegar, con la ofrenda del orden, a los espíritus del lunes. Él se abrochaba un cinturón de trabajo de plástico, de un amarillo juguete contundente, con su martillo y su taladro.

—¡Mira, soy como tú!

Y yo me perdía en el azul de sus ojos. Me hacía recordar cuando era pequeño, tenía la costumbre de observarme en los espejos detenidamente. Año tras año iba notando los pequeños cambios de mi rostro, ahora, que ya he rebasado los treinta y cinco años, y cada cambio que observe sólo será para darme cuenta de que envejezco, lo hago en los rostros de mis niños. Y me encanta adivinar futuros rasgos faciales, gozo de manera secreta descubrir en ellos las personas que serán, que ya son en realidad.

Me queda muy poco tiempo. Ya sé que parezco obsesionado por el tiempo, pero intuyo que llegará el momento en el que a partir de entonces jamás me preocupe más por ello, y sé que no puede tardar mucho ya.

Aún tenía pendientes dos clientes más, y esta creciente debilidad me exasperaba.

—¡Agua, por favor! —grité, ya me costaba mantener los ojos abiertos.

Casi era mejor así, no podría evitar por mucho más tiempo no darme cuenta que no era sudor lo que manchaba de rojo la tarima del suelo, y que el dolor de mi costado no era por un desarreglo muscular del ritmo respiratorio. A veces la ansiedad me hacía respirar más deprisa, y a veces me ocasionaba ese molesto dolor entre las costillas. En esta ocasión era por un cuchillo clavado con rabia. Era mejor no ver que en realidad el anciano estaba muy cerca, observando mi agonía con satisfacción, que era mejor ignorar que me estaba muriendo.

Era mejor así, imaginándome con los míos en una piscina de mármol rosa.



- Fin -



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viernes, 1 de enero de 2010

SEGÚN TU VALÍA



“¡Llegará el día de tu muerte y de mí te acordarás...!”

El anciano rehusó la comida, un caldo de gallina, con un leve y tembloroso gesto de su mano. Aún dentro de su agonía se mantenía con cierta lucidez.

–Y el físico, ¿por qué tarda tanto? –preguntó quejumbrosa una anciana, hermana del yaciente.

–Señora, la medicina no podrá devolverle la vida... se muere. Es muy mayor, su tiempo se ha cumplido –consoló una religiosa.

–¿Y el sacerdote? –insistió la anciana.

–Es el destino que este hombre muera sin recibir el santo sacramento, las revueltas hacen inseguros los caminos –contestó la madre superiora.

“...¡ y de mi maldición, señor de Ferdinán!”

Tras los gruesos muros de piedra de la fortificación, la noche estaba rasgada de rojo, del color del fuego, de la sangre y la cólera. La noticia de la muerte inminente del señor de Ferdinán sublevaba a la masa de oprimidos en una causa común.

¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

“Paparruchas” Ferdinán no tenía fuerzas para hablar.

–¡Muera el tirano! –sonó una voz desde el patio de armas.

Una piedra rompió la vidriera de la ventana de la alcoba del anciano. Era el fin de un largo reinado de terror, de sangre inocente derramada a capricho, de salvajismo y crueldad sin límite.

“Toda una vida dedicada a mi obra... y ahora, ¡en una noche!, la quieren borrar” Pensó agónico Ferdinán. “Es a mí a quien temen” concluyó con vanidad, en su suspiro ahogado, prácticamente inaudible.

–¡Por Dios, dadle paz! –rogó su hermana.

Las religiosas tomaron sus rosarios, cuchichearon oraciones eternas para el perdón de sus pecados.

Ferdinán ladeó la cabeza hacia ellas...

“¡Soy tan poderoso!” Se afirmó a sí mismo en una plenitud energética que no se traducía en el mundo material.

Y las miró con esa mirada tan suya, que había provocado tanta desgracia a lo largo de su vida. El esfuerzo había sido excesivo, y sintió desvanecerse, succionado fuera de su cuerpo por un remolino oscuro y profundo, hecho de sombras, en cuyo centro brillaba una luz poderosa de amor, tan cálida y misericordiosa que todo aquel estigmatizado con el cáliz de la conciencia acudía hacia ella, como insecto a la luz de una antorcha en noche oscura.

Su pecho volvió a llenarse de aire, su voluntad de vivir era tan poderosa como para rechazar tan tentadora invitación de consuelo y amor.

Ferdinán movió las últimas falanges de su mano derecha, en una señal de que se acercara la madre superiora.

–Desea confesarse –interpretó su hermana dichosa, una lágrima rodó por su mejilla.

La madre superiora se acercó al moribundo.

–¿Qué desea, el perdón de los pecados? –indagó con voz sólo audible para él.

Su pecho volvió a respirar, la vida regresó unos instantes más.

–¡Ahh! –suspiró débilmente, como el llanto del recién nacido por el sufrimiento de la carne.

La religiosa pegó la oreja a sus labios, apenas se distinguían en su rostro excepto por una pequeña raya.

–Vete... al... infierno –musitó con el brillo especial en los ojos de los que creen que todo lo pueden.

La monja separó bruscamente su cabeza de la del anciano, escrutó su rostro con mirada escandalizada. El anciano la miraba con ojos burlones, demasiado fijamente, sin pestañear, sin respirar...

Libre, por fin libre del cuerpo decrépito que tan bien le había servido, libre muy a su pesar, se acercó hasta la Luz.

–Eres mi oveja descarriada, Ferdinán, no dejaré de buscarte hasta que vuelvas a mi rebaño –anunció la Luz en una explosión de bondad luminosa.

–Sólo quiero una oportunidad de vida –suplicó el señor de Ferdinán.

Sólo deseaba continuar su labor de ser temido y respetado, de ser Dios a su manera, como un niño cruel jugando a destripar toda pequeña criatura que cayera en sus manos. Así experimentaba el poder de la vida, mirando en el espejo del caos y la destrucción.

–Ferdinán , mi bien amado, voces hay que claman justicia y escasas las que piden tu perdón... ¿qué oportunidad voy a darte? ¿Cómo sientes... ?

–Yo soy el poderoso Ferdinán –interrumpió a la bondadosa Luz–. No necesito ayuda de nadie para tomar lo que es mío por derecho.

Una nueva llamarada de bondad irradió de la Luz.

–Sea, tendrás tu oportunidad de vida según tu valía. Aprovéchala sabiamente, Ferdinán.

Para él, repentinamente se hizo la oscuridad. Se sentía en un lugar cálido, abrigado y protegido por paredes orgánicas que le cuidaban del exterior.

“¡Ja, ja, ja!” rió dichoso Ferdinán, como un niño travieso que cree haber conseguido su propósito. “Sólo me queda esperar nueve meses, quizás menos, para que la humanidad entera tiemble al oír mis primeros gritos de vida”

“Según mi valía” recordó Ferdinán. “¿Seré hijo de un rey? ¿Quizá de un rico mercader? ¿De un sabio?” Se deleitó en imaginar cada una de las posibilidades que su soberbia descubría.

“La verdad, es que ha sido muy rápido. No he tenido que esperar mi reencarnación” Disfrutó hedónicamente del inmenso poder que le proporcionaba su egocentrismo. “¡Ni siquiera las maldiciones de esa vieja bruja me han afectado!” Rió satisfecho, tratando de recordar el rostro de la anciana ultrajada.

“Quizás se deba a como trates a la Luz: todos gimen e imploran perdón... ¡y así les va! ¡Reciben vidas de dolor y sufrimiento! Ingenuos, tienen tanto que aprender...” Reflexionó Ferdinán.

–¡Aaaaahhhh!

Era un grito de angustioso dolor, procedía del exterior.

–¡Es enorme! –anunció la misma voz con orgullo.

“Qué bien, creo que voy a nacer... ¡y voy a ser enorme!”

“La verdad no sé de que me sorprendo, no podía ser de otra manera”

–Debes relajarte, cuando sientas el apretón es cuando debes empujar, no antes –oyó Ferdinán una segunda voz, más agradable que la primera.

–No puedo, voy a necesitar un médico.

–Respira conmigo; así, muy bien. Continúa tú solo. Voy a por todo lo necesario, ¿vale?

–Sí, sí... pero date prisa, tengo miedo. ¡No me dejes, por favor! ¡Aaaaahhh, ya está aquíííí!

–No sé yo si habrás dilatado bien, es un poco pronto para que las gotas te hayan hecho efecto.

Ferdinán vio entre las contracciones musculares reflejos de luz del exterior.

“Allá vamos” pensó.

–¡Ahhh!

“¡Sufre, sufre! Vete acostumbrándote” Se regocijó Ferdinán en su perversión.

–¡Ahhhhhhhh!

–¡Un apretón más, cariño! –animó la segunda voz.

–Ahhh... uhmm, ¡uhmmm! ¡Uhmmmmm! –su voz parecía abandonar las esferas del dolor para adentrarse en las del alivio infinito.

Ferdinán sintió la parte más dolorosa el nacimiento, pero sólo fue un instante. Su cuerpo cayó en un recipiente de agua desinfectada.

“Extraña cultura ésta”

La luz le llegaba por un pequeño hueco, el que formaba las piernas... el cuerpo que lo alojó todavía permanecía en la postura de expulsión.

–Creo que me he hecho sangre –dijo un gordo obrero sentado en la taza del water.

–Exagerado –respondió su mujer.

–¿Quieres verlo? –preguntó con orgullo el “papá” de la criatura.

“¡Qué ilusión!” Se burló Ferdinán.

–¡No seas guarro!

“¿eh?”

–No te enfades, mujer –tranquilizó el hombre tirando de la cadena, todavía permanecía en calzoncillos, talla 58 por lo menos, y con los pantalones enrollados a sus pies.

Ferdinán sintió que su cuerpo alargado era empujado hacia una oscura tubería en medio de una masa de agua azulada.

“¡Eh, que estoy aquí!” protestó mientras navegaba velozmente por los desagues. Su cuerpo se lastimaba cada vez que experimentaba un repentino cambio de direción en los recodos de las tuberías.

“Calma, Ferdinán, ya me recogerán... ¡Con lo que valgo yo !”






- fin -
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