Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


martes, 6 de abril de 2010

En la cañada real (primera parte)


Manuel regresaba cansado a casa después de una larga jornada de trabajo. Sentía que cada minuto que pasaba en el coche, en esa carretera odiosa llena de baches, era un minuto desperdiciado de su vida. Porque cumplir con las siete horas de jornada intensiva en la planta de reciclado de basuras era una condena; y su ubicación, un infierno de miserias y malos olores.

No pisaría el pedal del acelerador más que cuando la temeridad se presentara en alguna recta sin vehículos, y ésta le devolviera la sonrisa a través del espejo retrovisor de la furgoneta. Entonces, la ansiedad desaparecía. “La cañada real no es buen sitio para correr”, advertía débilmente el buen juicio de Manuel.

—¿Qué me puede pasar, eh? —replicaba Manuel a los ojos suplicantes del retrovisor—. Además, son las dos y cuarto de la tarde, visibilidad excelente y sin niños a la vista.

Como respuesta, el sonido viscoso de un bicho enorme, de los que sólo se ven en zonas poco urbanizadas, retumbó en el interior de la furgoneta. Se había estampado contra el parabrisas del vehículo. La única evidencia de lo que había sucedido era una enorme mancha rojiza extendiéndose en el cristal.

“No puede ser un bicho, no puede tener tanta sangre”. La velocidad de la furgoneta aminoró en una decena de kilómetros por hora.

—¡Dios, como odio este lugar! —protestó Manuel cuando percibió que había malgastado un tiempo precioso en la cañada por culpa del bicho.

Tenía la intención de volver a recuperar el tiempo perdido, era un proceso en el que la voluntad apenas participaba. En cuanto era consciente de llevar una velocidad menor, el pie se apretaba solo contra el pedal de aceleración.

El pedal empezó a hundirse cuando un sonido brusco sobresaltó al pie en su lecho de goma y metal e interrumpió el placer hedónico de la velocidad. Ante los ojos pasmados de Manuel una paloma desfiló en un alboroto de plumas por su parabrisas, rodando, después de haber sido alcanzada por el guardabarros delantero.

No era la primera vez que sorprendía a los dichosos pajaritos planeando a ras de suelo, a gran velocidad, desafiando a los automovilistas en su conducción. Si esta circunstancia era un suceso previsible, una simple cuestión estadística que un pájaro se estrellara contra un coche, ¿por qué precisamente hoy con el suyo?

En una asociación de ideas, de la que no era del todo consciente, se preguntó por qué no había sangre, pero la de verdad, roja, líquida... hermosa. No como la del bicho. No detendría el coche para comprobar si la encontraría en la rejilla del radiador o en el parachoques, ni siquiera para averiguar si la furgoneta había sufrido algún desperfecto.

Tenía que huir de la Cañada. Lo del bicho había sido una señal, ¡pero esto era algo más que una advertencia! Intuía que algo iba a suceder y no precisamente bueno, tenía que llegar cuanto antes a la autopista. Allí estaría a salvo de la desgracia que planeaba sobre las chabolas que se levantaban en ambos lados de ese camino de cabras.

En ese momento, la cara sorprendida de un gitano de unos treinta años, le miraba intensamente un segundo desde el otro lado del parabrisas. Después desapareció por el lado contrario del capó.

—¿Pe... pero qué es esto?

Manuel frenó la furgoneta. En los otros “accidentes” hubo ruido, ¿por qué en éste no? ¿Quién era ese gitano y que hacía en el capó de su coche?



* * *



Un cielo azul se extendía en la infinitud de los cuatro puntos cardinales. Ni una sola mancha nebulosa empañaba este día tan maravilloso, tan espléndido como desproporcionada era la barriga de Noé, llena de lamparones que “aparecían” solos.

Noé trató de componer su peinado con una de sus manos, las restantes se entretenían en lustrar su cuerpo en la medida de lo posible. No podía negar que era un poco descuidado en su aspecto corporal. ¿Pero por qué habría de dar mayor importancia a esas menudencias cuando lo auténticamente importante bullía dentro de su corazoncito?

El amor lo abrasaba desde sus adentros. Noé estaba seguro de que aquello que experimentaba con tanta emoción, con tal intensidad, conmovería hasta los mismos dioses del cielo y favorecería días de prosperidad con su amada Rosalinda.

Tanto amor sentía por ella que no podría rehusarle, no encontraría quien la amara más que Noé. Y tenía mucho que ofrecer, mucho más que cualquier otro. Por eso, en aquel día decidió pedirla en matrimonio, pues no reuniría el valor suficiente de nuevo si dejaba escapar un día tan propicio como el de hoy.

Otras muchas habían tratado de seducir a Noé, pero él las había rechazado porque presentía que no era amado, que únicamente buscaban su compañía para conseguir su protección, su posición social.

Rosalinda era especial. Sus ojillos le cautivaron desde el primer día que la vio. Su timidez la empequeñecía, y su fragilidad inspiraba sinceros deseos de protegerla, de abrazarla, de acurrucarla entre sus brazos y susurrarle bonitas canciones para dar paz a unos ojos tristes.

—¿Por qué es tan callada? –preguntaba Noé a sus vecinos.

—Creo –decía uno que compartía un jardín común– que porque le da vergüenza de su acento. No es de aquí, dicen que viene de tierras lejanas, de más allá del gran océano.

—¡Oh, por Dios! Pero si no somos tan racistas —protestó Noé.

—Sí lo somos —corrigió su vecino con paciencia.

—Es cierto —intervino otro desde la puerta de su casa—. Pero la culpa no es nuestra sino de ellos. Porque viene un extranjero y se agradece la novedad, pero cuando la novedad es saludar a un vecino por cada treinta extranjeros, ya no estás a gusto ni en tu propia casa, ¿o no?

El amor, al menos para Noé, no entendía de acentos o de lugares, cualquiera podía ser vecino suyo, y Rosalinda con más razón. Noé necesitaba liberar la ternura que lo engordaba, que se cocinaba a fuego lento en su cabeza, librar a besitos, en pequeños bocaditos de afecto que Rosalinda sabría apreciar al instante, pues sin duda estaría hambrienta de cariño; y a él lo adelgazaría. Sí, el amor lo haría bello.

—Rosalinda, yo... Me he permitido traerte... este detalle –entregó torpemente un paquete mal envuelto— para ti.

—Gracias, Noé. Eres muy amable conmigo, el único...

No sabía qué hacer con el paquete.

—¡Vamos, ábrelo!

Rosalinda retiró la cobertura y descubrió un pastel aplastado.

—Bueno, lo importante es que está muy bueno —se disculpó Noé—. A veces soy un poco torpe, no lo puedo evitar.

—Gracias Noé, por pensar en mí; en si tengo hambre o no… Eres un buen tipo.

—Soy un tipo que te quiere, Rosalinda.

—Pero yo no te quiero, Noé.

—¿Pero por qué no? Conmigo todos los días serían de fiesta y comerías tartas... todos los días.

Noé perdió la voz, se le quebró en la garganta por que la emoción se la estrechaba y no dejaba pasar nada mayor que un suspiro de desamor.

—Y me pondría tan gorda como tú, Noé —pretendía ser simpática—. No eres mi tipo, tienes un vientre muy grande, ¿sabes? Me daría miedo dormir a tu lado... ¿Y si me aplastas?

Pero sólo consiguió herir aún más a Noé.

—Entiendo, cuando paseáramos juntos por la calle nos dirían: “Mirad, la bella y la bestia” o “¡No te lo comas tú todo, deja algo para ella!”.

Había sido un esfuerzo supremo, pero oír su risa había merecido la pena. Ese era el mejor final que podía dar Noé, mucho más que la escena patética de un adulto desecho en lágrimas por el amor no correspondido de una muchacha. Ya tendría tiempo para desahogarse en la intimidad.

—Me voy, Rosalinda, espero que al menos podamos ser amigos.

Sus manos se retorcían nerviosamente, amenazando chasquear infinidad de veces sus articulaciones.

—Eres un caballero, Noé. Aceptaré gustosa tu amistad… y tus tartas.

—Desde luego —un destello de esperanza relampagueó por sus ojillos negros.

Sabía que el tiempo jugaba a su favor, que cada día que se vieran, que conversaran, serviría para que su amada pudiera descubrir el alma que escondía tras su enorme caparazón, y para que no percibiera su gordura, sino su bondad, y la inmensa riqueza que guardaba en su interior.

—Cada mañana tendrás una –añadió Noé— para que vayas a trabajar con energías.

Y Noé cumplió su promesa de endulzar cada mañana a la bella Rosalinda; y ella se presentó fielmente a la cita de cada mañana, tal vez, porque era la única comida del día que tenía garantizada.

A los pocos días de desayunar juntos, algo sucedió, Noé, siempre perceptivo, lo intuyó: Rosalinda empezaba a disfrutar de su compañía. Y, muy alegre, se despidió hasta la mañana siguiente. Fue un día feliz que Noé consagró a los dioses del cielo azul, ¡hasta lo ofreció a los demonios de la tierra veloz! Tal era su alegría.

—Buenos días, Noé —saludó sonriente Rosalinda, medio oculta tras unas plantas del jardín de la calle.

—¡Pasa por favor! Ya he puesto un trozo en tu plato.

Su sonrisa fue mayor, pero duró muy poco.

—Es Marta, una amiga del trabajo —explicó Rosalinda—. La he traído porque me he dado cuenta de que siempre sobra pastel... Y es una pena que se eche a perder.

Sus ojillos parecían pedir disculpas, ¿cómo enfadarse con una criatura tan adorable? El disgusto desapareció en unos segundos.

—Pondré un plato más –dijo levantándose de la mesa.

¡En fin, trataría de ganar también la amistad de su amiga! Podría ser una aliada para su causa, un refuerzo que ayudara a cortar las vendas de los ojos de Rosalinda.

Pero su batalla diaria, en la que trataba de mostrar sus encantos y su cultura, cada vez se enrarecía más, pues la mañana siguiente también vino acompañada. Pero no vino con Marta, que resultó ser una chica muy agradable, sino de alguien que no conocía.

—No te preocupes, Rosalinda. Voy por otro plato —suavizó Noé con indulgencia.

Y a partir de aquel día, Noé se acostumbró a poner mesa para tres. Y demostró tener buenas dotes de anfitrión, pues rara vez acudía a su cita la misma chica y no aburría a Rosalinda detallando las mismas anécdotas.

Pero una mañana el desayuno se le amargó al pobre Noé, esta vez, el acompañante de su amada no era una chica. Era un atractivo joven, apuesto, excesivamente encantador... ¡No podía competir con él!

“Será otro amigo del trabajo, mañana vendrá alguien diferente”. Se consoló Noé, ocultando sus pensamientos tras una radiante sonrisa.

—Wilson, me llamo Wilson —saludó afablemente con una sonrisa aún más brillante que la suya.

Y desayunaron, una vez más, como si nunca hubiera extraños en la mesa; sublimando esos momentos, por la alquimia de un amor extraño, en los mejores de cada día.

Pero cuando Wilson fue el acompañante oficial en todos los días posteriores, cuando sorprendió un roce de sus manos, unas manos que no eran las suyas, en su mesa, comiendo su tarta como insectos insaciables que masticaban impasibles su corazón, Noé no pudo contener la pregunta:

—Pero ustedes, son algo más que amigos, ¿verdad?

—¿No se lo dijo Rosalinda? –Wilson parecía extrañado de verdad.

—Somos amantes, Noé —confesó Rosalinda.

Indudablemente poseía la contundencia de una sinceridad sin tapujos, que descargó, sin delicadeza, como un martillo sobre la cabeza de su anfitrión.

—¡Ah!

Fue un suspiro demasiado débil para un golpe tan duro. Noé sintió que el suelo perdía firmeza y que la vista se le nublaba. Se desmayó.

—Estoy bien —manifestó Noé tratando de incorporarse unos instantes después.

Esperaba encontrarlos a su lado, afligidos por el dolor causado, tratando de reanimarle. Lo único que sus ojillos emborronados de tarta advertían era la silueta de un corazón que formaban los amantes, con los pies juntos, pegados por una pasión que les impedía separarse, y con los cuerpos apartados por las circunstancias. No habían advertido su despertar, ni su voz lastimera.

—Bueno, disculpen que me vaya. Creo que estoy de más aquí.

Y Noé salió zumbando de su jardín, tratando de hacer el mayor ruido posible, para que su presencia fuera al fin advertida. Pero el amor que destilaba la mirada entrelazada de Wilson y Rosalinda parecía fluir de las regiones desconocidas del cielo, donde los dioses buenos dejan entrever la dicha del amor. Ahora ellos no estaban aquí, estaban maravillados, absortos por las bondades que la pasión derramaba sobre ellos.

—Tenemos que ver cómo está —suplicó Rosalinda.

—¿Quién?

La pregunta de Wilson era muy coherente, pues en esos instantes sólo existía ella.

—No sé.

Rosalinda se perdió en las profundidades de los encantos de su amante.

Era cierto que siempre habían existido ellos dos nada más; que aunque buscaran a Noé, ya no lo encontrarían, pues su romance lo había expulsado como a una cucaracha con insecticidas.

Noé voló lo más lejos que pudo de su casa, de su trabajo, de su vida. Trataba de huir de un dolor que rezumaba de su pecho herido, sin ser consciente de que se acercaba peligrosamente a la región de los demonios veloces.

Pero de haberlo sabido, ¿habría dado la vuelta? Con seguridad no, hubiera preferido enfrentarse mil veces a los demonios que al amor de Rosalinda por Wilson, al amor que debería haber recibido él.

Tampoco percibió una vocecita que le llamaba a sus espaldas, la voz de una muchacha con la entonación de regiones lejanas, que decía que no se fuera.

Noé cruzaba una carretera a las dos y cuarto de la tarde, enfrascado en sus propios pensamientos, convencido de que le habían triturado el corazón. Pero quien de verdad se lo trituró fue el parabrisas de una furgoneta de un trabajador de Valdemingómez, que huía de una planta procesadora de basura.

—¡Joder, qué asco! –Exclamó Manuel asombrado de que un bicho tuviera tanta sangre en su interior.

Puede que el bicho tuviera corazón, uno muy grande.


* * *

Fin de la primera parte (1/3)


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Pie de foto: extraído de http://3.bp.blogspot.com/

10 opinaron que...:

Federico dijo...

Lo prometido es deuda, y a veces cumplo. En unos días la segunda parte...

¡Qué la disfruten!

Anónimo dijo...

Felicidades por tus letras, gracias por deja tu rastro en mi humilde blog, para mi será un honor tenerte entre las personas que me leen, la magia y los sueños tambien son parte de mi vida...
Un saludo.

delgaducho dijo...

Madre mia, me has hecho estremecerme de arriba abajo, gigantesco...

Paloma Corrales dijo...

Aquí me he quedado cosida a tu relato y conteniendo la respiración...

Me ha encantado.

Besos.

Anónimo dijo...

Menos mal que Manuel conducìa una furgoneta y no un Hummer...Conozco a alguien en el pueblo que atropellò un jabalì(sanglier para asterix)y destrozò su citroën 2cv.Eso sì comiò jabalì durante dos meses.
Me gusta el relato aunque veo que se divide tras los asteriscos en dos partes bien diferenciadas y me despistò al principio.La carga de intriga y espectaciòn es alta.Encender èse interès en el lector no es fàcil asì que espero que tenga continuidad en la segunda parte.Un abrazo querido amigo y felicidades por el reconocimiento.

Federico dijo...

El Honor es mío, Sirocos. Gracias por venir.

Federico dijo...

Hola flaco, gracias por tu comentario. Aunque tengo que decir que parte del encanto de este cuento es leerlo entero.

Fraccionarlo es como si un mago terminara la actuación después de un descanso, pierde un poco la gracia... En fin.

Federico dijo...

Pues tengo malas noticias, Paloma, en la segunda parte, no vas a recuperar el aliento.

Gracias por venir. Un beso amiga.

Federico dijo...

¡Un Quique! ¡Cuánto bueno por aquí! Tengo que confesar que esta historia es ligeramente autobiográfica... y de verdad que en algún momento no me hubiera importado nada tener una de esas pociones que hacen aletear los pies al Asterix.

Un abrazo,amigo. ¿Para cuándo una visita?

Anónimo dijo...

sì me dì cuenta de los aspectos autobiogràficos aunque no salen los billetes de dòlar por la cinta je je.a ver si vamos en verano que ya se me està haciendo largo desde la ùltima