Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


domingo, 20 de diciembre de 2009

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (segunda parte)


Me había despejado de la borrachera, sentía sed y a la resaca todavía le faltaba algo para llegar. Era el momento ideal de fumarse un porrete, para animarse. “¿Qué hora será? Por favor que sean las cinco o las seis” Miré el reloj de muñeca, un casio de chino.

La esfera se iluminó de un verde fosforescente apagado, la una y treinta y siete.“Mierda” Faltaba muchísimo para el amanecer y ya estaba cansado. “Me congelaré si me siento bajo un árbol a esperar a que se haga de día” Busqué con ansiedad el hachís.

Poco después me lo fumaba mientras “Los héroes del silencio” cantaban “Maldito duende” desde un mp3 que guardaba en un bolsillo. Una canción muy apropiada a ese momento. Y me reí.

Aún permanecía sentado cuando surgieron unas lucecitas que los troncos y ramas de los árboles, volvían intermitentes. Iluminaban muy poco, y de no ser porque guardaban una distancia regular y mantenían la misma trayectoria y dirección, pensaría que se trataba de luciérnagas.

 Podían ser mecheros. “¡Joder! Si llego a saber que tienen tan buen olfato me hago el porro antes. ¡Estoy aquí, capullos!”, grité. Y las lucecitas cambiaron de rumbo, pero no avanzaron más deprisa. “¡Serán cabrones! ¿Es tan raro que me haya podido torcer un tobillo o algo así?”

Y maquiné al instante una broma que los asustara y desquitarme, entre otras cosas, de sus burlas. Me agazapé en una ondulación del terreno, tras unas jaras resinosas: mis amigos no me encontrarían tan fácilmente. El secreto de un buen escondite está en ocultarse varias veces, y preferiblemente dónde te hayan buscado con más ahínco.

No les podía ver pero escuchaba su marcha por el campo, andaban con desgana, arrastrando los pies, y extrañamente en silencio. Era demasiado fácil dirigirlos por el sotobosque de jaras.

—¡Ah, Dios Santo! —grité como si el mismo demonio me llamara con su índice—. Y me escabullí entre los matorrales, teniendo en cuenta dónde había gritado y por dónde me buscaban.

Y ellos, como borregos, se presentaban en pocos momentos. Reconozco que trataban de moverse con mayor rapidez, pero nada comparable a la destreza de un gallego cabreado. Ya me costaba dominar la risa.

—¡Qué horror! —me desgañité a placer, como si un cadáver descompuesto tratara de besarme—. Y desanduve mis pasos, acechando sus pasos para situarme a sus espaldas.

Poco después, desconcertados, se reagrupaban dónde esperaban encontrarme. Siempre sin decir palabra. Así no era tan gracioso jalearlos de un lado a otro. Lo divertido de hacer cosquillas es que se rían, de lo contrario se hace aburrido. Iba a concluir la broma.

—¡La Santa Compaña! —chillé horrorizado—. Sabía que mis amigos no se creerían eso, al fin y al cabo no es más que un mito rural y ellos chicos de ciudad. Además, no eran gallegos.

Pero se presentaron, esta vez inquietos, y obstinadamente silenciosos. Con sigilo me abalancé sobre uno de ellos por la espalda, deseaba que sintiera al menos un escalofrío.

—¡Estos madrileños son la hos…!

Sólo cuando agarré el hombro me di cuenta, sin el estremecimiento de la espina dorsal, que me había confiado: ninguno de mis amigos vestían túnicas con capucha. “Ya comprendo: el cazador cazado. ¡Pretenden darme otro susto!”

La irritación provocó una mayor tensión en los dedos que se cerraban sobre los pliegues del hombro, entonces supe que bajo el sudario no había más que huesos. ¿Qué es lo que estaba pasando? Descubrí la respuesta cuando volvió la cabeza hacia mí y la luna, inmisericorde, arrojó su luz hacia el interior de la capucha. En las cuencas descarnadas, la ausencia de ojos era sustituida por una negrura insondable, parecía un tobogán que invitaba a un viaje al infierno. Y yo sentía marearme en su mirada…

—¡Dios Santo! —grité, esta vez con todo el sentimiento que fingí con el primer grito.

Pero fui incapaz de mover un músculo, estaba petrificado por el horror, fascinado con la esperanza de oír las carcajadas de mis amigos en cualquier momento. El encapuchado me sujetó el brazo y acercó aún más su cara a la mía. Fue imposible no ver su sonrisa de muerto, estática, inexpresiva, formada por una dentadura alargada en unas mandíbulas sin labios ni mejillas.

—¡No, qué horror! —cabeceé aterrado ante la idea de que deseara darme un beso.

Sólo pretendían averiguar quién era ese que molestaba a la Santa Compaña, qué tenía de especial para interrumpir su procesión y sus oraciones. Sentí su curiosidad, después su decepción y por último su ira.

Un olor a cera fundida impregnaba el lugar, las demás ánimas se habían congregado a nuestro alrededor en silencio, algunos portaban campanitas y todos, un cirio encendido en su mano. Excepto uno que no estaba encapuchado. Llevaba un caldero con agua bendita y a modo de estandarte enarbolaba un crucifijo sin Cristo. ¡Ese no estaba muerto!
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