Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


domingo, 13 de diciembre de 2009

Secreto a voces (parte final)


¿Quién necesita a los hombres? Son egoístas, mezquinos… ¡Todo gira en torno al pequeño apéndice que les cuelga entre las piernas! “Es cierto”, se dijo Samantha apartando el Cosmopolitan de la leche con cacao del desayuno.

No había resentimiento en sus palabras a pesar de ser la descendiente directa de una larga estirpe de mujeres abandonadas. Su madre, su abuela, su bisabuela, y hasta su tatarabuela, habían sido mujeres hermosas objeto del capricho de un hombre poderoso. Cambiaba el rostro y los apellidos, pero la historia era siempre la misma: un hombre encantador prometía días de vino y miel, y, a cambio de su saliva y sudor, apenas obtenían la calderilla de su afecto. Cuando su bisabuela comprendió que con la rabia no se comía, consintió en ser la querida de un rico hacendado; y sin quererlo, inició la maldición de parir niñas bonitas.

“Tú no vivirás bajo la sombra de un hombre rico”, coreaban las madres a las hijas, pero una tras otra fueron repitiendo los mismos pasos. Porque no se prostituían, no vendían su amor; porque no había nada malo en adaptarse a las circunstancias. Samantha, tras un proceso depurativo de varias generaciones, fue la más hábil. Debía exhibir su belleza en círculos selectos, y tras la debida formación como modelo, no le fue difícil lograr su meta. Descubrió para su asombro que, en ocasiones, ganaba más dinero que alguno de sus pretendientes. ¡Je! ¿Quién necesita, entonces, a los hombres? Samantha no, desde luego. Pensó retomando el Cosmopolitan.

—Pichulín, ¿dónde está mi masajeador? Debo tener una contractura en el cuello.

De las interminables sesiones fotográficas, a parte de un magnífico “book”, lo único que conservó era un pequeño aparato eléctrico que terminaba con tres bolas de dos centímetros de diámetro. La virtud del aparatejo es que vibraba a distintas intensidades, adecuándose a cada parte del cuerpo sin problemas, sin ruidos. “Lady 2000” era algo más que un masajeador, y no sólo por los dolores que había sido capaz de librar. De ser persona sería algo así como su mejor gran amigo. De ser persona sería su amante.

Roger se lo acercó y Samantha recordó el día en que se conocieron. El desfile de primavera de Yves Sant Laurent se celebraba en Nueva York, a las cinco de la tarde. Unas horas antes desfilaba en París y la noche anterior había dormido en una suite del hotel Majestic, en Milán.

“Estoy reventada”, protestó a su asistente. “Cielo, te voy a regalar algo que hará que veas a los hombres con otros ojos”, el asistente, además de peluquero, maquillador, costurera y psicólogo, era maricón. “Te dejaré un rato a solas, para que te relajes”.

En cuanto las bolas del masajeador tomaron contacto en el cuello notó que la tensión se disipaba, sintió que el dolor dejaba un enorme hueco en su percepción corporal, era alivio. No, era placer. Las bolas bordearon el cuello hasta la clavícula. No solamente era placer lo que experimentaba, las aureolas de sus senos se contrajeron: era placer sexual. Era como sentir el beso de un ángel, suave y delicadamente succionador.

De mantener el aparato en cada seno, alternándolos convenientemente, descubriría su primer orgasmo sin estimulación genital directa. Samantha se sentía húmeda, ¿qué pasaría si bajaba un poco más? En cuanto las bolas abandonaron las costillas, allí donde nace el vientre bajo el esternón, Samantha descubrió un punto que estimulaba la base del cráneo y el coxis. Provocaba un profundo placer, pero éste era de un tipo más místico. Se prometió explorarlo en otra ocasión.

Las bolas llegaron al ombligo, y no bajaron más. No era necesario, la vibración estimulaba su clítoris y todos los puntos de placer vaginales. Sintió el orgasmo como fuegos artificiales en el cielo, cuando parecía que se acababa otra explosión de luces brillaba en sus ojos, y otra, y otra, y otra más…

“¡Querida! Creo que te has relajado demasiado, ¡qué coloretes!” El asistente había entrado en el preciso instante que el Lady 2000 reposaba en la mesa del camerino. Minutos después Samantha desfilaba entre los flases de la pasarela, y Roger descubriría en sus ojos un brillo muy especial. ¡El brillo del amor!

—Eres un tesoro —dijo agradecida por la solicitud de su marido.

“No los necesitamos para nada”, reiteró mentalmente.

—Querida, me gustaría que no te depilaras en la ventana. Ya sé que es improbable que algún vecino te pueda ver, pero yo me sentiría más cómodo. Es como si me advirtieras, sin querer, que necesitas más amor del que te doy, y que lo buscas.

—¡Oh, Pichulín! Créeme que yo no necesito el amor de los hombres. Me basta con el que tú me das. Parece que está sonando el timbre, ¿puedes abrir que me voy a vestir? —Y cogió la pinza depilatoria en cuanto el anciano se marchó.

A través del hueco de la puerta Roger la vio contornearse en los cristales, prácticamente desnuda. Mejor hubiera sido si la puerta se quedara cerrada. Samantha percibió un cuchicheo de voces que provenía de la cocina, dejó la pinza y buscó una blusa en el vestidor, pero la puerta del dormitorio se abría, y Roger hablaba. Le salió al encuentro.

—Querida, este joven es nuestro vecino de abajo. Está realmente preocupado de que mi gatita se pierda en su jardín.

¡Todavía no estaba vestida! Los hombres son egoístas y mezquinos, Samantha no lo ignoraba.



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1 opinaron que...:

Anusky66 dijo...

esta bien la historia desde el punto e vista de cada personaje . Me ha gustado mucho.
Un besazo