Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


sábado, 19 de diciembre de 2009

Un signo de poder (parte final)


Bayan Temür no trajo nuevas esposas a su yurta. Las mujeres decían que había perdido la virilidad cuando su dedo de ordenar quedó mutilado, pero yo conocía la verdad. Los ojos de mi esposo revelaban otra condición, nunca dejaron de espiar mis pasos, y su nariz se dilataba cuando le pedía permiso para retirarme, como si tratara de retener mi presencia unos instantes más.

Trabajé muy duro durante ese tiempo, poco a poco conquisté el amparo de la comuna, todos me debían favores. Y en ausencia del Khan, me llamaban por mi nombre.

—Ya tengo el anillo que me pediste, Marat. Me ha sobrado plata para otro.

—Guárdalo para ti, Qaban, por tu trabajo… ¡Oh, es realmente hermoso! Pero esto no bastará, necesito algo más.

Expliqué lo que deseaba al viejo herrero, mientras observaba sus muecas de asombro. Esa misma tarde, antes de que los jinetes regresaran al poblado, el viejo Qaban tenía mi encargo terminado.

—Toma, si con esto no consigues cambios… ¡te pediré en matrimonio para mi hijo Subotai!

Reí, sin embargo el herrero no bromeaba.

—Me halagas, pero no necesito tu protección. Gracias.

—Subotai es un gran jinete, sé que llegará lejos... Necesitará una gran mujer.

—Hablaremos, Qaban, hablaremos —me despedí con un abrazo.

Preparé para la cena un cabrito asado, porque sabía que era la carne que más agradaba a mi señor. Y vigilé para que todo en su yurta estuviera en perfecto orden. De pronto apareció. Y temblé, si cada vez que entra en la tienda no puedo evitar el temblor.

—Sumiya guai —le serví aguardiente en una copa— permitid a esta esclava que os lave los pies con agua caliente antes de cenar.

Bayan Temür consintió con un gesto de barbilla.

—Sé cuando tramas algo, la última vez perdí un dedo.

—Esta vez, mi Khan, no perderás nada.

Le entregué una cajita de madera, en su interior un dedo de plata lucía un anillo soberbio, un sello con una inscripción en el que se leía “un signo de poder”.

—Volverás a ordenar como un verdadero Khan.

Me abofeteó.

—Puedes retirarte, tu insulto no ha manchado mi honor.

No entendió, sólo necesitaba un poco de tiempo para comprender. Y no precisó demasiado, Bayan Temür entraba en mi tienda. Nunca había pasado, esta vez no temblaba. En su mano mutilada brillaba un dedo de plata.

—Siempre he tomado lo que he querido, pero jamás encontré tanto gozo como en tu regalo. Veo en este gesto mucho más amor, que el odio que me arrancó el dedo.

Las aletas de la nariz temblaron, intuí que deseaba quedarse, que deseaba estar más cerca de mí, y yo le hice hueco en mi lecho de pieles. La luz de la luna creaba sombras bajo mis senos, y sé que mis antepasados bailaron dichosos bajo ellas.

Mi khan agotó sus fuerzas en caricias que aún perduran en mi alma. Tuvimos una noche eterna hasta que despuntó el alba, cuando nos rendimos al sueño. Los caballos relinchaban impacientes a media mañana, los jinetes murmuraban con prudencia la ausencia del rey.

—Esta noche dormirás en mi lecho, porque ese es tu lugar, esposa mía.

Bayan Temür se despidió con una mirada inquieta. Un presentimiento nubló su rostro, ahora que había conocido el amor temía perderlo.

Regresó por la tarde, antes de lo habitual; y furioso, porque no hallaba a nadie que supiera de mí.

—Estará buscando leña —decía una de sus mujeres.

—No, no. Eso pasó antes de que fuera por agua —replicó otra.

El peor temor de un mongol tomaba forma; el cumplimiento de una premonición. Bayan Temür clavó las botas en el costillar del caballo.

—¡Marat! ¿Dónde estás? —gritaba el Khan por la vereda del río.

El color rojo de las aguas detuvo el tiempo, su caballo galopó tan veloz que parecía flotar sobre la corriente.

—¡Marat, no! ¡Marat!

Y me halló temblando, como siempre que le veo, sentada contra un árbol. Un lobo gris yacía con la lengua entre los dientes, muerto en la orilla. Avanzó despacio, como si temiera que con cada paso los espíritus me llevaran a su reino.

—¿Cómo la esposa del Khan tiene cadenas todavía? —la sangre que observaba en mis ropas brotaba de rasguños sin importancia.

—Gracias a ellas todavía sigo viva.

—Aprenderás a vivir sin cadenas, Marat.

Me ofreció un anillo, unas palabras embellecían la superficie plateada, me resultaban familiares.

—¿Qué dice?

—“Otro signo de poder”, el tuyo es un poder que no nace de las armas, más fuerte que la autoridad de un Khan. Más fuerte incluso que la superstición de un mongol.

Aquel día nos liberamos de nuestras cadenas. Aún después de tantos años mantenemos en nuestros dedos un “eslabón” como recordatorio de nuestra bien hallada libertad, porque ¿qué son una pareja de anillos si no los eslabones del principio y final de una misma cadena?




— FIN —

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1 opinaron que...:

Anusky66 dijo...

preciosa historia Fredy !!!
me han gustado mucho las dos partes de tu relato.
Un besazo