Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


martes, 29 de diciembre de 2009

SOLIDARIDAD


El sonido del viento no entendía de banderas, silbaba sobre los cadáveres sin hacer distinciones del color de su piel, y convertía aquellas ruinas de ciudad en un cementerio sin lápidas ni oraciones.

–Aquí ya no queda nada que hacer, señor. La resistencia ha sido neutralizada.

Pero mantenía su fusil de asalto sin seguro, apoyado contra su hombro, como si temiera que algún muerto se levantara para sacudirse el polvo y la sangre seca de sus ropas.

–No dejaremos que nadie muera solo, M.A. –replicó el sargento Vázquez–. Si alguno de nuestros chicos ha caído lo rescataremos.

–Me alegro de estar con usted, señor –aduló Wilson, un chicano imberbe que se había alistado a las fuerzas especiales para acelerar la regularización de su permanencia en los Estados Unidos.

–¿Por qué?

–Porque usted vendría a por mí, no dejaría huérfanos a mis hijos.

–Por favor –protestó M.A. agitando sus manos delante de la cara– y también a por mí, para que mis amantes pudieran rendir el culto debido a mis cenizas. ¡Ya sabes, en ropa interior! –añadió pelando una tableta de chicle.

El sol y el polvo del desierto reducían a nada los miles de kilómetros que los separaba de su hogar; la rutina y la desidia sólo a unos pocos metros de donde habían aparcado el “jeep”. Siempre era lo mismo, los informes terminaron por ser iguales. El sargento Vázquez cambiaba tan solo la fecha y el nombre de la población: “Número indeterminado de bajas civiles, sin bajas americanas”.

Henry Moravia, el más joven de los cuatro, avanzó entre las ruinas de la calle mayor, olvidando la protección del grupo, admirando con gozo pervertido los impactos de las ametralladoras de los “Apache” sobre esas paredes de adobe. Una detonación lo sacó de su ensimismamiento, observó un nuevo color en su uniforme de camuflaje por encima de un tobillo, y perdió el equilibrio.

–¡Ah, me han herido!

M.A., Wilson y el sargento Vázquez se ocultaron automáticamente, su adiestramiento militar les facilitó protección en unos segundos. Henry Moravia gritaba con más rabia que dolor, intentaba ponerse de pie, no era consciente de que su pie derecho colgaba de la pierna. Estaba en estado de shock.

–¡Ven a por mí, cabrón!

Y vació el cargador de su M16 indiscriminadamente mientras daba saltitos con la pierna sana.

–¡Alto el fuego, Moravia! –ordenó el sargento Vázquez.

Sabía que no era un nuevo ataque chiita, se trataba de otra cosa. Los helicópteros no habían acabado con toda la resistencia fundamentalista, y ahora uno se había atrincherado en algún recoveco entre los escombros. ¡Un francotirador! “Cuerpo a tierra, soldado” pensó el sargento Vázquez, como si el pensamiento fuera un medio más rápido y eficaz para transmitir sus órdenes. Pero un nuevo disparo, que reverberó entre los dinteles de las casas que permanecían en pie, llegó antes al soldado Henry Moravia.

–¡Ese cabrón lo está matando con saña! –protestó Wilson asqueado.

No intervenir, no ayudar al soldado caído, era como dar beneplácito a la tortura que asistían en directo. Henry se sujetaba la rodilla izquierda con las manos, tratando de contener la sangre y el dolor. Y Wilson olvidó que tenía hijos. Dio dos pasos al frente con la mano extendida, al tercero cayó muerto con una bala en la cabeza.

M.A. escupió el chicle, los gritos de su compañero mortificaban su instinto de conservación. No era peor persona por proteger su vida, sin embargo no soportaba estar a salvo mientras Henry se desangraba lentamente. Wilson no lo había logrado porque era un estúpido, y él, el líder de media docena de canchas de baloncesto del Bronx, no. El sargento Vázquez vio el chicle escupido y comprendió lo que pasaría. “¡No, no lo hagas!” Y M.A. asomó la cabeza por encima del paramento que lo protegía. Un proyectil le atravesó la cabeza por la boca, cayó al suelo en silencio. Nunca más masticaría chicle.

–¡Hijo de puta, da la cara! –gritó Henry Moravia arrastrándose hacia el cuerpo inerte de M.A.

Como respuesta recibió un impacto en su codo derecho. El francotirador parecía recrearse de manera inútil en el sufrimiento, podía matarle allí mismo, ahora. ¿Sabría el sargento Vázquez que el soldado Moravia era el cebo para matarles a todos? Aún quedaban muchas articulaciones a las que disparar antes de ejecutarle, ¿podría vivir el sargento Vázquez con eso?

–¡Ah, ah! –el dolor no sólo le contracturaba el cuerpo, además le trituraba el cerebro. Henry Moravia fue incapaz de sentir un pensamiento coherente– ¡Da la cara! –gritó en un arrebato de lucidez.

El sargento Vázquez se arrastró hacia el soldado Moravia. Él mejor que nadie comprendía el objetivo de su misión, inspeccionaban el terreno para recuperar a los suyos, muertos, vivos o heridos; porque la consigna era que “nadie moriría sólo”. Ahora estaban muriendo soldados que conocía, hombres con historia, cara y apellidos. Otra detonación trepidó por las paredes de barro. No quiso mirar, instantes después supo que Henry Moravia seguía vivo porque lo oyó llorar. Al fin estableció contacto visual con el soldado herido: estaba en el suelo boca arriba, no podía moverse porque tenía reventada una articulación en cada extremidad. Era una crueldad miserable. ¿Qué podía hacer? ¿Morir por aquel que ya estaba condenado?

–¡Da la cara, por favor! –gimió Henry.

Y finalmente, el sargento Vázquez la dio. No se incorporó con granada en mano para sacarle de ese poblucho, ni trató de llegar a la radio del jeep para pedir refuerzos, no. Se limitó a fijar el punto de mira de su fusil y disparó. Henry Moravia ya no sufriría más.



- fin -


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Pie de foto: extraído de www.turisfera.com

2 opinaron que...:

Anónimo dijo...

buen relato y estilo,una reflexiòn quizà interesante que oì una vez;los narradores tradicionales dicen que no hay que explicar al pesonaje,sino dejar que se explique sòlo por su conversaciòn y su conducta.pues serà...

Anónimo dijo...

un ejemplo de lo anterior en otro relato;"el pesado que te mira como si quisiera regalarte una flor",uno se imagina la mirada,la expresiòn y casi hasta el lugar de vacaciones de personaje.ja ja alguna flor me han querido regalar a mi cuando era màs jòven y jilipollas,ahora ni me miran asì ni soy tn jilipollas.la edad se encarga de todo un fredy.