Una vez tuve un sueño

Soñé con un mundo en el que todos podían ser lo que quisieran, hacer aquello que más satisfacción les provocara, que no existiera más impedimento que el deseo...

Hoy, a mis cuarenta y dos años recién cumplidos, y a pesar de que la vida golpeó con toda la crudeza de la realidad, todavía no he despertado de las utopías de juventud. Si no puedo vivir en un mundo feliz, me lo inventaré: haré que otros, como un dios todopoderoso de infinita bondad, sean felices... al menos en mi pensamiento.

Y me puse a escribir. Ahora que tengo en mi haber más de setenta relatos cortos y dos novelas, descubro por qué Dios es "omniausente" e imperfecto.


lunes, 21 de diciembre de 2009

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (parte final)


—La Santa Compaña —susurré decepcionado cuando confirmé de un vistazo que eran más de seis, que no era una broma de vivos.

Experimenté el impulso de suplicar ayuda al único que no estaba muerto de la procesión, entonces percibí un gemido entrecortado que provenía de cada capucha. Se reían, y lo peor era saber que se reían de mí.

Uno de los muertos levantó el brazo apuntando al hombre del estandarte, y al instante, como un muñeco de ventrílocuo, habló con voz espectral:

—Tú no te irás a ninguna parte, chaval. Toma, coge esta cruz y este cubo.

Sentía una fuerza extraordinaria que me empujaba hacia el vivo de la comitiva, una necesidad inexplicable de tomar esos objetos sagrados, como si en ellos encontrara una salvación. Y me dejé llevar.

En cuanto estuve a su lado levanté la mano para agarrar el crucifijo pero descubrí a un ciempiés enorme que serpenteaba por el cuello del infeliz. Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo y recuperé la lucidez.

Sin pensar corrí como un loco que persigue su cordura, como un preso tras una libertad muy tímida y huidiza. Pero una niebla extraña cayó sobre el bosque, como si los muertos, en una pataleta ante mi inesperada fuga, se desahogaran con fenómenos atmosféricos.

“No me cogerán, carallo. No me cogerán”. No veía nada, la neblina era tan densa que no podía correr sin chocar contra a un árbol. De modo que troté entre la maleza con las manos extendidas, zigzagueando sin pensar.

De un modo inconsciente sospechaba que tenían el poder de leer las mentes, por eso era tan importante correr como no pensar. Traté de acompasar la respiración a la carrera para evitar el flato y cuando estaba muy cansado, en lugar de sentarme, andaba hasta que reunía fuerzas para correr de nuevo.

Pasado un tiempo corría en línea recta, convencido que había mucha distancia entre la Santa Compaña y yo. De hecho, no eran precisamente veloces en su marcha, y aunque no ignoraba que la orientación no era mi punto fuerte, sabía que me había librado de su maldición.

En cuanto el cielo clareó y veía mejor el terreno por el que pisaba corrí con más alegría, sin preocuparme de los muertos, sin buscar luces o indicios de civilización. Corría sencilla y llanamente por el placer de estar vivo y libre, algo que no había experimentado nunca antes en mi vida. Pero tanta dicha se vio truncada con demasiada rapidez contra un árbol, amanecía pero la niebla todavía no se había levantado. Caí inconsciente al suelo.

El sol está muy alto en el cielo, sé que he dormido muchas horas. “¿Qué coño hago yo en un carromato de hierba?” Intenté moverme, pero no pude. “Joder cómo me duele la cabeza”. El balanceo del carro por la marcha lenta de dos bueyes resultaba agradable.

—¿Despertaste filliño?

Era uno de esos gallegos de pueblo que tanto detestaba, ¿qué hacía en Madrid con un carro?

—Chocaste contra un árbol, suerte que estabas al lado del camino y te vi.

Indudablemente era una buena persona.

—Perdone, pero qué está haciendo aquí.

El aldeano rió de buena gana, pero su risa era sana, agradable al oído.

—Vivir, filliño, vivir. Que es lo único que sé hacer bien. Ya sabes, levantarse y acostarse pronto, comer bien, ir a las tierras a cortar las hierbas… y todas esas cosas de pueblo.

—¿De qué pueblo, abuelo?

—Aún te dura el golpe en la cabeza, ¿verdad? Pues de Rivadavia, ¿cuál si no?

Rivadavia, un bonito pueblo de Orense, Galicia. Muy lejos de Madrid. ¡Uf! Encendí el mp3 y escuché la primera canción de reproducción aleatoria que surgió. Dj Shadow parecía lamentarse en su canción “Six days”. Busqué mi móvil con la intención de llamar a mi padre, ¿o tal vez mejor a mi madre? Pero no lo encontré.

Hasta que no hable con alguno de ellos no podré saber qué ha pasado en realidad. Si realmente estoy con mi padre en Madrid, entonces nadie creerá mi historia; pero si todavía vivo con mi madre en Ourense, entonces ayer me cogí el mayor colocón de todos los tiempos.




—Fin—
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3 opinaron que...:

Anusky66 dijo...

desconcertante el final de la historia !!!

Federico dijo...

Pretendía dejar un final abierto, que cada uno, según su temperamento, escogiera el final que más le gustara.
¿Lo he conseguido? No creo que se vea forzado.

mariarosa dijo...

Los sueños, sueños son. has volado en el y me has dejado el final para que lo imgine.

Original.

Mariarosa